Los alimentos son, con todas las matizaciones pertinentes, sustancias destinadas al consumo humano1. En principio y como regla general, su uso no debería implicar un problema de salud. Sin embargo, esa regla tiene excepciones. Las conocidas hoy en día como «reacciones adversas a los alimentos» hace necesario el limitar alimentos concretos (o sus componentes) a pacientes susceptibles en función del diagnóstico y la clínica de dichas reacciones2, ya sean producidas por algún mecanismo inmunológico (alergias o reacciones de hipersensibilidad) o no inmunológico (comúnmente referidas como intolerancias). De este modo los profesionales de la salud pautan diversas «dietas sin» en el terreno terapéutico. Algunos de los ejemplos más habituales serían las dietas sin gluten en el caso de celiaquía; sin lactosa, ante una intolerancia a este componente; sin o baja en fenilalanina, en los casos de fenilcetonuria… o sin cualquiera de los 14 alérgenos citados en el RE 1169/20113 cuando se haya identificado una alergia, entre otros.
Sin embargo, el racional contexto expuesto y centrado en la práctica clínica ha dado un, hasta cierto punto, injustificable salto desde el ámbito sanitario a los lineales de los supermercados, a las revistas de moda y, en cierto modo, hasta el boca a boca popular. En estas nuevas circunstancias son diversas las personas que sin contar con las pertinentes pruebas diagnósticas banalizan sus síntomas y llegan a democratizar el uso de determinadas «dietas sin». Para ello suelen alegar síntomas más o menos inespecíficos o, lo que es peor, beneficios sin fundamento a través del rechazo de ciertos alimentos o nutrientes susceptibles de estar presentes en una dieta diversificada. Los ejemplos más habituales serían también las dietas sin gluten4, sin lactosa o sin algún aditivo concreto.
Es fácil identificar con poco género de dudas los actores responsables que expliquen esta situación. Por un lado la proliferación de los mal llamados test de intolerancias a decenas cuando no centenas de alimentos, los cuales a partir de diversas técnicas (determinación de IgG4, biorresonancia) pretenden indicar al profesional sanitario, y luego de este al paciente, qué alimentos «sientan mal». La finalidad no es otra que confeccionar una «dieta sin» a la medida de los resultados de estos test. Sin embargo, las pruebas al respecto de este tipo de test no solo no recomiendan su uso, sino que más al contrario, lo desalientan. Tanto en el caso de los test de determinación de IgG45, como en el caso de la biorresonancia6 (también llamada elecroacupuntura o test electrodérmico) una «prueba» con más ingredientes en el campo de lo esotérico que de lo científico7.
Y, en segundo lugar, otro de los actores que han alimentado el poco sensato auge popular de las «dietas sin» es, probablemente, cierta industria alimentaria, quien ha visto en la falta de formación de los consumidores una oportunidad de negocio a partir de la promoción y venta de «productos sin». Quizá el mercado de los productos «sin gluten» constituya el ejemplo arquetípico de esta tendencia, en alza8, al ser ampliamente demandados por una población que sin tener un diagnóstico de celiaquía (o de sensibilidad al gluten no celíaca) cree que este tipo de productos les proporcionará algún beneficio para su salud. Un caso similar se puede encontrar en el caso de los alimentos «sin lactosa»9.
Es muy probable que el auge popular hacia las dietas o productos «sin» sea un proceso irreversible de marcha hacia delante. Y es que este tipo de conductas hacen buena la conocida como «ilusión del control»10 como una búsqueda anhelante del ser humano en pos de aquellos elementos susceptibles de influir en ciertos aspectos de especial importancia, como es la salud. Una ilusión que se ve precisamente favorecida cuando hay una mayor implicación y preocupación por estas cuestiones11, aunque al final ese control sea, en última instancia, un espejismo.