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EDITORIAL
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Neuro-«lo que sea»: inicio y auge de una pseudociencia para el siglo XXI
Neuro-“whatever”: Beginnings of a new pseudoscience for the XXI century
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Karen Corredora,b, Fernando P. Cardenasa,
Autor para correspondencia
lucarden@uniandes.edu.co

Autor para correspondencia.
a Laboratorio de Neurociencia y Comportamiento, Departamento de Psicología, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
b Grupo de Investigaciones en Biomodelos (GIBIOM)
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El paso del estado sésil al movimiento activo, requirió del desarrollo de un sistema nervioso capaz de coordinar el movimiento hacia fuentes de alimentación y el escape de posibles amenazas. En respuesta a los cambios en los ambientes macro- y micro-, los sistemas nerviosos fueron integrando habilidades cada vez mejores culminando en el «ensayo mental» (León & Cardenas, 2011): el animal podía «imaginar» las consecuencias de algunas de sus acciones (causas y efectos), sin requerir ejecutarlas: la diferencia entre la vida y la muerte.

Ya en los albores de la humanidad, esa necesidad imperiosa de buscar causas –ahora en una esfera plenamente mental– se plasmó en la creación de conceptualizaciones animistas de la naturaleza y por ello las primeras manifestaciones culturales fueron las explicaciones del universo en términos de mitos, leyendas, cuentos e historias transmitidas generacionalmente.

El desarrollo de las tecnologías que fortalecían la unión cultural y las alianzas entre clanes, impulsó el desarrollo del conocimiento científico que mejoraba la tecnología y satisfacía más profundamente la sed de explicación del mundo. Fue la primera gran escisión entre ciencia y tecnología. Para el común, el impacto de la tecnología sobre la vida diaria es mucho más evidente que el de la ciencia, visión inmediatista que aún hoy rige, lastimosamente, a muchos organismos de gestión de la ciencia y la tecnología en muchos países.

La separación ciencia (comprensible por pocos) / tecnología (usable por todos) hizo que paulatinamente se fuera desconociendo el real valor de la ciencia y permitió que muchas formas de conocimiento no científico, mucho más fácil de comprender y de transmitir –las «pseudociencias» (pseudo = que quiere ser, pero no es)– fueran instaurándose. Este conocimiento es «comprobado» por casos únicos que alguna vez sucedieron o que alguien reportó que vio o escuchó (sin importar la veracidad del reporte). Ritos, mitos, magia, leyendas, alquimia y otras muchas ideas surgieron de esa forma.

Raras veces, ideas absurdas llevan a conclusiones correctas. Un ejemplo es la «frenología» de mediados del siglo XIX. Según ella –basándose en el hecho de que el cráneo crece empujado desde su interior por el crecimiento del cerebro– sería posible determinar rasgos de personalidad mediante el análisis de los abultamientos del cráneo. Esta «teoría» cayó muy rápidamente en el descrédito y fue olvidada. Sin embargo, ella implicaba que: 1) las habilidades que definen la personalidad (hoy diríamos «estilo cognitivo») residirían en la corteza cerebral, eso es verdad; 2) el cerebro no funcionaría como una masa total, sino que estaría conformado por diferentes áreas encargadas de diferentes funciones, eso es verdad; y 3) existiría una relación estrecha entre cerebro y comportamiento, eso es verdad (de Almeida, Alho & Teixeira, 2014; Finger, 2000; Zola-Morgan, 1995). Claro, este no es el caso común de las pseudociencias, pero vale la pena tener en mente que a veces, tras «teorías» falsas, pueden esconderse porciones de verdad.

En 1995, Carl Sagan ofreció, en El Mundo y sus Demonios, unas directrices para discriminar si un conocimiento es científico o no (Sagan, 1995). Estas directrices indican que en ciencia, 1) generalmente existen fuentes diferentes e independientes de evidencia sobre los hechos; 2) se promueven discusiones interdisciplinares, casi siempre buscando explicaciones multidimensionales: dogma e imposición por autoridad (individual o de grupo) o por la fuerza de las tradiciones morales, jamás son caminos usados por la ciencia; 3) si una hipótesis no resiste el escrutinio científico, es cambiada: el científico no debe ser «terco» ni «obstinado» con sus propias ideas, el juez único es la evidencia empírica; 4) en el momento histórico actual, la cuantificación es la medida de la evidencia. Si algo no es cuantificable, no puede siquiera ser replicable, con lo cual el conocimiento deja de ser objetivo –acorde a la realidad– y se vuelva subjetivo, es decir, cada cual tendría su propia opinión y versión de los hechos. Este conocimiento subjetivo, a pesar de ser útil en ocasiones, como primer paso de la exploración científica, nunca podrá explicar la realidad, que justamente es el objetivo de la ciencia.

Al usar ese «filtro», es un poco más sencillo separar ciencia de pseudociencia y quizá ello nos pueda llevar a un mundo sin manipulación por temor y enajenación (religión y política autocrática), sin creencias infundadas (supersticiones o seguimiento incuestionable a las tradiciones éticas y morales), sin pavor a lo desconocido (por ejemplo, los transgénicos, sin siquiera saber qué cosa es un transgénico) y sin posiciones de discriminación dogmática a minorías (matrimonio entre personas del mismo sexo así como formas de racismo).

Lo anterior nos resulta un útil contexto para entender uno de los peores problemas que enfrenta hoy la neurociencia: el fenómeno «neuro-lo-que-sea», o como algunos autores prefieren llamarlo las «neurotonterías». El crecimiento que hace cerca de 50 años ha tenido el estudio interdisciplinar del sistema nervioso, desde áreas como química, ingeniería, ciencias computacionales, medicina, psicología, etología, matemática, lingüística, educación, filosofía, etc., ha incidido sobre la generación de nuevas tecnologías de imagenología y sobre la construcción de un cuerpo conceptual detallado de la función cerebral.

Dado que la comprensión de la mente y la consciencia es el objetivo principal de la neurociencia, se ha creado una gigantesca peregrinación de pensadores provenientes de muchas áreas hacia sus terrenos. Esto ha popularizado el poder explicativo de la neurociencia convirtiéndola en parada obligatoria para quien se haya preguntado ¿cómo pensamos?, ¿cómo creemos?, ¿cómo realizamos juicios éticos?, ¿cómo creemos que existimos? y un sinfín de preguntas igualmente relevantes. El deseo oculto es que algún día la neurociencia –como si fuese el Santo Grial del conocimiento– pueda responder esas preguntas con la misma precisión y profundidad con las que ha respondido otras, tales como: ¿cómo hablamos?, ¿cómo sentimos placer?, ¿cómo generamos emociones?, ¿cómo nos movemos?, ¿cómo creamos adicciones a drogas, juegos, personas o situaciones?

En medio de este crecimiento de ramificaciones y recovecos teóricos, surgen nichos pseudoacadémicos muy particulares. El ansia de prestigio y también la necesidad de explicación, hace que ideas sin mucho asidero, incorporen como prefijo «neuro» como estrategia para obtener estatus. En el imaginario colectivo, si algo se relaciona con el sistema nervioso, debe ser importante, tener un gran poder explicativo y serio. Así, se acuñan términos como neurolingüística (que no tiene que ver con el estudio de los mecanismos neurobiológicos de la generación del lenguaje), neuro-insight, neuro-oratoria, neuro-jurisprudencia, neuro-re-ingeniería, neuro-sexología, neuro-estética, neuro-ética, neuro-teología (no leer neuroetología, la cual se trata de una disciplina muy bien fundamentada), neuro-historia y neuro-historia del arte, neuro-música, neuro-marketing, neuro-cuántica, psico-neuro-aromaterapia, etc. llegando a absurdos comerciales como neuro-bebidas que «mejoran» concentración, reducen estrés e incluso mejoran la apariencia física (no hablamos del Adderum, que aparentemente tiene bastante evidencia empírica a su favor).

Para mejorar el impacto, cada uno de estos neuro-absurdos se acompaña de imágenes del cerebro, una resonancia magnética nuclear funcional, una tomografía por emisión de positrones o algún dibujo de neuronas en colores atractivos. Este uso gráfico para fortalecer el engaño sí posee evidencia científica, pues acompañar un texto con la imagen de un cerebro aumenta significativamente su credibilidad (McCabe & Castel, 2008).

Claro, no todo es fraude. Bajo muchos neuro-términos, también existen estudios de buena fe, rigurosos y replicables, que evidencian relaciones causales, cuantificables y racionales. Por ejemplo, la neuroeconomía, área de gran crecimiento y poder explicativo sobre aspectos como la toma de decisiones; la neuroeducación que busca integrar neurociencia, pedagogía y ciencias de la educación para ofrecer contextos didácticos optimizados para mejorar el aprendizaje.

Este texto es un llamado a la racionalidad, la cordura y la mesura frente al bombardeo de neuro-cosas que vemos a diario. No todo lo que use como prefijo «neuro» resulta válido y confiable, ni siquiera sensato en muchas ocasiones. Es menester aplicar el «filtro-anti-pseudociencia», enseñarlo a los demás y divulgarlo en redes sociales; solo así tendremos una sociedad medianamente impermeable a la pseudociencia y a la neuro-lo-que-sea-logía. Ha de buscarse pues fundamento, estudios que proporcionen evidencia, fuentes de información, etc., que quizá nos permitan verificar nuestras certezas y el lugar que damos a las que consideramos nuestras convicciones.

Referencias
[de Almeida et al., 2014]
A.N. de Almeida, E.J. Alho, M.J. Teixeira.
Models of functional cerebral localization at the dawning of modern neurosurgery.
World Neurosurg., 81 (2014), pp. 436-440
[Finger, 2000]
S. Finger.
Minds behind the brain: a history of the pioneers and their discoveries.
Oxford University Press, (2000),
[León and Cardenas, 2011]
L.A. León, F.P. Cardenas.
Encefalización y procesos humanos.
Darwin y las ciencias del comportamiento, 1. ed., pp. 414-427
[McCabe and Castel, 2008]
D.P. McCabe, A.D. Castel.
Seeing is believing: the effect of brain images on judgments of scientific reasoning.
Cognition, 107 (2008), pp. 343-352
[Sagan, 1995]
C. Sagan.
The demon-haunted world science as a candle in the dark.
1st ed., (1995),
[Zola-Morgan, 1995]
S. Zola-Morgan.
Localization of brain function: the legacy of Franz Joseph Gall (1758-1828).
Annu. Rev. Neurosci., 18 (1995), pp. 359-383
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