Tras dos años de pandemia, la explosiva presentación de ómicron, la última variante del SARS-CoV-2, tiene consecuencias que obligan a un reset en la gestión pandémica. Una variante intrínsecamente menos patogénica pero muy transmisible que muy probablemente transita el camino hacia la endemicidad1, obliga a un reinicio del plan al confirmarse varias sospechas2. La primera, que la vacunación no detiene la transmisión comunitaria del virus. Igual que los sujetos no vacunados, los vacunados se contagian y contagian entre sí, a los no vacunados y de los no vacunados. Esto ya ocurría con delta3,4 pero ómicron se lo ha hecho ver al más obstinado defensor del «vacúnate para proteger a los demás». En los países con altos porcentajes de vacunación como España, la principal fuente de contagio actual son los sujetos vacunados, sencillamente porque son la inmensa mayoría y la actual variante elude considerablemente la inmunidad previa (vacunal o natural). Es más, es probable que al reducir las formas sintomáticas –graves y no graves– en los vacunados, la vacunación masiva potencie la transmisión asintomática del virus5, lo que concuerda con los datos oficiales que en esta sexta ola muestran un número de casos asintomáticos que cuadruplica el de sintomáticos cuando hasta ahora había sido al revés. Decir esto no es ir contra las vacunas. Significa que ya nadie puede ponerse una vacuna para evitar la transmisión del virus. Las vacunas han reducido de forma importante en quienes se las han puesto el desarrollo de complicaciones graves y fallecimiento, una capacidad que mantienen incluso con ómicron6. Se esfuma definitivamente una inmunidad de grupo que muchos ya tuvimos claro hace meses que no existía7 y cuya ausencia comprueban ahora en carne propia millones de vacunados.
La segunda sospecha confirmada por todo lo anterior es la inutilidad del llamado «pasaporte COVID» para frenar la circulación viral. Es más, esta intervención ha podido constituir el gran error en la gestión pandémica de esta ola invernal en muchos países de Europa. Con este «pasaporte» se ha intentado, además, estimular la vacunación del no vacunado, limitándole el acceso a determinados lugares con la idea de reducir los contagios. Actuando así, al vacunado se le ha hecho pensar que era perfectamente inmune y seguro su acceso relajado a dichos lugares, y que lo de contagiarse y contagiar era cosa de no vacunados. El problema, también ético, es que este acceso se le está impidiendo al no vacunado en algunos países europeos, no sólo a lugares de ocio o de restauración, sino a cosas tan importantes como al mismísimo transporte público o a su actividad laboral. Dirigentes políticos llegaron a decir que estábamos ante una «pandemia de no vacunados» o que les iban a «hacer la vida imposible» a los mismos. La Europa de los bandos, de los señalamientos, de buenos y malos, pierde calidad democrática a borbotones.
De este modo, políticos y medios de comunicación han alimentado una polarización social en torno a estas intervenciones –vacunación y «pasaporte COVID»– que ahora se revelan fallidas para detener la circulación viral y los contagios. En paralelo, la actuación de algunos medios ha dejado mucho que desear. El periodismo ha de hacer algo más que transmitir en directo el número de casos, hospitalizados y fallecidos y, sobre todo, algo más que comunicar aquello que los políticos quieren que se diga a la gente. ¿Debemos seguir vacunando repetidamente a la población? En esto, también ómicron supone un punto y aparte pandémico. Su menor virulencia intrínseca obliga a replantearnos el balance beneficio/riesgo del refuerzo vacunal en sujetos sanos relativamente jóvenes y correctamente vacunados. Por ejemplo, ¿deben recibir una dosis de refuerzo aquellos millones de contagiados en esta sexta ola (más de 2,6 millones de notificados a fecha de hoy [12-1-22], muchos más en realidad), sin factores de riesgo y menores de 50 años de edad? Esto sitúa en el primer plano de interés a la inmunidad natural, más potente, completa y duradera que la proporcionada por la vacuna8. Una inmunidad que se desarrolla en todos nosotros tras la infección, sintomática o no, y que se ha mantenido invisibilizada, cuando no denigrada, a lo largo de la pandemia por responsables políticos, supuestos expertos y por aquellos medios de comunicación que se han limitado a ser sus voceros. A ómicron se le reconoce una notable capacidad de escape a la inmunidad mediada por anticuerpos tanto vacunal como natural. Sin embargo, la inmunidad celular (inducida por la vacuna o por infección previa) mantiene prácticamente intacta su potencial eficacia coadyuvante en la reducción de la gravedad clínica tras una primoinfección (o reinfección) por las principales variantes del nuevo coronavirus9, incluida ómicron10. La vacunación es útil en la reducción de casos graves y fallecimientos, pero también ha contribuido a ello la inmunidad natural, el efecto cosecha y la menor patogenicidad de ómicron. Por ello, la vacunación no se puede apropiar del efecto reductor de estos tres factores11. Investigar la participación de cada uno de ellos en dicha reducción es necesario para acercarnos a la realidad pandémica en nuestro país. Para ello, es imprescindible realizar un estudio de seroprevalencia de base poblacional al concluir esta sexta ola. A lo largo de la pandemia, la atención primaria ha estado tan invisibilizada y denigrada como la inmunidad natural. Al final, los propios ciudadanos han puesto las cosas en su sitio en la encuesta del Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas correspondiente al pasado mes de diciembre en donde se muestra que, a lo largo de la pandemia, el 57,8% de las personas con síntomas de coronavirus acudió a su médico de familia y el 7,5% al servicio de urgencias de atención primaria; sólo el 11% lo hizo a las urgencias del hospital12. También al final, la inmunidad celular (natural y vacunal) pondrá al virus en su sitio, que no es otro que junto con los otros cuatro coronavirus de distribución endémica mundial productores de catarros o infecciones respiratorias altas.