Una mujer de 32 años me enseña el informe de una ecografía que se ha hecho en una clínica privada. Leo que tiene una lesión sólida irregular en la mama izquierda. Le pregunto que cómo se encuentra y hago la petición para una biopsia.
Un joven de 27 años me cuenta que desde que tuvo el COVID-19 no se siente bien. Le duele la cabeza y apenas si puede dormir. Un amigo que también se contagió, falleció. Desde entonces no ha vuelto al gimnasio y come todo lo que se le pone por delante. Tiene la tensión alta y pesa 120 kilos. Después de hablar un rato, quedamos para un nuevo control en una semana.
Un hombre de 78 años me dice que ha ido a renovarse el carnet de conducir y le han pedido un informe del médico de cabecera.
El móvil se ilumina por un mensaje de la directora a la lista de médicos, en el que informa de algunos cambios en las agendas.
Una madre entra con su hijo de 17 años y me cuenta que está muy preocupada porque a su hijo se le cae el pelo. Veo en la historia que la preocupación se ha mantenido durante años. Intento tranquilizarla, pero la mujer dice que nunca le han hecho caso y que tendrá que ir a un médico privado.
Un hombre de 54 años viene para ver los resultados de una ecografía que le pedí porque tenía altas las transaminasas. Cuando le explico que no tiene nada malo, se lleva las manos a la cara. Me viene a la cabeza una película de Woody Allen en la que dice que «benigno» es la palabra más hermosa.
Un hombre de 36 años me pide una resonancia magnética porque le duele la espalda desde hace una semana. Después de explorarlo, le digo que sería más conveniente poner un tratamiento y ver la evolución. Antes de marcharse, me comenta que se quedaría más tranquilo con la resonancia.
Un hombre de 60 años, con una cardiopatía isquémica, me dice que no le ha llegado la cita de revisión para el cardiólogo. Veo en la historia que aún no tiene fecha asignada y le digo que no tengo ninguna información al respecto y que tendrá que preguntar en el hospital.
Una mujer de 87 años viene con su cuidadora para aclarar la medicación para el dolor. La cuidadora quiere que escuche de mi boca las instrucciones, porque dice que la paciente tiene sus propios criterios sobre cómo debe ser la posología.
Cuando dan las diez, salgo a la calle por la puerta en la que supongo que habrá menos gente. Saludo con un breve gesto a varios pacientes de mi cupo que me miran con ganas de hablar.
Me siento junto a un antiguo compañero que ha venido a tomar café con nosotros. Desde que comenzó la pandemia, se han jubilado cinco médicos de la generación que abrió los centros de salud con el convencimiento de que iban a cambiar el mundo.
Recuerdo la charla que dieron en la facultad dos médicos de familia de la primera hornada. Salí del salón de actos con una especie de orgullo profesional porque acababa de decidir cuál sería mi camino.
Ahora que se están jubilando aquellas primeras promociones, me doy cuenta de que el mundo ha cambiado tal y como nos propusimos, aunque no sé si en la dirección que esperábamos. Cada día, durante el desayuno, enumeramos una pormenorizada casuística de quejas y agravios profesionales que sobrellevamos como podemos, porque es la sociedad la que ha cambiado y nuestras consultas se han convertido en un espacio en el que confluyen fuerzas divergentes imposibles de encajar. Las expectativas sobre la salud y la enfermedad que tienen hoy los pacientes1, el desarrollo de otras especialidades con mejor acceso a la tecnología, las múltiples instrucciones que mandan las autoridades sanitarias2 o la rápida generación de nuevo conocimiento, que cada vez es más difícil de abarcar, son cuestiones que se agolpan en los minutos que dura cada consulta y nos dejan con la sensación de haber perdido el control, como un barco sin rumbo en mitad de la tormenta, con las velas recogidas y el motor apagado, pero con la ingenua esperanza de que llegaremos a Ítaca cuando amaine.
FinanciaciónSin fuentes de financiación.
Conflicto de interesesNinguno.