En la época de la medicina basada en evidencias, y con el advenimiento e instauración de las Guías de Práctica Clínica, cualquiera esperaría un cambio radical en las conductas que se desarrollan en la relación médico-paciente, médico-institución de salud, y la cada vez más frecuente médico-aseguradora (coordinadora de servicios de salud). En el 2006, la Secretaría de Salud propuso el “Programa de Acción para el Desarrollo de Guías de Práctica Clínica” como elemento de rectoría en la atención médica. Su finalidad ha sido establecer un referente nacional para favorecer la toma de decisiones clínicas y gerenciales basadas en recomendaciones sustentadas en la mejor evidencia disponible. Esto favorece la efectividad, seguridad y calidad de la atención médica, y contribuye al bienestar de las personas y de las comunidades, lo que constituye el objetivo central y la razón de ser de los servicios de salud1. Cabe enfatizar el valor que produce el uso de las Guías de Práctica Clínica, que es reducir la incertidumbre y mejorar la calidad de las decisiones, por lo que su aplicación cotidiana sería más deseable.
Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, la conducta médica sigue definiéndose por el conocimiento médico empírico (práctico), por la exigencia del paciente o su familiar (expectativas de atención) o por la medicina preventiva de demandas legales (defensiva), y también por los recursos, las instituciones y sus políticas y otros factores que contribuyen a modificar el proceso de atención2. El “lado oscuro” del uso de las guías es el de tratar de limitar la práctica clínica cotidiana, generalmente por las instituciones de salud o las aseguradoras, en un ánimo de optimizar el costo-beneficio del acto médico.
Uno de los principales eventos que causa la consulta en la sala de urgencias de los hospitales es el trauma de cráneo. La mayoría de estos son leves y, ajustándose a las normas internacionalmente aceptadas, no deberían siquiera ser evaluados sino solo en clínicas de primer nivel3–5.
Los niños, por su condición de dependencia y cuidado a cargo de adultos, en realidad tienen limitada exposición a trauma craneal. Además, se sabe que dadas sus características físicas, como la elasticidad de tejidos y la rápida respuesta sistémica, si sufren una lesión traumática, esta será de menor gravedad en comparación con los adultos. Sin embargo, la vida moderna, que implica mayor exposición a lesiones relacionadas con vehículos en movimiento y la disminución del cuidado parental por las actividades laborales, ha ocasionado un repunte en la frecuencia de traumas en niños durante los últimos 10 a 15 años. Más del 95% de los traumatismos de cráneo son de carácter leve y menos del 3% serán graves3.
Estadísticamente se sabe que entre el 2 y hasta el 8% de los pacientes con trauma craneal leve tendrá uno de los parámetros que justifique la realización de una tomografía y, por lo tanto, la evaluación en un centro de segundo o tercer nivel de atención. De estos, solamente un tercio, como máximo, presentará una lesión intracraneana que obligará al internamiento por algunas horas, aunque solo 1/31,000 tendrá un hematoma intracraneal que lo llevaría a cirugía si no hay evidente fractura de cráneo. Esto comparado con 1/80 si en los estudios de imagen existe una fractura craneal3,5–8.
Múltiples grupos han analizado la necesidad de realizar diferentes tipos de escrutinio con un nivel de evidencia alto. Queda claro que los parámetros clíncos siguen siendo la punta de lanza para optimizar la atención del paciente y disminuir el gasto excesivo por estudios, que no por mala tecnología sino por baja prevalencia de las compilaciones, como se citó previamente, harán un cúmulo de estudios “inútiles” para detectar una patología intracraneal.
Existen algunos artículos en los que se resalta el valor de la clínica para definir el manejo médico, que invitan a comprender que la vigilancia por unas horas en la sala de urgencias es suficiente para descartar, casi en su totalidad, una lesión que agrave las condiciones del paciente6. En otro artículo, con la utilización de datos clínicos, se agruparon pacientes pediátricos y se logró la obtención de valores predictivos positivos de hematoma intracraneano que permitirán seleccionar de manera más precisa a los pacientes que tienen una indicación definitiva para realizar una tomografía8. Este último estuvo precedido por otro reporte que involucraba tanto población adulta como pediátrica para definir si se requería una tomografía en todos los casos. Se concluyó que, bajo la utlización de ciertas reglas (nuevamente el uso de datos clínicos), podría reducirse el número de estudios9.
Uno de los factores que no se había analizado era si la presencia del médico tratante podría modificar la conducta. Según los datos obtenidos por el estudio publicado en este número del Boletín Médico del Hospital Infantil de México10, si bien existe una tendencia a que existan menos solicitudes entre los pacientes evaluados por su médico tratante, la respuesta sería que no. La razón para que esto ocurra, desde un punto de vista particular, es que hasta el momento no se aplican las Guías de Práctica Clínica y, por lo tanto, no se cambia nada de forma cualitativamente clara. Nótese que, globalmente, en el 40% de los niños de esa institución se realiza una tomografía, en contraste con el 3-5% global recomendado por las guías nacionales o internacionales.
En la práctica privada en pediatría hay dos factores que justifican la realización de una tomografía: el vómito en repetidas ocasiones y el dolor de cabeza. En el meta-análisis de Dunning y colaboradores8, para obtener los valores predictivos positivos de lesiones intracraneanas en pediatría, se determinó que ninguno de estos datos clínicos permite predecir un resultado positivo. Esto lógicamente lleva a la pregunta: ¿por qué se solicitan tantas tomografías por la presencia de vómito y cefalea? Habrá que realizar un estudio para determinar por qué no se usan las guías y cuál otra justificación tendrá el médico para solicitar un estudio caro y, como fue mencionado previamente, económicamente innecesario.
El fin de este editorial fue resaltar la utilización de las Guías de Práctica Clínica como las mejores herramientas disponibles en la actualidad para mejorar la calidad de la atención de los pacientes, y basar las decisiones del uso de la tecnología en algo que se ha perdido lenta pero inexorablemente: el uso de la clínica.