Queremos felicitar a los autores del consenso sobre el tratamiento de la diabetes tipo 2 en el paciente anciano1. El texto supone una importante y necesaria mejora sobre guías contemporáneas de práctica clínica al incorporar en su elaboración factores tan determinantes en esta población como la heterogeneidad, la expectativa de vida, la situación funcional y cognitiva, excluidos sin razón aparente de guías con importante repercusión a nivel clínico2. Habiendo dicho esto, y dado su carácter educativo y de constante revisión, nos gustaría contribuir al perfeccionamiento de futuras guías con una serie de propuestas que faciliten su verdadera extrapolación a la práctica clínica habitual.
De forma recurrente se insiste en la influencia de la comorbilidad y la polifarmacia en la población a la que se dirige el consenso. Sin embargo, dichos factores son descuidados al producir recomendaciones de tratamiento farmacológico e higiénico-dietético, dando la sensación de que el paciente anciano presenta de forma aislada diabetes, cuando a lo largo del texto se incide en todo lo contrario. De hecho, hasta el 75% de los adultos con diabetes tienen 2 o más comorbilidades, que además suponen gran parte del impacto en morbimortalidad3 e influyen en los planes de cuidados del enfermo diabético4. Estas comorbilidades en muchas ocasiones siguen un patrón o cluster de agrupamiento. Algunas presentan un solapamiento con la diabetes en su fisiopatología y tratamiento, como son las enfermedades cardiovasculares (enfermedades concordantes); en otras, como en la afección osteoarticular, las comorbilidades se asocian de forma aleatoria sin relación fisiopatológica o de tratamiento (enfermedades discordantes); y finalmente existen aquellas, como el fallo renal terminal o la carcinomatosis, que dada su gravedad adquieren un carácter prioritario en la toma de decisiones terapéuticas (dominantes). Así, se ha descrito la asociación de diabetes con reflujo gastroesofágico, depresión, enfermedad crónica de las vías aéreas y dolor crónico5; con fibrilación auricular, insuficiencia renal crónica, insuficiencia cardíaca, ictus e hipertensión arterial6; con hipercolesterolemia e hipertensión arterial7; o con dislipidemia, obesidad, hipertensión arterial y fatiga crónica, entre otras8.
La presencia de estos clusters puede guiar el planteamiento farmacológico optimizando sus beneficios al actuar de forma sinérgica sobre varias enfermedades y, de esta manera, reducir el riesgo de iatrogenia9. Las futuras evidencias farmacológicas marcarán el camino a este respecto, como puede ser el caso de los inhibidores de la dipeptidil peptidasa-410. En algunos trabajos, hasta el 23% de los diabéticos recibían fármacos potencialmente inapropiados y un 16% recibían un fármaco con efectos adversos frente a su diabetes5. Particularmente relevante es el caso de los corticoides en pacientes con EPOC o vasculitis, los cuales pueden producir una miopatía que en situaciones de fragilidad supondrá un declive de difícil retroceso. Otro ejemplo de dificultades en la práctica clínica habitual es el uso de betabloqueantes o antiinflamatorios no esteroideos en pacientes diabéticos con enfermedad cardiovascular concomitante, o el de antipsicóticos en aquellos pacientes cuya comorbilidad es de tipo psiquiátrico.
Así pues, consideramos que es importante enfocar las directrices sobre el tratamiento farmacológico de la diabetes en ancianos mediante una visión más global que evalúe tanto comorbilidades prevalentes individuales como agrupaciones de ellas. No debemos restar importancia a la fragilidad ni al deterioro funcional como factores predictores o marcadores de trayectoria y objetivos terapéuticos, pero sí contextualizar la realidad individual incluyendo una valoración de la multimorbilidad. Aunque es imposible abarcar todos los aspectos clínicos en una población tan heterogénea como son los ancianos, creemos que esta aproximación puede facilitar la validez externa del consenso en futuras revisiones.