Durante los años 1980 algunos grupos de expertos extendieron la idea de no usar el término «prediabetes» para designar etapas previas al diagnóstico de la enfermedad. Se argumentaba entonces que presuponía una evolución inexorable hacia la diabetes, que no siempre ocurre, por lo que podía causar un impacto psicológico evitable al paciente. En 2004 la American Diabetes Association (ADA) reinventó la prediabetes tipo 2 para definir la hiperglucemia en intervalo no diabético, bien sea al detectarla a las 2 h de una sobrecarga oral con glucosa intolerancia a la glucosa (ITG) o en ayunas glucemia basal alterada (GBA)1. Como ambos hallazgos tampoco presuponen la progresión inapelable hacia la diabetes, el profesional interesado percibió de inmediato la oficialización de una nueva tendencia. Después de 20 años se había pasado de aquel interés por el impacto individual al interés por el impacto global de la diabetes. Hoy el vocablo «prediabetes» roza lo coloquial y tanto los profesionales de la salud como sus gestores proclaman sin reservas la inminencia de una pandemia de diabetes2. Según se mire, ni la prediabetes ni la diabetes eluden los estigmas globalizadores de esta época.
Obviamente, acotar mediante puntos de corte variables continuas como la glucemia tiene sus riesgos. Al descenso del límite de glucemia basal diagnóstico de diabetes de 140 a 126 mg/dl, propuesto por la ADA y aceptado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), le sucedió el descenso del punto de corte para la GBA desde 110 a 100 mg/dl, también planteado por la ADA pero aún no aceptado por la OMS. Es fácil intuir que, si esta tendencia reductora prosigue, se puede perder la composición de lugar3. Sin embargo, es innegable que la discusión sobre el mejor punto de corte sensibilizó sobre la precariedad de algunos sistemas públicos de salud para prevenir la diabetes. Aunque se acepte que tales descensos sólo pretenden un ajuste más afinado del riesgo a la cifra de glucemia, es inevitable plantearse si reducir la glucemia equivale realmente a prevenir la diabetes4. Y si así fuese, ¿por qué no recomendar entonces la máxima reducción saludable en aras de la prevención?
Evidentemente, los cambios de matiz sobre el concepto prediabetes no resuelven ciertos enigmas. En primer lugar, se mantienen las reservas sobre el auténtico papel fisiopatológico de la resistencia a la insulina, en confrontación con la disfunción betacelular, como causa de la diabetes, disyuntiva ya tradicional que parece decantarse por el papel promotor de la célula beta5. En segundo lugar, y descendiendo en la cadena patogénica, está el enigma genético. Más allá del fenotipo, y siendo la diabetes una enfermedad poligénica desencadenada por factores ambientales (léase estilo de vida), la investigación básica pretende dilucidar qué genotipos predisponen a ella y cuáles condicionan la respuesta a las medidas preventivas6,7. Tras emitir prometedoras listas de haplotipos y polimorfismos, se intuye que esta incógnita genética de la ecuación preventiva todavía tardará en despejarse8,9. En tercer lugar, el mayor enigma que perdura no es tan teórico, sino que se centra en clarificar consignas básicas para prevenir la diabetes aquí y ahora10.
La población diana se define con suma claridad a través de factores clásicos de riesgo (antecedente familiar, envejecimiento y obesidad, entre otros)11,12, otros factores emergentes como ciertos marcadores de inflamación (proteína C reactiva, interleucinas, mediadores de resistencia a la insulina)13 y, en particular, mediante la propia hiperglucemia, que es sin duda el factor de riesgo más concluyente. En principio, se habría de asumir que la ITG y la GBA son expresiones tardías de hiperglucemia, como se evidencia en el laboratorio14 pero también en clínica, mediante el registro continuo de glucosa. Esta técnica identifica índices altos de hiperglucemia inadvertida durante la vida cotidiana en sujetos de riesgo, incluso con tolerancia oral estrictamente normal a la glucosa15. Aun así, ambas entidades son anomalías glucídicas reversibles, e intervenir de forma adecuada reduciría el riesgo de diabetes y el cardiovascular asociado. Es por este motivo que detectarlas siempre sería un buen comienzo preventivo, aunque para ello se requieran pruebas en sangre16. Entretanto, son interesantes los intentos de validación de métodos de cribado más inocuos, sencillos y económicos, como el desarrollado actualmente en España con el cuestionario o escala de riesgo Findrisc (Finnish Diabetes Risk Score), de origen finlandés17,18.
En el contexto de los programas de prevención, sería académico revisar sus 3 indicadores básicos, a saber: eficacia, efectividad y eficiencia o coste-efectividad. Si por eficacia se entiende la adecuación del resultado (reducción de la incidencia de diabetes) al objetivo (prevenir o retrasar su inicio), se podría afirmar categóricamente que la modificación del estilo de vida y el uso de determinados fármacos son medidas eficaces. En el primer caso, es imprescindible asegurar no sólo la uniformidad y la calidad de la intervención educativa, sino también su continuidad; en el segundo, dado que no hay ningún fármaco ideal, elegir el más idóneo y seguro, confirmar la adscripción a la medicación y evaluar posibles acontecimientos adversos10,19. Estas consignas básicas están avaladas por los principales estudios, algunos ya considerados «clásicos» al cabo de tan sólo 5 o 6 años de su primera publicación.
Una observación superficial indicaría que la eficacia es similar con cualquier opción preventiva, reflexión que se ve reforzada por la reciente publicación del estudio Diabetes Reduction Assessment with Ramipril and Rosiglitazone Medication (DREAM)20, con reducciones máximas de la incidencia nada despreciables, en torno al 60%. A la hora de elegir una de ellas, la mayor ventaja de la intervención sobre el estilo de vida reside en su inocuidad, y su mayor inconveniente, en la falta de cumplimiento. Aunque la evaluación prolongada del Diabetes Prevention Study (DPS)21,22 apunta a la persistencia del efecto preventivo ante un refuerzo adecuado, es previsible su pérdida con el paso del tiempo. Paralelamente, y sin menospreciar el beneficio potencial de ciertos fármacos cuya indicación no es la diabetes (orlistat, rimonabant y otros)23,24 ni la presunta eficacia de la propia insulina25, ajustar el fármaco más apropiado (metformina, acarbosa, rosiglitazona) a cada individuo (edad, antropometría y enfermedades asociadas) también podría reducir la eficacia. Por descontado, la persistencia del efecto preventivo tras la retirada del fármaco inductor no se ha demostrado ni para la metformina en el Diabetes Prevention Program (DPP)26 estadounidense ni para la acarbosa en el multinacional Study to Prevent Non-Insulin-Dependent Diabetes Mellitus (STOP-NIDDM)27. De momento, tan sólo se ha insinuado usando glitazonas en el estudio Troglitazone in the Prevention of Diabetes (TRIPOD)28, una aportación que no permite extrapolar ninguna conclusión general.
Ante tales evidencias es natural preguntarse si la eficacia no aumentaría combinando ciertos fármacos con la intervención sobre el estilo de vida. Por ahora la única información proviene del Indian Diabetes Prevention Program (IDPP)29, en el que la asociación de metformina no mejoró de manera significativa la eficacia. Es muy revelador que precisamente en países asiáticos como India y China la eficacia global sea menor que en Occidente, con reducciones de la incidencia de diabetes en torno al 40%29,30. Aun aceptando una propensión étnica a la resistencia a la insulina, hasta la fecha no se ha profundizado en la solidez de su intervención educativa ni en los incentivos ofertados, seguramente inferiores a los de otros ensayos como el DPS o el DPP. Pero también sería lógico plantearse el porqué de la falta de ensayos comparativos entre diversos fármacos presumiblemente útiles. En este sentido, el Early Diabetes Intervention Trial (EDIT)31, aún no publicado, ha comparado el uso de acarbosa y metformina a lo largo de 6 años. Según informan sus responsables, el descenso de la incidencia de diabetes dependería más del estado glucídico al iniciar el tratamiento que del fármaco considerado. Por lo tanto, si se acepta que la alteración posprandial (ITG) habitualmente precede a la basal (GBA) y ésta a la diabetes, podría estar justificado anticipar el tratamiento a la primera de ellas. Evitando polemizar sobre si además sería necesaria una intensificación terapéutica durante la prediabetes, como propone el ensayo Canadian Normoglycaemia Outcomes Evaluation (CANOE) con metformina más rosiglitazona32, es llamativo que ciertos países ya hayan autorizado la metformina y/o la acarbosa en la indicación ITG, algunos tan libres de toda sospecha de improvisación o complacencia, como Finlandia.
De regreso al mundo real, los ensayos clínicos de eficacia no hicieron sino confirmar una extendida creencia entre profesionales de atención primaria: la diabetes tipo 2 puede prevenirse con acertados consejos y, tal vez, con algún fármaco. Aunque va desmoronándose la idea de que más valdría fortalecer la atención al paciente diabético que perderse en el laberinto de la prediabetes (ambos conceptos nunca fueron mutuamente excluyentes), la polémica está servida. El descenso forzoso a la realidad hace aflorar serias dudas sobre la factibilidad de aplicar las intervenciones ensayadas a unas consultas por lo general masificadas, y también emergen otras dudas sobre su entrada en países donde la atención primaria no se proyecta tanto hacia la comunidad. De hecho, la propia International Diabetes Federation ha emitido recientemente un informe sobre este particular, en el que recomienda adaptar las opciones preventivas a la idiosincrasia de cada nación33. Pese a algún estudio a corto plazo34, si por efectividad se entiende la posibilidad real de incorporar medidas de eficacia probada a la práctica cotidiana, podría afirmarse con rotundidad que aún no se ha documentado ninguna iniciativa verdaderamente efectiva para prevenir la diabetes tipo 2.
Apelando al sentido común, intervenir sobre el estilo de vida no sería tan sólo la opción más coherente e irreemplazable, sino también la medida políticamente más correcta. Sin discusión, su empleo es insoslayable en cualquier proyecto público, pero en Europa tan sólo Finlandia y Alemania han iniciado programas dirigidos a prevenir la diabetes tipo 2, en los que participan diversos sectores sociales, además del sanitario, con colaboración gubernamental y apoyo legislativo35,36. Abarcan consignas de salud para la población general, la detección, la intervención y el seguimiento de sujetos de riesgo y, finalmente, el diagnóstico y el tratamiento avanzado del paciente novel. Aunque de filosofía similar a la de ciertas iniciativas de países en desarrollo para reducir la morbimortalidad cardiovascular, su complejidad requiere una mayor inversión tecnológica para implementarlos. Por supuesto, cada nación ha de ajustar su propia estrategia, como ya se intenta actualmente en Cataluña y España adaptando el proyecto Diabetes in Europe-Prevention Using Lifestyle, Physical Activity and Nutritional Intervention (DE-PLAN)17. Pero, llegados a este punto, ¿por qué no volver a globalizar con una consideración más general? En los últimos años se insiste en que un problema capital en el tratamiento de la diabetes es la inercia o tendencia a no intensificarlo cuando realmente estaría indicado hacerlo37,38. La inercia impide anticiparse a la historia natural y progresiva de la enfermedad. En contrapartida, los programas públicos de prevención serían un buen antídoto contra ella.
Por si todos los comentarios anteriores no fueran suficientes para actualizar este complejo panorama, otro indicador nada desdeñable concierne a la economía de la prevención. Dejando a un lado la especulación poco afortunada sobre qué es más rentable, si prevenir o tratar, los estudios publicados hasta la fecha apuestan por la rentabilidad, eficiencia o coste-efectividad de las iniciativas para prevenir la diabetes tipo 239-41. En líneas generales, se trata de análisis de costes contextualizados a partir del ensayo clínico de eficacia. Añadiendo una proyección temporal con sofisticados algoritmos matemáticos de simulación, basados en datos epidemiológicos conocidos o estimados, suelen concluir que la prevención es rentable, máxime si se considera la calidad de vida ganada o percibida. Pero lo cierto es que, como habitualmente son estimaciones, la mayoría de profesionales teme que no sean considerados argumentos sólidos por los gestores públicos de recursos; los mismos que se permiten hablar de prediabetes rozando lo coloquial y proclaman sin reservas la inminencia de una pandemia de diabetes. De hecho, nunca fue tan clara como en este campo la consigna de que disponer de medidas eficaces no presupone que sean efectivas, y mucho menos coste-efectivas.
Para finalizar, como este artículo no pretende aturdir al lector con un caos alfanumérico, habrá que esperar hasta 2010 la evaluación económica de aquellos programas europeos de prevención, actualmente en desarrollo durante la práctica real. Tal vez así un aterrizaje forzoso en la realidad logre justificar de forma convincente esa rentabilidad que, por otra parte, parece mucho más tangible que su inevitable demostración.