En el momento actual, hablar de nuevos tratamientos hipoglucemiantes en el tratamiento de la diabetes mellitus tipo 2 (DM2) en el contexto de un artículo de tipo editorial es todo un reto. Son tiempos revueltos y de controversia en este campo en el que en los últimos meses se ha publicado incesantemente en términos de grandes ensayos clínicos y de metaanálisis1–8. Son tiempos en los que se discute sobre la idoneidad de fármacos de aparición reciente y de algunos no tan nuevos. En los que se debate sobre la seguridad por primera vez, y por enésima en alguno de ellos. En los que se replantean los requisitos que las agencias nacionales deberían exigir a las nuevas moléculas antes de su aprobación para uso clínico, para asegurar sus efectos positivos, no sólo en supuestos marcadores subrogados (glucohemoglobina [HbA1c]), sino también en episodios de verdadero interés clínico. En los que la relación coste/beneficio y la seguridad cada vez son asuntos de más importancia, si hablamos de una enfermedad de carácter crónico, que se acompaña de múltiples comorbilidades que también requieren de fármacos específicos y cuyas cifras no paran de crecer. Pero, por si todo esto no era bastante para justificar el calificativo de «revuelto», en los tiempos más recientes se discuten hasta los objetivos terapéuticos en términos de HbA1c y cuál es la manera mejor y más segura de conseguirlos9,10. Es decir, no todo vale, ni lo que importa es conseguir un determinado objetivo de control glucémico, sino que la estrategia para hacerlo también tiene en cuenta si lo que prima al final es prevenir la aparición de complicaciones asociadas a la enfermedad.
El control de la glucemia es, sin duda, el hermano pobre en los recursos terapéuticos que se utilizan en el tratamiento del paciente con DM2. En términos comparativos con el control de la presión arterial y los lípidos, los fármacos antidiabéticos de que disponemos son de eficacia discutible, sobre todo si hablamos de control a largo plazo. Este punto pone de manifiesto el gran reto que supone para los nuevos fármacos imitar de manera duradera el complejo e intrincado mecanismo que en situaciones normales se encarga de controlar la cifra de glucemia. Además, si bien hoy nadie discute que el control de la glucemia previene o retrasa la progresión de las complicaciones microvasculares, hasta la fecha ninguna intervención, dirigida a controlar las cifras de glucemia, ha demostrado de manera fehaciente algún beneficio en términos de enfermedad macrovascular11–13. Y este punto también es aplicable al uso de la metformina y la insulina14. El control de estos últimos 2 puntos débiles en el tratamiento actual del control glucémico –es decir: a) la durabilidad en el efecto hipoglucemiante (protección de la capacidad de secreción de insulina por parte de la célula β), y b) la capacidad para prevenir la aparición de episodios cardiovasculares–, sin duda, constituye el valor añadido que buscan las nuevas familias de antidiabéticos orales.
Hasta hace unos meses y en la práctica clínica diaria, podíamos utilizar 5 familias diferentes de hipoglucemiantes orales, a saber: sulfonilureas, biguanidas, glinidas, glitazonas e inhibidores de las α-glucosidasas2. Hace décadas, la observación de que la ingesta oral de nutrientes era capaz de estimular la secreción de insulina de manera más potente que una carga intravenosa que producía unas concentraciones similares de glucemia, introdujo en el ámbito de la fisiología el denominado «efecto incretina». Hoy día sabemos que este fenómeno se debe principalmente al incremento después de la ingesta de 2 péptidos: el GLP-1 (del inglés, glucagon-like peptide-1) y el GIP (del inglés glucose-dependent insulinotropic peptide). Después de la ingesta, ambos péptidos ejercen su efecto estimulador de la secreción de insulina a través de la interacción con un receptor específico en la célula β. El aprovechamiento de los potenciales efectos beneficiosos derivados del uso del efecto incretina en el tratamiento de los pacientes con DM2 se ha enfocado en el ámbito clínico desde una doble vertiente. Por un lado, se puede utilizar la administración parenteral de agentes que mimeticen el efecto incretina (incretín-miméticos) como agonistas del receptor de GLP-1, resistentes a su rápida degradación fisiológica, y por el otro, podemos utilizar fármacos de administración oral que potencien el efecto de las incretinas al frenar su degradación mediante la inhibición de la enzima dipeptidil peptidasa 4 (DPP-4)15,16. Estos últimos, los inhibidores de DPP-4 o gliptinas, están a nuestra disposición desde hace tan sólo unos meses, y los primeros aparecerán probablemente en un futuro próximo. Como con cualquier molécula nueva, aún está por ver si sus promesas de eficacia y seguridad encontradas en la fase de investigación preclínica se traducen del mismo modo en la práctica clínica y en su uso a largo plazo. Llegados a este punto, merece la pena señalar que la comparación de eficacia entre 2 fármacos hipoglucemiantes orales (descenso de la HbA1C) únicamente puede llevarse a cabo de una manera estricta si ambos se utilizan en el mismo estudio, en el mismo grupo de pacientes y con una HbA1C de partida equiparable. De hecho, en un metaanálisis reciente sobre la eficacia de los hipoglucemiantes orales, se pone de manifiesto que, usados en monoterapia, son prácticamente de eficacia equiparable y que únicamente su uso combinado permite hallar diferencias significativas8.
La cartera de nuevos fármacos antidiabéticos en investigación es extensa. Las diferentes vías fisiopatológicas en exploración también lo son. Así, se está evaluando la eficacia y la seguridad de nuevos agonistas duales o panagonistas de los receptores activados por proliferadores peroxisómicos (receptores PPAR) α, α y δ, así como la de moduladores selectivos de los PPAR-γ. Se investiga el efecto potencial de la inhibición del cotransportador Na+/glucosa 1 y 2 del borde en cepillo intestinal y del túbulo renal con el fin de reducir la absorción de la hexosa en el tubo digestivo y aumentar su excreción urinaria. También se está ensayando la posible utilidad de modular los canales de Na+ de la célula β, con el fin de incrementar la secreción de insulina mediante moléculas tipo ranolazina. Se están utilizando activadores de la enzima glucocinasa, enzima clave en el funcionamiento de la célula β y del hepatocito y que interviene de manera directa en la regulación de la secreción de insulina. A su vez, se determina la seguridad y la eficacia del uso de inhibidores de la enzima fructosa-1,6 bifosfatasa, molécula clave en el control de la neoglucogenia hepática. Se evalúa la utilidad de reducir la resistencia a la insulina con la disminución de la regeneración hepática de cortisol mediante la inhibición de la proteína tirosinfosfatasa 1B, o bien con la aceleración de la oxidación de ácidos grasos libres al inhibir la acetilCoA carboxilasa 1 y 2. Por último (que es donde la actividad del glucagón en la fisiopatología de la DM2 cobra protagonismo), se estudia la utilidad de antagonizar sus receptores con el fin de disminuir la producción hepática de glucosa17. En resumen, son muchas las estrategias que se barajan y ensayan con el fin de incrementar y mejorar el tratamiento de la DM2. Hasta aquí, ésta es la buena noticia. La mala es que la experiencia nos dice que, en una enfermedad de rasgos complejos como la DM2 –en la que influyen además múltiples factores del entorno–, cuando las estrategias que se ensayan son múltiples, ello suele significar que la tarea va a ser larga y ardua18.
Podríamos acabar señalando que, en términos de fármacos antidiabéticos, lo que tenemos no es lo que necesitamos, y que lo que necesitamos no es fácil de obtener. Desde nuestro punto de vista, esta última reflexión, lejos de ser una acta de rendición, debe servirnos de acicate para buscar tratamientos mejores. Modestamente, somos de los que se resisten a pensar que la DM2 es tan sólo una enfermedad que se trata con metformina.