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Y, por último, proponer fórmulas con las que, desde el comité de ética de un centro sanitario, se ayude más eficazmente a los profesionales a gestionar estos conflictos <span class="elsevierStyleItalic">at the bedside</span><span class="elsevierStyleSup">1</span><span class="elsevierStyleItalic">,</span> en la cabecera misma, sin esperar a que sean tratados <span class="elsevierStyleItalic">in vitro</span> en una sesión plenaria.</p><p class="elsevierStylePara">Necesidad de personalización</p><p class="elsevierStylePara">Partamos del desconcierto actual. Anteriormente la relación clínica no constituía una preocupación. Se sabía que era siempre una relación paternalista, y así se aceptaba de manera universal. El profesional tomaba las decisiones con el único parámetro de conseguir la máxima eficacia contra la enfermedad, y el buen médico lograba hacerlo sin interferencias externas, y como tales consideraba las opiniones o preferencias del mismo enfermo. El conflicto, pues, sencillamente no existía, y la decisión era impune si se tomaba conforme a las reglas «del arte». Diríamos que antes, cuando un enfermo entraba en el despacho de consulta y abría la puerta, se le decía: «Cuidado, está usted entrando en un mundo nuevo que desconoce y que tendrá que aceptar tal como es. Tenemos unas prácticas, unas relaciones de autoridad y sumisión, unos protocolos, un lenguaje... y deberá familiarizarse con ellos. Ahora siéntese, explíqueme qué le pasa y le diré qué haremos...». Era un plural mayestático, porque se decidiría sin la participación del paciente.</p><p class="elsevierStylePara">Podríamos simplificar el cambio que actualmente se vive diciendo que ahora, cuando el enfermo entra en el despacho de consulta y abre la puerta, es él quien nos dice: «Cuidado, está entrando en su despacho (o en su hospital o en su quirófano) un mundo nuevo que usted desconoce y que tendrá que aceptar. Es un mundo de valores personales, de preferencias, de expectativas que conviene que conozca y respete. Ahora, al sentarme, le explicaré en qué espero que pueda ayudarme usted...». Es un cambio copernicano: ya no se gira en torno de nuestro mundo, sino que somos nosotros, los profesionales, quienes debemos movernos alrededor del centro de gravedad de la ayuda que se nos pide. Ya no podemos aplicar nuestra eficacia sin más, sino que cualquier actuación será únicamente legítima si la persona que tenemos delante nos la pide o la admite. Es verdad que es el enfermo quien consulta al médico, pero ahora, antes de actuar, también éste deberá consultar al enfermo; y esto puede hacerlo de varias maneras, siguiendo varios modelos.</p><p class="elsevierStylePara">Lo más importante del cambio es que nos obliga a ver el mundo de cada enfermo como algo distinto cada vez y quizá variable. Por tanto, no permite una postura preconcebida, a no ser la de disponernos precisamente a atender a cada cual como hecho diferencial. Ni tan siquiera queda en pie un concepto de «normalidad» por el que intuir a qué se tenderá en el futuro. ¿A querer más sedación antes de morir? ¿A querer una información más detallada? ¿A decidir sin consultar con la familia? No podemos preverlo, ni nos serviría de mucho ante un enfermo concreto. Tampoco podemos extraer una experiencia válida de los parámetros «culturales»: después de atender a 60 enfermos, no podemos inferir lo que querrá el sexagesimoprimero, aunque sea, a nuestro entender, del mismo «colectivo». Cada enfermo es irrepetible y, para no lesionar su dignidad, debemos engarzar nuestras posibilidades de actuación profesional en su mundo. Si el engarce no encaja, rechinará la relación. Ésta constituye escuetamente la situación actual, y no hace falta insistir en su mayor complejidad. Si no hemos sabido entender o no hemos querido atender suficientemente las demandas de un enfermo, defraudaremos sus expectativas, lo que, por otra parte, a veces es ineludible. De ahí que el conflicto sea ­él sí­ previsible y debamos prever su gestión.</p><p class="elsevierStylePara">¿Cómo estructurar, pues, una relación en esta nueva realidad? Resulta interesante hablar de ello porque de la comprensión que el profesional adquiera dependerá en gran parte su disposición a la flexibilidad y modulación que propugnamos. Es cierto que se le pide ahora una consciencia mayor y que se requiere de él una curiosidad suplementaria. A veces le resulta difícil comprender cómo puede ser que, en una sanidad tan generalizada y masificada como existe en un cierto «estado de bienestar», se espere una mayor personalización. Sin embargo, debe asumir esta paradoja y guardarse de la tentación de buscar nuevas formas generalizadas de relación que puedan evitar el esfuerzo.</p><p class="elsevierStylePara">El contrato, alternativa incompleta</p><p class="elsevierStylePara">En 1992, Ezekiel y Linda Emanuel<span class="elsevierStyleSup">2</span> introducían en esta discusión la descripción y valoración de 4 modelos posibles de relación clínica. Para nuestras consideraciones sobre la necesidad de gestionar los conflictos utilizaremos su referencia.</p><p class="elsevierStylePara">El primer modelo que apuntan es, claro está, el paternalista. Recordemos que tiende a imponer una actuación en aras de la máxima eficacia en una situación juzgada objetivamente. Para lograrlo utiliza casi cualquier medio, aunque sea la coacción o la mentira. La única concesión habitual sería la de reconocer el derecho del enfermo a saber a qué se le va a «someter», pero sin pedirle un verdadero consentimiento: «Mire, hemos decidido operarle mañana», o «No tenga miedo, antes de operarle se lo diremos». La autonomía del paciente no se considera un valor y no es útil; «Ya sé que trae un mundo con usted, pero dejémoslo ahora y, si quiere que todo salga bien, hagámoslo a mi manera», viene a decir el médico. No hace falta insistir en que sólo puede legal y éticamente actuar así cuando el enfermo presenta una falta de capacidad para decidir en casos de urgencia. A pesar de todo, aún hoy bastantes médicos lo utilizan como modelo habitual y algunos enfermos y muchas familias lo piden.</p><p class="elsevierStylePara">El segundo modelo se va implantando, cada vez más, como alternativa al anterior. «Ya que no puedo actuar como antes, ya que la ley ha cambiado, adaptémonos a ésta de forma general», se dice el médico. El resultado es una relación contractual en la que se tiende a definir otra vez cómo debería ser un enfermo, esta vez autónomo y autosuficiente. Concretamente, se le informa de casi todo, se espera su decisión y se actúa según sea ésta. Una hoja prediseñada de «consentimiento informado» que incluya la información estándar ayuda a hacerlo. «Ya sé que usted tendrá su mundo, como todos, lo entiendo y lo respeto; pero no quiera mostrármelo. No tengo tiempo ni es mi deber. Soy un profesional. Usted dígame si está de acuerdo con lo que le propongo después de que yo le haya informado de lo que tiene y de lo que le puede ocurrir si accede o si no lo hace.» En este modelo, «profesional» significa buen técnico y, como máximo, buen informador, y respeto llega a ser sinónimo de no influir en la intimidad del enfermo. La autonomía del paciente se concibe como capacidad de decisión sin interferencias externas, y la opinión valorativa del profesional podría ser una de ellas. Los Emanuel denominan a este modelo «informativo», pero parece más apropiado llamarlo «contractual», porque lo que lo distingue, a nuestro entender, no es la información, que es obvio que hay que dar, sino la explicitación de derechos y deberes. Es verdad que es un modelo que, para gran parte de actuaciones médicas, puede bastar: para someterse a una práctica habitual, conocida y poco peligrosa, la mayoría de los enfermos, no sólo de médicos, puede sentirlo suficiente, ya que es rápido e incluso mínimamente respetuoso. Sin embargo, tomarlo como única alternativa al modelo paternalista, creyendo que es lo que la sociedad reclama, resulta peligroso, y lo acabará siendo en situaciones difíciles y conflictivas. Porque algunas necesidades de ayuda no cientificotécnica, a veces muy imperativas, quedan fuera de él, al confundir respeto con falta de implicación, y la beneficencia esperada con el paternalismo desechado.</p><p class="elsevierStylePara">Clarifiquemos en este punto que una personalización clínica debe basarse en las necesidades de cada cual, más allá de los derechos generales de todos. No se trata, por ejemplo, de solamente esperar y respetar una voluntad expresada, sino de respetar el proceso, a veces lento y costoso, de llegar a ella. Mejor dicho, se trata de ayudar a que la decisión adoptada surja de una verdadera valoración de las necesidades individuales. Salvo que estas necesidades deben a menudo descubrirse (des-cubrirse), porque ni posiblemente el propio enfermo las conoce al principio lo suficiente. El diálogo que se establece entre ambos protagonistas debe partir de esta base «socrática» de aceptación de su porción de ignorancia. A uno le falta conocimiento sobre los valores, miedos o expectativas que se aportan, y al otro sobre cómo manejarlos en una situación tan nueva como es la enfermedad. Deben pues hablar de ello, e incluso buscar lo que haya podido quedar «oculto» o mal expresado. Y en esto sí pueden diferir los dos modelos restantes: en quién debe buscarlo y cómo hacerlo aflorar.</p><p class="elsevierStylePara">Uno de los problemas de la actual relación clínica estriba en que, en situaciones peligrosas en las que hay que tomar decisiones difíciles e inciertas, pueden no haber aflorado a la superficie los valores con toda su definición y su «peso». Es prudente, por ejemplo, desconfiar de lo expresado demasiado deprisa por un enfermo en condiciones de dolor o de miedo, y cabe dudar entonces de que lo expresado responda realmente a una valoración autónoma. Limitarse a pensar que lo dicho dicho está, y que no hay más que discutir, es no comprender la posibilidad de ofuscación por esperanzas o desesperanzas corregibles. De ahí que el modelo contractual anterior sea peligroso cuando se aparta de las situaciones estándar. Deben preferirse entonces otros que permitan observar los valores con más detenimiento, con «miramiento»<span class="elsevierStyleSup">3</span>, para respetarlos mejor. Pero, a la vez, conviene desconfiar de nuestra mirada, de nuestra interpretación, por benevolente que sea.</p><p class="elsevierStylePara">El peligro de la interpretación</p><p class="elsevierStylePara">Los Emanuel denominan al tercer modelo «interpretativo», y en él el profesional ayuda al enfermo interpretando, de entre los valores personales que le muestra y por la forma en que lo hace, la priorización que el propio enfermo haría. Trata de comprender el particular mundo de valores que trae, con curiosidad pero sin juzgarlo. Después de prestar esta ayuda interpretativa, dicen estos autores, el médico debe ser respetuoso con la decisión que tome el paciente. Nosotros llamaríamos a este modelo «personalizado», precisamente para resaltar la personalización que aporta, pero también para desechar el peligro de la mera interpretación. La interpretación por sí sola puede conducirnos a un paternalismo disfrazado, después de creer que lo habíamos abandonado ya. Así lo viene denunciando algún lúcido psicoanalista, como Armengol<span class="elsevierStyleSup">4</span>, entre nosotros. En la clínica, el peligro acecha sobre todo a las personas más vulnerables. Es fácil que profesionales y familiares consideren que una situación terminal no es digna y no vale la pena ser vivida, «porque a mí no me gustaría (creo ahora) vivirla». Podemos entonces anteponer nuestros valores a los del enfermo, empujados por una interpretación abusiva. Y así, por poner un ejemplo, se puede interpretar el frecuente «doctor, estoy cansado» como una demanda de sedación permanente. Igual sucede cuando los profesionales sistematizamos la «calidad de vida». Es en cierto modo ineludible, e incluso útil, que interpretemos lo que vemos pero, para llegar a una actuación honesta, debemos verificar nuestra interpretación antes de basarnos en ella.</p><p class="elsevierStylePara">La interpretación debe servir para preguntarnos y preguntar, no para creer que sabemos. «¿Quiere usted decir que preferiría una sedación, aunque le desconectara de su entorno; o prefiere...?» Hay que dudar. Nuestra posible comprensión es insuficiente si no la comprobamos. Como en el resto de la actividad clínica, es mejor buscar «evidencias», pruebas, corroboraciones. Si lo hacemos, si somos respetuosos y prudentes, este modelo «personalizado» es válido para decisiones difíciles. Predispone al diálogo. «Pase usted con su mundo ­le decimos al enfermo de la consulta­ muéstremelo porque me interesa; hablemos de él, para que yo pueda comprender su decisión y cómo la toma.» Creamos así una situación de hospitalidad<span class="elsevierStyleSup">5</span>, lo que es fundamental para una persona que sufre.</p><p class="elsevierStylePara">Pero el último modelo, el «deliberativo» de los Emanuel, es aún mejor por cuanto aleja definitivamente la tentación de limitarnos a interpretar. Su objetivo es llegar a corresponsabilizarnos de la decisión después de una deliberación franca. No trata sólo de entender la voluntad, sino de compartir la decisión. En este modelo el médico sería, según estos autores, no sólo consejero como en el anterior, sino «amigo»<span class="elsevierStyleSup">2</span>. Precisamente, nosotros defendemos el adjetivo de «amistoso» por lo que muestra de alternativa al de paternalista y de clara superación del contrato, es muy inteligible en nuestra cultura y encierra lo que hay de disposición, y no solamente de técnica, en la deliberación. Ya en otro lugar hemos explicado<span class="elsevierStyleSup">6</span> que no se pretende con ello decir que constituya una relación de «verdadera amistad», así, en mayúsculas; sería evidentemente excesivo. Sin embargo, sí que puede contener elementos suficientes de esta virtud aunque no sean equidistantes entre sí: «confidencia por un lado y confidencialidad por el otro; fuerte complicidad mutua; confianza y lealtad respectivamente; entrega de uno y dedicación del otro; necesidad por una parte y ayuda por la otra; gratitud y congratulación»<span class="elsevierStyleSup">6</span>. Admitimos que es una relación circunstancial, pero puede ser intensa por ambos lados. Es cierto que resulta difícil en nuestro contexto sanitario, pero no imposible. Y también es verdad que no es generalizable, al depender de factores no controlables: retraimiento y pudor del enfermo, problemas personales del facultativo, «afinidades electivas», falta de tiempo y otros. Pero lo importante es no desechar esta posibilidad de fuerte implicación<span class="elsevierStyleSup">7</span> y admitir que es deseable para favorecer la toma de decisiones más tranquilamente, aprovechar mejor las oportunidades de relación emocional, tolerar inconvenientes de la medicina en equipo, evitar conflictos y gestionar mejor el «contraste» de opiniones. Se trata de un esfuerzo para situar la relación clínica entre el ámbito de lo público y el de lo privado, con todas las ventajas que ello supone para religar el respeto y la responsabilidad. «¿Me trata bien, en parte, porque soy yo; porque me tiene simpatía?», se pregunta el enfermo. Ahí está un concepto diferenciador entre el modelo puramente personalizado y el amistoso; en este último no solamente se trata de hospitalidad, de empatía comprensiva, sino también de simpatía (de <span class="elsevierStyleItalic"> sim-pathos</span>), de implicación en una situación irrepetible, de com-pasión activa<span class="elsevierStyleSup">4,8-10</span>.</p><p class="elsevierStylePara">Lo importante para lograrlo es la disposición del profesional, no solamente a utilizar técnicas de deliberación, que son útiles y deberían trabajarse individual y colectivamente, sino sobre todo a que el enfermo se encuentre ante la oferta de una deliberación abierta y valiente, que pueda conducirle hasta donde sea necesario y no previsto. Sobre la deliberación se ha escrito mucho; entre nosotros últimamente lo han hecho, entre otros, Gracia<span class="elsevierStyleSup">11</span> y Camps<span class="elsevierStyleSup">12</span>. Insistamos en que, en este asunto, no es cuestión únicamente de «inteligencia deliberante sino ante todo de voluntad deseante»<span class="elsevierStyleSup">13</span>, que es lo primero que percibe y aprecia el enfermo; esto es, voluntad de acercarnos al mundo del paciente para entenderlo sin «filtros» o interpretaciones derivadas del nuestro. Si se logra este clima, no se precisa tanto tiempo como parece para dialogar, ni es imprescindible una oferta exhaustiva de posibilidades, ni pactar cada paso secundario, porque todo queda sumido en el respeto de cada uno hacia el otro.</p><p class="elsevierStylePara">La movilidad ante el conflicto</p><p class="elsevierStylePara">Hemos visto escuetamente los modelos posibles, haciendo una lectura muy libre y crítica del artículo de Ezekiel y Linda Emanuel<span class="elsevierStyleSup">2</span>. Deberíamos ser conscientes de su existencia real en la actualidad a poco que observemos la práctica cotidiana, y también de las limitaciones de cada uno de ellos. Del primero al último, aumenta exponencialmente la dificultad para generar un conflicto y la facilidad para gestionarlo. Por tanto, cuando surja, es deseable que tanteemos la posibilidad de escalar a posiciones más avanzadas y favorables. Es decir, a nuestro entender, no deberían considerarse modelos estancos, sino niveles asequibles en una escala móvil en la relación clínica. Y, si esto es así, hay que aprender a modularla. De hecho, la disposición a hacerlo ya es «terapéutica», ya denota una comprensión que disipa la rigidez.</p><p class="elsevierStylePara">Es cierto que desde el modelo paternalista es difícil moverse. Se sale de él cuando el enfermo lo exige, con el coste de credibilidad que representa para el profesional, y sólo si éste corrige el planteamiento inicial. El conflicto en él a menudo se conoce demasiado tarde, cuando ya comporta una demanda judicial o, por lo menos, una protesta formal por falta de respeto. Es importante comprender que la litigiosidad actual se debe sobre todo a la insistencia en continuar con este modelo obsoleto, y que no es justo achacarla a cualquier práctica clínica.</p><p class="elsevierStylePara">Con el modelo «contractual» ­o «informativo» según denominación de los Emanuel­, la mayoría de las actuaciones pueden realizarse bien. Sin embargo, es oportuno recordar que no es haciendo firmar un formulario de «consentimiento informado» como se logra un verdadero consentimiento verdaderamente informado; o que no es informando más como se informa mejor, y, ante todo, que una cosa es un derecho del paciente como tal y otra las necesidades que una persona pueda tener<span class="elsevierStyleSup">14</span>. Con todo, hay que reconocer que, cuando en este modelo surge un conflicto, su expresión tiende a manifestarse de forma fría, estereotipada y entre posiciones rígidas. Los problemas éticos se presentan en él como dilemas, y esta simplificación complica su solución. La relación que implica se presta al malentendido y a la ofuscación por mantenerlo. No facilita el esfuerzo de expresión personal, porque cada uno ve al otro investido en su rol hermético<span class="elsevierStyleSup">15</span>: un técnico insensible y un usuario difícil. El disgusto de cada uno ante la intransigencia del otro hace difícil la matización y el punto de encuentro. Para llegar a un pacto, o a saber al menos si es posible, hace falta una mayor comprensión; que sólo podrá conseguirse si se sale de este modelo y se está dispuesto a mirar con curiosidad los valores personales que están detrás de la postura «defendida». Debe pasarse a otro que permita el afloramiento del «valor oculto».</p><p class="elsevierStylePara">En busca del «valor oculto»</p><p class="elsevierStylePara">Esta búsqueda del «valor oculto» es esencial si nos tomamos la autonomía en serio. «La gente suele tener dudas sobre qué es lo que quiere en realidad. Además, a diferencia de los animales, las personas tienen lo que los filósofos llaman deseos de segundo orden; esto es, la capacidad de rechazar sus propios deseos y de revisar sus anhelos y preferencias. De hecho, la libre voluntad y la autonomía son inherentes a tener deseos de segundo orden y a cambiar...»<span class="elsevierStyleSup">2</span>. El valor oculto no lo es porque el enfermo lo quiera escondido, sino porque aún no se ha puesto en contacto con él. Esto hace que pueda resultar muy útil la indagación sobre lo que hay detrás de una decisión conflictiva, ya que podríamos encontrar puntos de contacto y posibilidades de pacto sobre el valor que la promovió desde un segundo plano: ¿por qué se defiende una postura y no otra? Si entendemos la autonomía personal como participación y emancipación progresivas, no solamente debemos respetar lo manifestado, lo visible del <span class="elsevierStyleItalic">iceberg</span>, sino que debemos tener curiosidad por lo sumergido. Porque puede ser una forma de ayudar a entender. Debemos proponer entonces, sobre todo si hay desacuerdo, sumergirnos para encontrar otros valores que permitan aumentar la comprensión, nos faciliten el trabajo de deliberación y nos ayuden a corregir el malentendido si lo hubiera.</p><p class="elsevierStylePara">Hemos dicho «proponer» una inmersión, no hacerla sin más, porque no debemos caer en una interpretación unilateral. Si la adoptáramos, fácilmente podríamos defraudar al enfermo, que verá nuestra interpretación equivocada como una continuación de la autoridad ejercida sobre él, en este caso por una «autoridad interpretativa». Si partimos de la interpretación del otro, sin contar con su aquiescencia, acabamos interpretando (en la acepción esta vez de actuación actoral) frente al otro, por ejemplo, fingiendo sentir interés. Nuestra propuesta no puede limitarse a que el otro se vuelva transparente a nuestra mirada sin que nosotros mostremos la misma transparencia en nuestras apreciaciones y actuaciones. Nos lo exigen el respeto debido y nuestra propia autoestima.</p><p class="elsevierStylePara">En el tipo de relación amistosa que propugnamos ­la deliberativa de los Emanuel­, y que coincide con la defendida por Borrell<span class="elsevierStyleSup">10</span>, estos peligros de unilateralidad casi desaparecen del todo. Sólo quedan, para el profesional, los peligros personales que comporta la turbadora proximidad a las emociones del enfermo y a la demanda a veces excesiva de implicación, casi de succión, que pueda recibir<span class="elsevierStyleSup">16</span>. Pero aproximación amistosa, a pesar de este coste emocional (no del todo insano), no quiere decir necesariamente disminución de la capacidad de control sobre los objetivos fundamentales y los límites de la prudencia, e insistimos en que permite en cambio un trabajo de deliberación más eficaz, más distendido, más seguro y más agradable.</p><p class="elsevierStylePara">Este trabajo implica un uso cuidadoso y franco del lenguaje, sabiendo que siempre es simbólico, que a veces es confuso, pero que, a pesar de ello, es el único puente transitable hacia una mayor racionalidad. Es más, sólo a través de él se puede pensar y valorar, rectificar o mantener una postura. Sin él, en cambio, uno puede quedar prisionero de un esquema ideológico, de un capricho irreflexivo, de un tabú hasta entonces poco ponderado, de una opinión mimética imprudente. Por tanto, la insistencia en volver a pasar la mirada por aspectos racionales e irracionales con imaginación es muy aconsejable.</p><p class="elsevierStylePara">Un ejemplo: una mujer de 86 años presenta una oclusión intestinal de tres días de evolución, sin respuesta al tratamiento conservador. La anamnesis y la exploración física y radiológica hacen pensar en una oclusión por brida, pero no se puede descartar la neoplasia de ciego. Ante la evolución y el estado general aún conservado, se indica una intervención. La mujer se niega alegando que, a su edad, considera que una intervención quirúrgica es una actuación excesiva, que ha llegado «su hora». Se sabe que previamente ha manifestado esta idea a menudo, cada vez que algún conocido de su edad era operado. Esta postura la reafirma, aunque se intenta hacerle comprender la oportunidad de un tratamiento eficaz y de poco riesgo. Hasta que acepta del cirujano el siguiente planteamiento: «Déjeme mirar qué le ocurre, estoy seguro de que podré arreglarlo con poco riesgo, salvo que para mirarlo y poder actuar debo hacerle un corte en el abdomen y, para no hacerle daño, deben anestesiarle a usted mientras tanto». «Bien, esto es distinto», dice ella. La enferma sólo está dispuesta a salir de su encastillamiento cuando ve el esfuerzo de cambiar el lenguaje hacia un terreno que le resulte más aceptable, aunque se mantengan los conceptos básicos. ¡El lenguaje también es importante! Claro que se fijan unos límites: nada de colostomía, estancia prolongada, conocimiento del diagnóstico, tratamiento quimioterápico, etc. ¿Sería suficientemente respetuoso aceptar lo dicho por la enferma ­«no me quiero dejar operar»­ sin explorar algún puente? Es ésta la pregunta clave que debería discutirse mucho en nuestros ámbitos sanitarios y formativos.</p><p class="elsevierStylePara">Ejemplos como éste no son raros. «Ya sé que me ha dicho que no quiere ingresar en la unidad de cuidados intensivos, pero ¿realmente qué teme?, ¿el aislamiento, perder el control sobre las decisiones, la falta de intimidad o de cariño, el dolor, morir allí? Hablemos de ello, porque quizá podamos llegar a consensuar límites y formas.» El enfermo puede vetar esta progresión, pero puede agradecer nuestro esfuerzo por ir más allá del contrato, más allá del simple derecho a decidir, más allá de la opinión ya formulada, más allá de nuestra interpretación. Debemos estar dispuestos, en casos difíciles, a llegar a las raíces y a aprovechar las ocasiones de encontrar alguna común<span class="elsevierStyleSup">17</span>. Por ejemplo, saber gestionar el tiempo para modular el diálogo y aplazar el pacto a conseguir es una de las habilidades que pueden resultar más útiles. Sea como fuere, es importante intentar siempre esta escalada a través del diálogo, y sólo pueden hacerlo los propios profesionales, solos o con su equipo, máxime con una ayuda exterior que sea comprensiva y sutil<span class="elsevierStyleSup">18</span>.</p><p class="elsevierStylePara">La mayoría de los casos que llegan al comité denotan esta dificultad no superada. Provienen, en general, de un modelo que no propiciaba una deliberación, de una situación «contractual» con unas posiciones nítidas de desencuentro, y el comité debería recomendar entonces una reconducción al estilo de la que hemos mostrado, una búsqueda de los valores que realmente «pesan» y más diálogo sobre éstos; de hecho, un cambio de modelo de relación que permita pasar del dilema expuesto a un problema complejo con más posibilidades de exploración, si es que las hay. Salvo que el comité es una instancia alejada de aquella relación clínica concreta.</p><p class="elsevierStylePara">Llevar la ayuda «a la cabecera del paciente»</p><p class="elsevierStylePara">De hecho, el profesional que trae el caso conflictivo, aunque haya intentado reconducirlo desde una relación contractual a otra más personalizada, es frecuente que continúe anclado en su propia interpretación. Y es a través de ésta como el comité acostumbra conocer los valores del enfermo, sin saber si hubiera sido posible «ampliar el horizonte de comprensión», como dirían los hermenéuticos. Resulta lógico que el problema, el dilema, se muestre distante y fijo, y se aborde de forma muy técnica. Por esto, antes de aplicar «su» método de resolución de conflictos, el comité debería iniciar el análisis con una duda sistemática; por ejemplo, haciéndose las preguntas recomendadas por Sass<span class="elsevierStyleSup">18</span>, o con las variantes que hayan podido consensuarse: ¿podría mejorarse el grado de información del paciente?, ¿se podría mejorar la situación de dolor, de ansiedad o de soledad que sufre?, ¿ha habido suficiente asiduidad en el diálogo?, ¿cómo ve el problema la enfermera más implicada?, ¿alguien de la familia parece más proclive al entendimiento?, ¿ha variado la posición del enfermo algún momento y en algún punto?, ¿podrían consensuarse plazos para ponderar la evolución conjuntamente? No obstante, esto puede resultar incómodo y crear reticencias por lo que representa de excesivamente pedagógico; aparte de que puede ser ya tarde.</p><p class="elsevierStylePara">Una alternativa, o paso previo, es que el propio comité proporcione una ayuda más accesible a los profesionales del centro para que puedan acudir a ella con más agilidad, con más prontitud, incluso con dudas y con intimidad; una ayuda aún en plena deliberación con el enfermo. Esta ayuda <span class="elsevierStyleItalic">in vivo</span> permite aprovechar mejor los posibles resquicios del problema, antes de que éste quede congelado <span class="elsevierStyleItalic">in vitro</span> para el análisis en su pleno. Y esta ayuda pueden proporcionarla los «consultores». Hace tiempo que se utilizan en otras latitudes<span class="elsevierStyleSup">19-22</span>. Es hora de que hablemos más abiertamente de ellos entre nosotros; porque, calladamente, sí se utilizan. Como dice Morlans<span class="elsevierStyleSup">23</span> hablando de la bioética en general, «es hora de que hablemos en las sesiones clínicas de lo que hablamos en los pasillos o tomando café»<span class="elsevierStyleSup">23</span>. Es bueno que se utilicen todos los cauces a mano, incluso el bar, pero precisamente por esto es oportuno ofrecer alguno más.</p><p class="elsevierStylePara">No se trata de sustituir a los comités, sino de abrirles una puerta menos solemne. Cada uno de ellos debería diseñar cauces de acceso para esta posibilidad, brindar sesiones clínicas entre alguno de sus miembros y el equipo asistencial correspondiente. En ellas, la atención debería centrarse en ayudar a desactivar malentendidos, en promover el análisis de valores y en explorar posibilidades de mejorar los puentes de diálogo. Se facilitaría así la mejora de la relación clínica, lo que en definitiva es la diana a la que hay que apuntar.</p><p class="elsevierStylePara">¿Qué requisitos deben cumplir estos consultores? En un excelente artículo sobre estándares para la consulta bioética de la Society for Health and Human Value-Society for Bioethic Consultation Task Force<span class="elsevierStyleSup">24</span> se exponen unos criterios, quizá algo exigentes, sobre las habilidades, actitudes y características necesarias<span class="elsevierStyleSup">24</span>. Las primeras habilidades reseñadas resultan tan realistas como las siguientes: detectar «valores inciertos que subyacen en la necesidad de la consulta» (el valor «oculto»), facilidad para «establecer contactos personales formales e informales», edificar «un consenso moral entre las partes», comunicar «respeto, apoyo y empatía» y otras similares. Hay que tener conocimientos sobre conceptos éticos, procedimientos de resolución de casos, contexto clínico, leyes sanitarias, etc. Una afirmación interesante es la de que estas habilidades y conocimientos pueden adquirirse de varias formas, teóricas y prácticas, pero que lo importante «no es cómo se han adquirido, sino que se tengan»<span class="elsevierStyleSup">24</span>. Nos recuerda la ya antigua llamada de La Puma y Toulmin<span class="elsevierStyleSup">25</span>: «Wanted: hospital ethicist. Thougtful professional with several years clinical experience to provide ethical consultation in the hospital. Must be familiar with care law, comfortable with patients and hospital staff, and able to interact with ethical comittee. Pragmatic orientation is essential»<span class="elsevierStyleItalic">.</span> Finalmente recuerdan algunas virtudes fundamentales: prudencia, humildad, integridad y valentía, que quizá sean en gran parte constitucionales.</p><p class="elsevierStylePara">Creemos que muchos de los miembros de un comité de ética, después de un tiempo de adquisición de conocimientos y de hábito deliberativo, pueden reunir estos requisitos. Lo interesante es que los compañeros del hospital puedan acudir a quien más confianza tienen o a quien encuentren adecuado o próximo. Y para que esto ocurra, lo fundamental es la disposición de servicio y la discreción. Debe dejar el caso cuando ya no se le requiera y es posible que pueda actuar en un segundo plano para ayudar sin perturbar la relación primigenia. Tampoco debe aceptar que se le delegue la responsabilidad de la decisión. Es un colega dispuesto y habilidoso, no un experto ni un maestro, y es por lo que algún autor prefiere llamarlo consejero o enlace<span class="elsevierStyleSup">26</span>.</p><p class="elsevierStylePara">Para documentar estas consultas podrían utilizarse hojas para «problemas éticos» en la historia clínica<span class="elsevierStyleSup">27</span>, aunque no es fundamental. Según sea la evolución del caso, el consultor debería aconsejar llevarlo al pleno del comité: su multidisciplinaridad, rigurosidad metodológica, decisión colectiva y peso institucional, incluso la confección del acta correspondiente, son una garantía frente a un verdadero conflicto. Pero no creemos que deba forzarse que la consulta para la reconducción de una relación clínica, la búsqueda del «valor oculto» y la llegada a pactos tengan <span class="elsevierStyleItalic">per se</span> que someterse a esta situación tan formal.</p><p class="elsevierStylePara">En la misma línea, el comité debería recordar su obligación de brindar al colectivo al que sirve conocimientos teóricos y prácticos sobre este campo tan descuidado; por ejemplo, favoreciendo sesiones clínicas o seminarios en que los profesionales puedan analizar críticamente su experiencia, con sus particularidades y dificultades.</p><p class="elsevierStylePara">Conclusión</p><p class="elsevierStylePara">Estas y otras ayudas, individuales o colectivas, preventivas o concretas, pueden ser útiles y, al margen de que se utilicen después poco o mucho, deben ofrecerse. Pero lo fundamental es que sepamos orientarnos mejor ante la complejidad en la que estamos inmersos. Cada profesional debe ser consciente de que la relación clínica puede adoptar varias formas y de que, frente a un conflicto naciente, conviene saber modularla para superar lo que haya en ella de desencuentro, a veces de puro malentendido o de falta de diálogo. Para hacerlo, es preciso iniciar, o reiniciar, un trabajo de deliberación personalizada con el enfermo, con una actitud de curiosidad respetuosa que vaya más allá de un mero contrato entre «profesional con deberes» y «usuario con derechos». Este trabajo debe llevarle a descubrir y aprovechar los puentes para el diálogo que aún existan en cada caso, buscando para ello a menudo los valores y temores o esperanzas que aún no hayan aflorado a la superficie. El argumento para todo ello no es sólo de utilidad, de que se eviten más los conflictos o se gestionen mejor los que haya, sino sobre todo de que así la práctica clínica puede llegar a ser más completa: más lúcida y más gratificante, porque atiende mejor las necesidades de los enfermos y los objetivos reales de la profesión.</p><p class="elsevierStylePara"> Agradecimiento</p><p class="elsevierStylePara">Agradecemos a Francesc Borrell sus comentarios y propuestas, que han enriquecido sustancialmente la clarificación de los conceptos que se exponen y su redacción. </p>" "pdfFichero" => "2v121n18a13055080pdf001.pdf" "tienePdf" => true "bibliografia" => array:2 [ "titulo" => "Bibliograf¿a" "seccion" => array:1 [ 0 => array:1 [ "bibliografiaReferencia" => array:27 [ 0 => array:3 [ "identificador" => "bib1" "etiqueta" => "1" "referencia" => array:1 [ 0 => array:3 [ "referenciaCompleta" => "Clinical ethics at the bedside. JAMA 1988;260:836-8." 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Idioma original: Español
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2018 Noviembre | 8 | 2 | 10 |
2017 Octubre | 9 | 0 | 9 |
2017 Septiembre | 17 | 3 | 20 |
2017 Agosto | 10 | 13 | 23 |
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2015 Octubre | 24 | 3 | 27 |
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2015 Enero | 22 | 7 | 29 |
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2014 Noviembre | 30 | 3 | 33 |
2014 Octubre | 21 | 2 | 23 |
2014 Septiembre | 28 | 2 | 30 |
2014 Agosto | 28 | 2 | 30 |
2014 Julio | 33 | 1 | 34 |
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2014 Mayo | 21 | 3 | 24 |
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2014 Febrero | 35 | 2 | 37 |
2014 Enero | 30 | 3 | 33 |
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2003 Noviembre | 731 | 0 | 731 |