Si en los últimos años hemos asistido a progresos importantes en la medicina en general, en el campo de la cardiología, y más concretamente en la cardiopatía isquémica, el avance merece el calificativo de espectacular.
El tratamiento del infarto agudo de miocardio es el paradigma de este progreso acelerado. Ya en los años ochenta se produjo un cambio terapéutico fundamental, cuando se pasó de la simple observación clínica en espera de la aparición de complicaciones, al tratamiento activo, dirigido a abrir la arteria coronaria ocluida mediante un fármaco trombolítico. Sin embargo, ha sido en los años noventa cuando el objetivo de interrumpir la etiopatogenia del infarto se ha estudiado de forma manifiesta. Se han comparado diferentes trombolíticos entre sí (estreptocinasa, rtPA, rPA, TNK), se ha analizado el tratamiento trombolítico con la angioplastia primaria, se ha estudiado el efecto de diferentes tratamientos coadyuvantes (heparina sódica intravenosa, heparina subcutánea, heparinas de bajo peso molecular, hirudina, aspirina, clopidogrel, inhibidores de la glucoproteína IIb/IIIa), tanto asociados a trombólisis como a angioplastia primaria.
El esfuerzo investigador se ha extendido también, y de forma notable, a la prevención secundaria del infarto de miocardio. Así, hemos conocido la eficacia de las estatinas para la prevención de nuevos episodios isquémicos. Del mismo modo, se han publicado evidencias aplastantes, basadas en estudios con más de 100.000 pacientes, sobre el efecto beneficioso de los inhibidores de la ECA en la prevención de muerte e insuficiencia cardíaca tras el infarto. Por último, un reciente estudio ha demostrado que los bloqueadores betaadrenérgicos, más concretamente el carvedilol, reducen aún más el riesgo de muerte y reinfarto en pacientes con disfunción ventricular que ya reciben tratamiento con estatinas e IECA.
Aunque los estudios con resultado negativo nunca tienen la espectacularidad de los positivos, cabe recordar que en estos años ha quedado científicamente demostrada la ausencia de efecto, en la fase aguda del infarto, de tratamientos como los nitratos o el sulfato de magnesio, con lo que se ha contribuido a evitar terapias innecesarias en estos pacientes.
Siguiendo la estela de los avances en el tratamiento del infarto, se han realizado progresos muy relevantes en el tratamiento de la angina inestable. La demostración de la utilidad de los inhibidores de la glucoproteína IIb/IIIa, las heparinas de bajo peso molecular y el clopidogrel son avances destacables.
Por otro lado, en el ámbito del diagnóstico, la demostración del valor pronóstico de la determinación de la troponina en los pacientes con angina inestable, ha llevado incluso a un cambio tan trascendental como es el de la propia definición de infarto, que ha pasado a fundamentarse en la elevación enzimática de troponina como elemento diagnóstico fundamental.
Un aspecto relevante de la investigación realizada en el campo de la cardiopatía isquémica es que se ha basado en el ensayo clínico aleatorio, ciego y multicéntrico como base fundamental para el progreso en el conocimiento. Este sistema, aunque costoso, permite obtener resultados de alta fiabilidad científica y constituye la esencia de lo que se ha denominado «medicina basada en la evidencia».
En suma, parece evidente que la cardiopatía isquémica ha concentrado en los últimos años un enorme esfuerzo investigador, y que éste ha permitido definir tratamientos más eficaces y con menos riesgos para el paciente con infarto agudo de miocardio o con angina inestable. Dado el impacto social y económico de la cardiopatía isquémica, debemos esperar que el progreso continúe en la misma línea y que siga constituyendo un ejemplo a seguir por los demás ámbitos de la medicina.