En los últimos años ha crecido exponencialmente el cuerpo de literatura que se ocupa de ensayar diversas maneras de integrar la espiritualidad en la práctica psicoterapéutica. Probablemente el interés por esta temática haya surgido a propósito de la inclusión en el DSM-IV de la nueva categoría «Problema religioso o espiritual» (código V62.89). Hasta entonces las cuestiones religiosas o espirituales habían sido objeto de la clínica en tanto síntomas de algunas enfermedades mentales, como los delirios con contenidos religiosos propios de los esquizofrénicos. Pero con la cuarta edición del citado manual comienza a interesar el estudio de la espiritualidad en tanto que expresa un aspecto fundamental de la personalidad. En esta línea, se han formulado diversos modelos de integración de la espiritualidad y la psicoterapia. Nuestra intención es estudiar el problema de la inconmensurabilidad como uno de los problemas epistemológicos y metodológicos medulares que supone un proyecto de este tipo. Presentamos los escritos de los Padres del desierto como un modelo explicativo que garantiza una integración epistemológicamente legítima de las tradiciones espirituales con la práctica psicoterapéutica. Y por eso mismo argumentamos que sus escritos podrían constituir una vía superadora de la relación de mutua inconmensurabilidad que aparentemente existe entre la racionalidad científica y la espiritualidad.
In recent years, the body of literature that deals with trying different ways of integrating spirituality into psychotherapeutic practice has grown exponentially. Probably the interest in this topic has arisen with regard to the inclusion in the DSM-IV of the new category “Religious or Spiritual Problem” (Code V62.89). Until then, religious or spiritual issues had been viewed in the clinical practice as symptoms of some mental illnesses like, for example, the delusions with religious content typical of schizophrenics. But with the fourth edition of the aforementioned manual, there began to be an interest in the study of spirituality as it expresses a fundamental aspect of personality. In this vein, various models of integration of spirituality and psychotherapy have been formulated. Our intention is to study the problem of incommensurability as one of the epistemological and methodological problems that supposes a project of this type. We present the writings of the Desert Fathers as an explanatory model that guarantees an epistemologically legitimate integration of spiritual traditions with psychotherapeutic practice. And for that reason, we argue that their writings could constitute a way to overcome the relationship of mutual incommensurability that apparently exists between scientific rationality and spirituality.
En los últimos años ha crecido exponencialmente el cuerpo de literatura que se ocupa de ensayar diversas maneras de integrar la espiritualidad en la práctica psicoterapéutica. Probablemente el resurgimiento del interés por esta cuestión se explique a propósito de la inclusión en el DSM-IV (1994) de la categoría «Problema religioso o espiritual». Esta nueva categoría buscaría incluir y atender a las dificultades o el malestar psíquico que puede suponer la pérdida o el cuestionamiento de la fe, los problemas asociados con la conversión a una nueva fe o el cuestionamiento de los valores espirituales Z71.7 (V62.89)1. Lo clasifica como un problema que puede ser objeto de interés clínico por causar dolor o sufrimiento psicosocial, pero no lo categoriza propiamente como un trastorno.
Hasta entonces, las creencias, prácticas y experiencias religiosas habían sido consideradas como neuróticas por los profesionales de la salud mental. Es decir, solo fueron objeto de la clínica en tanto síntomas de algunas enfermedades mentales como los delirios con contenidos religiosos propios de los esquizofrénicos.
A partir de la mencionada incorporación, comienza a interesar el estudio de la espiritualidad en tanto expresa un aspecto fundamental de la personalidad y la identidad personal, entendiendo por espiritualidad el núcleo de valores y creencias vividas por el paciente.
Concomitantemente se publican algunos estudios críticos respecto a la falta de formación del psicoterapeuta para poder diagnosticar y empatizar con el paciente en este tipo de problema2–8. De una u otra manera, dichas investigaciones y estadísticas muestran cómo los terapeutas abordan las cuestionas relativas a la espiritualidad del paciente con escasa o nula profesionalidad.
Como respuesta a estos estudios críticos surge, hasta nuestros días, un consiguiente aumento de publicaciones que ensayan diversos modelos integradores entre la espiritualidad y la práctica de la psicoterapia9–15. Pero el interés por integrar la espiritualidad en la instancia psicoterapéutica se refleja no solo en la creciente bibliografía sobre el tema, sino también en la fundación de diversas organizaciones abocadas a desarrollar modelos integradores de espiritualidad y psicoterapia1.
La literatura y las organizaciones citadas presentan, de un modo u otro, la espiritualidad como un área importante no solo de la evaluación diagnóstica, sino incluso de la misma instancia terapéutica. Ponen de relieve que lo que se reconoce en la clínica como «espiritualidad» desata o paraliza dinamismos psíquicos que son relevantes para el desarrollo de la personalidad. Un determinado tipo de espiritualidad puede ser causa de depresión, manía, masoquismo, histeria, fobias o comportamiento obsesivo. O, por el contrario, también puede suceder que algunos valores o prácticas religiosas se traduzcan en hábitos o estructuras psíquicas saludables. En este sentido, la religión y la vida espiritual podrían comportarse como factores protectores y promotores de la salud mental, muy especialmente respecto de trastornos como la depresión, la ansiedad y el abuso de sustancias.
De este modo, la espiritualidad se constituye en sí misma en objeto de interés para las ciencias de la salud mental. De aquí también la importancia que la psiquiatría o la psicología se relacionen adecuadamente con el mundo religioso y espiritual. Dicho en otros términos, si la estructura o la dinámica psicológica tiene un componente espiritual, sería entonces un reduccionismo epistemológicamente ilegítimo que los profesionales de la salud mental no se ocupen de la dimensión espiritual del paciente.
A partir de este diálogo entre las ciencias de la salud mental y las infinitas modalidades de espiritualidad, se han ensayado, hasta nuestros días, diversos modelos de integración. Con el término de integración nos referimos a los distintos proyectos que tienen como objetivo concretar una mutua comprensión de las perspectivas espirituales y psicológicas16.
Ciertamente la histórica relación entre psicoterapia y espiritualidad fue mutando por diversas posiciones que podrían caracterizarse (con riesgo de simplificar demasiado) en modelos de separación, conflicto y complementariedad. En nuestros días parece adquirir cada vez más fuerza el paradigma de la complementariedad. Este punto de vista coincide con la idea de que la psicología y la espiritualidad tienen mucho que ofrecerse recíprocamente, por lo que debe alentarse la interacción entre ellas17–20. Si bien hay una gran variedad de enfoques dentro del movimiento de integración, existe un amplio acuerdo entre sus miembros de que la psicología y la espiritualidad tienen el potencial de iluminarse mutuamente21.
Pues bien, en continuidad con esta última línea de investigación, nuestra intención es presentar la vigencia que puede tener hoy el estudio de algunos escritos tardo-antiguos pertenecientes a la escuela patrística para la psicología y la psiquiatría, y desde una cuestión muy específica, a saber, el de la relación de mutua inconmensurabilidad que puede existir entre espiritualidad y salud mental.
Los recientes estudios acerca del tratamiento que hacen Evagrio y Casiano (conspicuos representantes del primer monacato cristiano) respecto a determinadas dinámicas psíquicas y espirituales cooperan con este proyecto mayor que busca establecer puentes entre la espiritualidad y la psiquiatría. Cabe destacar aquí que en las últimas décadas la obra de estos autores ha despertado el interés de la comunidad científica en lo que respecta al particular abordaje que realizan de las distintas dolencias psíquicas y espirituales22–33.
Se presenta lo fructífero que puede ser el diálogo con estos pensadores tardo-antiguos para poder repensar los criterios que se adoptan tanto en la investigación como en la clínica que se ocupa de la dimensión psicoespiritual del paciente. Primero, valiéndonos de un texto de Juan Casiano, discípulo de Evagrio, se analiza la relación de mutua inconmensurabilidad que puede establecerse entre los criterios espirituales y clínicos. Esto permite no solo ilustrar el problema, sino también entrever una posible vía de superación. En un segundo punto, se describen las características propias del tratamiento que estos autores patrísticos hacen de ciertas dolencias del alma. Este particular abordaje es lo que podría constituir, a nuestro entender, un posible modelo explicativo capaz de garantizar una integración epistemológica superadora de la mencionada relación de mutua inconmensurabilidad.
Psicoterapia y espiritualidad: una relación de mutua inconmensurabilidadAntes de adentrarnos en la cuestión que nos ocupa, es necesario hacer una breve disquisición conceptual acerca de la variable que se analiza bajo el concepto de espiritualidad. Para ello seguimos el estudio de Vachonet al.34, que a través de una exhaustiva búsqueda entre los estudios empíricos de las bases de datos de MEDLINE y PsychINFO en 1996-2007 discriminan 11 dimensiones o elementos diversos a los que se hace referencia con el término espiritualidad: el propósito que da sentido a la vida; la autotrascendencia que permite estar en armonía y en paz con uno mismo; la trascendencia hacia un ser superior; un sentimiento de comunión con el propio yo, con Dios, con el universo o la naturaleza dentro de una red de relaciones interpersonales; un cuerpo de creencias que son objeto de fe; la esperanza entendida como una actitud frente a las dificultades de la vida; la actitud frente a la muerte; el aprecio a la vida; los valores personales; un proceso dinámico, y consciente.
Atendiendo a esta variopinta referencia que posee la noción de espiritualidad en la literatura existente, en nuestro estudio se delimita su referencia a las variables 5, 10 y 11. Es decir, la entendemos como un proceso dinámico y consciente en el cual se vivencia un sistema de creencias. Ciertamente esta definición no tiene pretensiones de ser una definición comprehensiva capaz de agrupar todos los elementos analizados por Vachon et al., pero es suficiente a los fines de evitar la ambigüedad que se ha señalado reiteradamente35–39 en este concepto.
Prácticamente hay consenso respecto a la distinción entre espiritualidad y religión40,41. Mientras que la religión se define como un sistema de creencias, rituales y cultos organizados con vistas a establecer una relación con un ser divino42, la espiritualidad, como acabamos de señalar, se entiende como una realidad más inclusiva que la religión43.
Nuestro estudio se centra en la vivencia subjetiva, dinámica y consciente de una religión específica, como es la cristiana. En este aspecto, es decir, al estudiar la espiritualidad cristiana en las variables citadas más arriba, se podría decir que espiritualidad y religión se identifican, aunque sin dejar de desconocer por ello el mayor alcance que posee la noción de espiritualidad. La vivencia de la religión cristiana no agota las diversas formas de espiritualidad, pero en sí misma constituye una modalidad acabada de espiritualidad.
En el próximo apartado se ven las contradicciones que pueden seguirse de una distinción exacerbada entre espiritualidad y religión.
Uno de los principales obstáculos a los que se enfrenta el psicoterapeuta al abordar la espiritualidad es la relación de mutua inconmensurabilidad que existiría entre su lectura psicopatológica de ciertas vivencias espirituales y la significación que las tradiciones religiosas les adjudican. Un conjunto de síntomas puede ser interpretado de modo recíprocamente inconmensurable por la psiquiatría y por los autores religiosos. Fenomenológicamente, es decir, ante iguales síntomas, el psiquiatra puede encontrar sustento para decir que está frente a un trastorno bipolar u obsesivo-compulsivo o una depresión recurrente. Un padre del desierto podría, en cambio, reconocer en ella los indicios de una purificación divina.
De alguna manera, esta dificultad ha sido apuntada ya por Andrew Powell (presidente y fundador del Real Colegio de Psiquiatras de Reino Unido) a través de 2 estudios de casos que analiza en los capítulos 3 y 5 de Spirituality and Psychiatry. Allí señala la posibilidad de que un mismo fenómeno, como pueden ser la culpa o el sentido redentor del dolor, se pueda interpretar de modo recíprocamente inconmensurable por el teólogo y el psiquiatra. Refiere la anécdota de un colega suyo, cuya paciente le confesó la asistencia del Espíritu Santo que experimentaba para llevar la cruz de su enfermedad. Esto despertó tal inquietud en su colega que en el siguiente encuentro le preguntó si estaba viendo fantasmas. A nuestro entender esta anécdota ilustra perfectamente la tensión que puede haber entre las perspectivas teológica y psiquiátrica ante ciertos cuadros. Ilustra las circunstancias que sitúan la práctica psicoterapéutica frente a sus propios límites hermenéuticos y ante la necesidad de desarrollar nuevas recursos frente a la dimensión espiritual del paciente.
No obstante, con la intención de ser didácticos y autoconsistentes, se ilustra a continuación esta relación de mutua inconmensurabilidad con un breve texto de Las Colaciones de Juan Casiano (360-435).
Ciertamente el psicoterapeuta no puede identificar un trastorno específico ateniéndose únicamente al núcleo sintomático que revela una base textual circunscrita. Solo cuando atiende a la evolución de los síntomas y es capaz de inferir un pronóstico respecto al tratamiento, está en condiciones de reconocer una entidad nosológica específica. Esta salvedad permite delimitar el alcance y los límites de este recurso metodológico.
El análisis de este texto permite formular un experimento mental. Se trata de un escenario hipotético que no tiene otro propósito que señalar las limitaciones y los obstáculos que presenta un modelo explicativo que reduce, explica o traduce en sí mismo una experiencia espiritual en términos psicopatológicos.
Este escrito no es sino un recuso metodológico que permite, por un lado, analizar pormenorizadamente (aunque de manera hipotética) el problema de la inconmensurabilidad. Por otro, adentrarse ya desde aquí en el tipo de abordaje que hacen los padres de los padecimientos espirituales y psíquicos, cuestión que se trata en el segundo punto de nuestro trabajo.
Casiano tiene el mérito de discernir los movimientos que padece el alma en su búsqueda de Dios con mayor extensión y claridad que el resto de los padres. Describe pormenorizadamente el proceso a través del cual el alma experimenta la incognoscibilidad divina y se purifica de las falsas imágenes o representaciones de Dios. Antes que él, ya Clemente de Alejandría (150-215) y Orígenes (185-253), sirviéndose de la imagen del Éxodo del pueblo de Israel y su travesía del desierto guiado por la Nube oscura, hacen referencia a las vicisitudes y los sufrimientos que ha de atravesar el hombre en su peregrinar hacia Dios. En el capítulo 2, titulado «De los cambios repentinos que experimenta el alma», escribe:
«¿A qué se debe que a veces, hallándonos en nuestras celdas, sintamos nuestro corazón henchido de inmensa alegría y, en medio de un gozo inefable, nos sintamos como invadidos por una oleada de sentimientos y luces espirituales? Es un fenómeno de tal naturaleza que no puede traducirse en palabras. Incluso la mente se siente incapaz de concebirlo. En estas circunstancias, nuestra oración es pura y sumamente fácil. El alma colmada de frutos espirituales conoce como por instinto que su plegaria, prolongada aún durante el sueño, se eleva con gran facilidad y eficacia hasta la presencia de Dios.
Pero acontece también que, de pronto, y sin mediar causa alguna —de la que seamos al menos conscientes— nos sentimos presa de la más profunda congoja. Es una tristeza que nos abruma y cuyo motivo en vano podemos indagar. La fuente de las experiencias místicas queda como súbitamente restañada. Incluso la celda se nos hace poco menos que insoportable. La lectura nos causa disgusto, y la oración anda errante, desquiciada, como si fuéramos víctimas de la embriaguez. Ahí vienen los lamentos. La mente queda desprovista de todo fruto espiritual, y tal es su esterilidad que ni el deseo del cielo ni el temor del infierno bastan para despertarla de este sueño mortal y sacudirla de su letargo»44.
Si se analiza el texto de Casiano con el ojo clínico que exige la práctica de la psicoterapia, fácilmente se advierte una clara alternancia entre fases de sufrimiento y constricción, con otras de expansividad y gozo, tan característica del trastorno bipolar.
La fase depresiva se expresa en el texto citado como una profunda congoja, una tristeza que abruma. Se trata de una tristeza que provoca lo que la psiquiatría reconoce como anhedonia, término introducido en la psicopatología por Ribot45 a mediados del siglo pasado para designar la incapacidad del depresivo para experimentar placer. Este síntoma, reconocido por diversos psiquiatras46–51 como el núcleo organizador de la depresión endógena, parece tener referencia en Casiano cuando escribe que «incluso la celda se nos hace poco menos que insoportable. La lectura nos causa disgusto». El monje en este estado no solo no disfruta ni obtiene placer con nada de lo que lo rodea, sino que es además incapaz de sentir afectos en general. Vive en una especie de letargo que el monje cenobita expresa claramente en su manera de llevar la oración: «La oración anda errante, desquiciada, como si fuéramos víctimas de la embriaguez».
Otro gran núcleo sintomático de la fase depresiva es la inhibición psicomotriz52,53 que expresa el texto: «La mente queda desprovista de todo fruto espiritual, y tal es su esterilidad que ni el deseo del cielo ni el temor del infierno bastan para despertarla de este sueño mortal y sacudirla de su letargo». El monje queda paralizado, sumergido en una especie de sueño del que no puede despertar. Se presenta una inhibición de las funciones psíquicas que se manifiesta en su incapacidad para la oración.
La fase maniaca, en cambio, se manifiesta en aquel «gozo inefable», la agilidad mental, la facilidad y la eficacia con que el monje parece mantenerse en presencia de Dios.
El autor religioso también refiere la total ausencia de causas conscientes que puedan ser invocadas como desencadenantes de estos movimientos de contrición o gozo. Para el autor no tienen causa natural alguna. No son el resultado de las disposiciones psicológicas a las que dan lugar las diferentes formas de ascesis que el monje practica tales como el ayuno, las vigilias, la soledad o el silencio. Se trata de movimientos que deben ser atribuidos exclusivamente, según Casiano, a la misericordia de Dios: «Todo esto nos ofrece una prueba palmaria de que son la gracia y la misericordia divinas las que operan en nosotros todo bien, y que sin ella es inútil nuestra diligencia. La palabra de la Escritura se cumple en nosotros incesantemente: No es obra del que quiere, ni del que corre, sino de la misericordia de Dios»54. La psiquiatría, en cambio, puede reconocer en dicha pasividad el comienzo brusco e inmotivado de las fases de alternancia afectiva que experimenta el maniaco depresivo como estados totalmente ajenos a su voluntad.
Cabe destacar aquí las interpretaciones mutuamente inconmensurables que pueden ser formuladas respectivamente por la psiquiatría y la espiritualidad patrística. Se dicen inconmensurables 2 teorías, culturas, tradiciones o, en este caso, diagnósticos que, al carecer de un metro o patrón común, resultan incomparables o imperfectamente traducibles entre sí. Por lo mismo no existirían criterios racionales para poder discernir si una es mejor o más verdadera que la otra.
Pues bien, en el caso que nos ocupa no se dispone de los criterios necesarios para determinar desde el interior de la espiritualidad patrística si lo que ella refiere como consolaciones divinas no son sino lo que la psicopatología refiere como fases maniacas. Y viceversa. No hay criterio alguno para poder definir si cuando la psicopatología habla de fase depresiva se refiere al fenómeno de purificación que describe el autor religioso. En pocas palabras, no parece que estén disponibles las herramientas conceptuales necesarias para poder discernir si ambas ofrecen descripciones alternativas de un dominio común de entidades o no. En este caso, entre la espiritualidad cristiana y las ciencias de la salud mental habría una antigua relación de mutua inconcordancia en cuanto estarían informadas por ontologías mutuamente excluyentes. Leen, seleccionan, diagnostican, explican y tratan los síntomas según su particular modo de entender la salud del alma. En virtud de ello, no hay método, no hay evidencia empírica que permita resolver tales cuestiones. Cada una de ellas tiene sus propios modos de codificar e interpretar la evidencia. No hay criterios universales del tipo empírico que permitan saldar estos interrogantes. Y, en este sentido, no se contaría con un modelo de experimentación posible que sirva (a modo de base común y neutra) para corroborar una explicación de la vivencia espiritual y falsear otra.
No es nuestra intención, en absoluto, negar la posibilidad de los casos mixtos, donde el místico presenta la sintomatología –por decirlo de algún modo– propia de la noche oscura, y simultáneamente padece tendencias patológicas55. Una dinámica espiritual puede accidentalmente alimentar y provocar cuadros patológicos. Aún más, las tendencias patológicas pueden adquirir mayor vitalidad y tornarse más tiránicas bajo un particular proceso espiritual. Ciertamente una experiencia espiritual puede coexistir con un trastorno psíquico. Pero una situación muy distinta —y es la que aquí nos ocupa— es que la experiencia espiritual se categorice como patológica debido a las limitaciones epistemológicas propias de los modelos psicopatológicos.
Cabe aquí, entonces, retomar la pregunta: ¿las ciencias de la salud mental cuentan con las herramientas necesarias para abordar lo que se reconoce como problema religioso o espiritual? ¿Desde la práctica de estas mismas ciencias, es posible distinguir una dolencia estrictamente psíquica de aquella dinámica que es concomitante y propia de las crisis espirituales?
Frente a esta inconmensurabilidad, se abre la siguiente disyuntiva: o las ciencias de la salud mental deben admitir el fracaso de sus propios principios para dar cuenta de las vivencias espirituales subjetivas o debe asumirse que tanto las explicaciones científicas como las que ofrecen las tradiciones espirituales no son más que descripciones arbitrarias, todas ellas igualmente válidas o equivalentes.
Ahora bien, este dilema nos conduce al próximo punto: ¿qué elementos deberían incorporar las ciencias de la salud mental para garantizar una integración epistemológica con la espiritualidad y superar así la mencionada relación de mutua inconmensurabilidad? A nuestro entender, los escritos de los Padres del Desierto nos ofrecen un posible camino hermenéutico e integrador.
El modelo integrador de los Padres del DesiertoEl modo en que los autores monásticos de los primeros siglos cristianos abordan los fenómenos psicoespirituales constituye un modelo paradigmático de cómo abordar la continuidad entre psicología y espiritualidad. Una continuidad que, debido a las diversas prohibiciones epistemológicas de la modernidad, las actuales ciencias de la salud mental son incapaces de explicar. Ciertamente una integración teórica de este tipo es un camino largo y difícil, pero es el único que permite no repetir el camino sin salida al que aboca el problema de la inconmensurabilidad (además, existe previsiblemente otro problema importante: a saber, que existen tantas y tan diversas perspectivas teóricas defendidas por las diversas escuelas terapéuticas que se torna demasiado denso y complicado pretender incluirlas todas). De aquí que un camino efectivo puede ser analizar vías de integración teórica entre, por ejemplo, la espiritualidad de los padres y una escuela psicológica en particular.
Cabe aquí plantear lo siguiente: ¿a partir de qué criterios los Padres del Desierto podrían formular un modelo integrador entre la espiritualidad y la psicoterapia contemporánea? ¿Cuáles serían los principios rectores para lograr una unidad funcionalmente articulada y significativamente integrada? ¿Se puede construir un todo entre partes aparentemente tan diferentes? ¿Cuál sería el eje, el punto de confluencia de lo que en un lenguaje moderno reconocemos como 2 subsistemas o paradigmas? Y radicalizando aún más el planteamiento, se podría objetar: aun admitiendo la posible contribución de los Padres del Desierto a la génesis y el desarrollo de los tratamientos de las dolencias del alma, ¿acaso sus escritos pueden facilitar criterios de integración para una ciencia que en sus desarrollos contemporáneos les es absolutamente ajena? ¿Qué aporte puede significar estudiar instancias ya superadas por el progreso de la psiquiatría o la psicología contemporáneas?
Ahora bien, este tipo de interrogantes y planteos, en rigor, lo que hacen es instalar una recíproca incomprensión entre las prácticas psicoterapéuticas y las tradiciones espirituales, en este caso representadas en la patrística. Pues inquiere por criterios comunes —sea en un nivel observacional, lingüístico o metodológico—, en los que naturalmente se revelan relaciones de mutua inconmensurabilidad. A nuestro entender, hay que abordar la cuestión de modo diverso. Y para ello es necesario entender previamente los límites y el alcance del problema de la inconmensurabilidad, tal como plantea Paul Karl Feyerabend.
Si se atiende al propósito con el cual Feyerabend formuló originalmente la doctrina de la inconmensurabilidad, se entiende que era presentarla como un seudoproblema, una reducción al absurdo de una particular manera de entender la racionalidad científica, a saber, de los intentos del racionalismo crítico y del positivismo lógico por definir la ciencia en función de una fundamentación empírica o metodológica: «No hay ninguna tentativa de mi parte por mostrar’la validez de una forma extrema de relativismo’. […] No trato de justificar’la autonomía de cada humor, cada capricho, y cada individuo’. […] Simplemente argumento que el camino hacia el relativismo no ha sido aún cerrado por la razón de modo que el racionalista no pueda oponerse a nadie que vaya por él»56.
La inconmensurabilidad demuestra la impotencia de estos particulares modelos de racionalidad para justificar la objetividad científica. Con el principio de consistencia, se sitúa —explica el epistemólogo— la experimentación o las sentencias observacionales como el fundamento neutro y objetivo que permite corroborar o falsar una teoría. Ahora, la sustitución de ontología, tradición o cultura que presentan ciertas transiciones teóricas invalida justamente esta posibilidad de falsar o determinar intersubjetivamente la verosimilitud de las teorías. Pues si la evidencia empírica o las sentencias observacionales no poseen el mismo sentido o significado en las teorías en competencia, estas no pueden constituir la base común para corroborar una teoría y falsar otra57.
Pero el vienés en absoluto pretendió negar con ello la posibilidad de que 2 teorías, culturas, prácticas o tradiciones accedan a una recíproca comprensión a través de un proceso de inmersión o familiarización en el lenguaje y en el mundo de sentido que supone la otra teoría58,59. Aunque este camino de mutua comprensión debía trazarse, naturalmente, a través de una práctica diferente de la trazada por el positivismo y el racionalismo crítico60,61.
Feyerabend formula lo que él denomina método de indagación histórico-antropológico, que no es sino un proceso de inmersión en las distintas formas de explicación o representación de un objeto a partir del diálogo y la interacción con otras culturas. En Adiós a la Razón señala particularmente a las visiones religiosas del mundo y a la ciencia de la antigua Grecia como caminos posibles que permitirían juzgar en perspectiva los logros de nuestra ciencia62.
Volviendo al tema que nos ocupa, creemos que concretar este proceso de inmersión en los escritos de los padres puede significar no solo la posibilidad de vivenciar formas culturales pasadas, sino sobre todo una oportunidad para reformular una discusión medular que afecta, en nuestros días, a las ciencias contemporáneas de la salud mental.
Pero cabe destacar que este estudio antropológico no clarifica los conceptos o las dinámicas descritas en sus escritos conforme a nuestros cánones de perfección científica, sino mediante una hermenéutica que exige atender a la cosmología particular que los atraviesa. Estudiar la obra de los padres por inmersión significa analizarla desde sus mismos valores o principios, y no según se adecuen o se alejen de modelos formales o abstractos de nuestros modelos de racionalidad63.
En este sentido, estamos lejos de entender a los padres como promotores de un nuevo método, proyecto típicamente moderno y absolutamente ajeno a sus intereses. Lo que pretendemos mostrar es que en sus escritos puede develarse una comprensión de la práctica psicoterapéutica donde las dinámicas psíquicas y espirituales encuentran complementariedad explicativa. Su obra plantea una reaproximación intelectual y clínica a la práctica espiritual, que podría significar una alternativa válida y superadora del problema de la inconmensurabilidad.
Los escritos patrísticos analizan la vivencia espiritual desde un contexto teológico, mas ello no es óbice para que las dinámicas psicológicas, concomitantes a dicha vivencia, sean inteligibles. Aún más, entienden que dichas explicaciones teológicas son en definitiva la clave de bóveda que permite dar cuenta de la inteligibilidad y la continuidad entre los procesos psicológicos y los espirituales. No existe una mera yuxtaposición de sentidos. Desde la interpretación teológica desarrollan en sus escritos una semiología que permite discernir y sistematizar los signos y la evolución propia de un estado espiritual con sus concomitantes dinámicas cognitivas-emocionales.
Con vistas en ser ilustrativos, se puede citar aquí el tratamiento que hace Evagrio Póntico, maestro espiritual de Casiano, acerca del posible papel de los demonios en la dinámica de los pensamientos malvados (los ocho, según el orden del Tratado Práctico, son: gula, fornicación, avaricia, tristeza, cólera, acedia, vanagloria y orgullo). El autor religioso de las Kephálaia Gnóstica se esfuerza por tipificar minuciosamente la actividad lógico-imaginativa, que no es sino el sustrato concreto a partir del cual los demonios elaborarían sus sugestiones64. Cabe destacar, en este tipo de tratamiento, la continuidad explicativa que existiría entre la comprensión religiosa de las tentaciones demoniacas y el análisis acerca de la dinámica interna de las facultades del alma65.
El monje del Pónto no solo discierne el demonio propio que está afectando al alma, sino que registra la estructura valorativa, el correlato cognitivo-emocional que podría estar operando como factor etiológico de sus dolencias.
La concepción hipocrático-galénica de la enfermedad como un estado parà phýsin está ampliamente presente en el pensamiento patrístico (anterior, contemporáneo y posterior a Evagrio). La extensión de esta comprensión médica a las dolencias del alma exige al monje del Pónto la tarea de discriminar los procesos de desequilibrio pasional y de distorsión cognitiva subyacentes a una particular dinámica espiritual. Y es que para el monje cenobita el alma esta espiritualmente enferma cuando sus facultades funcionan o se hallan en un estado contrario a la naturaleza). A saber, se desvían del fin que les es natural y funcionan en lo sucesivo contra-natura, moviéndose y extraviándose en direcciones opuestas a las de su verdadero fin, actuando de manera desordenada, irracional, absurda, insensata, demente. Galeno tiene una definición de enfermedad confluyente con esto: «Enfermedad es dicho de cualquier constitución contraria a la naturaleza, por la cual la función está primariamente dañada» («Sobre las diferencias de los síntomas», De symptomatum differentiis, VII.43K; compárese con la definición confluyente de «Sobre las diferencias de las enfermedades», De differentiis morborum, II.1 VI.836-8K).
A partir de esta comprensión de la enfermedad, puede entenderse el sentido y el alcance del esfuerzo intelectual, que se advierte en sus escritos no solo por interpretar teológicamente una vivencia espiritual, sino también por dar cuenta de las dinámicas psicológicas que subyacen a ella. Este modelo explicativo desarrollado por los padres es el que a nuestro entender posibilita la sinergia y la mutua inteligibilidad entre salud (entendida esta en las coordenadas hipocrático-galénicas66,67) y ciertas dinámicas de la espiritualidad cristiana. Ciertamente, estamos frente a un modelo médico superado, pero lo que nos interesa destacar es cómo se integran el saber de la época acerca de la salud mental y la comprensión de las dinámicas espirituales.
Este proceder de los padres representa un modelo posible para que la psicoterapia contemporánea enriquezca su comprensión de las dinámicas espirituales. Se trata de un modelo que conjuga el abordaje teórico y clínico de las experiencias espirituales y, en este sentido, constituye un camino posible para la mutua compresión de las prácticas psicoterapéuticas y espirituales.
Los padres interpelan a las ciencias de la salud mental a recuperar de las tradiciones religiosas su vasto conocimiento sobre espiritualidad. Apuntan la necesidad de que el psicoterapeuta posea una comprensión específica de cómo se entiende la espiritualidad en las diferentes tradiciones religiosas. Pues este bagaje teórico es lo que le permitiría entender la vivencia subjetiva del paciente desde su significación propia.
Si las ciencias de la salud mental buscan reconocer una identidad y una autonomía a la dinámica espiritual del paciente, deberían emprender la tarea de discriminar la semiología propia de todos los cuadros que, a modo ilustrativo, describe el DSM-IV como pertenecientes a la categoría «problema religioso o espiritual». A saber, la semiología de una conversión, de una purificación, de la pérdida de fe, para poder diferenciarlos de los trastornos afectivos o propiamente psicopatológicos. Y hacerlo atendiendo particularmente al contexto teológico en el que se inscribe el paciente.
En esta tarea de discernimiento semiológico, el psicoterapeuta podría encontrase con síntomas ciertamente analogables a un trastorno psicopatológico, tales como los periodos de alegría extrema seguida de fases de contrición. Estos síntomas podrían ofrecer al psiquiatra indicios que le permitan diagnosticar justificadamente (al menos desde los modelos hoy vigentes en psicopatología) un cuadro bipolar. Mas es necesario insistir en que este diagnóstico podría ser el resultado no de un adecuado juicio clínico sobre la situación del paciente, sino de las mismas limitaciones que tienen los modelos de diagnóstico, los cuales desconocen las dinámicas propias, las fuertes respuestas emotivas que pueden desatar las estructuras valorativas de una particular vivencia espiritual en el marco de una particular tradición religiosa.
El terapeuta, en este caso, debe registrar cognoscitivamente la semántica, el mundo de sentido, que puede estar provocando sensiblemente el comportamiento y la respuesta emotiva del paciente. Una noche oscura —por continuar con el caso analizado en el punto anterior— pone frente al que la padece todas sus miserias. Es una especie de conciencia dolorosa de su nada y de la vacuidad de sus falsas representaciones del amor divino. Esto desata, naturalmente, un periodo de tristeza, que se resuelve posteriormente en gozo. Después de todo, el paciente no cuenta con 2 maneras distintas de reaccionar sensiblemente a lo que valora como un bien o un mal desde su experiencia espiritual.
Ciertamente el objeto de la psicoterapia es la vivencia subjetiva y no los aspectos institucionales y doctrinarios de lo religioso. Pero paradojalmente, solo apelando a los principios teóricos y semánticos de una tradición religiosa el profesional podrá acceder a las estructuras valorativas, emotivas y cognitivas de las experiencias de trascendencia del paciente. Después de todo, las experiencias espirituales no ocurren en el vacío. Hay una semántica que las atraviesa, una racionalidad interna desde la cual el terapeuta debe interpretar y hacer comprensible la experiencia individual del paciente.
Williams James, al subrayar la escisión entre religión y espiritualidad, parecería continuar con una larga tradición de investigación empírica que redujo la espiritualidad a percepciones o estados extraordinarios de conciencia68–74. El filósofo estadounidense cambió efectivamente la valoración de las ciencias de la salud mental respecto al mundo espiritual y dio inicio a una tradición de investigación que abandona el proyecto de interpretar la vivencia espiritual desde la psicopatología75. No obstante, su giro o cambio de paradigma sigue siendo deudor del abordaje estrictamente empírico de sus antecesores. Reduce la espiritualidad a un estado particular de conciencia. Esta base fenoménica parecería ser el común denominador de todas las modalidades o formas de espiritualidad, que permitiría, según esta tradición epistemológica, estudiar racional y científicamente la espiritualidad.
En este sentido, mientras la espiritualidad, en sus múltiples dimensiones, se constituye en objeto de la racionalidad científica, la religión, entendida como un cuerpo semántico de creencias y practicas particulares pertenecería naturalmente a una instancia seudocientífica.
Pues bien, la exacerbación de esta escisión entre espiritualidad y religión, aún más, las relaciones de mutua inconmensurabilidad que la tradición empírica establece entre ambas dejan a la clínica y a la tarea psicoterapéutica con un concepto oscuro y vacío.
La exacerbación de esta distinción deja al psicoterapeuta sin marco semántico, sin criterios para poder juzgar la experiencia subjetiva del paciente. La espiritualidad pasa a ser una colección de experiencias inusuales; una mera alteración de la conciencia. Esta comprensión manifiesta palmariamente un empobrecimiento de la riqueza y la densidad de las infinitas formas y modalidades en que la vida espiritual ha sido retratada por las diversas tradiciones religiosas. Ahora bien, ¿cómo podrán revelarse las estructuras cognitivas y emocionales de una particular experiencia espiritual sin comprender el marco semántico que el paciente le asigna a tal experiencia? De un modo u otro, la inconmensurabilidad pone en jaque esta separación entre religión y espiritualidad, entre ciencia y seudociencia. Demuestra que ciertos tipos de estudios empíricos, al excluir la consideración de las diversas tradiciones religiosas en sus diseños experimentales, son incapaces de dar cuenta del problema o cuadro espiritual de sus pacientes.
Cabe destacar el esfuerzo en estos últimos años por formular herramientas de evaluación espiritual, como el Protocolo Rush, para detectar la lucha religiosa-espiritual76, la herramienta de evaluación de un solo ítem de Steinhauser que se consigna bajo la pregunta «¿Está usted en paz?»77,78, la herramienta de detección de Mako, que inquiere fundamentalmente si el paciente tiene dolor espiritual79, o la Escala de lesiones espirituales80. Aunque estas herramientas significan ciertamente un progreso en la tarea de estandarizar las evaluaciones del problema espiritual tienden a profundizar la brecha entre la significación religiosa y los métodos de detección del problema espiritual. Se trata de herramientas que no proporcionan dato alguno respecto al contenido y la evolución en la que se padece un problema espiritual, tal como han apuntado Balboni et al.81.
Ciertamente es necesario estandarizar herramientas que evalúen los problemas de naturaleza espiritual en vistas a mejorar la capacidad diagnostica y la eficacia de las intervenciones. Pero ello no puede hacerse a costa de perder en tales mediciones el conocimiento que proveen las tradiciones religiosas, que son las que en definitiva pueden dar cuenta de muchas variables que pueden intervenir en las estructuras cognitivas-emocionales que afectan al bienestar emocional, psicológico y espiritual del paciente.
El estudio de los escritos de los padres del primer monacato cristiano nos interpela a revisar críticamente nuestros modelos de aproximación a lo que se reconoce como «problema religioso o espiritual». Particularmente, en sus tratamientos podrían inferirse modalidades o abordajes que trascienden las relaciones de mutua inconmensurabilidad entre psicoterapia y espiritualidad.
Los Padres del Desierto apuntan la necesidad de que las ciencias de la salud mental accedan al conocimiento de las tradiciones religiosas para poder dar cuenta de las dinámicas psicológicas subyacentes a una práctica espiritual. Al realizar una inmersión en la semántica de la espiritualidad cristiana, posibilitan la inteligibilidad sensitiva e intelectual de los síntomas de una particular experiencia espiritual. Ahora bien, esta inmersión de la práctica de la psicoterapia en las tradiciones religiosas tiene evidentemente un alcance respecto al problema de la inconmensurabilidad: y es que al comprender la sinergia que existe entre las dinámicas psíquicas y las estructuras semánticas que las desencadenan, no puede formularse el problema de la inconmensurabilidad en cuanto tal.
Se trata de una extraña paradoja: en la medida que se incorporan elementos y principios aparentemente ajenos a la racionalidad científica, las demostraciones científicas adquieren fuerza explicativa. A saber, en la medida en que la psicoterapia atiende al marco conceptual de las tradiciones religiosas, es capaz de dar cuenta de la experiencia religiosa. Este proceso de inmersión o familiarización de la psicología y la psiquiatría en el universo de las tradiciones religiosas excluye en sí mismo el problema de la inconmensurabilidad. Por el contrario, si aquellas están desprovistas de tal conocimiento, no solo resultan ciegas e insuficientes para comprender la dinámica propia de la experiencia espiritual, sino que abren lo que describimos como una relación de mutua inconmensurabilidad entre espiritualidad y salud mental.
Evidentemente, el problema de la inconmensurabilidad nace en un contexto completamente distinto del de los escritos patrísticos. Luego dirigir este problema a los Padres del Desierto no solo parecería anacrónico, sino también ilegítimo, en cuanto estos no sostienen los supuestos que conducen a ella. Ahora bien, nuestra intención aquí no ha sido dirigirles un problema del que no se han ocupado, sino presentar las notas características de su comprensión de la experiencia espiritual que impiden particularmente que surja el absurdo de la inconmensurabilidad. Y, en este sentido, entender unas de las virtualidades que presenta su particular abordaje de las dolencias del alma.
ConclusionesLa práctica psicoterapéutica y la misma psicopatología deben concebirse como una actividad hermenéutica en el trato con el otro; antes que como un modelo epistemológico del dominio psíquico. Si la psicopatología sigue este último camino tiende a obliterar un ámbito de sentido fundamental como es la religiosidad, y se convierte, paradójicamente, en una actitud que contribuye a la pérdida de libertad y de la salud mental del paciente.
La inconmensurabilidad muestra las situaciones absurdas u oscuras que se presentan en la práctica psicoterapéutica en la medida que la psicopatología es concebida como un rígido modelo epistemológico capaz de distinguirse respecto a dominios aparentemente metafísicos, irracionales o seudocientíficos. En un sentido positivo, se puede decir que la inconmensurabilidad, tal como la formuló Paul Feyerabend, es un intento de mostrar la necesidad de buscar una concepción de la racionalidad científica más amplia, omnicomprensiva y capaz de abordar tesis metafísicas.
Tras lo expuesto, se podría concluir que, para superar las relaciones de mutua inconmensurabilidad entre las ciencias de la salud mental y la espiritualidad, aquellas deben reconocer la religión como un elemento explicativo medular del contexto cultural y de la misma personalidad del paciente. La práctica psicoterapéutica debería atender a las implicancias del dogma, los rituales y las prácticas religiosas en los patrones cognitivos, emocionales, afectivos y conductuales de los pacientes. Jung supo señalar que las religiones «son sistemas psicoterapéuticos en el auténtico sentido de la palabra, y a una escala imponente»82. De un modo u otro, esto relativiza la histórica distinción entre espiritualidad y religión, ya que después de todo sin la religión la espiritualidad es ininteligible. Los elementos doctrinales o teóricos de la religión dan cuenta, al menos parcialmente, de la dinámica psicológica subyacente a las experiencias espirituales del paciente.
Los escritos de los padres del primer monacato cristiano formulan un posible modelo que garantiza una integración superadora de la mencionada relación de mutua inconmensurabilidad. Ellos nos sitúan ante la exigencia de pensar la espiritualidad desde sí misma, es decir, ante la necesidad de discernir las dinámicas psicológicas desde sus respectivos marcos teológicos.
Estudiar los abordajes terapéuticos de estos profundos conocedores del espíritu humano no supone en absoluto una ingenua regresión a los estadios primitivos y acientíficos de la psiquiatría o la psicología. Tampoco implica un desprecio a la larga tradición a través de la cual la ciencia moderna ha ido perfeccionándose. Por el contrario, a nuestro entender, su estudio presenta la posibilidad de pensar las estructuras psíquicas en intima conexión con la espiritualidad, lo cual no es sino la tesis sostenida por los citados estudios actuales de psiquiatría.
El diálogo y la interacción con los padres del primer monacato cristiano significan, a nuestro entender, una oportunidad para juzgar en perspectiva los logros del cientificismo contemporáneo y de repensar la racionalidad de la práctica psicoterapéutica como una tarea cognoscitiva más atenta a las implicancias psíquicas y existenciales de las tradiciones religiosas. Interpelan a la psiquiatría y la psicología modernas a asumir la religión como objeto de la realidad clínica del paciente.
FinanciaciónLa investigación fue financiada por parte de ambos autores por CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina).