La Psiquiatría actual basa sus diagnósticos en observaciones y descripciones de los comportamientos de los pacientes, generando entidades formadas por síntomas y signos agrupados, lo que en Medicina se conoce como síndromes. Desafortunadamente la clínica psiquiátrica no puede fundamentarse hasta la fecha en factores etiológicos o alteraciones etiopatogénicas observables, por ejemplo, mediante técnicas de neuroimagen o estudios anatomopatológicos. La fisiopatología y la psicopatología en Psiquiatría son transversales y generan dimensiones que no se corresponden con las entidades sindrómicas al uso. En este contexto, la necesidad de biomarcadores o psicomarcadores es ineludible como mecanismo homologador que permita discernir claramente los sujetos afectados por una enfermedad respecto a los sanos y que, sobre todo, ayude a discriminar entre sujetos que pueden padecer entidades psiquiátricas diferenciadas que exigen un abordaje terapéutico también diferenciado1.
La definición más oficial de biomarcador es aquella que señala que se trata de una característica que es medible y evaluable objetivamente como un indicador de procesos biológicos normales, de procesos patológicos o de respuesta farmacológica a una intervención terapéutica2. Es decir, podemos hablar de biomarcadores vinculados a aspectos mecanísticos de la enfermedad, cuyo interés será preferentemente de investigación, mientras que otros marcadores pueden tratarse de indicadores diagnósticos, evolutivos o pronósticos, con un interés fundamentalmente clínico. Es más, existirían marcadores de tipo terapéutico que podrían ayudar a predecir la respuesta al tratamiento o a monitorizar la eficacia y seguridad del mismo, aunque su interés mecanístico y diagnóstico sea escaso. Esta distinción no es baladí, ya que probablemente representa una de las razones de los repetidos fracasos en la validación de candidatos a biomarcadores. No puede ignorarse que el contexto en el que surge la propuesta de un biomarcador no puede ser independiente de los objetivos a los que se oriente en los ulteriores procesos de validación interna y externa3.
En lo referente a la utilización de marcadores sanguíneos, de tipo periférico, como indicadores de potenciales modificaciones en el sistema nervioso central persiste la duda sobre la representatividad de los mismos. Con los antecedentes de décadas previas en relación con el fracaso de determinaciones de neurotransmisores, sus metabolitos y receptores periféricos como marcadores de la actividad central, es lógico un cierto escepticismo ante algunos de los biomarcadores propuestos en la literatura científica. ¿Son los marcadores inflamatorios séricos un buen reflejo de una potencial neuroinflamación central en los procesos psiquiátricos? ¿No sería más práctico centrar los esfuerzos en marcadores neuroinflamatorios indicativos de alteraciones en la microglía o de daño neuronal o astrocitario?4. Existe una posible alternativa a esta posición, aunque resulta aún más osada, ya que supondría interpretar la enfermedad mental como una manifestación sindrómica central de un proceso patológico cuyos mecanismos patogénicos de tipo inflamatorio podrían iniciarse fuera del sistema nervioso, por ejemplo en el tubo digestivo o en el sistema inmune. Algunas de las actuales interpretaciones de los procesos depresivos caminan en ese sentido.
Con la experiencia acumulada, no es esperable que las entidades psiquiátricas vayan a disponer del marcador único, idealmente no invasivo y fácilmente accesible, para apoyar el diagnóstico o predecir la respuesta al tratamiento de cada una de ellas. Ante enfermedades de presunta vulnerabilidad poligenética, con una modulación ambiental crítica a la hora de expresar los diferentes fenotipos y con el actual modelo basado en categorías diagnósticas, hemos de intuir que la Psiquiatría habrá de echar mano de múltiples biomarcadores explorados simultáneamente en el mismo individuo5. Estos biomarcadores no solo deberán mostrar una gran sensibilidad, una extrema especificidad y un adecuado valor predictivo, sino que habrán de ser validados en muestras muy amplias, procedentes de poblaciones muy diversas y obtenidos mediante procesos muy estandarizados. La futura Psiquiatría de precisión se basará en biomarcadores que cumplan, como mínimo, estas 2 condiciones: una validación previa muy clara y un uso compartido con otros biomarcadores del mismo sujeto. Las metodologías actuales de big data serán fundamentales en ese recorrido. Es esperable que el esfuerzo de los investigadores clínicos junto con la minería de datos genere candidatos a biomarcadores que, posteriormente, habrán de superar 2 últimos escollos fundamentales, como son el alcanzar relevancia clínica, es decir, ofrecer algo más al criterio profesional y del experto, ya disponible, y el resultar eficientes, lo que garantizaría la accesibilidad en nuestro actual modelo sanitario6.