La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad1 es un instrumento aprobado por Naciones Unidas en 2006 que pretende constituir un cambio de paradigma en la concepción de la discapacidad, transitando de un modelo médico de capacidad/incapacidad a un modelo social basado en apoyos y fundamentado en derechos humanos. España firmó y ratificó esta convención en 2008, por lo que este cuerpo normativo forma parte de nuestro ordenamiento jurídico. El Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad es el órgano encargado de la supervisión de la aplicación de la convención que, en el año 2014, realizó una interpretación de los artículos 12 (igual reconocimiento de personas ante la ley)2 y 14 (libertad y seguridad de la persona) que han sido objeto de discusión.
El debate, espejo de la dimensión política ineludible de nuestro quehacer clínico, ha ido asomando en diferentes espacios (volúmenes de revistas académicas, comités de bioética nacionales e internacionales, asociaciones de profesionales y usuarios, gobiernos de algunos estados). El último órgano en manifestar su posición ha sido la Sociedad Española de Psiquiatría3.
Haciendo un recorrido por esta problematización, los debates se han centrado hasta ahora principalmente en las interpretaciones del comité sobre los artículos de la convención, que a su vez abren un abanico de cuestiones, algunas de ellas efervescencias de temas antiguos, otros más novedosos. La enfermedad mental como elemento coartador de libertad y el tratamiento como restituidor de la misma, la confusión entre cuidados y coerción que claman los que se muestran a favor de la abolición del artículo 763, las posibles implicaciones forenses del asunto, la ambigüedad conceptual de algunos términos (capacidad, voluntad, preferencias), la falta de clínicos y usuarios en el comité, la necesidad de trasladar el paradigma de la sustitución hacia el apoyo en la toma de decisiones… son solo algunos ejemplos. En el fondo del debate, las tensiones entre el reconocimiento de la vulnerabilidad del sujeto para protegerlo (el cuidado) frente a la exaltación de autonomía y normalización emancipadora4, argumentos a su vez utilizados como bandera de unos, tergiversados en su utilización aislada, pero tan conflictivos entre sí como necesarios el uno del otro.
En medio de estas tesituras, tan viejas, pero tan nuevas, echamos en falta la presencia en la discusión de qué aspectos debemos incorporar a nuestra práctica clínica y cuáles son los efectos del debate. Nadie sabe mejor que nosotros (y los usuarios de nuestros servicios) que el potencial transformador de algunas reformas puede acompañarse de la persistencia o agravamiento de prácticas coercitivas, sea de las ya existentes u otras de nueva aparición. Aclarar conceptos es y seguirá siendo necesario, pero algunos elementos del debate parecen ser irreconciliables. Asegurar la participación en la discusión de una gama más amplia de partes interesadas y promover el debate en todas sus formas es indispensable, pero quizás es el momento de poner el foco en atender qué medidas, estrategias e intervenciones son efectivas y han venido desarrollándose para reducir la coerción. Este apartado no está exento de dificultades: la literatura es heterogénea y compleja, el impacto de las medidas poblacionales o medioambientales son difíciles de evaluar (aunque ello no significa que no sean efectivas) y desconocemos el impacto de otras intervenciones en salud mental como la atención por pares, intervenciones domiciliarias u otros enfoques alternativos en atención comunitaria.
A pesar de estas limitaciones en la investigación, los esfuerzos dirigidos a reducir, prevenir y poner fin a la coerción son eficaces en la mayoría de los estudios5. Las intervenciones para reducir ingresos involuntarios como la toma de decisiones compartidas (que a su vez incluye las declaraciones anticipadas y otras formas de facilitar una mayor información en poder del paciente), o la capacitación del personal para reducir el uso de restricción física, son las que han demostrado mayor eficacia6. Otros aspectos de consenso a tener en cuenta es que las guías suelen incidir en los derechos de las personas en involucrarse en su tratamiento como un principio general, pero no como un grupo estructurado de intervenciones específicas, que sería más fácil de implantar mediante recomendaciones concretas. Para que se consoliden y mantengan estas intervenciones, son precisas, además, no sólo medidas individuales e independientes, sino un cambio de cultura organizacional que ponga un mayor énfasis en la recuperación y atención apoyada en los derechos humanos. En definitiva, es el momento de pensar y establecer en qué debe traducirse la preservación y mejora de los derechos de las personas con discapacidad con condición de salud mental sin que queden desprotegidas en el camino.