La definición de hombre como «animal político» admite la minoración de «sí, pero unos más que otros». En lo que no nos ponemos de acuerdo es en si es mejor o peor ser más o menos político. Desde la vieja opción de considerarla como algo nefasto: «mira si la política es mala que si a la palabra más buena --madre-- le agregas política se convierte en suegra», a la opinión que ellos tienen de sí mismos: la élite de la sociedad designada por sus ciudadanos para administrarlos.
A menudo nos encontramos al político de turno encaramado en su pedestal, henchido y ufano, dictando lo que él cree una lección de bien hacer el arte de gobernar, pero que cualquier mente lúcida tildaría de chorrada o parida, y el maestro del lenguaje Cela de epítetos aún más fuertes.
Para corroborar estas afirmaciones hemos escogido algunos ejemplares sacados de la prensa diaria, seleccionadas rosas de la rosaleda; y, para evitar suspicacias, pertenecientes a partes iguales a las diferentes opciones políticas que hasta ahora han tenido responsabilidades de gobierno en la España democrática.
En orden cronológico salta a la arena el ministro de Sanidad que calificó al agente productor del síndrome tóxico del aceite de colza de «bichito que se cae y se mata», que poco después manifestaba su extrañeza porque consumían más medicinas los pensionistas que los trabajadores en activo. Al parecer, el día que explicaron la patología geriátrica en el cursillo acelerado para ministros él se quedó en casa con anginas.
En segundo lugar, los actuales mandatarios del poder central, que están dando lecciones a lo largo y ancho de nuestra geografía de diversas formas de preparar calditos de ternera deficiente mental, de desayunar pepitos de carne de las susodichas reses psiquiátricas y de desconocer de qué va la cosa. El broche de oro lo colocó hace poco el responsable de Fomento, que le espetó a los granadinos que tenían que estarle muy agradecidos por «haberles construido los kilómetros de autovía más caros de España», desconociendo que esta provincia está ocupada por tres macizos montañosos, uno de los cuales posee los dos picos más altos de la península.
Hemos reservado intencionadamente el puesto de honor de este lapidario al delegado de Sanidad de la Junta de Andalucía en Granada, granadino, compañero de hospital y gran médico por cierto (otra mente perdida a causa de la política). A bombo y platillo, en páginas preferentes del diario local, anuncia que «una consulta médica nunca debe sobrepasar los 3 minutos», y apostrofa a continuación que «hay médicos rebeldes que no siguen la norma», que invierten más de esos 180 segundos, pero «que sabemos quiénes son» y por lo visto recibirán su merecido.
Resulta doloroso leer y oír estas manifestaciones realizadas por compañeros de auténtica valía reconocida, que cuando ejercían la medicina invertían en el paciente mucho más tiempo que esos 3 minutos que ahora preconizan, que realizaban anamnesis e incluso exploración clínica. ¿Quieren convencernos de que esta postura es justa y ética?
Hace algunos años escribí en estas mismas páginas acerca de este mismo tema, cuando nos impusieron la consulta de 6 minutos (10 pacientes por hora), manifestando mi desacuerdo y solicitando del poder judicial que se nos eximiera de responsabilidad por los desaguisados a que puede conducir esta conducta: ¿es mal praxis atender a un enfermo en 3 minutos o es más delito obligar a ello?
El gran perjudicado por estas irresponsables ideas es el paciente. Creo que la persona enferma debe merecernos más respeto; la salud de nuestros conciudadanos es un derecho que tienen adquirido y nuestro deber es mantenerla y aumentarla dentro de nuestras posibilidades.
Pero es más: también causa notable perjuicio al médico. Junto a estas medidas de reducción del tiempo de consulta se han dictado otras, como la supresión de personal auxiliar (sustituido por ordenadores), con lo que el facultativo tiene que realizar sus funciones más las de la enfermera o auxiliar: léase llamar a los pacientes, control de asistencia, realización de recetas, partes de baja-confirmación-alta, etc. Y no digo las labores de preparar al enfermo para exploración o la práctica de curas, infiltraciones o tomas de muestras; eso ya no se hace. Todo este caos conduce a los llamados errores médicos; incluso hay constituidas asociaciones para luchar contra ellos. Pero, ¿y contra los errores de quienes nos obligan a tenerlos?
El posible ahorro en el gasto se compensa con creces en la mayor necesidad de pruebas complementarias, mayor número de jornadas perdidas por baja laboral y, sobre todo, por el aumento de la morbilidad --física y psíquica-- de asegurados y personal sanitario.
Si en vez de atender a un paciente cinco veces a 3 minutos lo viéramos una sola vez durante un cuarto de hora otro gallo nos cantaría.