Los cambios sociales en los países desarrollados inducen el tránsito de un modelo de paciente pasivo a uno más activo, con la progresiva sustitución de una relación médico-paciente de tipo paternalista por otra más deliberativa en la que un paciente más competente1 desea participar en el proceso de toma de decisiones. La progresiva emergencia de este nuevo modelo obliga a instituciones y profesionales sanitarios a replantearse sus propias competencias y, hasta cierto punto, su modelo de contrato social con los ciudadanos y pacientes. Sobre el papel, la participación del paciente en la toma de decisiones clínicas que le afectan no alberga mayores reparos, pero en la práctica, en nuestro Sistema Nacional de Salud (SNS), pudiera ocurrir que su introducción se dificultara por la propia complejidad de este nuevo marco de relación y por no estar suficientemente preparados para ello los profesionales, los pacientes, ni el propio sistema sanitario. Quizás las principales aportaciones del trabajo de Roger Ruiz et al.2 sean la constatación del deseo extendido de participación entre los pacientes que consultan a los médicos de familia y asimismo la percepción de que han participado de forma insuficiente, aunque en el mismo solo se considere como participación en la decisión el hecho de que se le dé al paciente la oportunidad de exponer su punto de vista sobre las alternativas diagnósticas o de tratamiento. El deseo de participar, de poder al menos opinar respecto a las alternativas disponibles, está presente incluso en muchos pacientes con una visión más paternalista de la relación médico-enfermo2. Tal y como señalan los propios autores, la demostración de interés por parte del médico por las ideas de los pacientes y que éstos puedan dar su opinión, quizá sea para los mismos lo realmente importante en el proceso de participación y no tanto quién tome la decisión final o el número de opciones discutidas.
Cuando se pregunta a los pacientes sobre las cualidades que más valoran del médico de familia, la dedicación del tiempo necesario, la longitudinalidad, la confiabilidad, el trato respetuoso y personalizado, la capacidad de informar con claridad, son priorizadas o más valoradas que la efectiva participación en la toma de decisiones3, probablemente porque todas ellas actúen en la práctica como prerrequisitos de la misma. Muchas veces el paciente no posee conocimientos suficientes o correctos que le permitan tomar una decisión informada. Por ejemplo, la información que poseen sobre el cáncer de próstata y su cribado es escasa, errónea e insuficiente para poder tomar una decisión4. Probablemente, esto suceda con más frecuencia de la deseable por lo que no sorprende que muchos pacientes, con más precaución que arrojo, prioricen estas cualidades antes que el hecho de participar activamente en la toma de la decisión.
Más allá de la oportunidad de opinar se encuentra la decisión efectivamente compartida entre médico y paciente. Esta es más apropiada en situaciones de mayor incertidumbre y riesgo como, por ejemplo, operar un cáncer de próstata vs. esperar bajo vigilancia; o la mastectomía vs. tumorectomía más radioterapia en el cáncer de mama inicial o precoz. Lo correcto en estas situaciones es que la decisión se tome tras considerar las preferencias del paciente, y los médicos deberíamos esforzarnos por averiguarlas. Es precisamente en estas circunstancias cuando muchos pacientes tienden a dejar la decisión en manos de sus médicos, facilitando así que sean las preferencias de estos, condicionadas a menudo por la oferta disponible, las que prevalezcan. Esto conlleva problemas de calidad, generalmente, por sobreutilización; y en todo caso, la ausencia o insuficiencia de participación del paciente en estas decisiones implica, en sí misma, un problema de calidad5. Algunos estudios muestran que el deseo de los pacientes de participar activamente en la toma de decisiones es menor en aquéllos que más confían en su médico y en aquellas situaciones clínicas de mayor gravedad o riesgo que conllevan decisiones complicadas. Así las cosas, habría que valorar muy bien si un elevado deseo de participar en la toma de decisiones en atención primaria podría también indicar, por un lado, cierta erosión de la confianza de los pacientes en sus médicos de familia (en plural, dada la escasa protección de la longitudinalidad en nuestro sistema) y, por otro, la percepción por parte de los pacientes de que las decisiones clínicas que toman sus médicos de familia son tan poco complicadas que ellos mismos se sentirían capacitados para tomarlas sin mayores problemas.
Algunas veces ocurre que el paciente sale de la consulta con la sensación de que no se tomó la decisión más correcta, aunque en realidad no fuera así. Para evitar esto y ganarnos su confianza, los médicos de familia deberíamos mejorar nuestra capacidad de comunicación, de empatía, de persuasión, de negociación y de acuerdo con el paciente, de conocer cuánta certeza e incertidumbre hay detrás de nuestras supuestas correctas decisiones clínicas y de las de otros, de desentrañar lo que al paciente realmente le preocupa –no siempre evidente ni para él mismo–, de adaptar nuestra actuación a las características del paciente, de informarle con claridad y de hacerle sentir que tenemos en cuenta su opinión. Y aunque la decisión se tome en otro nivel de atención, los médicos de familia, como agentes del paciente, tenemos la obligación ética de implicarnos en este caso mediante una función de asesoría que muchos pacientes solicitan cuando la confianza reina en la relación con ellos. En definitiva, conseguir que el médico de familia decida (o ayude a decidir) como si fuera el propio paciente quien decidiera con el conocimiento que tiene su médico, evitando la arrogancia y, llegado el caso, compartiendo con él nuestra propia ignorancia6.
Puntos clave
Para caminar hacia una decisión más compartida con el paciente y mejorar su confianza en los médicos de familia deberíamos:
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Mejorar la capacidad de comunicación, de empatía, de persuasión, de negociación y de acuerdo con el paciente.
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Conocer cuánta certeza e incertidumbre hay detrás de nuestras decisiones clínicas y de las de otros.
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Desentrañar lo que al paciente le preocupa, adaptando la actuación a las características del mismo, informándole con claridad y haciéndole sentir que tenemos en cuenta su opinión.
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Implicarnos, como agentes del paciente, asesorándole en aquellas decisiones que se tomen en otros niveles de atención en función de sus preferencias.