El propósito de este artículo es reflexionar críticamente sobre las intersecciones entre cultura alimentaria, patrimonio y turismo. El patrimonio cultural es cambiante, construido a partir de selecciones de elementos considerados como pertenecientes a la propia cultura, excluyendo otros, y sirve a intereses determinados. Aun formando parte de un acuerdo social (debe ser sentido por la mayor parte de la población como propio), muy a menudo son las instancias con poder aquellas que proponen, promueven y/o reconocen el patrimonio. Solo muy recientemente aspectos de la cultura inmaterial como la alimentación se han incorporado a las listas de lo “patrimonializable” y, por lo tanto, de oficializar su importancia para nuestras identidades. Finalmente, el patrimonio cultural es considerado actualmente como un recurso turístico de gran potencial, y la patrimonialización de la “cultura alimentaria” (paisajes productivos, alimentos, platos, vinos y bebidas, rutas, industrias) ocurre ahora en el marco del turismo y de sus beneficios para el desarrollo local.
The aim of this article is to reflect critically on the intersections between food culture, heritage and tourism. Cultural heritage is alive, composed of select elements deemed to belong a particular culture at the expense of other elements, to serve particular interests. Although it is part of a social contract (it should be perceived by the majority of the population as their own), it is very often the establishment that proposes, promotes and/or recognises heritage. Aspects of intangible cultural heritage such as food have only recently been recognised as such, legitimizing its importance to our identities. Finally, cultural heritage is now considered a highly effective tourist resource, and the official recognition of “food culture” (production landscapes, food, dishes, wines and drinks, tourist routes, industries) is taking place in the context of tourism and its benefits for local development.
El patrimonio cultural puede ser entendido como un acuerdo social (entre los distintos agentes sociales, entre instituciones e individuos…), sobre aquellos aspectos de nuestra cultura que, por un lado, consideramos que son representativos de nuestra producción (que nos “representan” y que, por tanto, forman parte de nuestra identidad colectiva) y que por este mismo motivo son susceptibles de ser conservados y legados a las próximas generaciones. Puede ser contemplado como nexo entre pasado y presente (e incluso parte del futuro) y, habitualmente, está relacionado con las identidades colectivas, en la medida en que forma parte de la producción y del devenir que da sentido y originalidad a la sociedad como tal.
Por otro lado, hay que decir que el patrimonio, como se ha señalado a menudo, es cambiante (porque la cultura lo es), se construye a partir de selecciones de unos elementos considerados como pertenecientes a la propia cultura, y no de otros (Santana, 2003), y que sirve a intereses determinados. Pero, aun formando parte de un acuerdo social (debe ser sentido por la mayor parte de la población como propio), son muy a menudo las instancias con poder aquellas que proponen, vehiculan y/o reconocen el patrimonio.
Además, si centramos nuestra atención en la cultura alimentaria de una sociedad, tenemos que solo muy recientemente ha pasado a ser digna de “patrimonialización”. Conforme el prisma del patrimonio (entendido como construcción) se ha ido ampliando, aspectos de la cultura inmaterial antes difícilmente aprehensibles, se han incorporado a las listas de lo “patrimonializable”, y aspectos tan cotidianos como aquellos que se refieren a la alimentación, y que antes formaban parte intrínseca del día a día, de lo popular, pero no de la Cultura (con mayúsculas), se han convertido en dignos de formar parte de esta última y, por lo tanto, de oficializar su pertenencia y su importancia en relación con nuestras identidades.
El patrimonio, asimismo, aunque venga de un modo u otro (más o menos antiguo o reciente) desde el pasado, es siempre “presente”, y debe de estar todavía en uso. Algo que hoy ya no existe, no puede ser patrimonio, sino un recuerdo histórico.
Finalmente, añadimos un último eje: el turismo. Y es que el patrimonio cultural es considerado hoy en día como un recurso turístico de gran potencial y, en este mismo sentido, la patrimonialización que se ha ido construyendo de la “cultura alimentaria” (paisajes productivos, alimentos, platos, vinos y bebidas, infraestructuras, rutas, industrias…) se está dando cada vez más en el marco del turismo y del discurso del desarrollo local a través de este.
En base a lo expuesto, el propósito de este artículo es reflexionar sobre las intersecciones entre cultura alimentaria, patrimonio y turismo desde una perspectiva práctica, observando distintas aplicaciones y llevando a cabo, al mismo tiempo, una observación crítica de las mismas.
Sobre patrimonio y gastronomíaEl “patrimonio” tiene que ver, entre otras muchas acepciones, con algo heredado de un pasado –más o menos lejano– que se considera que debe ser conservado. Patrimonializar, por su parte, y como señala Contreras (2007, p. 18), quiere decir “convertir” en patrimonio, “construir” patrimonio, a partir de determinados elementos preexistentes, seleccionados entre otros que no se incluyen en este proceso. El patrimonio, por lo tanto, se construye social y culturalmente.
Los objetos y los hechos patrimoniales permiten referirse a la tradición, construir una cierta relación con la historia –más o menos real y más o menos reciente, pero de un modo u otro asumida– y el territorio, con el tiempo y con el espacio, con la memoria de un lugar. Esta relación mencionada tiene una importante vertiente identificadora, alimentando a menudo el sentimiento de pertenencia a un grupo con identidad propia. Como señala el mismo autor citado, el proceso de patrimonialización es, pues, una característica de las sociedades modernas, necesitadas de situar referentes socioculturales e identitarios en relación con sus propias concepciones de tiempo y de espacio. Como señala Prats (1997, p. 22) en este mismo sentido, uno de los rasgos esenciales del patrimonio es “su carácter simbólico, su capacidad para representar simbólicamente una identidad”.
Asimismo, mediante la distinción entre patrimonio material e inmaterial, los objetos (o bienes o procedimientos, en un sentido más amplio) susceptibles de ser patrimonializados dejan de estar circunscritos a los vestigios materiales, los testimonios escritos o la producción artística clásica, y se extienden hacia los aspectos más cotidianos, como puede ser todo aquello relacionado con lo alimentario: las cocinas, los recetarios, las manufacturas o artesanías alimentarias, las formas de consumo o las maneras de mesa… (Contreras, 2007; Poulain, 2007; Medina, 2009; Laborde y Medina, 2015).
Las sociedades locales han llegado a identificarse e, incluso, hoy en día, a definirse patrimonialmente a través de los alimentos y los platos que seleccionan, cocinan y comen. Como expresa el antropólogo francés Igor de Garine (1979, p. 82), “no es por casualidad que la cocina figure en el primer plano en la panoplia de las reivindicaciones regionales”. Pero, como señala Llorenç Prats (1997, p. 31), hay que destacar que el patrimonio no existe más que cuando es activado desde determinadas instancias. La iniciativa de activación patrimonial puede corresponder a los ámbitos oficiales, o bien surgir directamente de la sociedad civil; sin embargo, aun en este último caso, debe de contar con el apoyo, más o menos explícito, de los poderes o los contrapoderes. Sin poder, no hay activación patrimonial y, por tanto, no hay patrimonio. Asimismo, como señala Kelly (2006, p. 36), la manera como el patrimonio es seleccionado, colocado, escrito o explicado, tiene siempre connotaciones políticas y relación con el poder.
Hay que señalar, sin embargo, que el patrimonio, aun con un marcado origen histórico, debe de pertenecer siempre al “presente”, y debe de estar en uso. Algo que hoy ya no existe, no puede ser patrimonio, sino un recuerdo histórico. Por poner un ejemplo, un recetario antiguo puede ser considerado como patrimonial, como un testimonio de otros tiempos que ha llegado hasta nuestros días (presente, por lo tanto), pero no necesariamente todas las recetas que contenga formarán parte todavía del patrimonio alimentario de la sociedad que lo produjo. Muchas de ellas, ya en desuso, serán historia, y solamente aquellas que aún se encuentren en uso serán patrimonio desde una perspectiva presente.
Igualmente, como comenta Smith (2006, p. 11), “existe un «discurso autorizado sobre el patrimonio» que es hegemónico, y que está ligado con las reivindicaciones de poder/conocimiento de expertos técnicos y estéticos, e institucionalizado en las agencias culturales estatales (…)”. Este hecho ha llevado a que los más recientes movimientos de patrimonialización se hayan concretado en ocasiones siguiendo procedimientos más relacionados con trayectorias establecidas o prefijadas que con otras más dinámicas que tienen relación con las necesidades específicas de los nuevos patrimonios. De este modo, en algunos casos, se han llevado a cabo, por ejemplo, inventarios del patrimonio culinario cuyos autores han prestado más atención a los productos o a los platos que a otros aspectos igualmente importantes y definidores, como pueden ser las técnicas culinarias o los modos de consumo.
Los productos de la tierra y las cocinas locales comparten tanto su singularidad como una complejidad que se deriva de referirse, simultáneamente, a prácticas y técnicas vivas, por un lado, y a las identidades, a lazos afectivos y a preferencias gustativas específicas por otro, y todo ello, como hemos señalado, en un contexto de patrimonialización cada vez más generalizado. Sin embargo, hay que tener en cuenta también que “del Patrimonio cultural, hoy, se espera una rentabilidad económica, y se inserta por distintas vías y con distintas formas en todos los discursos sobre desarrollo local, sostenible, territorial” (Espeitx, 2004, p. 195). Así, como señalan Bessière, Poulain y Tibère (2013, p. 76), la valorización de los patrimonios alimentarios locales tiene un rol económico motor para los territorios de producción agrícola, proponiendo nuevas vías de desarrollo y construyendo nuevas formas de atracción territorial. La puesta en valor de productos (Denominaciones de Origen, indicaciones geográficas…), artesanías alimentarias, recetarios y cocinas locales conceden a los territorios singularidades socialmente construidas –y a menudo consensuadas– que abundan en su unicidad y que, al mismo tiempo, activan socioeconómicamente (y el turismo no es un agente menor en este sentido) y pueden contribuir a cohesionar socialmente y reforzar las identidades. El patrimonio supone, en estos casos, un valor añadido nada desdeñable.
Sin embargo, en relación con las producciones alimentarias, la noción de patrimonio plantea cuestiones más complejas, ya que se trata de un patrimonio vivo, cambiante, en constante evolución, con toda la problemática que ello implica en su gestión y mantenimiento. A veces, lejos de remitir a un territorio inmanente, estos productos o platos pueden ser el resultado de préstamos, intercambios y adaptaciones que traducen las preferencias alimentarias de la sociedad contemporánea, independientemente de que estén o no asociadas a una dimensión identitaria (Contreras, 2007, p. 21). Por otro lado, los intereses de las sociedades contemporáneas afectan a los productos “patrimoniales”, a los contextos de producción y de consumo y a sus formas de expresión, los cuales pueden haber cambiado considerablemente e, incluso, apartarse, de las tradiciones (o de las voluntades institucionales) locales por un lado, o transformar sus formas de comunicación o de difusión hacia vías menos ortodoxas o exploradas hasta el momento.
Todo ello nos sitúa ante un panorama magmático, en formación y en evolución continua, en el cual tanto las nuevas características vinculadas a patrimonios de más reciente creación como las imposiciones del cambio social mismo demandan una flexibilidad y una capacidad de adaptación que, al menos hasta el momento presente, va por detrás de las necesidades que la práctica cotidiana va creando.
La institucionalización del reconocimiento patrimonial alimentarioHemos comentado más arriba que el patrimonio es un acuerdo social sobre determinados elementos de la cultura que consideramos como representativos de nuestra producción y que, por este mismo motivo, son susceptibles de ser conservados y legados a las próximas generaciones. Dicho acuerdo implica una selección de aquello que es o no patrimonio (no todo es patrimonializable) en función de determinados criterios, los cuales, aun con puntos en común, pueden variar de una sociedad a otra.
La selección y formulación de estos criterios acostumbra a elaborarse desde un sector que podemos denominar como “experto”, que habitualmente surge de lo académico (definición, delimitación…) y que, frecuentemente, está ligado también a lo institucional. De este modo, y como señala Prats (1997, p. 33), las instancias oficiales son aquellas encargadas de “activar” el patrimonio. Sin ellas, el reconocimiento del patrimonio no existe como tal, al menos de manera oficial (es decir: socialmente “reconocida”).
Dicho sector experto y, en un siguiente paso, oficial, se encuentra en los distintos niveles territoriales, desde lo local hasta lo supranacional, pasando por toda la panoplia posible de espacios intermedios (que tampoco son necesariamente los mismos en todos los contextos). De este modo, el patrimonio –el alimentario, en nuestro caso– es declarado en diferentes niveles, y atendiendo a criterios e intereses distintos en cada caso.
En las líneas que siguen ejemplificaremos dicho proceso de patrimonialización a partir de la revisión de las candidaturas alimentarias en un contexto supranacional como es el de Naciones Unidas (UNESCO). Dicho contexto, que es el que nomina, entre otras modalidades, el patrimonio de la Humanidad, puede servir como un interesante campo de análisis para la observación de la transformación en patrimonio de determinados bienes agroalimentarios, gastronómicos e incluso paisajísticos ligados a lo alimentario.
El patrimonio cultural inmaterial y las candidaturas alimentarias ante UNESCOA partir del último cambio de siglo, con la distinción internacional “Proclamación por la UNESCO de las obras maestras del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad” y, posteriormente, con la declaración por parte de UNESCO de los primeros espacios de patrimonio inmaterial de la humanidad, podemos considerar que el concepto “oficial” de patrimonio empieza a interesarse por campos que se encuentran más allá de lo puramente monumental y lo medioambiental, ampliando su campo hacia aspectos más etnoantropológicos y menos tangibles. En este sentido, y como señala el antropólogo argentino Marcelo (Álvarez, 2008, p. 31): “Los foros internacionales promovidos por UNESCO han sido los escenarios privilegiados para la aparición y circulación discursiva de nuevas figuras y definiciones de patrimonio en tanto que recurso para la diversidad cultural, la democratización de la memoria y la promoción de distintos conjuntos sociales”.
Como destaca Elisa de Cabo (2013, p. 2), “la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial se aprobó por la Asamblea General de la UNESCO y, tras haber obtenido la ratificación de 30 países, entró en vigor el 20 de abril de 2006. De ello se desprende que el proceso de ratificación fue de una celeridad excepcional y demuestra, por tanto, el interés de los Estados en la protección de este patrimonio”.
Un dato importante que nos interesa destacar aquí es que, dentro de ese patrimonio inmaterial emergente, se encuentra al patrimonio gastronómico y, por ende, la alimentación humana en general. Si la sesión previa a la declaratoria de 2005 por parte de UNESCO tuvo alguna característica destacable (evidentemente, desde el punto de vista que aquí nos interesa resaltar) es que, por vez primera, un país como México presentaba su arte culinario, a nivel estatal, con la finalidad de ser declarado patrimonio de la humanidad. Previamente a esto, la candidatura ya había emprendido diversos procesos de patrimonialización y de inventario1 de algunas de sus distintas partes, siendo reconocidas en tanto que patrimonio a nivel local, de los distintos estados, o de México en su conjunto. Dichos procesos de patrimonialización e inventario, como partes sumadas, pudieron dar lugar a la candidatura mexicana observada en su conjunto.
Las razones de su no inclusión en aquel momento por parte de UNESCO responden tanto a una serie de problemas intrínsecos a la formulación de la candidatura en relación con el restrictivo marco de presentación marcado por UNESCO (un colectivo de referencia excesivamente grande; un marco temporal y espacial demasiado amplio, indefinición de determinados componentes…) como a la perplejidad y al rechazo inicial de UNESCO de incluir como patrimonio cultural inmaterial aspectos de la cultura tan vivos, cambiantes y cotidianos como la alimentación (cf. Moncusí y Santamarina, 2008; Medina, 2009). El hecho de que UNESCO se enfrentase, de pronto, ante la realidad de la existencia de determinados patrimonios que pudiesen afectar a millones de personas, y cuya definición misma implicase la necesidad de evolución y de transformación del bien mismo, supuso un importante reto para la organización, al cual, en el momento presente, todavía no ha encontrado una solución definitiva.
Pero bien es cierto que diferentes iniciativas y candidaturas relacionadas con el ámbito alimentario, especialmente paisajes vitivinícolas, fueron presentadas con anterioridad ante UNESCO, e inscritas en sus categorías. Baste citar entre ellas la jurisdicción y el paisaje de los viñedos de Saint-Emilion (1999) en Francia, la región vinícola del Alto Douro (2001), la región húngara de Tokaj (2002), o el paisaje vitivinícola de la isla de Pico (2004) en Portugal. En ellas, sin embargo, el paisaje cultural, muy delimitado y definido, se encontraba en el centro de lo local como elemento primordial de la definición.
La candidatura mexicana fue rechazada en esta primera tentativa, pero México anunció que volvería a presentarla, en tanto que un elemento capital de su cultura. Con objeto de resaltar el valor patrimonial de la cocina, en julio de 2008 la candidatura mexicana y, en su nombre, el Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana, convocó en la ciudad de Campeche una reunión académica internacional bajo el título: La cocina como patrimonio cultural: criterios y definiciones; su objetivo fue elevar a la UNESCO una serie de recomendaciones que permitiesen una mayor sensibilización ante las candidaturas alimentarias/gastronómicas (conocida como Declaración de Campeche, 2008). Una iniciativa similar tendría lugar un año más tarde en Barcelona, a instancias de la candidatura de la Dieta Mediterránea (Declaración de Barcelona, 2009).
El gran momento de reconocimiento de la UNESCO a las candidaturas alimentarias no llegaría, sin embargo, hasta el mes de noviembre de 2010, en Nairobi (Kenia), cuando fueron declaradas como Patrimonio Cultural Inmaterial las tres propuestas presentadas en ese momento: La Culinaria Mexicana, la Gastronomía Francesa (le Répas gastronomique des Français) y la Dieta Mediterránea. Por vez primera, la alimentación como tal era reconocida (oficializada) por UNESCO en tanto que Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Tomando nuevamente como ejemplo de evolución de la patrimonialización culinaria el caso mexicano desde una perspectiva histórica, vemos que, si en el discurso de las cocinas nacionalistas del siglo XIX la figura del indio quedaba excluida (Bak-Geller, 2009), en la cocina patrimonial del siglo XXI pasa a ocupar un lugar protagónico, reconociendo, obviamente, el proceso de mestizaje entre diversas tradiciones (cf. Aguilera, 2016; Laborde y Medina, 2015).
Pero esa declaración como patrimonio cultural inmaterial es también un reconocimiento de la necesidad y urgencia de preservar las técnicas, prácticas, hábitos, ideas, valores y espacios de las culturas alimentarias aprobadas. Su salvaguarda afecta a las comunidades y colectivos que sustentan ese patrimonio; a formas de vida y de organización social; a la permanencia de muchos individuos en sus lugares de origen; a ecosistemas amenazados y espacios naturales con un alto valor patrimonial; y a la diversidad genética y cultural de la alimentación.
No es, sin embargo, poca cosa y, como señala el crítico artículo de González Turmo y Medina (2012) sobre el caso específico de la Dieta Mediterránea, dicha salvaguarda patrimonial es compleja y corre el riesgo de descontextualizar el elemento en cuestión. La pelota queda, pues, en el tejado de las administraciones que la promovieron (o “activaron”) y que no pueden rehuir una responsabilidad que impone acciones tan urgentes como necesarias. Tal y como señala nuevamente Elisa de Cabo (2013, p. 3): “El hecho de que los Estados se hayan «lanzado» a inscribir candidaturas ha demostrado, por un lado, el interés que ha suscitado el patrimonio cultural inmaterial y conlleva el que haya mejorado notablemente su protección, tanto a través de las legislación como de los inventarios (es un requisito indispensable para la inscripción en las listas); pero, por otro lado, hay que advertir del riesgo que puede suponer una mayor sensibilización del patrimonio ya que, como dice el art. 102 de las directrices operativas de la Convención, las medidas de sensibilización no pueden descontextualizar, desnaturalizar, o dañar la imagen del patrimonio inmaterial”.
Lo que sí queda claro es que el patrimonio intangible, y dentro de su ámbito, el patrimonio gastronómico y alimentario, se encuentra en un momento clave, tanto de reconocimiento como de concienciación social y de necesidad de su salvaguarda. Nuevos bienes alimentarios han sido declarados como patrimonio cultural inmaterial por UNESCO en los últimos años (el washoku japonés, el kimchi coreano, el lavash armenio, el pan de especias del norte de Croacia…) y más aún son aquellos que se encuentran en estos momentos en trámite para ser declarados. Todos ellos seguirán abundando en estas necesidades de definición, de reflexión y de conservación.
Las iniciativas de activar patrimonializaciones culinarias a distintos niveles se han replicado, por su parte, en otros lugares: la patrimonialización a nivel brasileño del acarajé de Bahía (Lody, 2008), o la revalorizada “cocina andina” que actualmente se desarrolla en lugares como Jujuy (Argentina) (Álvarez y Sammartino, 2009), tienen como denominador común la exaltación de lo singular y de los productos y platos tradicionales relacionados con las comunidades indígenas. Es decir, muchos ingredientes y alimentos históricamente poco valorados y hasta menospreciados se convierten hoy, a través de una política reivindicativa sustentada en la lógica económica de la competitividad, en objeto de orgullo (Matta, 2011), de reivindicación, e incluso de explotación económica, a través del valor añadido que supone la patrimonialización.
Esta especie de “mercantilización de lo auténtico”, como la ha dado en llamar Frigolé Rexac (2010), tiene implicaciones globales: el protagonismo de los actores locales en relación con la patrimonialización está condicionado por modelos y políticas de instituciones regionales, estatales y supranacionales, pero también por las demandas de patrimonialización del mercado mismo. Refuerzan el carácter económico de estos discursos las constantes alusiones a la sostenibilidad productiva de los modelos presentados y el objetivo de empoderamiento de los actores, por lo general comunidades o grupos sociales históricamente relegados. El empoderamiento y la sostenibilidad, en este esquema, son vistos como una vía de acceso a lo económico y a la representación política. Históricamente al margen, estos grupos se integran articulando con el sistema un capital simbólico ahora convertido en bien de consumo: su autenticidad (real o imaginada)2.
El patrimonio alimentario y gastronómico como recurso turísticoEl papel de la gastronomía en la definición y en la diferenciación de la oferta de los destinos turísticos es cada vez más relevante a nivel internacional. Sin embargo, y aun sin ocultar su importancia económica, ni tampoco el papel que la alimentación ocupa en la construcción de las distintas identidades locales, regionales o nacionales, el nexo entre turismo y gastronomía continúa siendo uno de los aspectos menos estudiados de una manera analítica, y tanto desde la perspectiva de la gastronomía como desde la del turismo. Hasta el momento, tan solo un pequeño puñado de libros colectivos (Hjalager y Richards, 2002; Tresserras y Medina, 2007; Sidali, Spiller y Schulze, 2011; Frost et al., 2016; Medina y Leal Londoño, en prensa), algunas monografías y algunos escasos dosieres monográficos de revistas científicas han abordado el tema en los últimos 15 años; la mayor parte de ellos, en lengua inglesa. En buena parte de ellos, el tema del patrimonio ha ocupado, sin embargo, un lugar relativamente secundario.
Y ello a pesar de que el turismo, y muy especialmente el de base cultural, tiene en el patrimonio uno de sus principales activos. Como actividad económica altamente relevante y creciente, el turismo encuentra en el patrimonio gastronómico un valioso recurso para atraer visitantes, y además ofrece una amplia adaptabilidad a las demandas del mercado, creando negocio en diferentes sectores (producción, restauración, hotelería, comercio.). El patrimonio alimentario, por su parte, también se integra en el ámbito económico (y patrimonial) por otra vía: al ser una expresión territorial, estos productos pueden reclamar ser favorecidos por categorías como las Denominaciones de Origen, las Indicaciones Geográficas Protegidas y otras etiquetas “de calidad” que estimulan y preservan la producción local (Espeitx, 2004) y sirven, asimismo, como reclamo turístico ligado tanto al turismo como al territorio.
Como señala Leal Londoño (2015, p. 21): “Turistas y, en general, consumidores son hoy por hoy más conscientes de lo que consumen y de su relación con el medio en el que viven. Esto ha incrementado la demanda del consumo de productos locales (…). A lo mencionado se suma el discurso ético y los valores sostenibles basados en el territorio, el paisaje, la cultura local, los productos locales y la autenticidad como elementos fundamentales del turismo gastronómico (…), que permiten un incremento cada vez mayor en la demanda de esta modalidad turística”.
Como señalan Tresserras, Medina y Matamala (2007, p. 237), las políticas culturales y turísticas han contribuido a reforzar aún más ese rol de los productos alimentarios como patrimonio y símbolo identitario, aunque en algunos casos se discuta el rigor de la autenticidad o incluso una reciente incorporación al imaginario colectivo. Así, el turismo gastronómico se enfoca hoy en día como una actividad experiencial generada por agentes (productores, transformadores, restauradores) cuya principal finalidad o producto es poder otorgarle al turista una vivencia que pueda ser disfrutada a través de la comida o la bebida. En este sentido es importante considerar que, tal y como estos mismos autores explicitan (op.cit., p. 218):
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La gastronomía es un factor decisivo de la planificación y del desarrollo del viaje.
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Los turistas tienen en la alimentación uno de sus principales gastos cuando se movilizan: consumo local y “souvenirs”.
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El turismo gastronómico tiene un mercado propio fortalecido por el desarrollo del sector turístico y su necesidad de diversificación.
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El turismo constituye una plataforma de excepción para promocionar productos y marcas alimentarias.
En este sentido, y atendiendo a todo lo dicho, vemos que el patrimonio (la “consciencia” del patrimonio y todo lo que ello implica en relación con el sentido de la unión cultural de un producto a un territorio) ocupa un lugar altamente relevante.
Igualmente, y como asimismo señala Jordi Gascón (en prensa) huyendo de esencialismos reduccionistas y de grandes políticas modernizadoras que no siempre acaban cumpliendo con sus cometidos, el turismo gastronómico y agrícola: “(…) en tanto que propuesta turística post-fordista, valora la especificidad de la experiencia alimentaria. Y esta especificidad se basa en las variedades agrícolas locales producidas por campesinos y en la producción artesanal de alimentos elaborados. Productos peculiares, arraigados al territorio, y de producción limitada. Por tanto, huye de usos gastronómicos cosmopolitas y de la producción homogeneizadora que comporta la agricultura moderna y tecnificada reclamada por las teorías del enlace. El turismo gastronómico busca su encaje en la estructura productiva local (…). Se basa en la complementación, ahora si, simbiótica entre turismo y agricultura local, y no en la subordinación de la segunda a la primera”.
Todos estos aspectos vinculan conceptos que, desde nuestra perspectiva, y tal y como hemos ido señalando a lo largo de todo el artículo, tienen un valor principal: territorio, gastronomía (agricultura-producto-plato o producción-comercialización-consumo), cultura y patrimonio, desarrollo local… Los efectos de la patrimonialización sobre los productos, las cocinas o incluso sobre las formas de consumo son, por tanto, múltiples. Así, la selección y preservación del patrimonio es también una actividad productiva, creadora de valor económico, además de las reivindicaciones de pertenecer a lo simbólico y constitutivo de la memoria, a la territorialidad y a la identidad. El turismo vinculado con lo gastronómico puede convertirse, como señala Montecinos (2012) en un valor y en un motor de desarrollo socioeconómico que pasa por el patrimonio “vivo” de lo alimentario (y siempre, por supuesto, que la seguridad alimentaria esté confirmada).
Esta capacidad diferenciadora de la cultura alimentaria patrimonializada puede ser –y a menudo lo es– un instrumento efectivo para el desarrollo del turismo en un determinado territorio. En efecto, el patrimonio alimentario aparece en todos los folletos, guías, trípticos o anuncios televisivos que promocionan el atractivo turístico de un lugar. Las muestras de activaciones turístico-patrimoniales centradas en alimentos son abundantes y no hay, hoy en día, propuesta de activación turística que no contemple, de manera más o menos central, más o menos complementaria, los productos y platos locales (Espeitx, 2004, p. 200).
Como señala asimismo Gascón (en prensa), desde un punto de vista centrado en las comunidades locales rurales: “La patrimonialiación y la conversión de la comida en atractivo turístico puede ayudar a revalorizar el modelo de producción campesino que provee sus materias primas. Se trata de un modelo agrario caracterizado por producir alimentos de calidad, explotar los agrosistemas de forma sostenible y generar utilidades al ecosistema, en contraste con la agroindustria, fuertemente contaminante y homogeneizadora de paisajes y alimentos. Desde este punto de vista, la creación intencional de patrimonio gastronómico aparece como conveniente y acertada”.
Las palabras de este autor, fuertemente crítico de manera habitual con algunas de las formas del turismo y con sus consecuencias, parecen apuntar a una situación que, a pesar de sus evidentes limitaciones (y peligros), puede acabar convirtiéndose realmente en un factor de desarrollo territorial de base cultural-patrimonial que implique a las comunidades locales tanto en su construcción como en su implicación y en el aprovechamiento de sus beneficios.
Es evidente que toda aproximación turística en relación con el patrimonio y la cultura corre un riesgo evidente de banalización, comercialización, incluso de “comodificación” o “desautentificación” (Macleod, 2006, p. 177 y ss.). O, simplemente, de “traducción”, en el sentido de los procesos mediante los cuales la alimentación deviene en atractivo turístico, pero, a su vez, cómo las comidas locales se seleccionan, modifican y son traducidas de manera tal que puedan ser aprehendidas por los visitantes (con la hipotética pérdida de autenticidad que ello pueda suponer). El debate es largo y complejo. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, observar el producto enogastronómico (o cualquier otro) únicamente de ese modo significaría abstraer dicha producción de toda perspectiva holística e inducir a pensar que dichas producciones, antes de haber adquirido unas funcionalidades o significaciones turísticas, eran auténticas de manera abstracta y/o primordial; es decir, que se encontraban aisladas en un tiempo y en un espacio concretos en los cuales las influencias sociales y culturales (políticas, económicas, incluso religiosas) no les habían afectado y, lejos de evolucionar, habían permanecido inmanentes hasta la llegada del turismo. Desde nuestra perspectiva, el turismo es solamente un aspecto más de los procesos de evolución cultural dentro de un marco de globalización mucho más amplio, y en ningún caso un aspecto aislado que pueda considerarse como responsable único de ningún proceso.
El turismo, así, se basa y utiliza el patrimonio y los recursos locales en tanto que atractivo de base cultural, al mismo tiempo que actúa directamente en relación con sus usos y sus transformaciones sociales. De este modo, su interrelación es constante, pero dista mucho de ser unívoca.
ConclusionesA lo largo de este artículo hemos intentado revisar (y esperamos haberlo conseguido) las intersecciones entre cultura alimentaria, patrimonio y turismo desde una perspectiva tanto crítica como práctica. Partimos de la base de que el patrimonio cultural es un acuerdo social sobre aquellos aspectos presentes de la cultura que se considera que son representativos, que forman parte significativa de la identidad colectiva y que son, asimismo, susceptibles de ser conservados y legados a las próximas generaciones. Dicho patrimonio es cambiante (tanto como la cultura), y se construye a partir de selecciones de unos elementos, y no de otros. En dicha selección, tanto expertos como poderes de diverso ámbito ejercen una función primordial de activación y oficialización y, en cualquier caso, deben de desempeñar un papel importante tanto en su gestión como en su salvaguarda, así como en su administración en tanto que recurso.
Por otro lado, tenemos que los productos y las prácticas alimentarias son referencias para la autorrepresentación y la constitución identitaria, de modo que el vocabulario del patrimonio les ha sido fuertemente asociado en las últimas décadas. Un patrimonio, sin embargo, relativamente reciente desde las instancias oficiales, y que, de manera más o menos forzada, ha ido incluyendo aspectos de la cultura inmaterial antes difícilmente aprehensibles, y que hoy se han incorporado a las listas de lo “patrimonializable”, entre los cuales, aquellos relacionados con la alimentación. Dicha oficialización de la alimentación patrimonializada se ha dado, por otro lado, a distintos niveles, desde los más locales, hasta los supranacionales, ejemplificados principalmente por Naciones Unidas (UNESCO).
Finalmente, añadimos un último eje: el turismo. Y es que el patrimonio alimentario es considerado hoy en día como un recurso turístico de gran potencial y, en este mismo sentido, lo alimentario se ha incardinado en la gestión de la cultura y del turismo con la promoción de los productos locales y las elaboraciones culinarias que forman parte de las estrategias de impulso de las economías locales y regionales. Como señala Espeitx (2004, p. 210) “Los productos y los platos, la cocina de un territorio, cuando son patrimonializados con éxito, se convierten en auténticos recursos turísticos, perfectamente equiparables a otros elementos del patrimonio cultural”. De este modo, la patrimonialización que se ha ido construyendo de la “cultura alimentaria” se está dando cada vez más en el marco del turismo y del discurso del desarrollo local a través de este.
A pesar de ser un tema creciente tanto en interés como en prestigio y en volumen de negocio, dicha intersección (alimentación-patrimonio-turismo) todavía no ha generado un excesivo corpus analítico desde un punto de vista académico, mientras que desde un punto de vista técnico y sobre el terreno, y aun a pesar de su limitado desarrollo, la acción y los resultados han sido bastante más productivos.
Hasta el momento, y sin dejar de señalar posibles limitaciones, el turismo gastronómico en tanto que turismo cultural ha sido señalado como una forma de ocio que busca su encaje en la estructura productiva local, sin estar esta última subordinada (todavía, al menos) a la industria turística. Del mismo modo, se trata de una modalidad turística que, habitualmente, no es de masas y, por lo tanto, no impone presiones excesivas sobre el territorio3. Y, al mismo tiempo, implica de manera más completa a la comunidad local en relación tanto con la oferta como con los beneficios del turismo.
Queda, sin duda, mucho por hacer. El patrimonio alimentario es un patrimonio particular; fungible, consumible, debe de ser recreado constantemente, y ello dentro de marcos culturales en formación y en evolución continua, que demandan tanto flexibilidad como capacidad de adaptación; unas capacidades que, al menos hasta el presente, van por detrás de las necesidades que la práctica cotidiana va creando y que, cuando entran en contacto con el turismo, necesitan de una atención mucho mayor que la concedida hasta el momento.
Los reconocimientos patrimoniales en relación con lo alimentario deben de ser constantemente redefinidos y afinados, analizando de manera más concreta cómo afecta –en positivo y en negativo– la patrimonialización a determinados bienes, cómo se lleva a cabo su gestión y su salvaguarda, cómo se garantiza su acceso y su uso, y cómo y de qué manera estos bienes pasan a ser recursos turísticos. Al mismo tiempo, las lecturas analíticas sobre el terreno deben ser lo más críticas posibles, detectando aquellos puntos de fricción y potenciando los debates de carácter práctico y soluciones adecuadas y rápidas a las problemáticas existentes.
A pesar de todo, el turismo ligado con el patrimonio alimentario es un campo de actuación que no solamente ha llegado para quedarse, sino que tiene por delante un importante margen de crecimiento que, sin lugar a dudas, continuará proponiendo interrogantes y necesidades que deberán ser resueltas.
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En relación con los inventarios, tuvo un importante peso la labor de José Iturriaga, quien ideó, dirigió y editó la colección de Recetarios Indígenas y Populares de México, con más de cincuenta volúmenes, así como la de Recetarios Antiguos de México.
Sobre la evolución del concepto de autenticidad ligado a lo patrimonial, a las políticas culturales y al turismo, véase el interesante articulo de Macleod (2006).