El síndrome de fibromialgia (SF) es una enfermedad reconocida por la Organización Mundial de la Salud desde 1992. Se caracteriza por dolor crónico generalizado, centralizado y multifocal, acompañado de fatiga, alteración del sueño, alteraciones cognitivas y del estado de ánimo (ansiedad, depresión), y comorbilidad prácticamente en todos los órganos y sistemas. Afecta al 4,1% de las mujeres españolas (20 mujeres por cada hombre) y origina importantes repercusiones negativas personales, sociales y laborales, que merman la calidad de vida de las pacientes y suponen un elevado consumo de recursos sanitarios1. Los constructos psicológicos determinan en gran medida el impacto y la evolución de la enfermedad. Han demostrado un efecto negativo sobre el SF la depresión, la ansiedad, la mente dispersa, el sentido del catastrofismo, el sentido de injusticia, la falta de autoeficacia y emociones como la irritabilidad y el miedo1-3.
Es bien conocido que el estrés físico, emocional o psicológico incrementa el dolor, la fatiga y el insomnio, empeorando la situación clínica del SF1. Son múltiples los factores conscientes e inconscientes que precipitan el estrés, y quizás uno de los menos estudiados sea el miedo3.
El miedo es una respuesta de alerta, anticipación y ansiedad ante una situación que se percibe como peligro o amenaza. En el SF el miedo se precipita ante las incertidumbres de la enfermedad, produce tristeza y ansiedad e impide enfrentarse al futuro con claridad, lo que disminuye la capacidad de autoeficacia y de conseguir objetivos de mejora1,2.
Son muchos los miedos a los que se enfrentan las pacientes con SF: el miedo al dolor, a no dormir, a la fatiga, al movimiento, a que la enfermedad sea degenerativa, al maltrato de los profesionales sanitarios o de la inspección médica, a perder las relaciones de pareja y familiares, al dolor en las relaciones sexuales, a que hereden la enfermedad sus hijas, a la incapacidad, a la soledad y a la pobreza1,2. La disfunción sexual está presente en más del 90% de las mujeres con SF, principalmente relacionada con la dispareunia; sin embargo, este es un problema que habitualmente se ignora en las visitas médicas, estableciéndose como factor estresante que hace mella en las relaciones de pareja y en la autoestima2.
El miedo al movimiento actúa de barrera para la práctica del ejercicio físico y es otro de los temores poco estudiados en esta enfermedad. El ejercicio físico aeróbico es el primer escalón del tratamiento del SF: mejora el bienestar global y la funcionalidad, disminuye el dolor y la fatiga y mejora el sueño. El miedo al movimiento tampoco se aborda habitualmente en la práctica clínica y es una de las causas de la escasa adherencia al ejercicio físico1,4.
La falta de integración social de las pacientes con SF, producida por la incapacidad funcional, el dolor y el desamparo, potencia uno de los temores más constantes de la humanidad a lo largo de los tiempos: la inseguridad que plantea enfrentarse al día de mañana, la posibilidad de pobreza, la angustia y el temor a que falte lo imprescindible para vivir y, especialmente, tener que afrontar esas dificultades en soledad. Estos rasgos biomédicos y sociales que caracterizan a pacientes con enfermedades crónicas incapacitantes son más acuciantes en mujeres con SF por la falta de reconocimiento social de la enfermedad2,5.
En la actualidad, el aislamiento al que se ha visto sometida la población por la crisis de la COVID-19 y el riesgo de infección han aumentado los miedos y la ansiedad de forma importante, y muy especialmente en pacientes con SF. Por todo ello, entendemos como necesidad urgente incluir el abordaje de los miedos en la práctica clínica y dar apoyo psicológico a las pacientes con SF6.
Conflicto de interesesLos autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.