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Vol. 34. Núm. 2.
Páginas 249-252 (julio - diciembre 2013)
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Esther Cohen, Con el diablo en el cuerpo, México, Universidad Nacional Autónoma de México / Taurus, 2013
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Diego Sheinbaum
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¿Qué tipo de libro es Con el diablo en el cuerpo? Yo lo llamaría una pequeña incisión en los lienzos del renacimiento. Un corte que nos invita a mirar detrás de las ideas político-religiosas-filosóficas de esa época, que nos deja ver sus oscuridades y silencios. Dos principios éticos acompañan a la autora durante el trayecto. Desde la primera palabra, Esther Cohen nos empapa de la reflexión de Derrida sobre lo que implica existir. “Existo, soy asediado por mí mismo que soy”. Y por lo tanto —y aquí está la primera máxima— “hay que darse miedo de ese miedo de uno mismo”. Hay que estar —diría yo— en guardia frente a los fantasmas que proyectamos sobre los otros. El segundo principio surge de la famosa invitación de Walter Benjamin a mostrar el documento de barbarie detrás del documento de civilización. Estas dos máximas son los ojos con que Esther mira el Renacimiento. A través de ellos detalla cómo la bruja se volvió la depositaría de las obsesiones, miedos y deseos reprimidos de esa época; cómo en su afán de levantar el hermoso cuerpo humano y ponerlo en el centro del escenario, la cultura del Renacimiento proyectó sus propias tinieblas sobre la imagen del medievo y, en particular, sobre las hechiceras tradicionales que fueron convertidas en temibles brujas. Esther Cohen nos recuerda que la cultura que pintó a la hermosa Venus de Boticcelli trazó también el cuerpo de la bruja, dibujó su fisionomía, escribió su historia. Todo lo repugnante que no aparecía en los bellos cuadros que ahora conservamos en museos fue llevado hacia los márgenes, fue ubicado en estas cien mil mujeres, quemadas en la hoguera.

La autora nos recuerda, a partir de vincular a la bruja con el judío medieval, la facilidad con la que la civilización occidental ubica toda la maldad en un otro: mujeres, brujas, indígenas, judíos y negros. Así construimos esa imagen olímpica de nuestra gloriosa historia, de nuestra identidad limpia, pulcra; de nuestra super humanidad humanista, para usar todos los pleonasmos de la jactancia. Esther Cohen devela que la manera más económica de librarnos de nuestros fantasmas, del asedio que montamos sobre nosotros mismos, es poner en otros las fantasías y deseos que no nos permitimos. Para ello cita y comenta grabados y pinturas en los que aparecen judíos lamiendo el trasero de cerdos, brujas copulando en los lugares más insospechados; claros testimonios de ese deseo, de esa ansiedad, de esa desquiciada obsesión que se libera en el momento que puede ser atribuida a alguien extraño.

Este recorrido forma la primera mitad del libro. En la segunda, Esther Cohen muestra que no sólo fue la Inquisición la que marginó a las brujas, sino que los más altos filósofos, como Ficino y Pico della Mirándola, representantes del humanismo, construyeron su imagen de Magus, sus saberes, a partir de trazar una línea para separarse de las hechiceras, a pesar de los evidentes lazos que unían sus prácticas. La crítica que hace Esther Cohen de estas actitudes aparece matizada. Frente a la intolerancia religiosa y racial de la Inquisición, la autora nos muestra a estos filósofos rescatando tradiciones ajenas, como la cábala judía y la cultura pagana del hermetismo. El tan cacareado pluralismo de nuestra sociedad occidental parece una caricatura cuando lo comparamos con la manera en que Pico della Mirandola inicia su famoso Discurso sobre la dignidad del hombre:

He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres venerados, que Abdala el Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo, había respondido que nada veía más espléndido que el hombre. Con esta afirmación coincide aquella famosa de Hermes: ‘Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre’. Sin embargo, al meditar sobre el significado de estas afirmaciones, no me parecieron del todo persuasivas las múltiples razones que son aducidas a propósito de la grandeza humana: que el hombre, familiar de las criaturas superiores y soberano de las inferiores, es el vínculo entre ellas; que por la agudeza de los sentidos, por el poder indagador de la razón y por la luz del intelecto, es intérprete de la naturaleza; que, intermediario entre el tiempo y la eternidad es (como dicen los persas) cópula, y también connubio de todos los seres del mundo y, según testimonio de David, poco inferior a los ángeles.1

En unas cuantas líneas tenemos la apología de árabes, griegos, persas y hebreos. Esther Cohen también recoge la manera en que Ficino percibe agudamente la forma en que nuestro deseo funciona a partir del desdoblamiento.

El amor bestial y también el humano no puede existir jamás sin la indignación ¿Quién no se indignará con aquel que le ha robado su alma? Pues como es grata la libertad, así es odiosa la esclavitud. Y por esto odias y al mismo tiempo amas a los hombres hermosos. Los odias como ladrones y homicidas. Te ves forzado a admirarles y amarles… No puedes estar con aquel que te pierde y te mata, no puedes vivir sin aquél… Tú deseas estar cerca del que con sus llamas te abrasa y deseas unirte a él para, al estar cerca del que te posee, estar unido a ti mismo (Comentario al Banquete, 157).

En esta disección, el deseo aparece claramente bajo la forma de un ambiguo comercio con fantasmas. Estas pequeñas joyas —que Esther Cohen rescata— suscitan el afán de polemizar con ella: ¿Hasta qué punto podemos acusar a estos filósofos de no haber defendido la práctica de las brujas? ¿Hasta qué punto los podemos acusar de haber trazado una clara frontera entre la magia alta natural de ellos y la baja demoniaca de las hechiceras? Esther Cohen no duda en señalar su responsabilidad. Aunque aclara que ellos mismos estaban en la mira de la Inquisición. La acusación me parece merecida pero también suscita mis dudas. No sólo porque hacer una defensa de la brujas hubiera consistido para estos filósofos en un suicido, sino también porque eran parte de un mundo que se organizaba a partir de las categorías alto y bajo. Esto, por supuesto, no quiere decir que no señalemos sus limitaciones, pero creo que la condición es recordar que para nosotros es más fácil y más natural porque habitamos un universo cultural que ya no está organizado de manera jerárquica. A estas objeciones Esther Cohen contesta en forma directa al mostrarnos las decisiones que tomaron otros personajes de la época como Agrippa, quien se convirtiera en el modelo de Fausto. El Magus de Colonia defendió a las brujas y en ningún momento intentó diferenciar sus prácticas de esa magia a la cual acusaban de demoniaca.

En su estudio la autora devela la forma que toman otras obsesiones de la época, entre ellas, por supuesto, la prominente figura del diablo y la obsesión con la sangre. Judíos y brujas utilizan —según las fantasías de la época— la sangre de niños inocentes para sus perversiones sexuales. Mientras los ángeles llenan los cálices con la sangre que brota de las heridas de Cristo, como si fuera leche. Por supuesto la menstruación es parte de esta obsesión. El propio Agrippa aconseja que se utilice como un insecticida, claro que con las debidas precauciones:

La sangre de las menstruaciones tiene tal fuerza como veneno que se dice que agria todos los productos nuevos, tan pronto cae sobre la vid la torna estéril para siempre… Si la mujeres tienen sus menstruaciones sobre las mieses, matan a gusanos, escarabajos, cantáridas, y todo lo malo y lo nocivo; hay que tener cuidado que esto no ocurra a la salida del sol, pues secarían la cosecha… Eso detiene el granizo, los torbellinos y los rayos (Filosofía oculta, 62).

En este párrafo queda plasmado el genio que tuvo la época para encontrar correspondencias y contagios entre los diferentes seres y niveles de la creación. Uno casi podría especular que los torbellinos y rayos que la menstruación provoca son, según Agrippa, la proyección de los cólicos de las mujeres. Con Agrippa la autora termina esta pequeña incisión en la cultura baja y alta del Renacimiento, al recoger las cenizas y la memoria de la brujas, al separar la imagen que nos dieron de ellas los poderosos de la época, y así rendir un pequeño homenaje a estas mujeres.

Referencias
[Agrippa, 1994]
Cornelio E. Agrippa.
Filosofía oculta,
[Ficino, 1984]
Ficino.
Comentario al Banquete,
[Pico Della Mirandola]
Picodella Mirandola, Giovanni, Discurso sobre la dignidad del hombre, <http://www.ciudadseva.com/textos/otros/discurso_sobre_la_dignidad_del_hombre.htm> [10/10/2013].

< http://www.ciudadseva.com/textos/otros/discurso_sobre_la_dignidad_del_hom-bre.htm >.

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