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Vol. 34. Núm. 1.
Páginas 17-38 (enero - junio 2013)
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Vol. 34. Núm. 1.
Páginas 17-38 (enero - junio 2013)
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La tierra prometida de las imágenes
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Mauricio Lissovsky
Universidade Federal do Rio de Janeiro
Juliana Martins
Universidade Federal do Rio de Janeiro Traductores: Luciana de Leone, César González
Elsa R. Brondo
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Desde su invención, la fotografía ha ocupado cada vez más el lugar —necesaria y problemáticamente— del guardián de las imágenes dispares en un mundo desencantado. La fotografía ha monitoreado esta distancia —distancia entre la imagen que verifica y otra que elude, entre la transparencia y la opacidad del mundo—. Por ejemplo, cada vez que esta incluye una foto de otro medio en ella (una pintura o una pantalla de televisión). Cada una de estas imágenes pone en escena un capítulo de la historia de la fotografía del siglo xx. Su última generación de artistas visuales trató de expresar el dolor de su propia virtualización. El primerísimo artista del nuevo milenio redescubrió una promesa latente del cuerpo que se encuentra dentro de cada imagen.

Palabras clave:
teoría de la fotografía
arte visual
fotografía contemporánea
historia de la fotografía

Since its invention, photography has increasingly occupied the place —necessarily and problematically— of the guardian of disparate images in a disenchanted world. It has monitored this distance —the distance between the image that verifies and another that eludes, between the transparency and opacity of the world—, for example, every time it includes a picture from another medium in it (a painting, a TV screen). Each one of these images stages a chapter in the history of photography in the 20th century. Its last generation of visual artists sought to express the pain of their own virtualization. The very first artist of the new millennium rediscovered a latent promise of the body that lies inside every image.

Keywords:
photography theory
visual art
contemporary photography
history of photography
Texto completo

“No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”

jorge luis borges

¿Por cuáles caminos nos podría llevar una nueva “pequeña historia” de la fotografía —una historia que comenzara a escribirse viendo las imágenes que Walter Benjamin nunca vio? Cuando el filósofo escribió su ensayo, en 1931, consideraba que los primeros cien años de la fotografía habían estado marcados por un debate teórico, infructuoso bajo todos los aspectos, una vez que los participantes comulgaban con un concepto de arte “ajeno a cualquier consideración técnica”. A lo largo de sus primeros cien años, y a pesar de su desarrollo acelerado, la fotografía se seguía justificando “ante el mismo tribunal que ella misma había derrumbado”, el tribunal del Arte (Benjamin, “Pequena História da Fotografía”, 92). Banderas como la del “arte por el arte “ intentaban solo proteger al genio “contra el desarrollo de la técnica” (Benjamin, “París, capital del siglo xix”, 135).

La previsión de que el “tribunal del arte” tenía sus días contados ya que subsistía gracias a un aura postiza, rematada en una venta de saldos de las religiones secularizadas, quedó frustrada. Desde la década de 1990, somos testimonio del ingreso de la fotografía en los foros del arte. En gran medida, la misma fotografía tuvo un papel decisivo en lo que vino a llamarse “arte posmoderno”, particularmente en la constitución de este nuevo habitante de los museos y galerías que responde al nombre de “artista visual”. A principios de los años 1990, el historiador y crítico André Rouillé ya sugería que “el devenir-arte” de la fotografía era “inseparable del ocaso histórico de sus usos prácticos”. Es decir, cuanto más “disminuía la eficacia de la fotografía en tanto que instrumento de poder”, más disponible estaba el arte para ella (Rouillé, “Da arte dos fotógrafos”, 304). El crítico y curador francés Régis Durand coincidía en el juicio de que lo artístico de la fotografía era, en gran medida, un efecto colateral o compensatorio de desplazamientos en el “campo de las representaciones”, donde la fotografía perdiera el lugar privilegiado que por algunas décadas había sido suyo: “cada vez que un campo pierde algunas de sus funciones o renuncia a ellas, gana autonomía artística” (Durand, Le Temps de l’image, 19).

¿Qué lugar es este, desde donde la fotografía había sido desplazada? En 1946, el crítico de The Nation, Clement Greenberg, escribió, en su reseña de la exposición de Edward Weston en el MoMA, de Nueva York, que la “fotografía era el más transparente de los medios artísticos”, por eso sería “tan difícil hacer que las fotografías trascendieran su función casi inevitable de documento y actuar como una obra de arte en cuanto tal”. Las dos funciones, sin embargo, no eran “incompatibles”. La fotografía sería el “único arte que todavía podría asumirse naturalista”, alcanzar “su mejor efecto a través del naturalismo”. El único capaz de hacerlo sin caer en la “banalidad” (Greemberg, The Collected essays, 60-61). Cerca de cuarenta años después, el crítico de fotografía del New York Times, Andy Grundberg, escribiría que la “era de la reproductibi-lidad técnica” había dado lugar a la “era de la simulación electrónica”, y comprobaba que los artistas posmodernos “están interesados en la fotografía no como un medio distinto para describir el mundo, sino como una encarnación o metonimia de cómo la cultura se representa a sí misma” (Crisis of the Real, 231-232). En el límite, es como si la fotografía se hubiera sacrificado a sí misma (o lo que imaginariamente fuera) para que llegara a existir un “arte posmoderno”.

Esta seguramente no es la única historia que los últimos cien años (nuestros cien años) nos pueden contar. Hay una historia interna al dispositivo, por ejemplo, en la que la aceptación de la técnica abre una zona de resistencia a lo mecánico y que hace del titubeo el núcleo de la experiencia de subjetivación del fotógrafo moderno. Esa es la historia que se intentó contar en A Máquina de Esperar (Lissovsky, 2008). Pero hay todavía otra, entre tantas posibles, respecto a las relaciones entre imagen y mundo, una historia que de tan larga casi se confunde con una historia de la propia humanidad. Así como no podemos beber agua en la palabra “vaso”, como el esquizofrénico de la anécdota, tampoco las imágenes que formamos a partir del mundo viven constantemente amenazadas por aquellas que emergen de la memoria, del sueño, de la imaginación, del transe, de la posesión. Por eso, si seguimos a Rosalind Krauss, la fotografía contemporánea solo exacerbó la vocación crítica que estuvo siempre inscrita en ella: “un proyecto de deconstrucción en el cual el arte se distancia y se separa de sí mismo” (“A Note on photography”, 24).

De hecho, desde su invención, la fotografía fue ocupando progresivamente el lugar —tan necesario como problemático— de guardiana de la distancia de las imágenes en un mundo desencantado. Un papel que desempeñó hasta finales del siglo pasado, no como un león, sino como una bailarina que se equilibra sobre una cuerda floja estirada de una punta de nuestra conciencia a la otra. Cuidaba esa distancia —distancia entre la imagen que certifica y la que ilusiona, entre la transparencia y la opacidad del mundo— tensionándola, pues no podía parar de recorrerla bajo el riesgo de caer. Una “política de las imágenes” de la cual nos daba testimonio toda vez que colocaba otro “cuadro” en escena: una pintura, una pantalla de cine o de televisión, otra fotografía.

Tal vez por estar atento a esta bailarina, Robert Frank, en los años 1970 —cuando prácticamente ya había abandonado la fotografía en favor del cine— cuelga en una cuerda, contra el horizonte de Nueva Escocia, algunas de sus fotos clásicas (fig. 1). El historiador de arte alemán Hans Belting comprende que este es un gesto de desapego en relación con la unicidad del registro fotográfico, un esfuerzo último para restablecer su lugar en un flujo continuo de recuerdos. “Para mí, la imagen dejó de existir” —diría Frank en la época. Se trataba de trabajar la imagen en el medio, pero contra el dominio del medio (Belting, Antropologiade la Imagen, 291-295). Preservar la imagen de este medio —la fotografía— que ahora insistía en convertirla en cosa. Si el distancia-miento pudiera estar todavía allí, “en el núcleo de la cosa”, escribiría Blanchot, ya no sería “la misma cosa distanciada sino esa cosa como distanciamiento” (O Espaço Literário, 257). No obstante, de las palabras dichas (“words”) y de las imágenes vistas, temía el artista, habrían quedado apenas objetos.

Figura 1.

Robert Frank. Words. Nueva Escocia, 1977

(0.11MB).

Desde su refugio en el helado litoral de Canadá, Frank observaba las grandes transformaciones en el campo de la imagen, suscitadas, en gran medida, por el advenimiento y difusión de los medios electrónicos. Tres fotos clásicas, que se comentan enseguida, nos ayudan a comprender cómo la fotografía del siglo xx condujo su política de las imágenes hasta la escena contemporánea. Testigos de una pequeña historia de las relaciones entre la fotografía y otros modos de ser imagen.

En la fila del pan

El 15 de febrero de 1937, la revista Life, en su página 9, publicó una de las fotos más famosas de Margaret Bourke-White: delante de un anuncio espectacular donde la familia blanca sonriente viaja de vacaciones en su carro, una fila de negros, hombres y mujeres, refugiados de las inundaciones en Louisville (en aquel año, las de los ríos Ohio y Missis-sipi habían producido casi un millón de damnificados) (fig. 2). El texto que le sirve de leyenda enuncia: “La inundación deja a sus víctimas en la fila del pan”. En Life, los fotógrafos eran las estrellas —al punto que los escritores frecuentemente eran los que cargaban las maletas y equipos de los colegas. Se cuenta que, en el caso de Bourke-White, el reportero tenía la obligación adicional de lavar sus ropas. La fotógrafa era conocida por las proezas y riesgos que corría, y por el modo como componía escenas con la misma firmeza con que un director de cine regiría el set de filmación: trabajaba con varios flashes sincronizados; sus asistentes interrumpían el tránsito, si era necesario; y ella no titubeaba en orientar a las personas sobre dónde debían sentarse o para dónde ver. Considerada como la “más famosa reportera fotográfica del mundo”, Bourke-White rivalizaba en fama con actrices de Hollywood y posaba de modelo de compañías aéreas, vinos californianos, teléfonos y cigarros Camel.

Figura 2.

Margaret Bourke-White. Louisville, Kentucky, 1937

(0.25MB).

La fotografía de la inundación en Louisville es de fácil lectura y de gran impacto: exactamente las cualidades que Bourke-White trataba de reunir en sus imágenes. La ironía del contraste entre la famlia blanca motorizada y los negros desprotegidos se acentúa por lo que dice en el anuncio: una faja adornada con estrellas proclama que los Estados Unidos tienen el “más alto patrón de vida del mundo”; y una anotación en letra cursiva proviene directamente de la experiencia de la familia, que afirma que “There’s no way like the American Way”. Sin embargo, ese juego de contrastes no agota la fuerza de esta fotografía: en el momento en que el carro del anuncio es capturado por el flagrante fotógrafo, el vehículo gana velocidad. Y con el auxilio del teleobjetivo acoplado a la cámara Linhof, Bourke-White nos muestra que el accidente es inminente, que los peatones en la fila del pan serán atropellados, y que de ese terrible desastre tal vez escape solo el perrito. La inundación de Louis-ville, esa fotografía nos sugiere, es solo una más entre tantas desgracias por las que pasan los negros de Estados Unidos.

Bourke-White no entendía que las yuxtaposiciones irónicas de sus imágenes resultaran de alguna habilidad constructiva particular. Las ironías ya estaban presentes en el mundo, sostenía, como una especie de retórica espontánea (Tagg, The Disciplinary Frame, 112-113). Los carteles There’s no way… estaban dispersos por las carreteras y eran parte de una campaña publicitaria promovida por la mayor entidad patronal de la industria norteamericana, la nam (National Association of Manufacturers). Su objetivo, según el historiador de la fotografía John Tagg, era solicitar apoyo al “público” contra las leyes de protección al trabajo —que progresivamente se proponían e implantaban en el ámbito del New Deal— y las huelgas de trabajadores organizadas por la American Federation of Labor. A fin de cuentas, como decía el slogan de una campaña patronal anterior: “la prosperidad vive donde reina la armonía” (117-120).

En este momento nos damos cuenta de que la intrincada superposición de imágenes y textos de esta fotografía no se agota en la crítica social. La foto de Bourke-White no trata solo de aprehender lo real que se presenta como tal, sino de poner en escena su confrontación con el imaginario, representado por los personajes del anuncio. En contraste con el cartel, que se revela entonces como un ridículo mercader de ilusiones, la fotografía recobra algo del mundo tridimensional de donde provino. La eficacia del anuncio se hace frágil ante la mera confrontación con la realidad. En el puntual comentario de John Tagg:

El cartel no es nada más que una representación, claramente inadecuada ante la realidad de la “fila del pan”. Esa es la mala fe de la representación: la Representación es tendenciosa, motivada, engañosa. […] Vemos ahora la verdad. La cuidadosa construcción retórica de la imagen nos trajo hasta este punto. La Representación, que parecía estar cuestionada en esta fotografía, solo se cita, entrecomillada en la imagen: lo que permanece fuera de cuales-quier comillas es lo Real mismo (113).

En esta página histórica, Bourke-White y Life celebran la superioridad moral de la fotografía sobre la ilustración. Después de décadas de padecer su complejo de inferioridad ante la pintura, la fotografía documental restregaba la transparencia de su potestad realista sobre los restos insepultos del “pictorialismo”.

Al borde del camino

A fines de la década 1930, el documentalismo comenzaba ya a construir su canon y las revistas ilustradas transformaban a fotógrafos en héroes populares. Segura de sí misma, la fotografía empujaba la ilustración pictórica hacia el fondo de la escena. Como el telón de un teatro callejero, servía ahora solo de contraste para la performance de los verdaderos actores. Poco más de una década después —década, sin embargo, que duró medio siglo, pues abriga la catástrofe de la segunda gran guerra— André Kertész realiza otra de sus naturalezas muertas (fig. 3). La foto no busca aquí el contraste con la pintura, sino que la convierte en uno de sus motivos más característicos. La propia materialidad de la pintura comparece, adornando la pared que sirve de fondo a la frutera en primer plano.

Figura 3.

André Kertész. Naturaleza muerta. Nueva York, 1951

(0.09MB).

La intención de Kertész no es oponer fotografía y pintura —tal como lo había hecho Bourke-White— sino establecer entre ambas un extraño juego de reciprocidades e intercambios. Quien busque interpretar esta imagen a partir de los mismos procedimientos retóricos utilizados por la estrella de Life, podría ver allí la fotografía desencuadrando la pintura. O, inversamente, el fracaso de la fotografía que, a despecho de producir bellas obras, permanecería atávicamente presa al mundo real “fuera del marco”, y, por este motivo, discriminada y subestimada en el campo de las artes.

Pero todo eso es insuficiente. La trama de sentidos montada por Kertész es todavía más compleja que la de Bourke-White. Esta simple naturaleza muerta forma parte del libro On Reading, reunión de fotos de personas leyendo que el fotógrafo realizó a lo largo de muchas décadas. Sí, hay alguien leyendo en esta imagen, pero no fue el dispositivo fotográfico el que lo sorprendió en este estado, sino la propia pintura. Sentada a la sombra de un árbol, la muchacha se deja “sorprender” absorta en la lectura. En tanto que en el caso del atropellamiento de la fila del pan, las temporalidades de la ilustración y de la fotografía convergen hacia un único instante, en la foto de Kertész se confunden: la eternidad de la naturaleza muerta ahora habita la fotografía, en tanto que la pintura absorbe las cualidades de lo instantáneo que interrumpe el curso de una acción. Y, como para volver ese contrabando de temporalidades todavía más complicado, se puede sospechar que las frutas de la naturaleza muerta también estén presentes en el cesto que la joven lectora tiene a su lado. ¿Habrían sido recién recogidas por la muchacha que ahora descansa? ¿O las llevó consigo para prolongar más su paseo?

¿Cuánto tiempo va a perdurar esa condición de fraterno intercambio entre fotografía y pintura, que esa imagen pone en escena? ¿Habrá, de hecho, existido algún día? ¿O solo somos testigos aquí del deseo de un fotógrafo que desde su emigración a Estados Unidos, en 1936, recibía pedidos de revistas de segunda línea, del tipo Casa y Jardín? Cuando compuso esta naturaleza muerta, Kertész ya tenía cinco años sin exponer siquiera una fotografía, y aún tendrían que pasar once años amargos de ostracismo (Steichen lo dejó afuera de The Family of Man). Nunca consiguió aprender bien el inglés y en cierta ocasión un editor criticó sus imágenes por “hablar de más” (Dyer, The Ongoing moment, 27-28). Pero, en contraste con la inundación de Louisville, Naturaleza muerta, 1951 es peculiarmente silenciosa. La fotografía de Bourke-White está repleta de palabras que envilecen todavía más la situación por la que pasan las víctimas de las inundaciones. La de Kertész, a pesar de tematizar la lectura, mantiene ocultas las palabras, transformando cada fotografía de su ensayo en una oportunidad de sumergirnos en esta experiencia de interioridad a la que la literatura suele estar asociada.

En el mundo Life de Bourke-White, las imágenes tal vez fueran capaces de decir todo. Las palabras se volverían ociosas o se transformarían ellas mismas también en imágenes, como les sucede a los decires del anuncio. Sin embargo, tal como Proust, Kertész prefiere volcarse sobre los “libros de antes”. Escogió volver a hojearlos como calendarios de los “días perdidos”, con la esperanza de ver reflejadas en sus páginas “las habitaciones y los lagos que ya no existen” (Proust, Sobre a Lei-tura, 10), pues lo que “las lecturas de infancia dejan en nosotros es la imagen de los lugares y de los días en que las hicimos” (24).

En todos los hogares de Estados Unidos

Mientras que Kertész se refugia en la lectura, un nuevo estado de la imagen penetra, tan avasalladoramente como una creciente del río Ohio, todos los hogares de Estados Unidos: la televisión. Las profundas transformaciones que engendra ya no están confinadas al campo de la imagen, sino que tienen que ver con los propios cuerpos de los espectadores. De eso nos da testimonio la fotografía de Garry Winogrand (fig. 4).

Figura 4.

Garry Winogrand. John F. Kennedy, Convención Nacional Democrática, Los Ángeles, 1960

(0.1MB).

Aquí, el aura de luz en torno del político se confunde con la luz que lo baña para que su propio cuerpo se transforme en ondas electromagnéticas televisivas. Fotografiar el discurso del futuro presidente es también silenciar su habla en pro de su imagen. Es una fotografía doblemente profética. Premonitoria respecto de una campaña que, según los científicos políticos, fue la primera vencida por el carisma mediático de un joven Kennedy contra su rival, Richard Nixon, entonces un representante de la vieja escuela (victimado más por el sudor que por la retórica). Peroes también premonitoria de lo que vendría a ser un cliché académico en las décadas siguientes: la fotografía, el cine y la televisión estaban en vías de transformar el mundo y a todos nosotros en imagen. Daniel J. Boorstin, importante historiador e intelectual norteamericano, que sería por muchos años director de la Biblioteca del Congreso, se quejaba, en 1962 (en un libro llamado The Image or Whatever Happened to the American Dream) que las imágenes se habían mezclado al “sueño americano”: “nos enamoramos de nuestra propia imagen, por las imágenes que creamos, que acabaron por volverse imágenes de nosotros mismos”. Y concluía: “como individuo y como nación, ahora sufrimos de narcisismo social” (apud Stimson, The Pivot of the world, 13).

Al sorprender, en el fondo de la escena, la transformación del político en imagen mediática (los nuevos “dos cuerpos del rey”), la fotografía todavía preserva algo de su estatuto testimonial. Aún dice algo del mundo, sin (supuestamente) hablar de sí misma: revela los bastidores de una acción invisible para quien está presente en la convención y admira la performance del político-cuerpo; y devela, solo a los espectadores de la fotografía, la nueva cara del político-imagen.

En el jardín de las ninfas

El fin de la era moderna y el inicio de lo que algunos llamarían la pos-moderna, que esta fotografía de Winogrand anuncia, señala aquí este gozo narcisista generalizado en el que nos sumergimos y que perdura hasta hoy. No nos admira que, en estas circunstancias, la propia imagen pueda asumir un carácter monumental. Todos nos convertimos un poco en turistas, con la mirada colonizada por imágenes ya vistas, que viaja para ver lo que ya conocemos. Es esto lo que muestra, de manera humorística, el video “Steps” (1987), de Zbig Rybczynski, en el que un grupo de turistas visita el monumento del cine soviético, Acorazado Potemkin, dirigido por Serguei Eisenstein, en 1925, que dispone incluso de un guía cuya misión es explicar la poética del film. En la escena de la escalera de Odessa, los turistas se mezclan con la multitud e igualmente víctimas de la violencia, son dispersados y pisoteados por el ejército zarista.

La nueva monumentalidad de la imagen no es solo un artificio retórico —la hipérbole de sus atributos ontológicos. A lo largo de muchas décadas, la función de mediadora de las relaciones entre imagen y mundo encontró en el libro el lugar privilegiado de realización. Hecha para la página impresa, la fotografía cabía en nuestras manos (propiedad de “miniaturizatión” que Walter Benjamin celebró); la fotografía monumental, ahora destinada a las paredes de las galerías de arte, donde “importa como arte como nunca antes” (Fried, 2008), desplaza el lugar del observador. En la fotografía moderna, la inteligibilidad y, ampliamente, también la fruición de la imagen, demandaban del espectador la movilización imaginaria de la mirada testimonial de quien podría haber estado allí. La contrapartida fenomenológica del “esto fue” barthesiano era el “podría haber sido yo quien accionara el obturador”.

La confluencia de estas dos intuiciones —en rigor, paradójicas— constituyó el núcleo de la experiencia fotográfica del siglo xx. Antes de ser causa de las transformaciones en el campo del observador, la monumentalidad de las fotografías contemporáneas debe tomarse como un índice o síntoma de estas. La libertad de movimientos del espectador delante de la imagen, exaltada por Fried, tiene como contrapartida la disolución de este lugar privilegiado donde el punto de vista espacial y el aspecto temporal se entremezclan uno con el otro. No cabe duda que la fotografía cumplió un papel crucial en la transformación del mundo en imagen, alterando el modo como lo habitamos. Pero algo también sucedió con nosotros. En esta obra de Roberta Dabdab, que Éder Chiodetto incluyó en la exposición Geração 00, todo ya se sabe de antemano: conocemos tanto la situación de fotografiar como la de ser fotografiado al lado de monumentos, pues no es otro el sentido de esta pintura de Monet en las paredes del Museo de L’Orangerie: un monumento que conocemos o que tendríamos que conocer (fig. 5).

Figura 5.

Roberta Dabdab. Mujer fotografía hombre frente a las gigantescas ninfeas de Monet, en el Museo de L’Orangerie.

(0.05MB).

La fotografía se apropia tanto de la plasticidad impresionista —en la que el cuerpo del observador estaba implicado en la aprehensión de una obra que no se resolvía en sí misma— como de la situación museográfi-ca que induce una absorción del visitante en la obra (algo que ya había sido tematizado por Thomas Struth). En la fotografía de Roberta Dabdab no desaparecen solo los límites entre pintura, fotografía y cuerpo. Tampoco se trata ya de alertar sobre el riesgo de preferir nuestra imagen en detrimento de nosotros mismos —como fue hecho a lo largo de las décadas de 1960 y 1970. La pixelización generalizada sugiere ahora que el verdadero riesgo (tal vez, hecho ya consumado), es la desaparición de las distinciones entre imagen y mundo (incluso del problema de estas distinciones). Cuando la artista escribe en la leyenda: “Mujer fotografía hombre frente a las gigantescas ninfas…”, esto remite menos a un fragmento de mundo que a la revelación de que mundo, imagen y esa mujer que retrata (la propia artista) ya habrían habitado un escenario en el que no solo desaparecieron las distinciones como los regímenes de representación, sino del cual desaparecieron también todas las diferencias materiales.

Hoy nos parece que la tensión fundamental, constitutiva de la fotografía y de su cultura, no fue entre verdad y mentira o entre arte y técnica (para mencionar solo los debates clásicos), sino entre imagen y mundo. Desplazada poco a poco del lugar que ocupó por más de 150 años de guardiana problemática de esta distancia-diferencia, el experimentalismo y el hibridismo contemporáneos no solo reflejan los cambios radicales por los que pasa una determinada práctica cultural. Son igualmente alimentados por la intuición de que nuestro destino y el destino de la fotografía están, de alguna manera, vinculados.

Fotografía y cuerpo: destinos entrelazados

La fotografía ocupa hoy un lugar crucial en la reflexión acerca de la visualidad contemporánea. Del famoso debate entre el filósofo francés Jacques Rancière y el iconólogo norteamericano J.T.W. Mitchell, en la Universidad de Columbia, en 2008, se desprende que nuestro destino y el destino de la fotografía están de algún modo entrelazados. En aquella ocasión, Rancière llamaba la atención hacia dos discursos contemporáneos acerca de la imagen, ambos catastróficos. Uno de ellos afirmaba que no hay ya nada real en el mundo, que todo se volvió virtual, un desfile de simulacros e imágenes sin sustancia alguna. El otro sustentaría que son las propias imágenes las que se acabaron, una vez que la imagen supone cierta distancia de la realidad, distancia que nos permite operar las distinciones entre una cosa y otra. Si ya no podemos realizar esta operación, entonces la imagen, como categoría del pensamiento, no existiría más. Para Ranciare, lo que está detrás de estos discursos es la lamentación por la “muerte” de las imágenes pasadas, tanto desde el punto de vista material como simbólico, degradadas y vulgarizadas por la sociedad de consumo de masas (The Future of the image, 21-22). En este sentido, no es por azar que la escena de la pixelización generalizada, puesta en evidencia por Dabdad, ocurra en un museo, institución que se convirtió en la modernidad en “refugio para imágenes que habían perdido su lugar en el mundo” (Belting, Antropología de la Imagen, 77). No obstante, nuestra ansiedad en relación con las imágenes no sería resultado solo de las transformaciones de naturaleza civilizatoria que atravesamos. Mitchell irá a argumentar que, tal como los animales —a los que están ligadas desde tiempos paleontológicos—, las imágenes nos predicen y preceden (“The Future of the image”).

La ansiedad marcó a la última generación de artistas visuales del siglo xx, que vivió en la piel la propia virtualización al tomar para ella misma la tarea de inscribir en la fotografía los dolores de parto de la nueva imagen. En este sentido, la obra de Rosângela Rennó es ejemplar. En un magnífico libro de 2010, fotografías robadas de la Biblioteca Nacional y después recuperadas por la policía, exhiben solo el reverso: y en él las marcas de su desventura (inscripciones, sellos, etiquetas, raspaduras, borraduras) (2005-510117385-5).

Sin embargo, ni el mundo ni la imagen desaparecieron, aunque sus relaciones se estén reconfigurando. La primera generación de fotógrafos brasileños del siglo xxi comienza a disfrutar del olvido del cuerpo de las imágenes. De hecho, las fotografías sacrificaron su cuerpo para que producción y reproducción no fueran ya operaciones materialmente distintas. En las comunidades de imágenes virtuales de internet, las fotografías están ahora tomadas por un “delirio de omnipotencia, una fantasía que encontró en la replicación infinita la justificación autorrefe-rente de su existencia”. En la red que les sirve de hábitat natural y caldo de cultivo, las imágenes-cliché “nos quieren hacer creer que ahora, más que nunca, la reproducción es parte indisociable de su naturaleza” (Lis-sovsky, “Os fotógrafos do futuro”, 25), una vez que su mera exhibición en la pantalla de video de una computadora ya es reproducción en acto.

El olvido del cuerpo de las imágenes fotográficas, sin embargo, tal como se dio con el olvido de la duración con el advenimiento de la fotografía instantánea moderna, provoca un síntoma. Y lo que toma la escena, a veces, es la promesa del cuerpo que siempre estuvo latente en toda imagen. Promesa de la que nos hablan las religiones de la encarnación, en particular el cristianismo. Promesa que la condición moderna de la imagen había oscurecido en nombre de la elaboración de la propia transparencia, y que tuvo su contrapartida en las teorías semióticas y hermenéuticas donde se abstraía un mundo de signos del mundo de los cuerpos (Belting, Antropología de la Imagen, 18-19).

El paradójico encuentro entre los dioses antropomórficos grecorromanos con el dios único e incorpóreo de la tradición judaica dio lugar al icono como resultado cristiano en el que la “desencarnación se convirtió en el sentido de la nueva imagen del cuerpo” (119). Esta imagen-desencarnada-promesa-de-cuerpo tiene su apogeo en los ritos fúnebres de los reyes medievales, descritos por Kantorowicz, en los que la dignidad del cargo, la imagen de la soberanía, busca un nuevo cuerpo para recomponer la integridad del reino y de la autoridad real (Les deux corps du roi,30-38). Esa promesa resurge ahora en el contexto de una tecnología en la que información y soporte se hicieron autónomas una en relación a la otra. La vieja efigie de los reyes parece haberse transformado en estos avatares que operan en la extensión virtual de nosotros mismos como si fueran cuerpos vueltos imagen para “invalidar la diferencia entre una imagen y todo aquello de lo cual es imagen” (Belting, Antropología, 136). Ahora lo percibimos: al olvido del cuerpo de las fotografías corresponde el desvanecimiento del problema de la distancia entre imagen y mundo.

Blanchot escribió que existen dos modalidades de distancia: la distancia que tomamos de las cosas para “mejor disponer de ellas” y la distancia que es “profundidad no viva, indisponible, que se convierte en algo como la potencia soberana y última de las cosas” (O Espaço Literário, 262). Un “utensilio dañado se vuelve su imagen” —observa— “sin desaparecer en su uso, aparece”. Y añade: “Esa apariencia del objeto es la de la semejanza y del reflejo: si se prefiere, su doble”, su cadáver (260). Pero, ¿qué nos sugiere la experiencia contraria? ¿La experiencia de los dobles útiles y disponibles, la experiencia de la sobreposición de las dos modalidades de distancia, del derrumbe de una sobre la otra? Por más de un siglo, la fotografía fue este Atlas que soportaba un cielo de imágenes con los pies firmemente clavados en la tierra de las cosas. No conozco mejor figura de esta condición que la creada por el caricaturista y cineasta francés Cario Rim, en 1930, cuando afirmaba que gracias a la fotografía el ayer se había transformado en un “hoy sin fin”: “Como el hilo que sujeta el globo a la tierra, nuestro sensible aparato nos permite sondear el terreno más difícil, creando un tipo de vértigo particularmente suyo” (“On the snapshot”, 37-38). Ahora, desatadas, incorpóreas, como valquirias digitales, recogen los restos mortales de este fenomenal desmoronamiento. En el crepúsculo de estos restos, en la imagen desencarnada se ve el “reflejo volviéndose señor de la vida reflejada”: se ve el cadáver que “es su propia imagen” (Blanchot, O Espaço Literário, 260). Durante todo el siglo xix, la fotografía fue una poderosa aliada de la agenda iluminista de anexión de lo invisible a los territorios de la visibilidad. Una agenda que pautó la ciencia de los siglos xvii al xix en su lucha incansable contra la oscuridad del mundo, cuyo marco inicial fue la invención del microscopio, y culminó con el registro de las sombras producidas por los rayos X emitidos por un “tubo de Crookes”, en 1895. Sobre la primera de estas radiografías, el inventor Wilhelm Röntgen anotó “fotografía de una mano viva” (fig. 6). La fotografía no transponía así solo los límites de la carne, sino los propios umbrales de la muerte. Nunca dejamos de admirarnos que uno de los dedos de la modelo —la propia esposa del científico, Anna Bertha— se encuentre adornado por un anillo, signo de la vanidad de los vivos y de la fidelidad eterna de las parejas. Al contemplarla por primera vez, dicen, la señora Röntgen exclamó: “¡vi mi muerte!”

Figura 6.

Wilhem K. Röntgen. La mano de la señora Röntgen, 1895

(0.05MB).

En su crítica al apego que la ciencia moderna tiene por las profundidades en detrimento de las superficies, la “falacia” de que las causas son más importantes que los efectos, o, desde un punto de vista filosófico, la creencia en la supremacía del “Ser (verdadero) sobre la (mera) Apariencia”, Hannah Arendt observó, siguiendo teorías morfológicas, que las formas exteriores son “infinitamente variadas y altamente diferenciadas”. Los “órganos internos, a su vez, amenos que estén deformados por una enfermedad o anormalidad peculiar”, son difíciles de distinguir uno del otro: si el interior fuese visible, “todos pareceríamos iguales”.

Y añade: “cualquier cosa que se vea desea ser vista, cualquier cosa que se oiga clama por ser oída, cualquier cosa que se toque se muestra para ser tocada”. Todo lo vivo, por tanto, “urge aparecer”, pero nuestros “prejuicios metafísicos” nos habrían llevado a creer que lo esencial reposa bajo la superficie, esto es, que “la superficie es ‘superficial’” (Life of the Mind, 26-30).

Si todo cuerpo muerto es lo vivo reducido a su imagen, su contrapartida es que toda imagen es vida muerta en busca de un cuerpo. Y desde las entrañas indiferenciadas de la nueva imagen, el deseo de cuerpo que las habita encuentra su expresión más punzante. Expresión que no es ya, como señalaba Hannah Arendt, la de la interioridad “de una idea, de un pensamiento, de una emoción”, sino “expresividad de una apariencia”, que no expresa nada a no ser a sí misma (30). En los Retratos íntimos de Cris Bierrenbach (figs. 7 y 8), el dolor se vuelve un imperativo de la propia imagen. En tanto que en la “fotografía vaciada” de Dabdab, la sustancia inmaterial de lo digital disuelve las distinciones que solo las palabras de la leyenda insisten en preservar; en estos retratos, materia e imagen están en tensión permanente. Tensión de la que ahora ninguna palabra puede dar cuenta.

Figuras 7 y 8.

Cris Bierrenbach. De la serie “Retrato íntimo”, 2003

(0.09MB).

La tijera y la jeringa no cesan de convocar a la carne de la imagen y, simultáneamente, frustrar su encarnación. Ya no es necesario decir, como el Dr. Röntgen, que se trata de la “mano viva” de su esposa, cuya devoción un anillo testimonia. Huesos vivos ya nos son familiares y el metal ya no los envuelve, como un pequeño círculo protector: el metal instiga, perfora. De esta nueva condición de las relaciones de las imágenes entre sí (y de la fotografía con el mundo), Roberta Dabdab hizo anamnesis y Cris Bierrenbach el reporte de autopsia: agotada de tanto decir, vaciada de su magia, la fotografía despojada de palabras reencuentra en el grito lacerante el único modo de dar voz a lo real que subsiste en las entrañas de la realidad. Por intermedio de este grito, el cuerpo retorna como la Tierra prometida de las imágenes.

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