En este artículo se propone una lectura de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño (1998) a partir del análisis de algunos procesos de intempestividad y espectralidad que atraviesan, fisuran y cada vez interrumpen la multiplicidad de relatos de la novela. Concentramos la atención en un gesto, el de la poeta Cesárea Tinajero, uno de los personajes clave del libro, para ver cómo se desprende, de manera genealógica, la investigación bolañiana sobre los márgenes de la historia y sus fantasmas. Cesárea deja el Distrito Federal, deja a los es-tridentistas y a la Revolución mexicana y vuelve al desierto de Sonora. Nos importan los diferenciales de tiempo: los de un gesto pasado que sigue irrumpiendo en un presente que lo narra. Finalmente, se intenta pensar este retorno dialéctico y anacrónico, así como ese desierto, como pre-figuración del lugar donde Bolaño, en su última, póstuma novela (2666) hizo refluir el horror de un siglo entero: santa Teresa, re-inscripción de Ciudad Juárez y de su feminicidio imparable.
In this article we propose a reading of The Savage Detectives by Roberto Bolaño (1998) through the analysis of some processes of untimeliness and spec-trality that cross, fissure and increasingly disrupt the multiplicity of narratives in the novel. We focus attention on a gesture, that of the poet Cesarea Tinajero, one of the book’s key characters, to see how Bolaño’s research on the margins of history and its ghosts develops out of it in genealogical way. Cesarea leaves Distrito Federal, leaves the estridentistas and the Mexican Revolution and returns to the Sonoran Desert. We are interested in differentials of time: those of a past gesture that continues interrupting a present that narrates it. Finally, we attempt to think about this dialectical and anachronistic return, as well as that desert, as a prefiguration of the place where Bolaño, in his last, posthumous novel (2666), made the horror of an entire century reflux: Santa Teresa, re-inscription of Ciudad Juárez and its unstoppable femicide.
Cuando despertaba una voz me ordenaba que me pusiera en movimiento. Rápido, Bolaño, rápido, no hay tiempo que perder. Al llegar sólo encontraba a un viejo detective escarbando en las ruinas humeantes del asalto (Bolaño, Tres, 92).
Al abrir un libro de Roberto Bolaño, el lector se sumerge en esta constelación de figuras: una llamada al movimiento, entre sueño y despertar; una urgencia que desune el tiempo; un detective escarbando entre ruinas; el humo del asalto que nos remite a más voces: a ciertos fantasmas que provocan un pliegue del fragmento y le ordenan recomenzar, como en un eco y un retorno, una re-escritura, como podría ser —arbitrariamente— esta: “Al llegar sólo encontraba a un viejo detective escarbando en las ruinas humeantes del asalto. Cuando despertaba una voz me ordenaba que me pusiera en movimiento. Rápido, Bolaño, no hay tiempo que perder”. En este pliegue, quien vuelve a hablar es el lector, tal vez. U otro personaje. Bolaño: una segunda persona con quien compartir la precipitación del despertar entre ruinas.
Movimiento escritural e inscripción de la lectura configuran así un continuo trabajo de búsqueda y escucha, un rodeo de voces y una pluralización de espejos. Si buscar quizás sea el verbo clave en el escritor chileno, la investigación del detective se hace infinita, puesto que, borgianamente, a cada llegada no encontrará sino a otro detective y más ruinas. Y en un mundo quebrado, en una historia de devastaciones, es esencial que haya más de un detective, asediado por más de un fantasma, para que la búsqueda —común, porque múltiple— no reproduzca el asalto que intenta investigar. La pesquisa intentará no terminar nunca: su valor consiste en partir cada vez de la derrota.
Me interesa intentar desplegar estos procesos a partir de una (famosa y precozmente canonizada) novela de Bolaño: Los detectives salvajes (1998), ya que en su misma forma nos pone frente al constante peligro de reducir las búsquedas a una Búsqueda. Aunque parodiada, la perpetuación de la mayúscula interpela al lector, volviéndolo cada vez cómplice de un cierto fantasma de la reducción de lo heterogéneo, esto es, de una cierta violencia, inherente a lo narrativo y a la búsqueda de una Trama: la que siempre implica olvido.
Lo espectral de lo excluido que regresa: ser obligados a resumir las intrigas del libro, aunque se use el plural, nos pone ya de entrada frente a este retorno; tal vez porque es lo más importante de la novela. Resumamos, pues, con la ayuda de la contraportada de Anagrama: Arturo Belano y Ulises Lima, los detectives salvajes, salen a buscar las huellas de Cesárea Tinajero, la misteriosa escritora desaparecida en México en los años inmediatamente posteriores a la Revolución, y esa búsqueda —el viaje y sus consecuencias— se prolonga durante veinte años, desde 1976 hasta 1996, el tiempo canónico de cualquier errancia. bifurcándose a través de múltiples personajes y continentes.
Es una buena síntesis. Añadamos: la primera y la tercera parte de la novela son entregadas a la voz narrativa y escritural del diario del joven poeta García Madero, cortado en dos por la mano de un investigador implícito. De esta manera, el relato de aprendizaje y des-aprendizaje en el viaje abre y cierra la novela; intenta contener las pesquisas centrales (las de Belano y Lima) dentro de la primera (la de Cesárea) y así parece formar (Bildung), dar forma (paródica) y tal vez originar la explosión narrativa de la segunda parte. En esta, junto con un entrevistador oculto, buscamos a Belano y Lima por cuatro continentes, interpelando a múltiples testigos que toman la palabra haciéndola divagar entre muchas otras historias. Ahora bien, el problema al que nos enfrentamos es que en Bolaño el mismo acto de narrar constituye ya una búsqueda-investigación: una puesta en movimiento, un devenir-detective, un hurgar entre ruinas. Definir a Belano y Lima como los detectives salvajes, excluye a todos los narradores —y son muchos— concentrándose en el objeto de nuestra búsqueda. Y ello, aunque desde el principio quede claro que los dos poetas, fundadores en la década de 1970 de una vanguardia “realvisceralista”, no son sino objetos difuminados, que aparecen y desaparecen de continuo. Es difícil hasta definirlos personajes. Como Cesárea Tinajero en los años veinte, éstos parten, huyen, se fugan de nuestras investigaciones, pero luego vuelven cada vez. Interpelados, retornan, sí, mas retornan como espectros; cuando parecemos por fin encontrarlos, sujetarlos, se petrifican, literalmente: se inmovilizan. Fantasmas, zombis, espantapájaros, robot, extraterrestres, elefantes: así es como aparecen de improviso, viniendo del pasado y del futuro. La petrificación es un espejo y, a un tiempo, una resistencia frente a la —siempre posible— cosificación de la búsqueda, del otro buscado. Reduciendo la novela a la investigación de Belano y Lima (genitivo objetivo) estamos reproduciendo la violencia de la Trama (la de la Historia). Y es inevitable: la novela lo provoca, es una de las experiencias (terribles y críticas) de su lectura; inducir la reducción para que nos asalten nuestras mismas exclusiones: las voces que los narradores dejan resonar.
Lejos de con-centrar las pesquisas, Los detectives salvajes narra en cambio sus continuas interrupciones: el devenir-detectives de una coralidad quebrada de personajes, que asisten al retorno de tramas silenciadas y así, de una manera u otra, las testimonian, calándose en las cesuras de su mismo narrar.
De manera aparentemente contradictoria, me enfocaré, aún sugiriendo sus constelaciones, en una búsqueda: la “primera”, la investigación sobre Cesárea Tinajero y, en particular, en un gesto; para ver cómo de éste se desprende la investigación bolañiana sobre los márgenes de la historia y sus fantasmas. Cesárea deja el Distrito Federal, deja a los estridentistas y vuelve al desierto de Sonora. Me interesan los diferenciales de tiempo: los de un gesto pasado que sigue irrumpiendo en un presente que lo narra. Pensar, luego, este retorno dialéctico y anacrónico y ese desierto como pre-figuración del lugar donde Bolaño, en su última, póstuma novela (2666) hizo refluir el horror de un siglo entero: Santa Teresa, re-inscripción de Ciudad Juárez y de su feminicidio imparable.
2Irrupción anacrónica y acontecer espectralcomo si la realidad, en el interior de aquel cuarto perdido, estuviera torcida, o peor aún, como si alguien, Cesárea, ¿quién si no?, hubiera ladeado la realidad imperceptiblemente, con el lento paso de los días. E incluso cabía una opción peor: que Cesárea hubiera torcido la realidad conscientemente (LDS, 595).
Si los personajes de la segunda parte parecen no querer ocuparse en lo más mínimo de Cesárea Tinajero, la novela se preocupa de insistir en sus reapariciones en el relato de Amadeo Salvatierra, el único que, fragmentado y cada vez diferido, sigue retornando, interrumpiendo la cronología de las entrevistas. La narración del viejo exestridentista —ahora escribano— traza un vector que vincula la primera con la tercera parte, atravesando la segunda (abriéndola y cerrándola): así, el recuerdo de Cesárea, aún quedándose en aquel enero de 1976, mientras el tiempo avanza y la deja atrás, continúa obsesionando al lector, y su imagen se sobrepone a las irrupciones por el mundo de Belano y Lima. Lo que le acontece a Amadeo, mientras intenta narrar a Cesárea como síntoma de una disruptión en la historia del estridentismo (y de la Revolución mexicana), tal vez nos ayude a esclarecer uno de los procesos de intempestividad que afectan a cada uno de los relatos de la novela. Y entonces uno de ellos dijo señor Salvatierra, queríamos hablar de Cesárea Tinajero. Y el otro dijo: y de la revista Caborca. Pinches muchachos. Tenían las mentes y las lenguas intercomunicadas. Uno de ellos podía empezar a hablar y detenerse en mitad de su parlamento y el otro podía proseguir con la frase o con la idea como si la hubiera iniciado él. Y cuando nombraron a Cesárea yo levanté la vista y los miré como si los viera a través de una cortina de gasa, gasa hospitalaria para ser más precisos, y les dije no me llamen señor, muchachos, llámenme Amadeo como mis amigos (LDS, 142).
El re-aparecer desapareciendo de Cesárea, Belano y Lima, desde un margen de alteridad, avía y a la vez desencaja las narraciones. “Llámenme Amadeo” equivale a una defensa inefectiva del tipo: yo soy Amadeo. Es como querer sujetarse al lenguaje para reposicionarse, para reencontrar un presente y un yo, un aquí, justo cuando empiezan a declinar. Se abre una crisis, pues, por el aflorar mismo del discurso: tomar la palabra (como suele decirse), re-activar la memoria (oír nombrar a Cesárea), comporta un peligro de de-subjetivación que se vuelve uno de los motores narrativos de la novela. En efecto, ¿cómo asegurar la posición de un “yo” frente a un “tú” que no sólo se desdobla en una pareja de interconectados sonámbulos, sino que se ve a través de una gasa hospitalaria? Los detectives salvajes, en su repetido movimiento de interpelación, parece jugar con la etimología de la palabra “instancia” (estar encima; de allí: pedir con insistencia): el nombre de Cesárea es evocado y de repente conjurado; empieza ya a apremiar, urge desde el abismo de la memoria, desde la inminencia de una venida, desde lo que Derrida ha descrito como el re-venir del revenant (Derrida, Espectros de Marx…). Habría que leer las digresiones de la novela a la letra, esto es, como un alejamiento, una fuga, un repliegue provocados por una fractura inesperada. Amadeo se encuentra in-sistiendo sobre un fantasma frente a otros fantasmas, se expone a sí mismo también como sobre-viviente. Y es así como se inaugura e interrumpe el relato, bisagra de temporalidades heterogéneas (incluso un poco borrachas, como es obvio): Luego levanté la mano y antes de que me contestaran les serví más mezcal Los Suicidas y luego me senté en el borde del sillón y en las meras nalgas sentí, lo juro, como si me hubiera sentado en el borde de una hoja de afeitar (LDS, 163).
La instancia narrativa es así un límite, un riesgo y un umbral. Tal vez no sea casualidad que el movimiento fundado por Bolaño y el poeta Mario Santiago en los años setenta se llamara infrarrealismo. Entretenerse con espectros, aprendimos de Derrida, comporta una responsabilidad no reductible a un cálculo de estricta localizatión del pasado, puesto que lo que ha sido cada vez vuelve, por última, por primera vez. Los detectives salvajes hace de esta experiencia una pluralidad de relaciones disyuntivas, de retornos que piden narración, a los que se les promete narración, que no se logran narrar. La entrevista al viejo poeta de vanguardia redobla este esfuerzo, repercute esta cesura. La que leemos es, en efecto, una meta-entrevista: interrogamos a Amadeo sobre la conversación que tuvo con Belano y Lima, presumiblemente poco antes de la huida con la que acaba la primera parte. El lector detective (o el entrevistador al que él se sobrepone) repite el lugar de escucha de los dos poetas: se desliza detrás de la gasa; así como Belano y Lima reiteran la condición espectral de Cesárea. Aquí está, dije, mi vida y de paso lo único que queda de la vida de Cesárea Tinajero. Y entonces ellos, en vez de lanzarse avorazados sobre el archivador a revolver entre los papeles, aquí está lo curioso, señores, se mantuvieron impertérritos y me preguntaron si escribía cartas de amor. De todo, muchachos, les dije dejando el archivador en el suelo (LDS, 201).
A lo largo de la novela estaremos esperando el único poema de Cesárea. Amadeo lo conserva; por fin lo encuentra. No obstante, “lo curioso” es que a Belano y Lima parece interesarles más el ahora y el aquí de quien relatará el tiempo al revés. El aplazamiento de la novela no es un simple dispositivo de suspenso irónico; es el motor digresivo que exhibe una manera de leer (o de des-leer). La desviación de la revelación del poema de Cesárea, de su desencanto jocoso respecto a la trayectoria del estridentismo (“¿decepcionante, no?”, LDS, 375), es una manera para montarlo, re-leerlo en el presente de escribano de Amadeo, así como en el de la subjetividad post-estatal de los realvisceralistas que lo entrevistan. Así, hacer irrumpir la vanguardia estridentista en los años setenta —frente a una generación que asiste a la caída de las revoluciones latinoamericanas de liberación nacional, sin casi haber tenido tiempo de participar en sus proyectos, aunque sí de experimentar, como Bolaño, su duelo improviso— significa re-leer y renarrar una fisura en el pasado que a su vez disgrega un presente ya desajustado: en el olvido al que los mismos (muy ex) estridentistas tienen a Cesárea y Amadeo se entrevé una genealogía crítica de exclusión y sucesiva desaparición, un límite deconstructivo que asedia y agrieta lo que tanto obsesionaba a Bolaño (y a Belano y Lima), esto es, la colusión y complicidad de la ciudad letrada con el poder y con el proyecto de Estado-nación.
Me parece productivo relacionar estos movimientos con el trabajo de Didi-Huberman sobre el anacronismo de las imágenes, puesto que permite pensar, vía Walter Benjamin, temporalidades discontinuas a partir de un montaje figurai. Según Didi-Huberman, en efecto, la imagen “como concepto operatorio y no como simple soporte de la iconografía” (Ante el tiempo…, 71) impone a la historia la consideración, epistemológicamente disruptiva, de un tiempo múltiple, revertido, no lineal: heterogéneo. Sobredeterminación de tiempos, cristalización compleja de una “polirritmia” que siempre queda por reactivar, la imagen pide un trabajo dialéctico desde la disposición de un presente que asiste a su retorno: “ante una imagen —tan reciente, tan contemporánea como sea—, el pasado no cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen solo deviene pensable en una construcción de la memoria, cuando no de la obsesión” (32). La repetición obsesiva, pulsante de la anacronía en la imagen y desde el ahora que la dialectiza, es condición de una nueva constelación espuria entre un más-que-pasado excedente y un masque-presente discordante: “un choque, un desgarramiento del velo, una irrupción o aparición del tiempo” (43). El anacronismo despliega aquí una arqueología de lo imaginario, que hace surgir en el mismo proceso histórico la experiencia clave de lo Unheimlich del que escribió Freud: extraña familiaridad del pasado, algo que rehuye la simbolización y, removido, vuelve como espectro, no amenazando con una diferencia distintiva y, por lo mismo, apaciguadora —la de un sujeto frente a un otro localizado, o la de un presente más o menos estable frente a un pasado separado y distanciado— sino poniéndose en tanto interrupción de la identidad a sí del sujeto y del tiempo, como el suplemento de cualquier identificación o sujeción identificadora, algo que sobra, que desborda, no se fija, rompe la representación y se abre a una condición de inminencia.
Horacio Legrás, entre otros, ha reflexionado sobre una fractura en la idea misma de la literatura latinoamericana como dispositivo de (supuesta) universalidad que pretende traducir unas singularidades intratables, mientras el “origen” de la realidad histórica irrumpe como una falla y desajusta las formas de simbolización que intentan cubrirla, haciendo que esas mismas formas de intraducibilidad se vuelvan su principal sujeto. Legrás rediscute estos procesos a partir de un marco postcolonial, en el momento en que la literatura como institución moderna de poder social se encuentra en la inevitable condición de traducir una realidad ajena en una forma (la novela, por ejemplo) que no le pertenece: In a post-colonial context, the fissure that separates work from origin [lived reality] is never closed, and its existence is so notorious that it often ends up as the subject of the world. Here lies the explanation for the fact that all essential concepts of Latin American cultural criticism […] underline, with different intonations, the fissured self of Latin American culture as its ineluctable condition of possibility (Literature and subjection…, 6).
La literatura se encontrará luego estructuralmente implicada, desde las independencias, en los proyectos para elaborar la esencia de lo nacional en los Estados latinoamericanos, mediante un concepto de cultura que traduzca y a la vez co-opte a las formas populares y subalternas. Desde entonces, la ideología de la traducibilidad de la experiencia, “the transparent translation of any location” (8), como forma privilegiada de imperialismo epistemológico, ha resistido, según Legrás, a todos los ataques desmistificadores del siglo, mientras que a cada movimiento de sujeción a la representación corresponde una resistencia de lo Real (en sentido lacaniano) que la fisura.
Son estas resistencias impresentables las que en Bolaño se agitan de continuo, en el marco de un sabotaje crítico de la imbricación entre literatura, marginalidad y dispositivos de traducción. Volvamos a —o avancemos hacia— la imagen del cuarto de Cesárea. La pobreza y el abandono de la calle Rubén Darío se le derrumbaron encima como una amenaza de muerte. […] El cuarto era la prueba feroz de la distancia casi insalvable que mediaba entre ella y su amiga. Cuando le preguntó a Cesárea para qué necesitaba un cuchillo, ésta le contestó que estaba amenazada de muerte y luego se rió, una risa, recuerda la maestra, que traspasó las paredes del cuarto y las escaleras de la casa hasta llegar a la calle, en donde murió. En ese momento a la maestra le pareció que caía sobre la calle Rubén Darío un silencio repentino, perfectamente tramado, el volumen de las radios bajó, el parloteo de los vivos se apagó de pronto y sólo quedó la voz de Cesárea (LDS, 595-596).
Lo que pasa frente a Cesárea, lo que se paraliza y desplaza es un síntoma que se repite —aunque de manera singular— casi en cada relato frente a Belano y Lima. Como si los dos detectives siguieran infestados por ella. Algo empieza a no funcionar: el relato, las pre-comprensiones, lo real, la representación, el sujeto: la lectura. Algo se inclina, amenaza, algo interrumpe la traducción —sólo queda la risa, la voz, el murmullo. Amadeo no pudo ver a Cesárea en su cuarto de Santa Teresa; sin embargo, es esta risa la que aflorará descomponiendo sus presentes (el del recuerdo y el de la narración). Es por esto que, irónicamente, se define a sí mismo como una Casandra del pasado: “y así como hay mujeres que ven el futuro, yo veo el pasado” (LDS, 242). ¿Qué significará este ver el pasado, sino abrirlo a una inminencia en el ahora disjunto, extraño y familiar, repetido y diferente, promesa de futuro?
Me interesa así proponer una relectura de las tramas de Bolaño a partir de un montaje figurai, así como lo sugiere Didi-Huberman, y re-actualizar también las importantes reflexiones de Auerbach sobre la exégesis de la figura medieval. Fundamental se vuelve, en este sentido, la emergencia sintomática de unas imágenes que interrumpen esa misma traducción de la que habla Legrás: “Lo que la imagen-síntoma interrumpe”, escribe Didi-Huberman, “no es otra cosa que el curso normal de la representación” (Ante el tiempo…, 63). Y luego el montaje, como poética de la memoria: “es decir, […] una organización impura, […] —no científic[a]— del saber” (59). Lo que la novela nos invita a hacer es poner en relación, acercar, trazar estelas o de repente separar, oponer, operar un montaje de tales eventos críticos e intempestivos, construir una constelación figurai para que cada evento no se concluya o cierre en el otro, sino que siga abierto, en estado de inminencia. Si hablo de figura, a través de Auerbach, queda claro que no se tratará ya de una plenitud y definitividad teológica, sino del espacio para re-pensar críticamente las historias que se enredan en las novelas de Bolaño a partir de lo que les falta, por lo que ha caído y, en ruina, sigue llamando para su reactivación en un presente urgente. Las figuras que se (des)encuentran lo hacen en el lugar mismo de la inyunción que le viene a cada una de una alteridad irreductible: la relación disyuntiva —una fisura relacional— imbrica entre sí dos o más momentos infestados, ladeados, entre los cuales la memoria se configura como montaje de la experiencia de un pasado por venir”.1
Al principio de la segunda parte de la novela, Fabio Ernesto Logia-como relata su encuentro con unos poetas realviscerales en ocasión de una entrevista que le piden para una prestigiosa revista: “El tema: la salud de la nueva poesía latinoamericana. Buen tema” (LDS, 150). Algo, empero, empieza otra vez a no funcionar, desde el principio, desde que el relato comienza a re-elaborar lo que vendría después, desde que azarosamente Fabio Ernesto gana el premio Casa de las Américas tras no haber participado aquel año, desde que narra cómo el jurado del premio excluyó de su libro un poema sobre Cohn Bendit, en razón de las afirmaciones críticas de éste sobre la revolución cubana. En fin, hasta que el paseo empieza a abrir abismos y lo fantasmal vuelve en una frase que a su vez regresará en la novela, pronunciada por otra voz: “Y me pasó una cosa curiosa con estos pibes, o con el café con leche que me invitaron, yo les notaba algo raro, como si estuvieran allí y al mismo tiempo no estuvieran” (151). Algo falta, algo sobra y exhibe su no-funcionamiento, su imposible compleción: “Yo era un experto en poetas jóvenes y allí ocurría algo raro, faltaba algo, la simpatía, la viril comunión en unos ideales, la franqueza que preside todo acercamientos entre poetas latinoamericanos” (151). A cada parodia de narrativas irreflexivas como esta, a cada guiño crítico hacia ideas infisuradas,2 la novela abre a la vez un espacio de peligro, un riesgo de descenso infernal, abismal, una alucinación suspensiva pero anamnésica; el resto que siempre se produce, entre des-figuración y re-figuración: La literatura no es inocente, eso lo sé yo desde que tenía quince años. […] Y entonces el paseo […] se convirtió en una especie de paseo por los extramuros del Infierno. Los tres íbamos callados, como si nos hubiéramos quedado mudos, pero nuestros cuerpos se movían como al compás de algo, como si algo nos moviera por ese territorio ignoto y nos hiciera bailar, un paseo sincopado y silencioso, si se me permite la expresión, y entonces tuve una alucinación, no la primera de ese día, ciertamente, no la última: el parque por el que íbamos se abrió a una especie de lago y el lago se abrió a una especie de cascada y la cascada formó un río que fluía por una especie de cementerio […]. Y entonces yo pensé una de dos: o me estoy volviendo loco, cosa difícil porque siempre he tenido la cabeza bien puesta, o estos fulanos me han drogado (LDS, 151-152).
Es esta —y múltiples otras, proliferando y rediscutiéndose en su singularidad— la imagen de la grieta que se abre entre los relatos y casi en todos ellos. Cesárea re-aparece aquí como otra figura de lo fracturado, pues es en estas fisuras por donde irrumpe la memoria, por donde emerge intempestiva la historia, la memoria de la historia como catástrofe, y pide narración; es la condición de (im)posibilidad de lo narrativo: allí donde se bloquea la representación, la imagen amenaza, no traduce, no graba ya el descenso hacia ese cementerio olvidado desde donde se desprenden murmullos, desplazando a cada relato.
En 2666 algo parecido a lo que pre-siente la maestra en el cuarto de Cesárea —algo ominoso que no llega a concretarse, como con Ernes-to — le sigue pasando a los cuatro críticos literarios que han llegado a Santa Teresa. En el medio de una suspensión generalizada del sentido de real, un profesor chileno de filosofía, Óscar Amalfitano, les explica algo respecto a la relación de los intelectuales mexicanos con el poder. Lo hace en forma de alegoría, jugando con el mito de la caverna de Platón reactualizado a la época de la sociedad del espectáculo. La mayoría son, dice, empleados del Estado. Una vez más se tratará de una lógica de traducción y representación, y de sus fallas: Con su enorme cohorte de escritores más bien inútiles, el Estado hace algo. ¿Qué? Exorciza demonios, cambia o al menos intenta influir en el tiempo mexicano. Añade capas de cal a un hoyo que nadie sabe si existe o no existe. […] Lo cierto es que tu sombra se pierde y tú, momentáneamente, la olvidas. Y así llegas, sin sombra, a una especie de escenario y te pones a traducir o a reinterpretar o a cantar la realidad. El escenario propiamente dicho es un proscenio y al fondo del proscenio hay un tubo enorme, algo así como una mina o la entrada a una mina de proporciones gigantescas. Digamos que es una caverna. Pero también podemos decir que es una mina. De la boca de la mina salen ruidos ininteligibles. Onomatopeyas, fonemas furibundos o seductores o seductoramente furibundos o bien puede que sólo murmullos y susurros y gemidos. Lo cierto es que nadie ve, lo que se dice ver, la entrada de la mina. […] Ellos sólo escuchan los ruidos que salen del fondo de la mina. Y los traducen o reinterpretan o recrean. Su trabajo, cae por su peso decirlo, es pobrísimo. […] Dicen pío pío, guau guau, miau miau, porque son incapaces de imaginar un animal de proporciones colosales o la ausencia de ese animal (Bolaño, 2666, 161-163).
La confianza de los aparatos de poder es así en la (dis)capacidad de lo literario para exorcizar demonios, traducir (más bien pobremente) y así silenciar, neutralizar o transfigurar los rugidos de la bestia que, presente-ausente, sigue alimentándose. “No entiendo nada de lo que has dicho”, le responde la crítica inglesa Liz Norton a Amalfitano. De alguna manera llegará a comprenderlo. Exorcizar demonios, por parte del Estado, equivale a propiciar su continuo retorno, significa mantenerlos, reproducirlos. Habría que pensar esta bestia en la “economía” de 2666, en su re-mapeo de la geo-política mundial y del agujero-mina donde las historias (y la Historia) confluyen: la frontera norte-sur (Santa Teresa que re-figura Ciudad Juárez) donde el capitalismo neo-liberal y, supuestamente, post-industrial maquila y aniquila lo subalterno —la masa de las excluidas que lo sustentan—. La crítica que se mueve es clara y en extremo compleja: la intelectualidad es neutralizada, se vuelve impotente, cuando no ideológicamente cómplice con el horror continuamente repetido del feminicidio de Santa Teresa, allí donde el Estado se diluye en un estado de excepción que nutre a aquella bestia, la cual a la vez trasciende sus fronteras. El trabajo de traducción falla, pero es al mismo tiempo instrumental, re-presentativo de las exclusiones que reproduce.
Quiero pensar en Cesárea como ya pre-figurando el “desarrollo” —en sentido narrativo e, irónicamente, socio-económico— de la frontera sonorense. Una vez más: se tratará de traducciones fisuradas, de su sabotaje y de la resistencia a la representación de los márgenes excluidos (en doble genitivo). El recorrido de Cesárea —y de la novela, en la autorreflexión de su trama “primera”— es un volver a las raíces populares del movimiento revolucionario y al mismo tiempo una pre-figuración de uno de los espacios donde la institucionalización autoritaria de la Revolución irá a acabar. Si la “translation remains a concern for the peripheral writer, the kernel of his/her intellectual function” (Legras, Literature and subjection…, 9), el silencio, la risa, la distorsión de lo “real” de Cesárea, así como su abandono de la literatura, configuran una resistencia a los dispositivos de traducción (co-optación, interpelación o represión) de tal heterogeneidad social excluida. La historia de Cesárea no sólo vuelve a desunir el presente deíctico y policrónico de Amadeo: su imagen de los años veinte desplaza la narrativa en formación de lo nacional, disgrega la tendencia ruinosa de la pos-revolución mexicana, introduce un contratiempo, un destiempo que a su vez es re-narrado por Amadeo y re-interpretado, re-actualizado anacrónicamente por Belano y Lima (y por la novela) como historia rememorante anti-hegemónica. “The project of translating difference”, en Bolaño, me parece apuntar a la que Legras define como “a final possibility of cross-cultural translation: a resistance to translation strong enough to make the translation machine break down” (Literature and subjection…, 9).
3La modernidad silenciada: estrategias de marginalidadque sólo escucho los murmullos de los fantasmas de la corte de Lilian Serpas y que no sé, una vez más, si estoy en el 68 o en el 74 o en el 80 o si de una vez por todas me estoy aproximando como la sombra de un barco naufragado al dichoso año 2000 que no veré. R. Bolaño,Amuleto veo el pasado de México y veo la espalda de esta mujer que se aleja de mi sueño, y le digo ¿adónde vas, Cesárea?, ¿adónde vas, Cesárea Tinajero? R. Bolaño, Losdetectives salvajes
La novela actúa de manera performativa y múltiple respecto a las tradiciones —más o menos silenciadas— y al campo literario en el que interviene. Si el aspecto más evidente de la operación de Bolaño es el rescate, casi la reexhumación (fantasmal) del estridentismo (en el doble tiempo de la publicación de la novela y de los años setenta de Belano y Lima), aquí me interesa ver cómo Cesárea y Amadeo provocan también un desplazamiento respecto al estridentismo. Oswaldo Zavala ha notado, de manera productiva, que antes de la publicación de Los detectives salvajes, novelas de dos autores, Jorge Volpi y Pedro Ángel Palou, de lo que más tarde se autodenominará Crack, ficcionalizan a “dos personajes clave […] del grupo Contemporáneos: Jorge Cuesta y Xavier Vi-Uaurrutia, respectivamente. […] El caso de Bolaño, por su parte, opera de forma análoga pero con resultados opuestos: lo que en Volpi y Palou pretende establecer una correspondencia deliberada con la tradición cosmopolita, en Bolaño se convierte en metáfora de la marginalidad y la autoexclusión” (Zavala, “Los detectives salvajes y…”, 210). En esta observación podemos leer el doble desplazamiento bolañiano: por un lado, reactivar y ficcionalizar el estridentismo, ponerse del lado de la derrota, del margen silenciado y no, esto es, en contra, no tanto de los Contemporáneos, como de su consagración (así como de la de quienes recogen su tradición dominante). Por otro lado —sin volver a caer en el binarismo que opuso cosmopolitismo y nacionalismo, sino con una actitud genealógica—, operar una crítica a los estridentistas a partir también, según creo, de algo que se desprende de aquel debate (la “profecía autoexcluyente de la que, por lo visto, [los estridentistas] no logra[n] reponerse” (Escalante, Elevación y caída del estridentismo, 39). Si hablo de genealogía es por la intervención bolañiana en la historia que se desprende de sus novelas, esto es, por su atención para re-interpretarla insertándose en los intersticios, haciendo emerger las discontinuidades y los abismos que narrativas continuas y progresivas siguen ocultando. Así, de la misma manera como nos la re-actualizó Foucault, a través de Nietzsche, la operación genealógica de Bolaño sería de este tipo: allí donde parecía haber verdad, estabilidad, identidad de un juicio histórico supuestamente objetivo, definitivo, naturalizado —la expulsión de los estridentistas canonizada por la tradición dominante—, se desocultan la “exterioridad del accidente” (Foucault, “Nietzsche, la genealogía…”, 13) y las luchas en el campo literario de las que resultó aquella damnatio memoriae. Esto significa, como es obvio, que la novela no busca tanto re-posicionar a los estridentistas en el canon, sino volver a aquella intemperie “originaria”, re-insertarse en las interrupciones de esa historia, para hacer emerger la voluntad de poder y las relaciones de fuerza en los dispositivos literarios, así como sus repercusiones sociales y políticas.
“El problema para un crítico que intente valorar el estridentismo”, escribe Evodio Escalante, “es que éste se encontrará, de algún modo, en la intemperie, en una suerte de submundo discursivo, arrinconado en un solipsismo involuntario, ya que tendrá que arreglárselas por sí mismo sin contar con el respaldo de la fuerza autovalidatoria que genera una tradición” (Escalante, Elevación y caída, 24). A Bolaño siempre le encantó enfrentarse con tales submundos. Como escritor, pero sobre todo como lector, buscaba encontrarse “a la intemperie / de todas las estéticas” (Maples Arce apud Schneider, El estridentismo…, 191), y así desmistificar la auto-legitimación de la tradición, oponerse a las inercias reiterativas del canon, crearse borgianamente sus precursores (Zavala). En este caso: interrumpir esa “inusitada continuidad discursiva” (Escalante, Elevación y caída del estridentismo, 13) que prolonga hacia el presente —y en los mismos términos— los juicios terminantes de los Contemporáneos sobre el estridentismo. En los años setenta, antes de partir para Europa, Bolaño entrevistó a tres estridentistas para la revista Plural: “En el año 7todo el mundo daba por muerto a los estridentistas, nadie sabía de su existencia. […] Un movimiento de vanguardia, pero muy identificado con los primeros años de la Revolución Mexicana, desde el origen turbulento del pri. Y escribí de ello” (García-Huidobro, apud Muñoz Casallas, Los detectives salvajes y el problema del sujeto…, 76). Es la misma investigación político-literaria que están conduciendo Belano y Lima en la novela. “Resucitar” de su muerte al estridentismo, aunque señalar sus contradicciones (la referencia al origen del pri no es casual): aprender no solo y no tanto de Manuel Maples Arce, su líder, sino sobre todo de Cesárea y de Amadeo, dos marginales en el mismo movimiento olvidado. Hay que tener mucho cuidado en analizar la estrategia bolañiana: si Maples está presente con su nombre anagráfico, y hasta como una de las voces interpeladas en la parte central, Amadeo y Cesárea, a partir de sus nombres, son personajes (semi) Accionales que introducen posiciones críticas, desplazamientos de la mirada.
Mucho antes de mostrarnos la revista de Cesárea, sacada del mismo archivador, Amadeo nos obliga a la desviación por la hoja Actual n.l, que, firmada sólo por Maples y colgada en las calles de la ciudad de México, dio inicio al movimiento estridentista. La selección de Bola-ño en su novela es clara. Se rescata, al citarlo, el acto vanguardista que en el manifiesto se expresa en gesto transitorio, más que en ansia de perdurar o de establecerse.3 Y Amadeo nos lee también un fragmento, el que importa subrayar, de la declaración anti-institucional: “Exito a todos los poetas, pintores y escultores jóvenes de México, a los que aún no han sido maleados por el oro prebendarlo de los sinecurismos gobiernistas, a los que aún no se han corrompido con los mezquinos elogios de la crítica oficial y con los aplausos de un público soez y concupiscente” (LDS, 227). Sin embargo, es ya desde aquí que empieza la crítica indirecta, irónica del “éxito” estridentista (conservando también otro de los significados etimológicos de la palabra, el de fin, de final). Entre tantas palabras del “pico de Oro” —Manuel—, Amadeo se centra en una sola, es una palabra en particular la que ya no puede entender. Por ejemplo: exito, debe querer decir convoco, llamo, exhorto, hasta conmino, a ver, busquemos en el diccionario. No. Sólo aparece éxito. En fin, puede que exista, puede que no. Incluso, uno nunca sabe, puede que fuera una errata y que donde dice exito deba decir exijo, lo cual sería muy propio de Manuel, digo, del Manuel que yo entonces conocí. […] Pero me estoy yendo por las ramas (226-227).
En efecto, exitar no aparece en ningún vocabulario de esa Academia de la Lengua que los estridentistas pretendían sabotear. La ingenuidad de Amadeo encubre una ironía que se desplegará a lo largo de todo el relato sobre los estridentistas. La falta de acento en la capitular del manifiesto, lo engaña: la palabra cuyo sentido Amadeo ya no conoce es precisamente “éxito”. Una vez más, el irse por las ramas de los personajes provoca el divertimiento polémico y central de la novela. Entre el exijo del líder vanguardista y la tachadura del éxito por parte del escribano se abre un abismo.
Este abismo hay que localizarlo, y a partir del presente desde el que se re-narran los orígenes revolucionarios del Estado mexicano y uno de sus proyectos literarios de nación. El “éxito” de Amadeo habla claro. Paródicamente, la ciudad letrada se re-profesionaliza hacia un margen de escritura que desborda en lo popular: Estridentópolis resurge en la Plaza Santo Domingo, heterotopia anacrónica respecto a las ficciones de la “modernización” mexicana. Y no se trata del mencionado “páramo cultural” de Sonora, de la provincia marginal, sino del corazón mismo de la capital. La señal de una sociedad en parte analfabeta y en su mayoría excluida se junta con el negocio de la falsificación. El Estado-Nación y su narrativa desarrollista es, una vez más, fisurado: en la Plaza Santo Domingo todavía hoy es posible, en un día o poco más, obtener licencias comerciales o volverse doctores, ingenieros, abogados. “Yo me gano la vida escribiendo, muchachos, les dije, en este país de la chingada Octavio Paz y yo somos los únicos que nos ganamos la vida de esamanera” (LDS, 200). Hay que relacionar, pues, al licenciado Maples Arce con el escribano Amadeo y con la maestra y obrera Cesárea, así como lo hace Bolaño, con su peculiar y corrosiva ironía. En su tropología del viaje, siempre alegórica, Bolaño opone tres desplazamientos, inscribiendo el pasado en el presente: la Plaza Santo Domingo y el viaje de la memoria de Amadeo, el del “barco de guerra perdido en la boca del río de la historia” (299); Sonora y el por-venir de Cesárea; el viaje a Francia del diplomático y olvidadizo Maples, la parodia de la justicia: “Pensé en Manuel y pensé en París, que no conozco pero que alguna vez he visitado en sueños, y pensé que ese viaje nos justificaba y a su manera un tanto misteriosa, no es albur, nos hacía justicia” (356-357).
Y así, después del homenaje al manifiesto y al “directorio de vanguardia” que lo cierra, el momento principal que relata Bolaño, por conducto de Amadeo, es el del (breve) reconocimiento del estridentismo, el del amparo gubernamental. El de Xalapa, que irónicamente se vuelve Estridentópolis, bajo el mecenazgo del general y gobernador Heriberto Jara (1924-1928), quien en la novela se vuelve Diego Carvajal, “el protector de las artes de mi tiempo”, “aunque no sabía una mierda de literatura, ésa es la verdad” (298; 272). La operación bolañiana interviene en dos puntos clave. Por un lado, narrativiza de manera clara el juicio de Sánchez Prado: “El estridentismo fue una muestra de la manera en la cual un campo literario en formación logra dar cabida a expresiones literarias que lo socavan, pero cuya integración en la institucionalidad resulta ser la bomba de tiempo que, en última instancia, destruye y desautoriza la potencial radicalidad de sus propuestas” (Sánchez Prado, Naciones intelectuales…, 59). Por el otro, lleva la bomba de tiempo hasta los años setenta y a su por-venir catastrófico. Hay que señalar así la estilización del virilismo estridentista y revolucionario en la novela, para que la decisión de Cesárea de dejar el Distrito Federal, y la vanguardia (la poesía) adquiera su potencialidad disruptiva (alegórica y siniestra).
Las contradicciones estridentistas se hacen evidentes cuando, en la famosa polémica de 1925, desde el “cosmopoliticemos” del primer manifiesto, se deslizarán hacia el frente de los nacionalistas, esto es, de los “virilistas”, al lado de instancias claramente conservadoras. Y la estrategia tiende, además, a la neta formación y tentativa de exclusión violenta del enemigo, los Contemporáneos. En contra de éstos, como es sabido, el “anti-gobiernista” Maples Arce, ya diputado federal, será luego protagonista y promotor, en los años treinta, del comité de Salud Pública, que tenía entre sus objetivos expulsar y vedar los cargos públicos a artistas y literatos homosexuales. No es necesario hipotizar que Bolaño conociera a fondo estas polémicas. Es fácil, sin embargo, entrever en el “retrato de cuerpo entero” del general y de los estridentistas no sólo una parodia de la institucionalización de la vanguardia, sino también una genealogía del falocentrismo revolucionario. La “prosa incendiaria y atrabancada” de Maples, que según Amadeo estaba llena de palabras que “ponían cachondos” “a generales de la Revolución, a hombres bragados que habían visto morir y que habían matado” (LDS, 217), no puede no recordarnos otra afirmación del primer manifiesto estridentista: “Sólo los eunucos no estarán con nosotros”; así como los versos publicados tres años después en el gran poema Urbe (1924): “Los asalta-braguetas literarios / nada comprenderán / de esta nueva belleza / sudorosa del siglo”. El virilismo estridentista releído por Bolaño de manera anacrónica es destinado a re-traducir, más bien pobremente, los rugidos que vienen de aquella mina, sus murmullos y gemidos.
De tal manera que el principio de in-estabilidad de Cesárea, su desapego silencioso, su insumisión al poder y a la autoridad (“había que conocer a Cesárea para darse cuenta de que nunca en su vida iba a poder tener un jefe ni un trabajo de esos llamados estables”, LDS, 354), condensan en su gesto un compromiso otro. Precisamente porque me parece cierto que Bolaño aúna y relaciona el fracaso de las vanguardias (la estridentista y la neo-realvisceralista de Belano y Lima), expandiendo sus referencias y abarcando “el gesto fallido de todos los proyectos de la modernidad” (Zavala, “Los detectives salvajes y…”, 215), considero apresurada la ecuación que delinea Zavala entre la (supuesta) poética del primer realvisceralismo (el de Cesárea) y el estridentismo. Tal identificación, que se llevaría a cabo, según el crítico mexicano, “en su totalidad”, me parece de-potenciar la posición marginal y resistente de Cesárea, y sobre todo su decisión irruptiva (deconstructiva). Es cierto, como nota Zavala, que Bolaño parece reconstruir en su novela el horizonte de expectativa del estridentismo; no obstante, disolviendo la diferencia de Cesárea dentro del movimiento, se perdería el anacronismo que ella deja irrumpir en aquel horizonte, desestabilizándolo. Cesárea se aleja del estridentismo en su momento de auge, no en el de su derrota, esto es muy importante considerarlo. Cesárea no es concordante con su tiempo, su decisión es intempestiva, abre otro tiempo, desune el actualismo estridentista, rompe cualquier proyección eucrónica. Cesárea se burla ya, pre-ve, se aleja, suspende el gesto (fallido) de las narrativas modernistas (o modernizadoras). Suspende también el curso de la Revolución. Así, la escena clave de la despedida entre Amadeo y Cesárea, lejos de plantear una cercanía o una identificación entre realvisceralismo y estridentismo, señala en cambio su incorregible distancia: ¿Pero por qué, Cesárea, le dije? ¿No te das cuenta que si te marchas ahora vas a tirar por la borda tu carrera literaria? ¿Tienes idea de la clase de páramo cultural que es Sonora? […] Preguntas que uno hace, muchachos, cuando no sabe realmente qué decir. Y Cesárea me miró mientras caminábamos y dijo que aquí ya no tenía nada. ¿Te has vuelto loca?, le dije. ¿Te has trastornado, Cesárea? Aquí tienes tu trabajo, tienes tus amigos […]. Tú nos ayudarás a construir Estridentópolis, Cesárea, le dije. Y entonces ella se sonrió, como si le estuviera contando un chiste muy bueno pero que ya conocía y dijo que hacía una semana había dejado el trabajo y que además ella nunca había sido estridentista sino real visceralista. Y yo también, dije o grité, todos los mexicanos somos más real visceralis-tas que estridentistas, pero qué importa, el estridentismo y el realismo visceral son sólo dos máscaras para llegar a donde de verdad queremos llegar. ¿Y adonde queremos llegar?, dijo ella. A la modernidad, Cesárea, le dije, a la pinche modernidad. […] después nos pusimos a hablar de política, que era un tema que a Cesárea le gustaba aunque cada vez menos, como si la política y ella hubieran enloquecido juntas, tenía ideas raras al respecto, decía, por ejemplo, que la Revolución Mexicana iba a llegar en el siglo XXII, un disparate incapaz de proporcionarle consuelo a nadie, ¿verdad? (LDS, 460-461).
¿Podemos equivocar el desapego, las risas, la negación que Cesárea opone a la modernidad agitada por el poeta-escribano —quizá porque no sabe realmente qué decir? Y, por otro lado: ¿cómo definir al realvisceralismo?, ¿quiénes son sus miembros? De los poetas incluidos en la revista Caborca, su “organo oficial, como quien dice”, por supuesto ninguno de los publicados es parte del movimiento, solo Cesárea (quizás Amadeo, el escribano). Un movimiento de vanguardia formado solo por su fundadora: ¿no es esta la suprema ironía de un movimiento inexistente? El realvisceralismo de los veinte, modelo para Belano y Lima, es una escisión jocosa del estridentismo, una crítica incontestada, que reúne a estridentistas y Contemporáneos en la misma revista, para cerrarla con el dibujo estilizado de su naufragio.
La modernidad, la carrera literaria, Estridentópolis: un chiste muy bueno pero ya conocido. “Yo creo”, dijo una vez Bolaño, “que el escritor debe tender hacia la irresponsabilidad, nunca hacia la respetabilidad”.4 La irresponsabilidad es una no-respuesta, una línea de fuga de la interpelación. La decisión irresponsable, esto es, indecidible de Cesárea desajusta y suspende la responsabilidad estridentista: moderna. Es la interpelación de los aparatos ideológicos que venían constituyéndose alrededor del Estado en formación la que Cesárea decide no aceptar, ni simple y reactivamente rechazar: la desplaza, en cambio, hacia una responsabilidad otra, infinitamente más compleja, impropia. La ley del progreso revolucionario pide sujetos que se comprometan a adoptar una u otra “máscara” para seguir su curso (“enloquecido”, añade Amadeo). Cesárea se queda atrás. Retorna al norte de los caudillos revolucionarios, al norte abandonando por ellos. Se ex-propia (de lo que nunca poseyó: “aquí no tengo nada”). Así, su decisión intempestiva no es algo que se pueda heredar, en el sentido de una apropiación, puesto que se trata de un proceso de-subjetivador (como las herencias realmente activas): Cesárea deja de contestar, como muchos personajes de Bolaño (así Belano y, radicalmente, Lima) quienes para no responderle al círculo hermenéutico de la respetabilidad de los escritores, a veces hasta dejan de escribir. Se vuelven fantasmas, y traicionan los dispositivos de traducción, los interrumpen.
Me gustaría relacionar todo esto con la entrevista que Bolaño le hizo a List Arzubide: lo que pasó con nosotros es lo que ha pasado con la Revolución mexicana en todos sus aspectos. Después nos dispersamos, Maples ya no se ocupa del movimiento, absolutamente […]. Él sí los dio por liquidados. Maples había escrito una vez: “Nuestra locura no está en el presupues-to”, pero lo cierto es que cuando entró en el presupuesto se le acabó la locura también (Bolaño, “Tres estridentistas”, 59).
Lo que pasa con los estridentistas es lo que pasa con la Revolución. El viaje de Cesárea lo prefigura. No se trata de forzar lecturas, sino de atreverse a trazar constelaciones, así como lo hizo Bolaño y de manera anacrónica: la Revolución mexicana, nos parece decir en sus dos obras, si las leemos juntas, termina en Santa Teresa / Ciudad Juárez. Después de las luchas sangrientas entre caudillos populistas, se institucionaliza y sigue defendiendo, desde el principio, la modernización desigual del sistema capitalista mexicano, aunque con una estrategia de concertación de clase maniobrada por el Estado, mismo que se refuerza y da “vida”, de hecho, a otra dictadura. La traición del movimiento popular y de una posible revolución social es evidente: estructuras de dominación, racismo clasista, represión, violencias y exclusión de género; todo el sistema opresivo se centraliza otra vez y queda intacto.
Lo moderno revelará, así, alegórica y brutalmente, una de sus “verdaderas” caras reificadoras en aquel desierto, ese al que Cesárea se dirige y cuya inminencia pre-figurante actúa en el texto y entre textos, apuntando a la última novela monstre de Bolaño. Es una pasión de justicia la que mueve la urgencia de Cesárea hacia el desplazamiento y torsión de las posiciones estridentistas, es la afección de una alteridad que desgarra cualquier mismidad, cualquier cálculo. Una pasión desub-jetivadora y resistente a la vez. Escribe Derrida: El instante de la decisión es una locura, dice Kierkegaard. Es cierto, en particular con respecto al momento de la decisión justa que debe desgarrar el tiempo y desafiar las dialécticas. Es una locura. Una locura, ya que tal decisión es a la vez sobreactiva y padecida, encierra algo de pasivo, por no decir de inconsciente, como si el que decide fuera libre sólo si se dejara afectar por su propia decisión y como si ésta le viniera de otro (Derrida, Fuerza de ley, 61).
Revertir el curso enloquecido de la Revolución, desplazar sus teleologías —sin consolaciones—, volver a su límite: al discurso de la modernidad —a sus diferentes máscaras— Cesárea opone los espacios subalternos de una frontera todavía abandonada a sí misma. Sabemos que al salir de la capital trabaja de maestra (quizá durante el programa de escuelas comunitarias de Cárdenas), piensa en planes de alfabetización, lo deja, trabaja en la primera fábrica de conservas de Santa Teresa. Aquí los espacios empiezan a abrir las figuraciones de 2666: Cesárea vive en “la calle Rubén Darío”, “colonia del extrarradio y que para una mujer sola resultaba peligroso o poco recomendable”, suburbio que “por entonces era como la cloaca adonde iban a dar todos los desechos de Santa Teresa. Había un par de pulquerías en las cuales, al menos una vez a la semana, se producía un altercado con sangre; los cuartos de las vecindades estaban ocupados por obreros sin empleo o por campesinos recién emigrados a la ciudad; la mayoría de los niños estaban sin escolarizar” (LDS, 595). El habitar estos espacios significa vivir otra revolución: la del abandono de la frontera, hasta su englobamiento en dinámicas capitalistas posnacionales (el Programa Industrial Fronterizo; luego: el Plan Maquiladora). Cesárea sigue este movimiento catastrófico a contrapelo: retorna al pasado, así como los realvisceralistas después de ella y con el fantasma de ella; retorna a un margen enterrado, a una alteridad radical. Amadeo: “si no llega a ser por Manuel que le consiguió el trabajo con mi general, la pobre Cesárea se hubiera visto obligada a peregrinar por los subterráneos más siniestros del DF” (354). Cesárea reconoce su deuda hacia esos subterráneos. En Santa Teresa empezará a dibujar planos de la fábrica en la que trabaja, con confusas anotaciones al lado, como en un ejercicio de reconocimiento. Se inscriben en esos mapas las minas, las maquiladoras, la continua reificación del trabajo, la aparente pacificación que se convierte en ritual social reproduciendo sus políticas de exclusión. Cesárea sigue distorsionando tales sucesiones rectilíneas e imagina los tiempos que “iban a venir”, “allá por el año 2.600” (596): en sus planos parece leer profecías, desde el pasado y el futuro, en los signos de la historia, en las huellas de las relaciones de dominación, misma que, detrás del ritual, “establece marcas, graba recuerdos en las cosas e incluso en los cuerpos; se hace contabilizadora de deudas” (Foucault, “Nietzsche, la genealogía…”, 17). El “por-venir pasado” de Cesárea, su fracaso, adviene así como ruina, como inscripción futura, como ahora desajustado y como urgencia. Lo escribió muy bien Sebastián Figueroa a propósito de la protagonista de Amuleto —novela breve de Bolaño— y de su “profecía” (la misma y otra, cada vez volviendo, obsesionando): En la potencia de la presentificación del pasado, Auxilio dota a su discurso de una capacidad profética que neutraliza el progreso como temporalidad vulgar de la narración y la determina como melancolía del futuro. Por esta razón, su profecía central es el cementerio de 2666, cifra terrible que, situada en el futuro, cierra la historia del progreso en torno a su ruina y convierte todo en ahora” (Figueroa, “Retorno e inminencia”, 76).
Es en este ahora, lector de criptografías de catástrofe, donde se abre, en los intersticios, en la irredimibilidad del tiempo, el espacio de un por-venir otro, quizá de justicia: “La justicia está por venir, tiene que venir, es por-venir, despliega la dimensión misma de acontecimientos que están irreductiblemente por venir” (Derrida, El fundamento místico…, 63). La novela volverá a narrar: en la dimensión deíctica que trae otra vez a Cesárea, después de su asesinato en el desierto, que la hace regresar, continuamente, y como ella y con ella, la singularidad de las otras que otra vez volverán, pues “el porvenir sólo puede ser de los fantasmas. Y el pasado” (Derrida, Espectros de Marx…, 50).
En un ensayo sobre “La parte de Fate” de 2666, José Ramón Ruisánchez Serra sugiere una lectura figurai de su complejidad narrativa. Fate tiene que re-comenzar de unos ahora en movimiento, en estado de crisis, para decidir de manera retrospectiva de la multicausalidad de su historia y sus acciones. Las causas no se encuentran, sino que son el afecto producido por el acto de leer —anacrónicamente— la re-irrupción del pasado en el presente. Sugerencia preciosa: anacrónica será la multiplicidad, el montaje de tiempos que se deciden re-narrar en una condición de indecidibilidad y, por esto, de responsabilidad (pensar en la retrospectividad de las causas, queda claro, es toda otra cosa que un ingenuo causalismo). Después de citar un fragmento clave de Auerbach, escribe el crítico mexicano: “me interesa el hecho de activar la alegoría —la alegoría que atraviesa de parte a parte la narrativa de Bolaño, como ese deseo en sentido lacaniano, de pura circulación entorno a un objeto que no se logra— como un hecho que necesariamente modifica la naturaleza del pasado y del futuro” (“Fate o la inminencia”, 395). Le debo mucho a sus reflexiones, pues; no obstante, quiero darle créditos a Achille Castaldo, quien me introdujo por primera vez en una lectura figurai a propósito de Bolaño, en diálogos personales y en su breve reseña italiana de 2666 (cfr. Castaldo, “Letture estreme: en Twilight e 2666”).
Experto en poesía joven podría equivaler a experto en mercadotecnias institucionales; la viril comunión en unos ideales se concretará más tarde cuando Fabio Ernesto, ya perfectamente integrado en el campo literario mexicano, formará parte de la delegación oficial de poetas —no sólo jóvenes, todos hombres— en viaje hacia la Nicaragua sandinista.