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Inicio Acta Poética Los Sonetos a la Virgen, de Octavio G. Barreda. La irreverencia disfrazada
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Vol. 35. Núm. 2.
Páginas 237-244 (julio - diciembre 2014)
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Los Sonetos a la Virgen, de Octavio G. Barreda. La irreverencia disfrazada
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María de Lourdes Franco Bagnouls
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Octavio G. Barreda es una figura injustificadamente soslayada por el canon mexicano, e incluso por la historiografía literaria. Bastarían para avalar su merecido lugar en el panorama de nuestras letras las dos magnas empresas que llevó a cabo en las décadas de los treinta y cuarenta: las revistas Letras de México y El Hijo Pródigo.1 Concebidas en momentos trascendentales para la historia del mundo, ambas cumplieron en su momento tareas fundamentales para orientar y dirigir el pensamiento intelectual del país por los rumbos de la libertad irrestricta y del humanismo, tanto durante el conflicto bélico en España, como durante la Segunda Guerra Mundial.

Pero además de exitoso editor, Octavio G. Barreda fue un inteligente hombre de letras: agudo, perspicaz, irónico hasta la sátira, que volcó en ensayos, cuentos y poemas ese ingenio que lo caracterizó entre sus contemporáneos, los Contemporáneos.

Como cuentista destaca una pieza publicada originalmente en la colección “Lunes” de los hermanos González Casanova y reproducida después en sus Obras (Barreda, Obras: Poesía. Narrativa. Ensayo) y en la antología de Christopher Domínguez Michael sobre cuento mexicano. Se trata de “El Dr. Fu-Chang-Li”, muestra perfecta de narrativa fantástica donde el rejuego entre la realidad y la fantasía sirven a Barreda para ejemplificar aquello que mejor sabe hacer: conducir al lector por los meandros más intrincados de su inteligencia excepcional a manera de un compromiso con la Esfinge. Toda su obra se caracteriza por esta dialéctica de claroscuros dirigida a la dilucidación de un enigma.

Como poeta publicó una pequeña plaquette: Sonetos a la Virgen, en Ediciones Hipocampo, México, 1937, y hasta donde sabemos cuatro poemas in dependientes publicados en la revista Taller Poético y en Rueca,2 el primero en junio de 1938 en Taller Poético y los siguientes en el otoño de 1944 en la revista Rueca. El poema publicado en Taller Poético sigue la misma línea de los Sonetos a la Virgen, diferente, el tema coincide puntualmente con el conjunto de los seis sonetos que constituyeron el volumen de 1937. Por razones de espacio aquí sólo nos ocuparemos de la plaquette de 1937.

Una primera lectura de los Sonetos a la Virgen remite a cuatro fuentes que servirían de abrevadero rico a la elección del tema. En primer término, los dos epígrafes que acompañan a la edición de las seis piezas poéticas, uno de san Juan, iii, 4, donde Nicodemo cuestiona: “¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? Y si ¿puede entrar otra vez en el vientre de su madre y nacer?” La respuesta de Jesús a este cuestionamiento tiene que ver con el bautismo y lógicamente con el agua purificadora que lava del pecado.

Y otro de Sendivogius, químico y alquimista polaco nacido cerca de Cracovia, autor de la obra Novum Lumen Chymicum, de 1604 donde se afirma —de acuerdo con el epígrafe— que es el agua materia eternamente madre y virgen.

Estos epígrafes, por su misma naturaleza, ofrecen de los textos una ambigua posibilidad de lectura: una mística y otra alquímica. Si bien los sonetos sugieren una dinámica erótica con la Virgen que involucra más lo carnal que lo espiritual, también es verdad que si se piensa en el camino rector de los epígrafes, esta virginidad estaría relacionada con el agua y su poder curativo transformador y renovador. Por ejemplo: en el último terceto del soneto I: “aquí en mis yemas, Virgen, en el centro / de este tronco, vaso corrompido, / ataúd por tu carne florecido” (Obras, 55) la orientación mística es clara, la carne de la Virgen, tocada por las manos pecadoras, redime a través del contacto carnal y salva de la muerte. El primer verso del soneto iii: “Aquel yodado mar de tu mirada” (57) se inclina por la segunda opción alquímica sin que se observe, por otra parte, que exista incompatibilidad entre ambas visiones ya que una y otra se complementan de manera perfecta.

Por otro lado la presencia de Baudelaire y de Ramón López Velarde puede abonar puntos interesantes en cuanto al origen fundacional de estos textos. El soneto de Charles Baudelaire: “Que diras-tu ce soir, pauvre âme solitaire” marca en el segundo de sus tercetos la filiación del autor de Las flores del mal con el libro de Barreda: “Parfois il parle et dit: ‘Je suis belle, et j’ Ordonne / que pour l’amour de moi vous n’aimiez que le beau / Je suis l’Ange gardien, la Muse et la Madone’” (Obra completa en poesía, 117). Donde la Virgen se convierte en tema poético de salvación.

Con respecto a Ramón López Velarde y la influencia que su poesía haya podido tener en la visión erótico-mística de Octavio Barreda, es importante mencionar que ya desde la juventud, Octavio y sus amigos de la revista San-Ev-Ank entraron en contacto amistoso con el poeta de Jerez por haber aquéllos publicado un poema satírico haciendo una parodia de un texto del autor de la “Suave Patria”.3Es así que está plenamente documentada la lectura de López Velarde por la generación de Barreda. A pesar de que el autor de “Los guantes negros” nunca intentó sino tímidamente un poema cercano a la mística, sí tiene atisbos que pudieran derivar en una lectura donde lo religioso adquiriera tonos místicos, sobre todo, en él se da el principio de entablar la relación mística no con Dios, sino con un elemento femenino; no es el alma la poseída por Dios, sino el varón, como tal, quien posee: “Tú me tienes comprado en alma y cuerpo” dice el poeta en “La patrona de mi pueblo” refiriéndose a la Virgen en La sangre devota (Obras, 119) o en el poema “Idolatría” de Zozobra, donde apunta: “Idolatría / de los bustos eróticos y místicos / y los netos perfiles cabalísticos” (163), poema en el que se fusionan ya el elemento humano y el divino en simbiosis inseparable. “La Ascensión y la Asunción” del libro El son del corazón es quizá el ejemplo más claro de estos ensayos lopezvelardeanos en el camino de la mística, por ello se impone la amplia cita: “Dios que me ve que sin mujer no atino / ni en lo pequeño ni en lo grande, diome / de ángel guardián un ángel femenino”. “Su corazón de niebla y teología, / abrochado a mi rojo corazón, / traslada, en una música estelar, / el Sacramento de la Eucaristía” (199). En este texto, los vínculos del poeta con el plano humano se rompen y se entrega a plenitud a esta otra veta del erotismo que conjuga los intereses tanto humanos como divinos.

En los seis Sonetos a la Virgen existe, como en la poesía mística, un sensualismo agudo. Las alusiones a la posible unión carnal con la Virgen acusan un profundo erotismo al tiempo que una negación rotunda del amor humano y del pecado, que se traduce como heridas mortales en la carne corrompida. Cabrían en la cuarta clasificación que de la poesía mística hace Hatzfeld, es decir:

La poesía casi mística que utiliza conocimientos ajenos sobre experiencias místicas para componer poemas empáticos, manieristas, una poesía que desde el punto de vista de la forma raya a veces muy alto, pero que carece de símbolos verdaderamente originales, pues no siente la auténtica necesidad de crearlos o, mejor dicho, de descubrirlos (Estudios literarios sobre mística española, 16).

Creo que en parte, los sonetos de Barreda se corresponderían con esta definición, sin embargo, como veremos más adelante, el escritor se vale de la estructura mística para perseguir otros fines tan sorprendentes como inusitados.

En el soneto i los dos primeros cuartetos son precisamente una negación del amor humano; ambos cuartetos preparan el camino hacia los dos tercetos donde se proclama el amor de María. El último verso del segundo terceto, al aludir directamente a la “carne” de la Virgen: “Ataúd por tu carne florecido”, hace explícita la vía de salvación, totalmente desvinculada del espíritu y concentrada en la carnalidad de la relación, lo que de entrada contraviene los principios de la unión mística, donde si bien existe una fuerte carga erótica, ésta se da en los términos de una sublimación de los sentidos.

John White lo explica claramente: en los estados de arrobo místico: “el ser se hace desinteresado, el ego parece sólo una ilusión y termina el juego del ego” (“Prólogo”, 10), condición que desde luego no se cumple en los sonetos barredianos porque si algo prevalece en ellos es el ego del sujeto que dirige la intención amorosa hacia el objetivo mariano. Este último verso del primero de los sonetos que venimos citando: “Ataúd por tu carne florecido” prepara la entrada a la carnalidad absoluta del siguiente poema a pesar de que el segundo verso del segundo cuarteto rompa con la intención general del mismo que sugiere en sus inicios un acto de penetración clara: “Llega mi barca, Virgen, y golpea / tu dulce arena”, roto por la explicación que, encerrada entre dos guiones gira totalmente el sentido: “—mi arrepentimiento—” (56) mas, de inmediato el soneto vuelve a deambular por la ruta del amor carnal; el climax se va alcanzando a partir de la exaltación del recorrido por las zonas erógenas marianas: “Tu carne, mi lengua, tu carne tierna... / Llego a tu vientre, tu nácar, al oro / a la concha, la rosa entre tu pierna” (56). En cuanto a la composición, este soneto es atípico ya que está formado por tres cuartetos y un pareado final.

Este soneto es el que acusa un mayor grado de erotismo, puesto que es en él donde se centra el proceso unitivo que comenzó con la renunciación al pecado del primero de los sonetos y que, en un proceso místico puro, correspondería a la vía purgativa. A diferencia de san Juan, que al salir el alma en busca de la experiencia mística tenía ya su casa sosegada, en los Sonetos a la Virgen de Barreda hay una lucha simultánea y constante entre la carnalidad humana y la unión divina, de manera tal que el placer de la vía unitiva está limitado por la falta de sublimación de los sentidos. En consecuencia, la paz se alcanza relativamente sólo en el último terceto del sexto soneto. El hombre que posee a una divinidad eminentemente pasiva se impone; el miembro viril identificado con el arrepentimiento embiste con fuerza, posee, pero al final, la paz no se consigue. La culminación del acto en estos poemas es doloroso: “Mas tu brea, por siempre, Madre nuestra / quemándome la carne poro a poro” (56), donde el deseo no satisfecho es la constante.

El tercer soneto habla de una sanación hecha por la Virgen, a manera de milagro, de la carne corrompida del poeta a causa del pecado. La viuda de Octavio G. Barreda, la señora Carmen Marín —hermana de Lupe Marín— me confesó en alguna ocasión que estos Sonetos a la Virgen surgieron a raíz de la convalecencia del autor de los estragos de una enfermedad venérea; sin embargo, aunque este poema apuntaría en tal sentido, no podemos sino apegarnos al texto mismo. En efecto, el exaltado soneto iii habla de la curación de la carne gracias a la intercesión milagrosa de la Virgen.

En este tercer texto vale la pena detenerse en el primer cuarteto: “Aquel yodado mar de tu mirada / sanó la llaga vieja entre la vena / aquel tranquilo soplo en la carena / huyendo lacia al pie de tu morada” (57). Nos detendremos especialmente en la palabra “carena”. De acuerdo con el drae, el primer significado de la palabra corresponde a la parte sumergida del casco de un buque, lo cual está en concordancia con los otros elementos marinos presentes; sin embargo, el último significado de la palabra “carena” se orienta más hacia el sentido purgativo de este primer cuarteto; de acuerdo con el diccionario, “carena” es también la penitencia hecha por espacio de cuarenta días ayunando a pan y agua.

Este soneto habla de la redención lograda a través del acto de unión realizado en el soneto anterior; el hombre, ya sereno, reconoce la transformación que su carne enferma ha sufrido pero el fuego sigue ahí presente, a la espera de un nuevo fuego.

El cuarto de los sonetos da marcha atrás en el juego erótico al asumir una verdad humana irrefutable: “No podemos oírla ni tocarla / ni atarla a nuestros muslos temblorosos” (58).

El quinto soneto alude a la presencia del número cabalístico por excelencia, el número tres, y sus implicaciones múltiples: para Aristóteles significaría el principio, el medio y el fin, el Ternario abarca los tres mundos existentes: el elemental, el celeste y el intelectual. La trigonometría es la ciencia del triángulo, también la Santísima Trinidad está formada por tres elementos: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; los reyes que visitaron al niño Jesús también eran tres, todas las cosas que existen están divididas en tres reinos: mineral, vegetal y animal, los tres estados de la materia son sólido, líquido y gaseoso, en fin, que la presencia del número tres rige el orden del universo.

El quinto soneto es claramente un texto purgativo; el primer cuarteto habla de la acción ejercida sobre la carne a manera de penitencia. La curación sólo es posible a partir de tres lágrimas vertidas por la “Madre ensangrentada” (59), imagen que sugiere lo mismo una violación que una inmolación sacrificial, sin que la primera imagen no pueda ser perfectamente compatible con la segunda.

Finalmente, el soneto vi narra cómo el cuerpo, desasido de la memoria, sana y puede ascender al plano espiritual donde “flota” sobre la Virgen Madre. El último verso resulta desconcertante por el cambio brusco de registro llamando “Hija” a la Virgen y no “Madre”, acaso usurpando el papel de un dios que vuelve al punto de partida reiniciando de nuevo todo el proceso: “Sobre tu carne, ¡oh Hija!, abierta en rosa” (60), en una dinámica de círculos concéntricos que van de la divinidad a la madre y de ahí al sujeto que se salva —el hijo— a través de la posesión erótica del cuerpo materno: los términos agua-carne confunden sus esencias en un juego místico-erótico-alquímico cuyo propósito central no es en primera instancia la salvación del alma, sino la curación del cuerpo, enfermo de pecado. Confortado por los fluidos virginales, el cuerpo sana sus heridas y puede entonces ascender por la vía del espíritu a los planos superiores, lo que hace de los seis sonetos un proceso circular y oscilante que lucha por sublimar el deseo sin conseguirlo y por liberar al alma —sin conseguirlo tampoco del todo—, que se debate pertinaz en la oscuridad de los abyectos designios de la carne sumida en la gangrena del pecado.

Si partimos de la definición de Hatzfeld sobre misticismo en la que afirma que las sensaciones de contacto con Dios “no se dan en los sentidos, sino en la scintilla animae, en ‘el espíritu del alma’” (Estudios literarios sobre mística española, 13), habría que descalificar, de entrada, los poemas de Octavio G. Barreda como pertenecientes a la tradición mística. Aunque no podemos soslayar que sí poseen ciertos atisbos que los vinculan con dicha tradición. Los Sonetos a la Virgen poseen, por ejemplo “estados de rapto”, entendidos como momentos de emoción extrema, cito: “Oh Virgen, otra vez, la carne en cera / temblando agradecida entre tu fuego / Oh Madre, oh Madre, eternamente, amén!” (57); o aquello que Roger W. Wescott denomina “transpersonalidad”, esto es: “sentimiento de certeza de que el ser iluminado era eterno o, al menos, que constituía una parte de algo mucho más duradero que cualquier ego aislado o cualquier cuerpo individual” (“Estados de conciencia”, 50). Cito: “Después, delicia! Ahogada la memoria / otra vez hacia arriba, hacia las olas / mas ahora el cuerpo intacto y sin historia” (soneto vi) (Barreda, Obras, 60). También existe la transfiguración que es la transformación de la realidad en algo hermoso: cito: “Aquella carne mía escalofriada / cobijándose al hueso ya en gangrena / de nuevo florecido en azucena / por tu mano, Señora, inmaculada” (57).

Hasta aquí podemos afirmar que si bien el proceso emprendido por el autor no es auténticamente místico, sí contiene elementos que lo vinculan a la mística, pero ésta es una nueva falacia, ya que lo más definitivo y contundente está todavía por venir. El cuarto soneto, que también es atípico porque está formado por un terceto, una estrofa de siete versos y un cuarteto final, encierra, precisamente en este cuarteto final una verdad arrolladora, que echa por tierra toda la construcción precedente, cito: “Ni eso; ni como antes, acariciarla / en imagen con labios sediciosos / ni alzarle ya los velos angustiosos /ya mitad de sus rosas lacerarla” (58). Este último cuarteto muestra escondido entre el edificio seudomístico que conforma la totalidad de laplaquette, un sacrilegio: el poeta ha poseído a la Virgen en imagen, es decir, ha incurrido en una profanación. No sólo ha violado metafóricamente a la Virgen, sino que ha agredido a una representación mariana negando con ello, primero, el carácter poético espiritual de la experiencia, segundo, el fin último de la redención. Esta nueva lectura obliga a buscar la intencionalidad de los Sonetos a la Virgen de Octavio G. Barreda en otros registros. Tiene que ver con afanes de ruptura, acaso los mismos que casi tres décadas después llevara al cine Luis Buñuel con Viridiana. Se trata, desde luego, de una actitud transgresora asociada con los principios básicos del surrealismo, entendido como un movimiento estético orientado hacia la transformación del arte —especialmente el arte poético—, a partir de la desvinculación de éste de la lógica establecida. La propuesta fundamental de Breton es la del ejercicio de la rebeldía, especialmente frente a aquellas ataduras ejercidas en contra de la imaginación y del libre actuar cercano a la locura; dice Breton: “En realidad las alucinaciones, las visiones, no son una fuente de placer despreciable. La sensualidad más culta goza con ellas” (Manifiestos del surrealismo, 17). Ante la desmoralización de la primera posguerra son precisamente las expresiones grotescas e impúdicas, asociadas a la locura, las únicas capaces de conmover las estructuras instituidas y las que logren reivindicar la pureza artística cercana al estado de gracia de la primera infancia. Por ello, el instinto en su forma más primitiva sería un buen inicio rector de las acciones humanas.

El Edipo freudiano entra entonces en juego en estos sonetos de Octavio G. Barreda que sugieren, desde esta perspectiva, más que una lectura mística, una orientación demencial de los sentidos volcados hacia ese primigenio elemento generador de vida: el Agua, en su personificación de Madre Universal engendradora, rectora y salvadora del mundo. El círculo se cierra; el hijo cumple más que un deseo: él es parte de la madre, esa parte que suple la castración original de la mujer. La metáfora se completa: la posesión integra significado y significante en una sola entidad. Las relaciones con los fantasmas primigenios se satisfacen; el hombre, realizado a plenitud a través de esta violación de la figura femenina original, resuelve su conflicto de identidad. La fantasía erótica de la relación con la Virgen devuelve al hombre su condición demiúrgica y lo eleva a la altura de los dioses; ha dejado de ser un desterrado; ha logrado completar el círculo fundamental y ha triunfado así sobre la muerte.

Referencias
[Barreda, 1985]
Octavio G. Barreda.
Obras: Poesía. Narrativa. Ensayo, recopilación, edición, introducción, notas e índices de María de Lourdes Franco Bagnouls, Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Filológicas, (1985),
[Barreda, 1989]
Octavio G. Barreda.
El Dr. Fu-Chang-Li.
pp. 918-930
[Baudelaire, 1975]
Charles Baudelaire.
[Breton, 2002]
André Breton.
Manifiestos del surrealismo,
[Hatzfeld, 1955]
Helmut Hatzfeld.
Estudios literarios sobre mística española, Gredos, (1955),
[López Velarde, 1971]
Ramón López Velarde.
Obras, Fondo de Cultura Económica, (1971),
[Wescott, 1992]
Roger W. Wescott, et al.
Estados de conciencia.
La experiencia mística,
[White, 1992]
John White, et al.
Prólogo.
La experiencia mística,

Letras de México. Gaceta literaria y artística (1937-1947). Aparecida en sus inicios de manera quincenal y, posteriormente, mensual; El Hijo Pródigo (1943-1946), revista literaria mensual. Ambas fundadas y editadas por Octavio G. Barreda.

Taller poético (1936-1938), revista literaria de periodicidad irregular, dirigida por Rafael Solana e impresa por Miguel N. Lira. Rueca (1941-1952), revista literaria femenina de publicación irregular, editada por: Carmen Toscano, María Ramona Rey, Pina Juárez Frausto y Emma Sarro, por mencionar sólo algunas.

San-Ev-Ank (1918), revista semanaria estudiantil de corta vida, dirigida por Luis Enrique Erro y administrada por Octavio G. Barreda. El primer tomo fue publicado de forma semanal, y el segundo, quincenal.

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