La epistemología social es un campo de estudio interdisciplinario que investiga el papel que juegan los factores sociales en la producción, reproducción, justificación, y distribución del conocimiento. Se trata de un desarrollo relativamente reciente, cuya emergencia se explica por las transformaciones que se produjeron en la filosofía analítica a partir de la segunda mitad del siglo XX, y su desarrollo ha conducido a que las preguntas centrales sobre el conocimiento que se han planteado en el seno de dicha tradición se reformulen de maneras que pueden alejarse radicalmente de las concepciones ortodoxas.
El cambio más importante de la tradición analítica que abrió el camino hacia la epistemología social lo constituyó el giro hacia la naturalización. Este giro, propuesto originalmente por W. V. Quine en 1969, sostiene que el conocimiento es producto de la forma en que un organismo interactúa con su medio ambiente y permite su adaptación, y por tanto, constituye un fenómeno natural. Quine postuló que la tarea de la epistemología es explicar cómo producen los seres humanos el amplio y diverso conocimiento sobre el mundo externo que poseen a partir de los magros datos sensoriales de los que les provee su organismo, y en un enfoque naturalizado, este proceso habría de explicarse exclusivamente por causas naturales. Concebido así, el problema de la epistemología para Quine es el de explicar la relación causal entre el input sensorial de los organismos humanos con el output del conocimiento.
La naturalización de la epistemología implica, por tanto, la crítica de la concepción tradicional de ésta como una disciplina estrictamente filosófica y propone en cambio que la teoría del conocimiento incorpore los hallazgos de las ciencias empíricas a la descripción y explicación de las facultades y procesos que permiten a los seres humanos producir conocimiento.
Hoy en día la discusión sobre qué significa la naturalización de la epistemología es muy abundante, como también son muy diversas las líneas de investigación a las que ha dado lugar. La propuesta original de Quine sostenía la tesis del remplazo, que supondría la sustitución de la epistemología por la psicología científica, abandonando, por tanto, la dimensión normativa que ha caracterizado a la filosofía analítica. Sin embargo, esta posición se enfrenta a concepciones de la naturalización que defienden no el remplazo, sino la apertura de la epistemología a los conocimientos producidos por las ciencias empíricas, abandonando, por tanto, la concepción de la disciplina como reflexión a priori, pero no su dimensión evaluativa y normativa, a la que la mayoría de los epistemólogos no están dispuestos a renunciar, al considerarla el núcleo de la disciplina, lo que la distingue de las ciencias empíricas que investigan el conocimiento. Los defensores de esta posición sostienen, por tanto, que las normas y evaluaciones que emerjan de una epistemología naturalizada deben partir del reconocimiento de los constreñimientos a los que se enfrentan los sujetos (constreñimientos asociados tanto a los límites de sus facultades cognitivas, como a los que les impone el mundo natural y social) en su búsqueda de conocimiento.
En un primer momento, en consonancia con la prioridad que la epistemología moderna ha otorgado desde su origen al individuo como el sujeto del conocimiento, el acercamiento de la epistemología naturalizada a las ciencias empíricas condujo hacia disciplinas que investigan facultades y procesos mentales, como son la psicología y las ciencias cognitivas, actualizando la perspectiva filosófica que introdujo Descartes en el siglo XVII, y que constituyó, hasta mediados del siglo XX, el paradigma filosófico hegemónico.
Sin embargo, el reconocimiento de que los seres humanos, en la inmensa mayoría de los casos, conocemos a través de la interacción con otros individuos y/o prácticas e instituciones sociales conduce a reconocer que la dependencia epistémica –es decir, la necesidad que tenemos los individuos humanos de nuestros congéneres para producir y justificar nuestro conocimiento– es ubicua e ineliminable, y por tanto, que este último es producto de procesos colaborativos. La socialidad de los seres humanos se considera –a contracorriente de las posiciones tradicionales– no un obstáculo, sino una de las condiciones que posibilitan la amplitud y variedad del conocimiento de la especie.
Siendo así, el reconocimiento de la dependencia epistémica ha conducido a que el inicial acercamiento de la epistemología naturalizada a las diversas disciplinas que analizan las facultades cognitivas de los individuos se amplíe con la incorporación de la investigación de los factores sociales que intervienen a la producción del conocimiento.
A la investigación sobre las dimensiones sociales del conocimiento, y por tanto al nacimiento de la epistemología social, concurren, además de la epistemología naturalizada, otras disciplinas. Una fuente importante es la filosofía de la ciencia de T. Kuhn. Este último propone un modelo de cambio científico que surge del análisis de episodios de la historia, de tal forma que en su trabajo se parte de la descripción (el análisis de cómo de hecho se hace y cambia la ciencia) sobre las posiciones normativas (que dicen cómo debería de practicarse) que habían caracterizado a la filosofía de la ciencia, y por tanto, lo acerca a posiciones naturalizadas en el análisis de la práctica que durante siglos se ha considerado privilegiada en la búsqueda de conocimiento.
El enorme impacto de la obra de Kuhn en diferentes disciplinas es de sobra conocido, pero lo que resulta central para la epistemología social es su postulación de las comunidades científicas –y no los científicos individuales– como los sujetos de la ciencia, así como su tesis sobre los factores sociales que contribuyen al cambio científico, particularmente a la elección entre teorías. De manera que la historia y la filosofía de la ciencia poskuhnianas han contribuido decisivamente a la crítica de la imagen de la ciencia como un ámbito no “contaminado” por los contextos sociales en los que se produce.
Otra fuente de la epistemología social la constituye la sociología del conocimiento y de la ciencia, particularmente los desarrollos a partir del Programa Fuerte de B. Barnes y D. Bloor en la década de los setenta del siglo pasado. A este respecto habría que decir que si bien la sociología en general siempre ha reconocido que el conocimiento es un producto social, y en ese sentido encontramos reflexiones sobre éste en tradiciones tan distintas como pueden serlo el marxismo, la sociología fenomenológica, la escuela francesa heredera de Durkheim, entre otras, el diálogo que se ha establecido entre la epistemología analítica y la sociología se ha producido primordialmente, vía las sociologías del conocimiento científico. El giro cognitivo que se produjo en éstas a partir de los principios propuestos por Barnes y Bloor abrió el camino para el análisis sociológico de problemas que hasta antes de su propuesta fueron considerados de competencia exclusiva de la epistemología, como son la verdad y la justificación.
El principio central del giro cognitivo en la sociología de la ciencia es el de simetría, que afirma que tanto el conocimiento como el error se deben explicar por las mismas causas. Es decir: en contra de lo que se ha sostenido tradicionalmente, que el conocimiento es producto de la aplicación correcta de facultades cognitivas, y el error de la imposibilidad de hacerlo –una imposibilidad generalmente imputada a la intervención de factores sociales–, los sociólogos del Programa Fuerte afirman que la explicación sociológica de la ciencia debe de ser una explicación causal de creencias tanto verdaderas como falsas, y que en ambos casos, entre las causas siempre intervienen aquellas de origen social. Siendo así, la verdad de las creencias no depende de su vínculo con la realidad externa, sino del consenso de una comunidad epistémica, y los criterios que distinguen al conocimiento de lo que no lo es son producidos socialmente: ¿qué es tener una buena razón para afirmar que una creencia está justificada?, no es algo que se decida individualmente, sino que es una norma que se enmarca siempre en una comunidad de conocimiento.
Por último, para el desarrollo de la epistemología social también ha sido importante la crítica de la epistemología tradicional llevada a cabo por la epistemología feminista. De manera paralela a la sociología de la ciencia, la epistemología feminista sostiene que el sujeto del conocimiento no es abstracto y neutral, y propone como una de sus nociones centrales la del sujeto cognoscente situado, y por tanto, que el conocimiento refleja la perspectiva particular de quien conoce. Desde esta posición la epistemología feminista se ha abocado a desmontar supuestos de la teoría del conocimiento que esencializan múltiples distinciones culturales. Ahora bien, de esta tesis general se pueden adoptar posiciones muy diversas, que van desde el reconocimiento de la situación de desventaja en la que tradicionalmente han estado las mujeres respecto a la producción y el acceso al conocimiento, hasta tesis más radicales que se preguntan si es que el sexo de un individuo humano tiene alguna significación epistemológica.
En ese sentido, actualmente son objeto de investigación de la epistemología feminista problemas tan diversos como la situación de discriminación de la que han sido objeto las mujeres en las instituciones científicas; los sesgos sexistas en los supuestos, prácticas y productos de la investigación; así como las preguntas que se derivan de la afirmación de que hay manera femenina de conocer que es producto de las dotaciones biológicas de las mujeres, y por tanto, que el conocimiento producido por ellas es diferente al generado por los hombres.
De estas fuentes emergió la epistemología social como un campo que, a 25 años de existencia, se ha diversificado de maneras muy importantes. No sólo porque los temas que se investigan son muy variados, sino porque la definición misma de los quehaceres de la disciplina –definiciones vinculadas, concepciones distintas de lo social y de los sujetos que producen conocimiento– son también divergentes.
Para importantes representantes de la epistemología social analítica, como Alvin Goldman y Philip Kitcher, ésta constituye un programa complementario de la epistemología individualista. Es decir, sostienen que, efectivamente, factores sociales que habían sido dejados de lado por esta última juegan un papel importante en la búsqueda del conocimiento, pero afirman que este hecho no cambia la centralidad de los individuos como sujetos epistémicos, ni la concepción del conocimiento como una clase de creencias, y por tanto definen las tareas de la epistemología social como la descripción y evaluación de los procesos e instituciones sociales que intervienen en la formación de creencias, con el fin de promover aquellos conducentes a la verdad.
Sin embargo, hay quienes sostienen que el conocimiento siempre tiene una dimensión pública en la medida en que requiere, para ser reconocido como tal, de un grupo social y por tanto, que aún los procesos cognitivos centrales para la producción de conocimiento como la observación y el razonamiento se realizan mediante conceptos y clasificaciones que tienen orígenes sociales. Siendo así, se cuestiona la centralidad otorgada a los individuos y sus procesos cognitivos como objeto de análisis, e inclusive la definición tradicional de conocimiento como un tipo particular de creencias que, afirman, debe abandonarse. Estos autores, entre quienes se encuentran Edwin Hutchins y Hellen Longino, no conciben a la epistemología social como un programa complementario de la investigación tradicional, sino que proponen una concepción muy distinta de ésta.
La epistemología social también ha sido concebida como un programa para el diseño de políticas del conocimiento y de la ciencia, y éste constituye actualmente otro ámbito de investigación intensiva. En la década de los ochenta del siglo pasado Steve Fuller definió la epistemología social como el campo de estudio que investiga cómo se debe de organizar la búsqueda de conocimiento, en vista de que dicha búsqueda es muy diversa y que diferentes grupos e individuos tienen un acceso muy diferenciado al conocimiento producido por otros.
Fuller sostiene que la epistemología es inherentemente social, y encuentra la razón de que el proyecto tradicional no haya reconocido este hecho en la distinción que estableció entre la búsqueda de conocimiento y su organización social como si se tratara de cuestiones independientes, y a tratar el problema de la organización social como si fuera epistémicamente irrelevante, y como consecuencia, a investigar su búsqueda en términos individualistas. A su juicio no escindir la búsqueda del conocimiento de su organización conduce al reconocimiento de que el proceso en su conjunto es económico, y a postular que la cuestión central para la epistemología social no es cómo producir más conocimiento, sino cómo distribuirlo más equitativamente.
Esta rápida introducción permite vislumbrar los caminos muy diferentes en los que se encuentran investigaciones que se llevan a cabo hoy en el campo de la epistemología social, y los trabajos que presentamos en este número de Acta Sociológica ofrecen al lector una pequeña muestra de esta diversidad.
Antonio Arellano propone un marco para analizar las dimensiones que abarca una epistemología con sustento antropológico. Con este propósito recoje las reflexiones de autores que en los siglos XIX y XX establecieron una relación entre la teoría del conocimiento y la teoría de la sociedad, hasta llegar a las etnografías del laboratorio, en las que mediante el análisis de las relaciones sociales que configuran las tecnocienciencias, se sientan las bases para una antropología de las sociedades contemporáneas. Arellano enumera las que a su juicio constituyen las limitaciones de estos trabajos y propone un camino conceptual para ampliar las potencialidades de la antropología como epistemología política.
Los artículos de Melissa Orozco e Iván Gómez analizan los programas para la epistemología social de Alvin Goldman y Steve Fuller. Orozco analiza las diferencias en sus ideas sobre la normatividad y afirma que, a pesar de las grandes diferencias que existen entre ellas, ambas comparten –como interés central de la disciplina–, el análisis y la evaluación de la organización social del conocimiento en las sociedades contemporáneas. En el trabajo de Iván Gómez se dibujan los antecedentes conceptuales que posibilitaron la emergencia de la epistemología social para después analizar la noción de lo social en la que fundamentan sus proyectos Goldman y Fuller, y en estrecha relación con estas nociones, lo que ambos autores consideran es susceptible de estudiar normativamente.
El artículo de Adriana Murguía aborda otra de las líneas de investigación en las que hoy en día se desarrolla la epistemología social: las virtudes epistémicas de la democracia deliberativa, así como los obstáculos que enfrenta este modelo político en términos de las inequidades e injusticias epistémicas. El texto muestra la profundización de la discusión sobre los principios de la democracia deliberativa, desde los tradicionales análisis sobre sus requerimientos institucionales, hasta los debates actuales, en el que se cruzan los ámbitos de la cultura y la cognición.
Teresa Rodríguez de la Vega analiza la relación que se establece entre ontología y epistemología sociales en las propuestas de Margaret Gilber y Philip Pettit. Dicha relación resulta ineludible en la medida en la que, si se considera que los colectivos son sujetos epistémicos por derecho propio –es decir, que no son sólo epifenómenos de los sujetos individuales– esto tiene consecuencias para la estructura ontológica del mundo.
Por último presentamos una entrevista en la que Steve Fuller ofrece su visión sobre el desarrollo de la epistemología social a 25 años de existencia, que constituye una particular interpretación de sus avances, logros y problemáticas, y por tanto, una muy sugerente manera de cerrar este número, dedicado a una disciplina que tiene aún una escasa presencia en nuestro país.