Cualquier proteína o polisacárido con capacidad antigénica, así como otras sustancias unidas a una proteína transportadora formando un hapteno, es capaz de provocar la formación de anticuerpos reagínicos, dando lugar a una reacción alérgica. De hecho, basta que el antígeno o el hapteno eviten los mecanismos supresores de la activación de células Th2, para que tenga lugar la respuesta reagínica (1). No obstante, determinadas condiciones son precisas o favorecen esta respuesta anómala frente a esas mismas proteínas que la mayoría de las personas tolera perfectamente. En primer lugar, la predisposición atópica, transmitida genéticamente, es un factor bien demostrado, presente en la gran mayoría de los enfermos alérgicos (2, 3). De otra parte, el contacto intenso y habitual con los alergenos, como ocurre en el ambiente laboral (asma ocupacional, dermatitis profesionales) (4, 5) y también en ciertos domicilios (6). Además, por parte de los antígenos, determinadas características les hacen más propensos a provocar la sensibilización. El tamaño y la compacidad del plegamiento de la molécula proteica, su estabilidad y la solubilidad, determinan la capacidad de penetración a través de las mucosas, para activar el sistema celular que finalmente dará lugar a la producción de IgE específica. Algunos alergenos, al tener actividad enzimática, penetran con más facilidad aún, hecho relevante con los neumoalergenos (hongos, ácaros, pólenes) (1, 7).
En la mayoría de los casos, los factores predisponentes y los alergenos ambientales reúnen esas particularidades, de ahí que ciertos alergenos sean los que habitualmente sensibilizan a los pacientes, por lo que el diagnóstico etiológico de su enfermedad es relativamente fácil. Alergenos prácticamente universales son los ácaros del polvo, los pólenes de gramíneas y algunos hongos, entre los neumoalergenos, y las proteínas de leche de vaca, huevo, pescados y frutos secos, como ejemplos de los más frecuentes productores de alergia alimentaria. En algunos países o regiones, predominan ciertos alergenos, como el olivo y la parietaria en la región mediterránea, la ambrosía en los EE.UU., el abedul en el norte de Europa, o el alforfón como alimento, en algunos países asiáticos. Sin embargo, no es raro que sospechándose la naturaleza alérgica de los síntomas presentados por algunos pacientes, el estudio alergológico rutinario no proporcione los resultados apetecidos, lo que pondrá a prueba la capacidad investigadora del especialista, así como su paciencia y la del enfermo, al tener que iniciarse un laborioso plan de pesquisa casi policial.
Con frecuencia en todas las revistas de la Especialidad se publican casos clínicos que ponen de manifiesto la causalidad de determinada sustancia en la sintomatología que presenta el enfermo, pudiendo parecer casi anecdótica la responsabilidad del posible alergeno. No debe menospreciarse la publicación de estos casos puntuales, ya que aportan sugerencias para el estudio de otros casos de difícil diagnóstico que puedan guardar una cierta similitud con lo publicado. Sin embargo, conviene prestar atención a la calidad de las pruebas diagnósticas aportadas, a veces excesivamente simples y, aunque pueden ser suficientes, puede quedar la duda sobre la responsabilidad real del alergeno (8). En otros casos, podría tratarse una reacción cruzada, para cuya demostración es preciso investigar los anticuerpos en el suero del paciente, enfrentados al posible antígeno mediante la técnica del immunoblotting SDS-PAGE (9), necesaria también para demostrar los diversos antígenos contenidos en el alergeno (10, 11). Finalmente, ante la negatividad de las pruebas diagnósticas, en algunos casos es difícil demostrar que un determinado producto se haya comportado como alergeno, causando síntomas superponibles a los de una reacción de esa naturaleza. De ahí la necesidad de ser cautos al establecer la etiología alérgica, aunque en la práctica, la eliminación del producto causante de los síntomas es la solución más acertada (12).