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Vol. 67. Núm. 4.
Páginas 330-332 (julio - agosto 2015)
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El lenguaje de los cirujanos vasculares
The language of vascular surgeons
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E. Ros Díe
Cirugía Vascular, Granada, España
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Angiologia. 2015;67:33210.1016/j.angio.2015.03.006
J.A. Fernandez Delgado, F.S. Lozano Sánchez
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A modo de ampliación del interesante editorial firmado por Fernández Delgado y Lozano Sánchez1 aparecido recientemente on line en la revista de su dirección nos gustaría añadir algunos comentarios y nuevos aspectos.

Los médicos en general y los cirujanos vasculares en particular, a veces, empleamos términos cuya procedencia desconocemos y ello nos lleva a utilizarlos, en ocasiones, con inexactitud o incluso con ambigüedad, de forma que finalmente o no decimos lo que queríamos expresar o el que nos oye o lee interpreta algo distinto. Y es que con nuestro «lenguaje médico» ocurre que su raíz procede de nuestros colegas árabes que tradujeron a griegos y romanos, tomando, no siempre con criterios homogéneos, la raíz griega unas veces, la romana otras e incluso ambas de muchos términos. Esta costumbre se mantuvo y por ello hoy día decimos oftalmólogo (griego) u oculista (latín), hemorragia (de la raíz griega hemos) y sangría (de la raíz latina sanguis) por no poner más que un par de ejemplos. A España en particular y a toda Europa en general les llega el legado cultural griego y romano a través de los árabes, que lo recogieron en sus textos, y de las escuelas de traductores italianas y españolas, entre las que ocupó un lugar muy destacado la Escuela de Traductores de Toledo, fundada por el arzobispo don Raimundo (1125-1152). De igual forma, el rey Alfonso X (1252-1284) reunió en su corte a sabios judíos conocedores de la ciencia árabe al lado de letrados cristianos, quienes realizaron juntos una ingente labor de traducción y recopilación de escritos árabes. Esto le ha valido pasar a la historia con el sobrenombre de El Sabio. De esta forma, el Renacimiento europeo del siglo XII y la Escolástica conocen a Aristóteles, Hipócrates y Dioscórides a través de Avempace y Aberroes, Avicena y los botánicos árabes.

La Medicina adquirió un gran desarrollo en la España musulmana, por lo que no es raro que nuestro lenguaje médico esté cuajado de términos árabes. Sirva como ejemplo safena (que significa «oculta») y otras voces vulgares como almorrana, alferecía y aliacán. En castellano están reconocidos más de 44.000 términos de ascendencia árabe y resulta cuando menos curioso cómo esta influencia modifica, en ocasiones, la denominación de cosas que, en castellano, se realiza de manera distinta a otros idiomas. Por ejemplo, es sabido que a las gafas se las denomina por el nombre de los cristales en casi todos los idiomas: glasses en inglés, lunette en francés y Brille en alemán; en castellano no es así y esto se debe a un médico hispano-árabe, nacido en Guijo (Gafcky), en los alrededores de Córdoba, a mitad del siglo XII llamado Abd Allh Ben Mohammed El Gafecki que escribió La guía del oculista, tratado en el que además de dar pautas de actuación concretas, describe con dibujos una gran cantidad de instrumentos y, entre ellos, un sistema para sujetar los cristales a las orejas y evitar que caigan. En su recuerdo, a este artilugio se le dió el nombre de gafas en castellano.

Los que, por imperativos de la ciencia de la que nos ocupamos, recibimos gran parte de la información necesaria para la actualización de nuestros conocimientos en otros idiomas, lo que hacemos es, en muchas ocasiones, simplemente traducir términos o expresiones e incorporarlos a nuestro lenguaje habitual. Esto es lo que nos ocurre con el inglés que sin duda es hoy día la lengua dominante en el lenguaje científico. Pero como el inglés no es un idioma próximo al castellano, resulta imposible traducir literalmente muchas expresiones y entonces tenemos tendencia a adueñarnos de palabras inglesas por las buenas. Algunos ejemplos son la utilización de patencia (de patency), thrill, stop, bypass, etc. Todavía más esperpéntico resulta transformar estos sustantivos en verbos y decir que «la fístula thrilla bien» o que «hay que bypassear el stop» o que la prótesis se ha «kinkado».

Algunos de estos términos están plenamente incorporados al lenguaje diario de nuestros hospitales y consultas como ocurre con bypass. Los franceses lo han traducido por derivation que es la palabra oficialmente aceptada. Aunque en España hay quien emplea la palabra puente o la horrible «pontaje», es ya de uso habitual el término inglés que, por tanto, no nos queda más remedio que aceptar. Pero lo que de ninguna forma debe admitirse es la transformación en verbo de este sustantivo. En caso de querer usarlo en este sentido, habrá que recurrir, sin más remedio, a la ayuda de un verbo y así decir que «hay que instaurar un bypass» o «hay que hacer un bypass» menos correcto si nos ponemos puristas. También podría utilizarse el verbo «puentear», aceptado por la Real Academia para ««colocar un puente en un circuito eléctrico».

Mucho más grave es el hecho de consagrar por el uso (el mal uso habría que decir) determinados términos que, por ser más sutiles, hay colegas que desconocen que son incorrectos. Un ejemplo muy característico de esto es la palabra «sangrado». Se dice que el enfermo «ha tenido un sangrado importante» o que «el sangrado detectado era de un litro». En definitiva estamos sustituyendo la palabra hemorragia por sangrado. Pero la palabra hemorragia tienen en la terminología el aval de que ya Hipócrates la utilizaba en el Corpus Hipocraticum y más tarde también la empleó Galeno. Aunque no exactamente con este significado, aparece por primera vez en nuestro país en el Libro IV De Medicina de la obra las Etimologías de san Isidoro, en donde concretamente dice que «hemoptisis es la emisión de sangre por la boca, y de ahí su nombre, puesto que la sangre se dice haima». En lengua castellana, como vocablo plenamente incorporado no aparece sin embargo hasta 1793, en el tomo iv del Diccionario castellano con las voces de Ciencia y Artes del padre Esteban Terreros y Pando, en el que concretamente puede leerse «Hemorrhagia. Flujo de sangre». En el momento actual, el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, en su vigésima segunda edición (2001) la define como: «Hemorragia. Flujo de sangre por rotura de vasos sanguíneos».

En realidad «sangrado» es una mala traducción del vocablo inglés bleeding, puesto que sangrado es el participio pasado de «sangrar», verbo que puede utilizarse en su forma transitiva y entonces significa «abrir o punzar una vena y dejar salir determinada cantidad de sangre», o también se puede usar en su forma intransitiva en cuyo caso significa «arrojar sangre». En consecuencia, y según la primera forma del verbo, «sangrado» significaría acción y efecto de sangrar y esto en Medicina se dice por medio de la palabra «sangría». Según la segunda forma, la intransitiva solo podría utilizarse como participio pasado con su correspondiente verbo auxiliar «ha sangrado» (el enfermo ha sangrado abundantemente), pero nunca es correcto emplear el término como sustantivo puesto que para ello tenemos la palabra hemorragia (el enfermo ha tenido una gran hemorragia) (R. Báguena Candela).

Si ahora analizamos las raíces de las formas anglosajonas, la cuestión adquiere tintes ridículos. En efecto, bleeding (inglés), blutung (alemán) y bloeding (holandés) derivan de «bhloto-» que es el participio pasado de la raíz indoeuropea «bhlo-» que significa «florecer». Estos pueblos recurrieron a esta expresión por el terror supersticioso que les provocaba nombrar la sangre cuya raíz correcta habría sido «khru-». Por el contrario, en aquella época, los pueblos latinos, con mayor desarrollo cultural, no tuvieron inconveniente en tomar la raíz adecuada de la que se produjo la voz latina «cruor» que a su vez se trasladó al castellano y hoy día permanece, de manera que hablamos de «restos cruóricos» para referirnos a residuos de hemorragias. En definitiva, cuando utilizamos la palabra «sangrado», como expresión de nuestra formación o contacto con la civilización anglosajona estamos traduciendo mal un producto de sus antiguas superticiones, mientras que estamos despreciando las voces castellanas con raíces latinas que nos prestigian como herederos de una cultura mucho más antigua que la anglosajona. Además cabría preguntar a los defensores del «sangrado» por qué no utilizar también el «defecado», el «orinado» o el «miccionado».

Otras veces lo que sucede es que el inglés, influido también por el latín, tomó algunas expresiones latinas pero no siempre las tradujo correctamente. Como puede verse, los errores idiomáticos son comunes a todas las lenguas. Esto ocurrió, allá por el siglo XV cuando los juristas ingleses tomaron la palabra latina «versus» en el sentido de against (Smith litiga versus Ford), y también mediando entre 2 términos de una opción (Free trade versus protection). Pero en latín versus significa «en dirección a» o «hacia el lado de» o simplemente «hacia». Un abogado americano gusta de esta expresión que de alguna forma confiere a su retórica tintes ancestrales del foro romano, pero a un castellanoparlante no le está permitido recoger errores de traducción del latín cometidos por un angloparlante para sustituir con él una preposición correcta que existe en su idioma como es «contra» o «frente a».

Con la palabra «severo» ocurre lo mismo. Mientras que en inglés se utiliza con significado de «grave» para enfermedad y de «agudo» para dolor, en castellano no tiene ese significado. Por el contrario, en su primera acepción significa riguroso, áspero, duro en el trato o castigo; como segunda acepción puede utilizarse como exacto y rígido en la observancia de una ley y como tercera acepción es grave, serio o mesurado, pero este «grave» es «circunspecto» y nada tiene que ver con el grave de enfermedad que viene así especificado en otra palabra. Esta arbitrariedad lingüística se produce al confundir la tercera acepción de severo con la primera y, en este sentido, podríamos decir, con la misma confusión, que una enfermedad es mesurada por grave. Habría que convenir que, en Medicina, el único severo que deberíamos nombrar es D. Severo Ochoa (1905-1993) que fue Premio Nobel de Medicina en 1959, galardón que compartió con Kromberg.

Otras veces tomamos términos ingleses y los empleamos sin tener en cuenta si son sustantivos o verbos. Tal ocurre con las palabras drenar y drenaje. El verbo drenar procede del inglés to drain y parece que ha llegado a incorporarse al castellano a través de la forma francesa drainer. Según la Real Academia significa avenar, desaguar y también, en una segunda acepción para la Medicina «asegurar la salida de líquidos, generalmente anormales de una herida, absceso o cavidad». Paralelamente drenaje, cuya procedencia es similar, o sea del inglés drainage a través de la forma francesa drainage, significa acción y efecto de drenar. En ningún caso sin embargo, podemos utilizar drenaje como sustantivo y por ello es incorrecto decir «hay que colocarle un drenaje», lo exacto sería decir «hay que colocarle un tubo de drenaje» o «hay que drenar la cavidad o la herida». Pero todavía es más descabellado y se hace, decir que «hay que ponerle un drain», forma en la que transformamos el verbo inglés en sustantivo y encima sin traducirlo.

En Cirugía Vascular tenemos un ejemplo desgraciado de palabra inglesa mal incorporada con salvage que todos nosotros empezamos a utilizar hace años para referirnos a la finalidad de ciertas operaciones revascularizadoras. La traducción literal nos llevó a decir «salvatage del miembro» aunque bien es cierto que la mayoría pedíamos disculpas al emplear esta horrible expresión. En el momento actual decimos «salvamento del miembro» que sigue siendo una expresión poco afortunada pero carecemos de otra. Una posible solución sería usar la palabra con la que traducimos salvage o sea recuperación e incluso rescate. Tal vez sea esta una ocasión en la que nuestra Sociedad debería recurrir a la Real Academia para pedirle un dictamen y, en su caso, una solución al respecto. Es evidente que en el lenguaje científico no hay más remedio que incorporar nuevos términos, a veces procedentes de otros idiomas, para adecuar este al desarrollo de la ciencia y la técnica, pero no siempre esto es necesario y a veces responde a una clara inseguridad en nuestro propio lenguaje e incluso otras, tal vez las más, es un ridículo intento de demostrar nuestro nivel de ilustración. Al primero le llama Lázaro Carreter necesidad; al segundo, necedad.

Un ejemplo de mal uso más difícil de explicar es el de hablar de «enfermos claudicadores» que en ocasiones se escucha. La procedencia de claudicante del latín claudicans es indudable. Por otro lado la adjetivación de los infinitivos de verbos no puede hacerse de forma independiente de las características de la acción que expresan. Si a un paciente que sufre una claudicación le llamamos claudicador, por qué no llamarle sangrador a otro que sufre una hemorragia en vez de sangrante que sería lo correcto o doledor a uno que tiene algún dolor.

No solamente utilizamos incorrectamente palabras tomadas del inglés sino que incluso con nuestros viejos términos griegos tenemos a veces dificultades. Esto es lo que ocurre con la palabra «estasis» (por ejemplo «la estasis venosa») que significa en castellano «estancamiento de sangre o de otro líquido en alguna parte del cuerpo». No es raro sin embargo oír «el estasis» o simplemente «éxtasis», confundiendo así el término «estasis» griego con el «éxtasis» de procedencia latina tardía que significa «estado del alma enteramente embargada por un sentimiento de admiración, alegría, etc.» O bien «estado del alma caracterizado por cierta unión mística con Dios mediante la contemplación y el amor». A modo de «memorialín» podría recordarse que la sangre sufre estasis y que los éxtasis los experimentaba santa Teresa de Jesús. A este tipo de confusiones del significado de las palabras por similitud fonética se le llama en la gramática castellana paronomasia. Pero no es eso todo, en castellano existe el verbo «extasiar», cuyo sinónimo sería «embelesar», pero no existe el verbo «estasiar» por lo que es imposible decir que «la sangre se estasia o que se ha estasiado», habría que decir que «sufre o padece una estasis».

Está muy de moda utilizar el término descoagular a un paciente. Si analizamos lo que significa el prefijo des-, por comparación con otros usos como desfibrilar, deshacer, desguazar, comprenderemos que ese prefijo hace desaparecer (una forma más) la acción a la que se une. Por tanto, descoagular equivaldría a eliminar la coagulación, algo que realmente no es lo que hacemos cuando administramos un anticoagulante y ni siquiera es lo que queremos hacer. La palabra correcta es anticoagular y así ha venido utilizándose desde el descubrimiento de la heparina y demás anticoagulantes.

Azorín sostenía que «lo que debemos desear al escribir es ser claros, precisos y concisos» y fiel a esta consigna emplea «la frase breve y limpia labrada con meticulosidad». El lenguaje médico debería intentar además ser elegante («elegancia en el lenguaje es la forma bella de expresar los pensamientos») y no hay elegancia sin sencillez, exactitud y corrección en el uso del idioma. Lo barroco puede ser bello pero, en el lenguaje, al menos, difícilmente será elegante.

Bibliografía
[1]
J.A. Fernández Delgado, F.S. Lozano Sánchez.
El uso del lenguaje entre los cirujanos vasculares españoles.
Angiología, 67 (2015), pp. 257-258
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