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Inicio Anuario de Letras. Lingüística y Filología El oficio del corrector. de la composición manual a las herramientas digitales1
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Vol. 1. Núm. 1.
Páginas 375-403 (enero 2013)
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El oficio del corrector. de la composición manual a las herramientas digitales1
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Ana Mosqueda
Universidad de Buenos Aires-Universidad de Alcalá
Carolina Tosi
Universidad de Buenos Aires-Conicet
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En tanto florecen en la Argentina, con cierta lentitud, los estudios interdisciplinares acerca de la historia de la imprenta, las librerías y las casas editoras, la historia de los correctores ha quedado totalmente al margen. Con este trabajo pretendemos apenas comenzar a cubrir este vacío, a través de los pocos datos que se filtran en las distintas obras referidas al pasado editorial y de la bibliografía de las últimas décadas. Excluidos del primer estatuto de la Sociedad Tipográfica Bonaerense, creada en 1857, solo a partir de las modificaciones de los años 1862 a 1903 los correctores fueron incorporados como socios, entre otros miembros de oficios no pertenecientes a la rama tipográfica, como grabadores y encuadernadores. A lo largo del siglo xx, el rol del corrector continuó desdibujado, ya que sus tareas solían ser atribuidas al editor (Buonocuore, 1974).

Palabras clave:
corrección de estilo
corrección de pruebas
asesor lingüístico
manual de estilo
herramientas digitales

In both flourish in Argentina, rather slowly, interdisciplinary studies about the history of printing, libraries and publishing houses, history of spell/correction (la utiliza Grafton en su libro)/copyediting (más común) has been completely left out. In this paper we just start to fill this gap through the few data that seep into the various works relating to the past publishing and literature of the last decades. Excluding the first status Bonaerense Typographical Society, created in 1857, only from changes in the years 1862-1903 the correctors were inducted as members, including members of trades outside the typographic industry, as engravers and bookbinders. Throughout the twentieth century, the role of checker/ copyeditors and proofreaders continued blurred because their tasks were often attributed to the editor (Buonocuore, 1974).

Key words:
Copy editing
proofreading
linguistic adviser
style manual
digital tools
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Introducción

A comienzos del siglo xvii, el corrector Hieronymus Horns-chuch (c. 1573-1616) publicó el primer manual técnico para correctores de pruebas: Orthotypographia (Leipzig: Michael Lantzenberger excudebat, 1608). El manual pretendía eliminar los errores, hacer más comprensible el libro y de esta manera mejorar su utilidad. Al mismo tiempo, demostraba de qué manera un libro puede ser un objeto de uso incluso durante su proceso de producción (Cormack y Mazzio, 2005: 41). El proceso ha variado muchísimo, desde el siglo xvii hasta hoy, al ritmo de las sucesivas tecnologías de revisión de textos, diagramación e impresión. De la misma forma, el rol del corrector se ha ido transformando (López Valdés, 2001), aunque su peso en el proceso de fabricación del libro ha sido siempre relevante, en la medida en que su labor conlleva “una permanente atención a la obra y su creador, al destinatario de la misma y a la instancia mediadora que hace posible el vínculo entre ellos: la editorial” (López Valdés, 2001: 12).2 Para señalar la importancia de los correctores, aun fuera del ámbito bibliográfico, basta indicar un dato aportado por Roger Chartier, según el cual “el papel de los correctores en la fijación gráfica y ortográfica de la lengua [francesa] ha sido mucho más decisivo que las proposiciones de reforma de la ortografía sugeridas por los escritores […]” (Chartier, 2005:35).

En la actualidad, de centrarse en vigilar la normativa de un texto el corrector ha pasado a desempeñarse como un especialista del lenguaje que actúa en diferentes niveles y se ocupa no solo de controlar los aspectos ortográficos o gramaticales de una obra sino también su consistencia textual y discursiva. En este sentido, consideramos que hoy los correctores cumplen una función cercana a la de “asesores lingüísticos”, que más allá de manejar las competencias gramaticales y conocer perfectamente la normativa, deben contar con una gran experticia en las competencias textuales y enciclopédicas, 3 abordar cada obra a partir de sus particularidades discursivas y genéricas, conocer las propiedades y riquezas de las variedades lingüísticas del español, y administrar los recursos informáticos con el fin de enfrentar los desafíos que plantea el mercado editorial y la era digital. No obstante, vale aclarar que a lo largo de la historia las funciones del corrector y del editor se han visto superpuestas. De hecho, aún en la actualidad, en algunas empresas editoriales, el corrector de estilo se desempeña, en rigor, como editor-redactor.

Sobre la base de lo expuesto, en el presente trabajo pretendemos ofrecer un breve recorrido por el oficio de la corrección de textos durante el siglo xx y principios del xix en la Argentina, con el objetivo de dar cuenta de qué forma el uso de los materiales auxiliares, como los diccionarios, los manuales de estilo, las pautas editoriales y las herramientas digitales recientes, han contribuido a resignificar la técnica y el arte de la corrección.

Acerca de los términos edición, editor, corrector de estilo y corrector de pruebas

En primer lugar, es preciso definir las palabras edición y editor. Aunque edición no tiene una sola definición sino varias. Según el drae (2001), se llama edición a la “producción impresa de ejemplares de un texto, una obra artística o un documento visual”. Pero también recibe este nombre el “conjunto de ejemplares de una obra que son impresos de una sola vez, y por extensión, la reimpresión de un mismo texto”. Por su parte, tampoco la palabra editor es unívoca. En la actualidad, un editor es el responsable de una publicación: coordina a todos los profesionales que intervienen en el proceso de edición. Pero él mismo tiene intervención directa en ese proceso, al realizar el editing o la edición propiamente dicha de un original. Por otro lado, a diferencia del inglés, el español designa con el nombre de “editor” a aquel que desempeña los dos roles centrales de la industria editorial: por un lado el empresario editorial —en inglés, publisher—, es decir, quien asume los riesgos financieros de la publicación, y por otro el profesional —en inglés, editor— que “atiende, cuida y ‘mejora, por lo general con la anuencia del autor”, el contenido de un libro (De Sagastizábal y Esteves Fros, 2002: 12-13).

Chartier ha fijado en la década de 1830 el período en el que se afianzó en Francia la figura del editor, tal como aún hoy la conocemos. Según el historiador francés, fue entonces cuando la edición se convirtió en una actividad autónoma y en un oficio particular, “definido mediante criterios intelectuales más que técnicos o comerciales” (Chartier, 1999: 59-74). Antes de eso, eran los libreros o los impresores quienes asumían la función editorial (Chartier, 2000: 37). En esa época el editor pasó a ser, al decir de Barbier (2005: 333), “el rey del juego”, al imponerse como un eslabón fundamental del campo editorial, entre el autor, el impresor y el difusor de las publicaciones. Así lo corrobora el término francés editeur, que a principios del siglo xix señalaba a quien aseguraba el montaje financiero, la supervisión técnica y la publicación de una obra.

Por su parte, en español el término editor apareció registrado por primera vez en el drae en 1791, que lo definía como “el que saca a luz o publica alguna obra ajena, y cuida de su impresión”. 4 En la práctica, en España hacia 1830 se llamaba editor al impresor responsable de obras científicas y literarias, pues era quien solicitaba la licencia de impresión y la censura de los textos. Más tarde, en 1869, el drae agregaba una nueva acepción al término, la de editor responsable: “El que, con arreglo a las leyes, firma todos los números de los periódicos políticos y responde a su contenido, aunque estén redactados por otras personas, como ordinariamente sucede”. El diccionario se refería al editor de prensa, responsable político y penal en la publicación de periódicos, quien ejercía las labores intelectuales, técnicas y financieras que el periódico exigía (Martínez Martín, 2001: 32-37). Sin embargo, la definición del drae también implicaría —en un sentido más amplio— al editor de otros géneros editoriales, como la novela por entregas, ya que era el editor de ese nuevo género quien, según Pura Fernández, debía asumir “las posibles sanciones derivadas de la infracción de la normativa de la imprenta” (Fernández, 2005: 126).

Como aseveran Pascal Durand y Anthony Glinoer, en su obra sobre el nacimiento del editor moderno, las palabras no son simples envases que pueden ser intercambiados, sino que en ellas se almacenan las representaciones; ellas dicen más de lo que parece acerca de las estructuras de los sistemas simbólicos y sobre la manera en que esas estructuras se inscriben en el espacio social. Por consiguiente, las apelaciones sucesivas de impresor, librero y librero-impresor, utilizadas a partir del siglo xvi, remitirían según Durand y Glinoer (2008) a diferentes representaciones del oficio: en el siglo xvi, el término impresor enfatizaría el savoir-faire técnico; en tanto las expresiones librero y librero-impresor, que se generalizaron en los siglos xvii y xviii, acentuarían el rol de agentes a la vez culturales y económicos de tales profesiones. A pesar de las diferencias, las tres denominaciones abarcaban las tres funciones de edición, fabricación y difusión del libro. A partir del siglo xix, esas tareas comenzaron a diferenciarse, favorecidas por un cambio de paradigma en la organización del circuito del impreso (Durand y Glioner, 2008: 20-23).

Por otro lado, resulta necesario hacer la diferenciación entre el corrector de estilo y el corrector de pruebas. 5 Una vez que el editor aprueba el texto para su publicación, es el corrector de estilo quien revisa el original del autor y puede intervenir en los distintos niveles de composición textual, siempre que el autor y el editor responsable estén de acuerdo y de que se trate de textos técnicos, no literarios. 6 El corrector de pruebas, en cambio, es quien corrige las pruebas de páginas (primeras, segundas o terceras). Debe tomar en cuenta las decisiones del editor, del corrector de estilo y del corrector de concepto —cuando lo hubiera—, todas anteriores a la diagramación, diseño y puesta en página del texto (Martínez de Sousa, 1999: 193).

El rol del corrector en el siglo xx y principios del siglo xxi

Desde Gutenberg, el sistema de composición había sido el mismo, insertando los tipos metálicos manualmente en un molde (Williams, 2000: 423). Recién a fines del siglo xix, con la aparición de la linotipo y más tarde de la monotipo, los trabajos de impresión ganaron tanto en velocidad como en precisión (Buen Unna, 2008: 133). Mediante la linotipia, por ejemplo, era posible componer una línea completa de tipos en una sola operación, a través de un teclado. Para corregir las pruebas de página de la composición tradicional, el corrector de pruebas debía ser una “persona muy instruida, con una cultura general completa y buena base de conocimientos de composición gráfica”, como lo consigna Euniciano Martín, citado por Buen Unna (ibidem: 132). Asimismo, debía especializarse en ortografía y gramática española, poseer conocimientos de latín o griego y de las principales lenguas modernas. Para Martín, también era aconsejable que el corrector trabajara en un local aparte, aislado de los ruidos de las máquinas impresoras, y provisto de diccionarios y otras de consulta. En la práctica, los correctores de pruebas eran asistidos por atendedores, por lo general aprendices, que leían en voz alta el original, mientras el corrector revisaba la galerada —el trozo de composición que cabía en la bandeja, llamada galera o galerín— y marcaba la prueba impresa con los signos de corrección convencionales. 7

De la época en la que la composición tipográfica convivía con la linotipia, se conserva una curiosa obra, Recuerdos de un corrector de imprenta, publicada en Buenos Aires por Manuel Benítez, en 1925. Benítez cuenta acerca de sus propias experiencias como corrector y las de otros integrantes de la imprenta, como tipógrafos y linotipistas. Recuerda anécdotas referidas a errores tipográficos, expresa su opinión de que al mejor corrector o al más cuidadoso autor se le pueden pasar errores, se queja de la poca preparación de los linotipistas —que luego de años de profesión todavía no saben buscar en el diccionario— y se lamenta de la poca relevancia que le dan algunos “compañeros de profesión” al oficio de corrector, al manifestar que “con buena vista […] y con un buen atendedor, el que corrige no ha menester de otros conocimientos que los gramaticales para realizar la tarea” (1925: 61). Asimismo, comenta que ni los tipógrafos ni los linotipistas entienden por qué el corrector devuelve las pruebas “tan sucias”, al marcar tantas comas y otras “menudencias gramaticales” (1925: 65). La falta de reconocimiento de las competencias y saberes de los correctores se hace visible en el modesto salario que perciben: 80 pesos, según Benítez, “lo que percibía el peón, que era analfabeto” (1925: 47).

Hacia mediados del siglo xx —en 1947—, José M. Rafols publica, también en Buenos Aires, Acento Impreso. Notas para correctores. Con estas notas el autor pretende, según el prologuista Constancio C. Vigil, “ayudar a los nuevos correctores con los frutos de su larga experiencia y de su estudio” (1947: 9-10). La obra se fundamenta en “los mejores léxicos, principalmente el oficial” —se refiere al DRAE— y en los artículos periodísticos mejor escritos, y está dedicada especialmente al uso de la coma, aunque hacia el final Rafols concluye, curiosamente, que la “insignificancia gráfica” de la coma es lo que hace que se la ponga en un lado y se la omita en otro, de suerte que se la trata “con el mismo descuido que los paraguas, que dejamos en todas partes menos en casa”. Los culpables de semejante desdén por la coma, dice Rafols, nunca son los autores, sino los correctores y tipógrafos, las “cenicientas de siempre” (1947: 99). A pesar de ello, los correctores estarían en su derecho de corregir a un autor consagrado o un maestro de la lengua, no por puristas, sino por ser obreros que tienen que cumplir con su deber, “en defensa del buen sentido más elemental”.

El problema que plantea Rafols en su pequeño tratado incumbe sobre todo a la corrección de estilo, la que se hace sobre el original editado. Según Rafols, el corrector debe conocer “el idioma académico”, pero también “el vulgar, el de germanía” —jerga de ladrones y rufianes— “y las jergas más diversas”, o bien, “pedir auxilio a los diccionarios adecuados o a las plumas autorizadas”. Además del “lenguaje consagrado”, “la invasión de neologismos y la admisión de nuevas acepciones” obligan al corrector a “recurrir a otros léxicos, o a adoptar la ortografía y significados más en boga”. Estos constantes cambios en el léxico se anticipan muchas veces a los autorizados por la Academia; puesto que “el idioma no se estanca”, aunque la institución española oficial entregara un instrumento acabado que satisficiera plenamente las necesidades idiomáticas, este también estaría sujeto a las evoluciones del idioma. Tal es la opinión de Rafols.

Por su parte, diez años más tarde, el jefe del departamento técnico de la editorial Sudamericana, Raúl E. Lagomarsino, editor de la Sociedad de Bibliófilos Argentinos y Amigos del Arte, de Editorial Viau y Zona, entre otras editoriales, en Savia y follaje del libro ofrece normas de un “corrector práctico” para facilitar la tarea de “autores, traductores, correctores, linotipistas y tipógrafos”. Ante todo, Lagomarsino propone el principio de la uniformidad: según este experimentado editor, un criterio uniforme (seguido por traductores y correctores) puede originar errores, pero siempre “tendrán menos importancia que la anarquía derivada de distintas interpretaciones”.

Para Lagomarsino, los correctores trabajan sobre una “materia viva”, el texto, por lo que es necesario preocuparse por no “herir la expresión”, por no “ahogarla por excesivo cuidado” y sobre todo, por tener “el mayor respeto hacia el autor” (1957: 16-17). Asimismo, señala los defectos que pueden tener muchas veces los correctores: el empeño o una “especie de obsesión” por reducir las expresiones a sus lógicas personales, o por suprimir las formas que consideran pleonásticas —cuando “el pleonasmo es casi consustancial” con el español, según el editor—, o el exceso de celo por corregir vulgarismos en parlamentos de novelas o diálogos teatrales en los que los cambios lingüísticos no cuadran con el carácter de los personajes (1957: 18-20).

En cuanto al uso del drae, a raíz de la aparición de su edición número 18, de 1956, Lagomarsino se muestra sorprendido de que la Academia no haya esperado la aprobación de las normas por parte de las academias hispanoamericanas. Considera que el “hecho consumado de la inclusión y aplicación de las reglas novísimas” contradice el carácter potestativo que la Academia proclama para las normas y de esta manera las vuelve obligatorias.

En la década del sesenta, el corrector mexicano R. Ramos Martínez ratificaba en Corrección de pruebas tipográficas la necesidad de estudiar constantemente la gramática y de consultar el diccionario de la Academia (a la que llama “docta Corporación”) con el propósito de no estancarse y caer en arcaísmos y barbarismos. Dice Ramos Martínez: “Quien no se familiarice con el Diccionario y solo siga los dictados de una suposición o lo fíe a la memoria, jamás realizará un trabajo eficiente” (1963: 35). Según este corrector, el DRAE es el “código profesional” y por esa razón debe ser respetado, aunque en lo personal se discrepe, del mismo modo que se acatan las leyes del país (1963: 35-37). Como Lagomarsino, Ramos también propugna la “unificación gramatical” (1963: 62), ya que resultaría una solución plausible ante el posible traslado del corrector de un lugar de trabajo a otro y evitaría los inconvenientes de “costumbres dispares”. Sin embargo, a diferencia de los manuales publicados en la Argentina, en el de Ramos Martínez jamás se objeta las “normas dictadas por la Academia”; más aún, se considera que “los libros debieran escribirse en lenguaje culto porque esa es su misión pedagógica” (1963: 63).

Como es evidente, hasta ese entonces, las tareas del corrector se solían centrar en la detección de erratas, la localización de fallas vinculadas con los aspectos normativos y léxicos, y la distinción de los “vicios” del lenguaje. En efecto, la representación más extendida sobre la figura del corrector era la de un profesional que se interesaba por el descubrimiento de errores gramaticales y el cuidado del purismo. Pero durante la segunda mitad del siglo xx, especialmente desde fines de la década del 60, la emergencia de una serie de factores, vinculados con las nuevas tendencias lingüísticas, lexicográficas y del mercado editorial, incidió en las prácticas de corrección y edición. En concomitancia, se ampliaron las funciones del corrector, quien comenzó a ocuparse también de los aspectos enunciativos y discursivos de los textos, las variedades lingüísticas y el estilo editorial de las publicaciones.

Entre estos factores, destacamos, en primer lugar, los aportes de los estudios lingüísticos, que contribuyeron a considerar los discursos en relación con diferentes rasgos constitutivos: los elementos de la enunciación discursiva y la construcción del “enunciador” y del “enunciatario” (Benveniste, 1966); los “géneros discursivos” (Bajtín, 1982); la lingüística textual y las propiedades de “cohesión”, “coherencia” y “adecuación” (Halliday y Hasan, 1976 y Charolles, 1978); la “polifonía” (Bajtín, 1982; Ducrot, 1984 y Authier, 1984 y 1995); el “paratexto” (Genette, 1982); las “representaciones sociales” (Jodelet, 1984), etcétera.

En segundo lugar, cabe mencionar que los estudios lexicográficos comenzaron a contemplar y valorar las diversidades lingüísticas y a considerar a la lengua como “materia viviente”, en términos de Rafols y Lagomarsino, a los que ya nos referimos. La preocupación de la lexicografía moderna por el lenguaje en uso y las variedades lingüísticas del español se plasmó en la edición de los diccionarios de uso, como el Diccionario del español actual de Manuel Seco (editado en 1961, y reeditado en 1991 y 1999) y el Diccionario de uso del español, de María Moliner (editado en 1966 y reeditado en 1998), así como en la de diccionarios de variedades lingüísticas, por ejemplo, el Nuevo diccionario de americanismos, un proyecto de Haensch y Werner (1976), el Diccionario del español de México (1982), el Nuevo diccionario de colombianismos, el Nuevo diccionario de argentinismos y el Nuevo diccionario de uruguayismos (los tres de 1993). 8 Asimismo, es importante destacar la publicación durante la última década de diferentes guías de lenguaje no sexista y no discriminatorio (Medina Guerra (coord.), 2002 y Universidad de Murcia, 2011, entre otros casos), que pretenden contribuir con la conformación de discursos que manifiesten un lenguaje inclusivo y respetuoso.

En tercer lugar y haciendo referencia a la incidencia de las tendencias del mercado en las últimas décadas del siglo, damos cuenta de que el estilo de redacción y organización textual implementado por cada editorial ha cobrado desde esa época una importancia fundamental. El estilo pasaba a consolidarse como rasgo de identidad editorial —en tanto marca posicionada en el mercado— y, en algunos casos, actuaba como garantía de legibilidad y calidad. Una de las funciones primordiales del corrector consistía, entonces, en cuidar el estilo de los textos que corregía de acuerdo con el manual de estilo, las pautas editoriales o las hojas de estilo de la empresa. En efecto, a partir de allí, el corrector de estilo de todo género no ficcional “debe leer el manuscrito línea a línea, palabra a palabra, incluso letra a letra, buscando errores gramaticales, ortográficos y de uso, mala sintaxis, metáforas mezcladas y non sequitur. También verifica que se respete minuciosamente el estilo de la editorial” (Sharpe y Gunther, 2005: 8). Por un lado, la conciliación de los conceptos de “norma” y “estilo” instaura un campo de problemas debido a que entran en juego distintas representaciones de lenguaje (García Negroni (coord.), 2004: 8) y, por el otro, adquieren valor las convenciones estilísticas de cada género, que son consideradas como rasgos prototípicos de la redacción. En este sentido, tales convenciones rigen la producción textual de las disciplinas o áreas de conocimiento: estilo científico, didáctico, académico, etc., en las que el corrector debe ser experto (López Valdés, 2009: 48). Dada la importancia que obtuvo el estilo de redacción y composición como rasgo de identidad editorial, durante la década del noventa, se editaron los primeros manuales de estilo de periódicos escritos en lengua española, tales como el Manual de estilo del diario El país (1996) y el Manual de Estilo y ética periodística de La Nación (1997), 9 y se elaboraron las pautas u hojas de estilo propias de cada casa editorial. 10 A modo de ejemplo, tomamos el caso de la editorial Santillana, sede Argentina, cuyo estilo de redacción se rigió durante la década del noventa, por El martillo del corrector, una publicación realizada por los correctores de la empresa y que reunía sus pautas estilísticas más importantes. Hacia la década siguiente, esta publicación fue reemplazada por una hoja de estilo en formato digital, que tiene la ventaja de ser corregida y ampliada en forma rápida y constante, como lo explica su encabezado:

Hoja general de estilo Santillana 2005. Elaborada en el departamento de Corrección. Mayo de 2005. Entre las múltiples opciones posibles, se ha tomado como referencia la normativa de la rae (Gramática, Ortografía, drae) para unificar el criterio estilístico de la editorial. Es una guía general, de la que cada área extraerá lo que le sea útil y agregará sus propias normas especiales. A medida que vayan apareciendo dudas y problemas, por favor comuníquenlos a Corrección, para ir registrándolos y enriqueciendo este instrumento. Sería un aporte muy interesante y positivo […].

Por otra parte, durante la década de los noventa y también en el nuevo siglo se publicó una gran cantidad de manuales de estilo que ofrecían la asistencia y orientación sobre el uso de la lengua no solo a profesionales de la edición o especialistas del idioma, sino también al público lego. Entre ellos destacamos el Manual de edición y autoedición de Martínez de Sousa (1999), El arte de escribir bien en español. Manual de corrección de estilo de García Negroni (coord.) (2001 y 2004), Escribir en español. Claves para una corrección de estilo de García Negroni (2010), Normativa lingüística española y corrección de textos y Dudario. Diccionario de consultas sobre el uso de la lengua española, estos dos últimos de Zorrilla (2004 y 2011, respectivamente).

Consideramos que, al haber ampliado sus funciones y resignificado su rol, el corrector de estilo cuenta con los instrumentos necesarios para enfrentar exitosamente el nuevo contexto y los desafíos que impone la sociedad de la información. Tengamos en cuenta que ciertas innovaciones tecnológicas brindaron herramientas para la redacción y corrección de textos que están al alcance del público en general, como las opciones de control de ortografía y gramática que ofrece el procesador de textos de Microsoft Word, el acceso a diccionarios en CD-Rom, como el drae (en CD-Rom desde 1995) y el de María Moliner (en CD-Rom desde 1996), o en páginas web (por ejemplo, el sitio de la rae: el drae en http://buscon.rae.es/draeI/ y el Diccionario panhispánico de dudas en http://buscon.rae.es/dpdI/html/cabecera.htm),11 y la posibilidad de realizar pesquisas específicas, a través de buscadores, como Google, o navegando en diversos sitios de referencia. Sin dudas, el corrector de estilo —que tiene que manejar estas herramientas, claro está— posee una experticia y saberes específicos que lo avalan para actuar en los diferentes aspectos y niveles (enunciativo, discursivo, genérico, enciclopédico, etc.), a los que ningún programa informático llega. Por otra parte, él es el experto que está al tanto de qué sitios o diccionarios son fiables y contienen información completa y exhaustiva.

A modo de ejemplo y según expusimos en trabajos anteriores (Tosi, 2008: 70-75), presentamos a continuación algunos de los aspectos a los que debería prestar atención un corrector de estilo de una práctica discursiva específica, en este caso, el libro didáctico o libro de texto. Más allá de la normativa y cuestiones gramaticales y textuales, este profesional tiene que cuidar ciertas cuestiones nodulares para el género, a saber:

  • 1)

    Los modos de organización prototípicos de organización genérica, como los modos de explicar y definir, la neutralización de las fuentes de enunciación y del discurso ajeno, las formas de apelación al destinatario, el modo de formulación de actividades, etcétera.

  • 2)

    La adecuación del lenguaje al destinatario. Implica el uso de palabras y frases sencillas según la edad del destinatario, por ejemplo, en los primeros años de la primaria es conveniente evitar el exceso de proposiciones subordinadas, porque para un niño pequeño puede ser muy dificultoso reponer un antecedente “lejano”.

  • 3)

    El control de los elementos propios de la maqueta y del paratexto: tipologías, títulos, citas, notas, epígrafes, etcétera. 12

Asimismo, hemos subrayado la necesidad de que correctores y editores conozcan a fondo las especificidades del discurso académico (Estrada y Mosqueda, 2007: 60-63).

En suma, el corrector de estilo actual, en términos generales, es un profesional cuyos saberes, conocimientos y funciones se han ampliado y enriquecido: a la corrección en papel se le suma la corrección en pantalla; al conocimiento de las marcas de corrección se le agrega el manejo de diferentes programas, como el control de cambios de Word; además de trabajar con galeras, ferros y plotters, debe manipular documentos en PDF y en ocasiones, hasta algunos programas de diseño.

Consideraciones finales

En el presente trabajo hemos realizado un recorrido por el rol del corrector a lo largo del siglo xx y principios del xxi. Demostramos que los materiales auxiliares, como los diccionarios, los manuales de estilo, las pautas editoriales y las herramientas digitales recientes, han contribuido a re-significar la técnica y el arte de la corrección. Creemos que, a partir de la especificidad de sus saberes y experticia y la ampliación sus funciones, el corrector de estilo puede enfrentar exitosamente el nuevo contexto y los desafíos que impone la sociedad de la información. En efecto, en la actualidad el corrector de estilo ha logrado resignificar su rol en la medida en que ha superado la representación de ser un mero detector de erratas y guardián de las formas “cultas”, para configurarse como un “asesor lingüístico”, que además de ser experto en la gramática y normativa de la lengua, entiende de propiedades genéricas y puede operar en los aspectos enunciativos, textuales y discursivos de los textos con los que trabaja, sabe de variedades lingüísticas y administra los recursos informáticos.

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El presente trabajo forma parte del Proyecto UBACyT “Subjetividad y prácticas discursivas escritas. Aplicación a la producción, interpretación y corrección de textos para la transferencia a la comunidad educativa y a la industria editorial” (2011-2014), dirigido por la doctora María Marta García Negroni, en el Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Parte de este trabajo fue presentado en el Primer Congreso Internacional de Correctores de Lengua Española, desarrollado en la ciudad de Buenos Aires, del 14 al 16 de septiembre de 2011.

Incluso para López Váldez (2001: 11), el rol de corrector “ha devenido en otra figura profesional que se ha ido delineando en los últimos años: el editor especializado en redacción editorial, cuya labor requiere no solo mayores conocimientos sino también la continua perspectiva integral de los procesos -técnicos e intelectuales- por los que una obra específica se convierte en un libro determinado”.

En efecto, el corrector tiene que manejar competencias gramaticales, referidas al aspecto normativo del lenguaje, pero también textuales, relativas a la organización global del texto, y enciclopédicas o culturales, que remiten a los conocimientos implícitos sobre el mundo y dependen de la formación cultural de cada profesional (García Negroni y Estrada, 2006: 26-40).

El vocablo “editor” tiene relación con el sustantivo latino editor, -oris, que a su vez proviene del verbo edo; en su primera acepción, edo significa ‘dar a luz, parir, generar’ y de ahí ‘divulgar, dar a conocer’.

En el mundo editorial anglosajón, al corrector de estilo se lo llama copyeditor y al corrector de pruebas, proofreader (Merriam-Webster’s Manual for Writers and Editors, pp. 272 ss.).

Para las diferencias en el proceso de edición entre textos técnicos y literarios, ver Piccolini (2002: 120-121).

Además del texto de Euniciano Martín citado por Buen Unna (procedente de La composición en las artes gráficas, Barcelona, Don Bosco, 1974), pueden mencionarse otras dos obras españolas del siglo xx referidas a los correctores: la Técnica del arte de imprimir, publicada en la Biblioteca Profesional Salesiana, y la Gramática castellana para uso de tipógrafos, de Miguel Lozano Ribas. Ambas obras tuvieron sucesivas ediciones durante ese siglo.

Para consultar por un estudio lexicográfico exhaustivo, ver Medina Guerra (2003).

Con motivos de la edición del Manual, el periódico expresó: “Como una respuesta a los desafíos que plantea día tras día la producción de un diario, tanto desde el estilo de la escritura utilizado como de los principios éticos que les cabe a los responsables de informar a la población, La Nación lanzó ayer su Manual de estilo y ética periodística”. En “La Nación editó su manual de estilo”, La Nación, 30/4/1997. Disponible en: http://www.lanacion.com.ar/68034-la-nacion--edito-su-manual-de-estilo [Consultado el 14/7/2011].

Las pautas u hojas de estilo suelen ser elaboradas por el equipo editorial, generalmente por los correctores de estilo y los editores.

Sitios electrónicos consultados el 28 de febrero de 2012.

Vale aclarar que las funciones específicas correspondientes al corrector y al editor pueden variar de acuerdo con cada género y casa editorial. Incluso, tal como ya explicamos, en ocasiones, tales funciones suelen superponerse.

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