La palabra «humanismo» comenzó a emplearse a principios del siglo xix por autores alemanes. Desde entonces se han esgrimido múltiples facetas de esta concepción sociocultural. Pero, ¿cuál es el verdadero humanismo al que debe aspirar la sociedad moderna? Es aquel que no se revela antihumano, a saber, el humanismo integral que proclama su fe en el hombre no por sus virtudes connaturales, sino por la centella de divinidad que en él palpita. Este humanismo confiere dignidad y nobleza a la persona humana, en otras palabras, es un humanismo heroico. La comprensión humana, el amor al prójimo, el espíritu de sacrificio, el sentido de responsabilidad, son estas las bases de la formación humanística del hombre de hoy. En realidad, no debe entenderse el triunfo del ideal humanista en nuestra sociedad como el encerrarse en una torre de marfil o volver la espalda a las exigencias cotidianas para refugiarse en una especie de Nubicuculia ni como el querer solucionar los problemas del momento en virtud de la autoridad de los autores clásicos o con el recurso fácil de iurare in verba magistri.
Serían estas puras necedades, cómo ya lo señaló el Maestro Ignacio Chávez en su memorable lección de 19581. El fruto de una buena educación humanística no consiste en el aislamiento en un mundo de sombras y tampoco en complacerse en diatribas estériles o en redundancias retóricas. Baste recordar el aserto de Marco Tulio Cicerón en su defensa del poeta Aulo Licinio Arquías2: «Etenim omnes artes quae ad humanitatem pertinent habent quoddam commune vinculum et quasi cognatione quadam inter se continentur» (Pues todas las artes propias de la humanidad tienen cierto vínculo común y están enlazadas unas con otras como por un parentesco).
Humanismo significa alcanzar la plenitud del corazón y del intelecto, no arrodillarse ante el ídolo del éxito material, saber dominar la técnica sin volverse sus esclavos, comportarse en toda circunstancia como hombres y con amor a los hombres. La técnica no es humanista, hasta puede ser antihumana. Sin embargo, si se considera como una condición de progreso de los verdaderos valores humanos y no como fin a sí misma, no constituye un obstáculo a los ideales humanistas, antes bien puede adquirir un aspecto personal: el arte de la técnica. Hay que penetrar en su espíritu (Wesen der Technik3) para alcanzar esta meta. En efecto, en el pensamiento de Platón, la expresión tékne no corresponde a un concepto de la práxis, sino que es un concepto del saber, rigurosamente sinónimo de epistéme4. La técnica moderna, aunque mucho más evolucionada que las antiguas, no es más que un medio con vistas a unos fines.
El problema actual no consiste en combatir o excluir uno u otro elemento de la vida contemporánea, intento vano y retrógrado, mas en introducirlos, o mejor incorporarlos todos, en lo íntimo de una concepción integral del hombre, que no es solamente un cuerpo, sino un espíritu en un cuerpo. Como espíritu, él no existe solo para el mundo, sino para realizar en el mundo su existencia temporal, a saber, para efectuar su prueba de ser viviente destinado a un fin superior. El elemento divino en el alma humana ya fuera invocado por sabios antiguos: Eurípides (Fragmento 1018), Platón (Timeo, 90 A-D), Cicerón (Tusculanae, I, 26, 65: «ergo animus... divinus est»). Cabe mencionar que la consumación de la Gran Obra Alquímica debía espiritualizar al hombre y devolverlo a su cauce de divinidad. A su vez, el médico catalán Sibiuda del siglo xv, quien influyó mucho en Montaigne y Pascal, afirma que «no hay nada más cierto ni más presente a cada hombre que su conciencia». Esta aseveración hace eco a la de San Agustín: «Nihil sibi ipsi praesentius quam conscientia» (nada es más presente a uno mismo que su alma). Pero el hecho de considerar a la propia conciencia como centro de referencia de toda realidad es una característica del mundo de hoy. Tal concepción hubiera sido extraña e incomprensible para otras civilizaciones, por ejemplo la griega. De hecho, en el seminario de Thor, en 1969, el filósofo alemán Martín Heidegger estuvo de acuerdo con la aseveración siguiente: «Para los griegos, las cosas aparecen. Para Descartes, para Kant y para el hombre de la edad moderna, las cosas me aparecen»5.
Humanismo del científico de nuestros díasNausífanes de Teo, maestro de Epicuro, en su ensayo «El Trípode» defendió la tesis de que el conocimiento depende de la observación, la experiencia, la historia y la inferencia basada en la analogía6. Dicha obra influyó, al parecer, sobre el «Canon» o tratado de las bases del conocimiento, redactado por el propio Epicuro7. La doctrina de este último se expresa claramente en el poema filosófico De rerum natura (De la naturaleza de las cosas) debido al romano Tito Lucrecio Caro (98-55 a.C.). Por otro lado, en el Codice Atlantico de Leonardo da Vinci, se elogia «la sana experiencia, madre de toda certidumbre». Y en nuestra época, según Heidegger8, podría imaginarse una expresión como la del fragmento 123 de Heráclito: ankibasíe, en alemán Horangeren=ir a la proximidad de, con el objeto de indicar la idea conductora para un tratado sobre la esencia de la ciencia contemporánea. El pensador alemán citado la define como la «teoría de lo real». Y lo real, que nos pone en conexión con el ante todo, es lo que Aristóteles denomina Noûs. La ciencia moderna, pues, no es más verdadera que el saber antiguo; es verdadera de otro modo, i. e. en el sentido de la verdad mudada en certeza. En tal mutación se refleja toda la historia del mundo occidental.
La investigación científica, clínica o básica, obedece a una vocación auténtica, a la que muchos son los llamados y pocos los elegidos. De acuerdo con un aserto de Szilasi9, el que consagra su vida al quehacer científico está impulsado a poner en acción el logos, que para Hegel es lo real en todas las manifestaciones de lo humano10. Esto contribuye a que la ciencia salga de una anarquía tecnicizante para convertirse en la base de un mundo racional. En este, debería cultivarse la ciencia para que preste sus servicios dentro de una cultura filosófica universal y no se hunda en la ausencia de conceptos o en una arbitrariedad carente de objeto. Entre el saber, memoria del ser o de la verdad11, y las ciencias, existe un círculo. Por cierto no se trata de un círculo vicioso, sino de un círculo salutífero, que para poder descender del saber a las ciencias, tiene que volver a subir de las ciencias al saber. Sería esta la verdadera epistemología12. Ahora bien, el principio de la ciencia moderna estriba en un retorno en sí de la idea del método, definido por Hegel como «el alma inmanente del propio contenido de lo real».
El ejemplo de un ilustre cardiólogo mexicanoA la luz de los conceptos aquí expuestos, el escritor Octavio Paz, premio Nobel de Literatura en 1990, considera que el maestro Ignacio Chávez fuera no solo un gran hacedor, sino también una conciencia crítica13. En sus esfuerzos porque México tuviese una ciencia moderna, no cerró los ojos ante los peligros y los desastres de la ciencia y la técnica. Sin renunciar a ellas, se empeñó siempre en limitar su desmesura con la lección del humanismo. Escribió Paz: «Ni el especialista ni cualquier otro médico podría curarnos de la única enfermedad constitucional de los hombres y de todas las especies vivientes: la muerte. Por eso se le pide al médico, desde la antigüedad, algo más que saber y técnica». Relataba asimismo una frase del médico francés Louis Portes, citada a menudo por Chávez, la que resume admirablemente la situación: «La relación entre enfermo y médico es la de una confianza frente a una conciencia». Siempre según Paz, nuestro maestro estaba convencido de que la finalidad primordial de la universidad es «formar hombres de hoy, con la ciencia y la técnica de hoy. Y tal finalidad se enlaza a otra: la cultura». De hecho, en palabras de Lagneau: «La cultura no es solo un saber, sino un saber aprender y un saber resolver». La primera de estas modalidades del saber es el fundamento de las otras: aprender a saber. La investigación científica, por su misma naturaleza, es antidogmática. Aprender a saber significa, ante todo, aprender a dudar. Lo afirmaba, en sus tiempos, el humanista Pier Paolo Vergerio: «El primer paso hacia el saber es poder dudar»14. Son estos los derroteros seguidos por nuestro instituto en su labor diaria de asistencia, investigación y enseñanza (fig. 1).
ConclusionesLas obras del hombre valen solo por lo que aportan como testimonio de la verdad, por lo que realizan en el progreso de la perfección individual y en el mejoramiento de la sociedad. Bajo este aspecto, es explícita la exhortación de Nietzsche: «Solamente nuestras obras y nuestros discípulos podrán abrir la ruta al barco de nuestra vida». A su vez, Octavio Paz escribió en «Memento. Jean-Paul Sartre»15: «El sueño de la hermandad universal, y más la iluminada certidumbre de que ese representa el estado al que todos los hombres estamos natural y sobrenaturalmente predestinados si recobramos la inocencia original, aparecen en el cristianismo primitivo. Reaparecen entre los gnósticos de los siglos iii y iv de nuestra era y en los movimientos milenaristas que, periódicamente, han conmovido el mundo occidental desde la Edad Media hasta la Reforma protestante».
Tales metas anhelan los espíritus pensativos, los espíritus amantes, los espíritus confiados en el progreso de la humanidad y en el destino del hombre. A estos sublimes ideales fue siempre fiel Don Ignacio Chávez durante su larga y fecunda existencia y sigue proponiéndolos a sus discípulos de todos los países y de todas las épocas.