La bioética se ha convertido en una disciplina del máximo interés para las profesiones sanitarias. Desde hace unos años, en España se vienen desarrollando programas de posgrado y, más recientemente, la bioética se está incorporando a los currículos de pregrado. De igual modo, es creciente la demanda docente en la formación continuada de médicos y otras profesiones en el ámbito de las instituciones sanitarias y de los comités de ética. Los nuevos planes de estudios universitarios que se están diseñando para la universidad europea requieren una reflexión conjunta de profesores y alumnos ante una materia docente con perfiles de disciplina humanística, vinculada a la ética aplicada y que se aparta, por lo tanto, de los esquemas clásicos del modelo biomédico.
Aun siendo casi un consenso internacional incorporar la bioética en la formación del médico, la pregunta clave que se refiere al modo concreto de hacerlo permanece sin respuesta. No se discute la importancia de la bioética, sino cómo es posible enseñarla. Y, en particular, cómo se enseña la bioética que hay que vivir en el día a día, para que la acción médica esté impregnada de esa dimensión esencial que hace del médico un profesional humanista.
Con el objetivo de compartir las experiencias docentes en este tema, tanto de aprendizaje como de evaluación, se organizó, por segundo año consecutivo, el curso de verano de la Universidad de Zaragoza «La enseñanza de la bioética en la universidad y en las instituciones» (Jaca, septiembre de 2007). Resultó un foro académico de discusión científica, con la presencia de profesores de bioética, estudiantes de medicina, miembros de comités de ética sanitaria, grupos de investigación en bioética y profesores internacionales invitados. La participación interactiva de ponentes, coordinadores y otros enriqueció la actividad. Los estudiantes de medicina y residentes, que totalizaban casi la mitad de la audiencia, contribuyeron de modo esencial al colocar los dilemas éticos a los que se enfrentan en el propio aprendizaje de la ciencia médica y de la práctica clínica.
El presente artículo recoge los temas principales abordados en este foro anual de discusión, destacando las cuestiones candentes y apuntando posibles soluciones para los dilemas en el aprendizaje de la bioética
Centrando los cuestionamientosLa preocupación por la formación en bioética no es teórica. De hecho, en posgrado se cuentan más de diez cursos de especialización (másters) de calidad innegable en España. Están preparándose profesores de la materia, y hay investigadores y docentes dedicados al tema. La seriedad de los cursos y la competencia de los posgraduados se deja notar. Pero el hecho de que haya especialistas en el tema no es suficiente, aunque sea completamente necesaria, para garantizar una educación continuada y práctica en bioética a los profesionales de sanidad, especialmente a los estudiantes de medicina y médicos.
Como en cualquier área del saber, el problema es hacer de ese saber algo transitivo, que alcance justamente a los que, no siendo especialistas, necesitan de esos conocimientos. La cuestión, pues, no es tanto cómo aprender bioética y especializarse, sino cómo enseñarla. Cómo adaptar la ciencia a los interrogantes que la vida de médico —o de estudiante de medicina— nos coloca diariamente.
¿Por qué esta dificultad práctica?, podríamos preguntarnos. ¿Quizá porque los especialistas en bioética se encierran en su mundo investigativo e ignoran los dilemas cotidianos, tal vez «de poca monta», pero que son los que producen perplejidad al joven médico? Alguien comentaba la inutilidad de analizar la ética del fin de la vida —eutanasia y variaciones sobre el tema— si no se comenta, de modo franco, la ética de la vida, de los «buenos días», del «saber sonreír», de cómo «conquistar la confianza del enfermo». Restringir la enseñanza de la bioética a los casos difíciles, que raramente se presentan en la vida del médico común, es desperdiciar la oportunidad de aprender la ética «de a pie», de lo cotidiano. Esa ética, que se mezcla con la decisión clínica, con la opción terapéutica, con el trato afable con el enfermo y su familia, es la que resulta verdaderamente atractiva —¡;y necesaria!— para los médicos y estudiantes en formación.
De la falta de encaje de la bioética en el pregrado no se puede culpar solamente a los profesores de la materia. De hecho, se va introduciendo en algunos currículos la disciplina, en pocos como materia obligatoria, en la mayoría como optativa. Existe espacio, pues, para el aprendizaje, pero el problema no está resuelto. Habría que preguntar qué es lo que los profesores, el claustro académico, la universidad piensan de hecho sobre la necesidad de la bioética. Y, sobre todo, qué es lo que esperan de ese aprendizaje.
En cuanto la bioética sea una disciplina que corre paralela al resto de la ciencia médica, viviremos la frustración de formar médicos sin conocimiento ético, médicos por la mitad. Se le podrá dedicar más tiempo a la asignatura, hacerla obligatoria, pero no dejará de ser algo yuxtapuesto si no se encuentra el modo de que permee capilarmente toda la formación médica. Habría que, de algún modo, impregnar la educación universitaria de una cultura ética, de modo longitudinal, continuo, práctico, accesible y, muy importante, atrayente.
Y en este punto justo es examinar de nuevo la actitud de los profesores expertos en bioética. Además de pleitear por ese espacio necesario —más que en cantidad, en continuidad y presencia constante, como el condimento que da sabor al alimento—, habrá que reflexionar sobre el contenido y las metodologías docentes —qué se enseña y cómo se enseña—, sobre las evaluaciones que cualquier estrategia docente exige, y sobre la investigación y las publicaciones, que tornan públicos los resultados.
Todas estas reflexiones, resumen de variadas colocaciones en el foro, acaban cuajando en una pregunta de difícil respuesta: ¿quién va a ser el profesor de bioética en la universidad? Imaginemos que se resuelven todos los otros cuestionamientos y que se facilita la enseñanza longitudinal, permanente, «a modo de condimento», de la bioética, con la aceptación plena de la universidad y el reconocimiento de su importancia. Resta la pregunta clave: ¿quién va a enseñar la disciplina, cómo lo va a hacer y en qué momento, cómo va a demostrar la eficacia y lo imprescindible de la materia? Son, todas, preguntas que exigen reflexión. Para ocupar un espacio —que todavía hay que conquistar— hay que estar seguro de poder gestionarlo eficazmente. Volveremos sobre este punto después.
El médico humanista y la bioética personalistaLa participación activa de los estudiantes en el desarrollo del foro condujo la discusión al interesante campo del humanismo médico, que alía ciencia y arte para mejor cuidar del enfermo. Esas son, y no otras, las dudas prácticas —cómo hacer lo mejor— con que el estudiante se topa con frecuencia. Eso es, en resumen, lo que de verdad le preocupa y que el profesor debe tener en cuenta si quiere ayudarle.
La enfermedad no existe por sí sola; aparece, siempre, encarnada en alguien, y se reviste de la personalidad de aquel a quien acomete. Aunque la enfermedad sea la misma, cada uno enferma a su modo. Esto es algo que la experiencia clínica confirma. Y la misma experiencia nos enseña que tan importante como conocer la enfermedad es conocer a la persona que la padece, para poder cuidar de ella con competencia. Ese es el primer fundamento de un humanismo médico real, que incorpora una postura antropológica que sirve de base para las acciones médicas, que se componen de los elementos clínicos y del necesario condimento ético. Estas afirmaciones que son obvias se olvidan en la práctica, y por no hacerlas explícitas se deja de enseñarlas… y de aprender.
Es fácil observar entre los estudiantes y jóvenes profesionales una curiosa convivencia de conocimientos técnicos apurados con una falta total de postura humanística, por faltar la formación antropológica necesaria para integrar estos conocimientos en su conjunto. Si en otras épocas esta deficiencia podría interpretarse como falta de honestidad, hoy resulta más por ignorancia (por no saber cómo hacerlo, porque nadie se lo ha enseñado en la práctica) que por maldad. Quizá tenemos que admitir que hoy se torna necesario enseñar lo que en otros tiempos las personas sabían por educación y cultura. Y es que en épocas pasadas el médico que no era humanista (que no entendía al enfermo, y no se hacía entender por él) no tenía posibilidad de practicar la medicina. Hoy, la técnica es tanta y tan abundante, que no es difícil camuflarse con ella, para suplir las deficiencias humanas.
Saber atender al enfermo en toda su dimensión humana, y no sólo sectorialmente —el desarreglo fisiológico que la técnica consigue medir— es el desafío principal que se coloca hoy en la educación médica. Se hace necesario un conocimiento profundo de la enfermedad y de la personalidad de quien enferma, de lo que la técnica es capaz de evaluar y de la intimidad que la intuición profesional revela. Esta es la construcción de un nuevo humanismo médico capaz de armonizar los cuidados que el paciente necesita1. Y para llegar a esto, no son suficientes algunos consejos dados con buena voluntad y un par de libros que se recomiendan al estudiante desorientado y perplejo con los dilemas éticos. La construcción de este humanismo es fruto del estudio, la reflexión y una inversión en la cultura, en dosis regulares y constantes, que permitan el «rearme ético» que los estudiosos de la bioética proponen hoy como urgente necesidad.
Enseñar bioética hoy implica el desafío de promover una verdadera reconstrucción filosófica «que eso es la postura antropológica» del médico. Y construir así profesionales «bifocales», que son capaces de cuidar a sus pacientes con competencia profesional, técnica y ética, en armonía, aprovechando lo mejor que el progreso ofrece, para atenderlos en sus carencias fisiológicas y humanas2.
Enseñar bioética supone establecer fronteras y normas, pero requiere sobre todo creatividad, ir más allá de lo que está estipulado, para hacer por el enfermo todo lo que es posible. No se contenta con no hacer el mal, sino que persigue, quiere y de verdad practica todo el bien que es posible. La bioética es, entonces, una fuente de obligaciones que cada uno se crea para mejor desempeñar la función de médico. «El deber que se nos exige es sólo un pretexto para que inventemos otros deberes», decía Marañón3.
Este es el modelo de la ética personalista que conciliando objetividad y subjetividad, apoyándose en una ética de los valores, da énfasis a la persona. Considera el caso personal —que tiene un nombre concreto, el de ese paciente— con atención, con cariño, sin limitarse a aplicar códigos y reglas, busca hacer siempre lo mejor sin contentarse con lo que está obligado, por normas o legislaciones. Es una ética que se encaja perfectamente con la medicina centrada en el paciente, no en la enfermedad, que es la acción propia del médico humanista.
Este modelo, que nos atrevemos a denominar de ética vitalista, depende del sujeto, del médico que actúa en la práctica diaria. Son sus virtudes las que complementan y «personalizan» las normas objetivas, haciendo de la ética algo personal que incide en el modo de cuidar del enfermo. No se guía apenas por no cometer infracciones, sino por el deseo de ayudar lo mejor. Esto es lo que algunos denominan, acertadamente, el «bien hacer médico»4. Enseñar bioética es, en este punto, construir un sujeto capaz de tomar las decisiones correctas. No se trata de construir códigos de conducta, sino de formar profesionales conscientes, que sean capaces de encarar las decisiones que deben tomar5.
Es evidente la creatividad —y la gran responsabilidad— que la bioética personalista entraña. Requiere del sujeto que la practica prudencia, ponderación, verdadera sabiduría. Y en el fondo, éste es el único medio de responder a los cuestionamientos prácticos que le vida le coloca en lo cotidiano. En acertada analogía, Ortega y Gasset compara a la persona —la personalidad en formación— con una esfera, inicialmente hueca. El hombre recibe de la sociedad la pared exterior: las ideas comunes, los impulsos de conducta, las preferencias y repulsas comunes a la sociedad. Pero es necesario que su intimidad —el interior de la esfera— vaya engordándose con actitudes morales que nacen de su interior. Esto es lo valioso, lo que construye al hombre superior. Son los criterios decisivos (intelectuales y morales) los que hacen de quien los posee —de verdad, como cosa propia y no como aderezo— una verdadera persona moral. Y concluye el filósofo: «el que sólo posee el repertorio de modos recibidos sólo funcionará con corrección en las situaciones habituales previstas por ese repertorio. Colocadlo en una circunstancia nueva y no sabrá qué hacer, su reacción será torpe, porque no puede recurrir al fondo creador de sus criterios propios»6.
No es temerario concluir que la bioética personalista exige un compromiso del médico que la abraza como modelo, porque depende directamente de un modelo de vida virtuoso que rige toda la actuación profesional. Difícilmente sabrá decidir con sabiduría quien no se esfuerce por ser virtuoso, pues la sabiduría es ciencia del corazón y no sencilla teoría. Es verdad que se puede actuar correctamente, observando los principios éticos y deontológicos, sin querer ir más lejos. Pero esta postura «aséptica» encierra la peor de las virulencias: la omisión, «dejar de hacer todo el bien que se podría hacer». Para quien tiene el privilegio de trabajar con la vida humana, la omisión puede ser la peor de las faltas.
La educación de la afectividad: un camino para la bioéticaLa bioética personalista requiere creatividad y compromiso por parte del docente para ser enseñada. Si quiere ser una respuesta a los cuestionamientos éticos de los estudiantes, es necesario conocerlos, entenderlos, para poder formarlos. Comprometerse, pues, con los estudiantes. Y en este punto, las emociones, la afectividad —lo que nos afecta— son una pista necesaria para un buen aprendizaje. Y aquí se requiere creatividad para abordar nuevos paradigmas de enseñanza, aunque esto nos haga entrar en terrenos desconocidos.
Nuevamente Ortega nos advierte de que «el hombre hace la técnica, pero al hombre le hace el entusiasmo. Si el brazo mueve a su extremo el utensilio, no se olvide que, puesto a su otro extremo, mueve al brazo un corazón». No hay como prescindir de las emociones, del entusiasmo, de la afectividad que nos motiva7.
La afectividad tiene una estrecha relación con la vida virtuosa que se espera del médico humanista que practica la bioética personalista. «Las virtudes —dice un estudioso del tema— son disposiciones no sólo para actuar de manera particular, sino para sentir de manera particular. Actuar virtuosamente no es actuar contra la inclinación; sino actuar a partir de una inclinación formada por el cultivo de las virtudes. La educación moral es una education sentimentale.»8
La dimensión afectiva —educación de las emociones— se presenta particularmente destacada en estos días, cuando de educar se trata. Las emociones no pueden ser ignoradas; es más, hay que contemplarlas y utilizarlas porque son un elemento esencial del proceso formativo. En el moderno contexto cultural se puede afirmar que las emociones son como la puerta de entrada para entender el universo donde el estudiante transita, se mueve y, consecuentemente, se forma.
Educar a través de las artes, educación estética, no es pretender anclar en la emoción y en la sensibilidad todo el cuerpo de conceptos necesarios para construir los valores de la persona. Lo que se pretende es provocar la reflexión, condición imprescindible para cualquier intento de construcción de la personalidad. Se puede enseñar técnica, incorporar habilidades sin reflexionar; pero no se puede adquirir virtudes, mudar las actitudes sin hacerlo. Hay que pensar o, mejor, hay que hacer pensar, y para esto sirven la estética y las emociones que la acompañan. Se trata de establecer un punto de partida, como una pista desde la que se pueda despegar para un aprendizaje más profundo. Empezar por lo que es bonito y estéticamente bello, lo que «nos toca la emoción», lo que nos afecta, para después zambullirse en la construcción de valores que además de bonitos sean verdaderos9.
La cultura de la emoción está intrínsecamente unida a otro elemento integrante del universo del estudiante: la imagen o, como se define acertadamente, «una cultura del espectáculo»10. El estudiante llega hasta el educador anclado en una formación que privilegia la información rápida, el impacto emotivo, la intuición en vez del razonamiento lógico. Y esto no sólo en lo que a educación se refiere, sino en el propio modo de ver —casi diríamos de sentir— la vida. En la «cultura del espectáculo» lo sensorial se potencia porque alcanza directamente al espectador, provocando emociones, sin pasar previamente por la comprensión racional. La recompensa emotiva es directa, diferente de la que se obtiene cuando se «comprende un concepto» y después la comprensión provoca la emoción correspondiente. Con la imagen todo es directo, rápido, como un atajo que despierta la emoción sin que se sepa por qué. Las respuestas racionales —«estoy de acuerdo o no»— se ven sustituidas por «me gusta o no», que son respuestas emotivas que la imagen despierta.
Lenguaje de emoción en la cultura de la imagen: he aquí una frecuencia en la que es posible sintonizar con el universo del estudiante. Y con estos nuevos registros de comunicación, el educador tiene que repensar su postura. Ignorar las emociones sería ingenuidad; temerlas, por abrigar el recelo de una educación superficial, tampoco parece una actitud creativa. Lo mejor, sin duda, será incorporarlas situándolas en el papel donde pueden ser más eficaces: activando el deseo de aprender, como elementos de motivación inseridos en una cultura moderna.
Pero toda esta libertad que damos al gobierno de las emociones, ¿no nos dejará al sabor del gusto de cada uno? ¿Cómo es posible construir conocimiento sobre la natural oscilación afectiva? Recurriendo a los clásicos, recordemos que Platón consideraba como finalidad de la educación enseñar a desear lo que tiene que ser deseado. Aristóteles también habla de educar el deseo. Y aquí surge otro desafío: educar el deseo, mostrar los caminos para que el deseo se eduque, como si fuera una formación del paladar afectivo, para aprender a que guste lo que es bueno. Enseñar la verdadera sabiduría, como bien definía Bernardo de Claraval: «sabio es aquel a quien las cosas saben como realmente son».
Todo este proceso requiere tacto, habilidad, evitar precipitaciones, promover un aprendizaje que respete, de algún modo, el ritmo casi fisiológico de la emotividad. No se puede obligar a nadie a sentir lo que no siente. Se puede, sencillamente, mostrar el gusto, y esperar que el tiempo —y la reflexión sobre lo que se siente, lo que se gusta, en fin, sobre las emociones— vaya perfeccionando el paladar afectivo. Un proceso que es, de nuevo, una verdadera educación sentimental11.
El concepto que se reviste de imagen y de emoción decanta en contar historias. En una cultura del espectáculo —saturada de imágenes, emoción e intuición— lo narrativo también predomina sobre el discurso. Todo se hace historia, ejemplo, que se traduce en imágenes. Un terreno fértil que nos recuerda que el aprendizaje de la ética, en tiempos antiguos, se hacía contando historias, de forma narrativa. Los valores humanos —en las gestas griegas, en los relatos bíblicos, en los clásicos— están disueltos en historias. Y esto nos abre la puerta —¡;necesaria!— para la colaboración que las humanidades brindan en la enseñanza de la ética.
Las humanidades, cuando están incorporadas en el proceso formativo académico, surgen como importante recurso que permite desarrollar la dimensión humana del profesional. Es ésta una dimensión profesional imprescindible por ser, justamente, la que el paciente mejor nota, y en la que hace recaer sus requerimientos. El paciente quiere, sobre todo, un médico educado, esto es, alguien que no tenga sólo conocimientos técnicos, sino que sea capaz de entenderle como un ser humano que tiene sentimientos, que busca una explicación para su enfermedad, y requiere amparo en su sufrimiento12. Para trabajar con estas realidades las humanidades ayudan y, sobre todo, educan. Educar es mucho más que entrenar habilidades: implica crear una actitud reflexiva y un deseo continuado de aprender.
La búsqueda metodológica del moderno equilibrio en la formación de los futuros médicos se concreta en iniciativas variadas que integran las humanidades en el proceso de educación académica. Proponerse crear el hábito de pensar y enseñar caminos para una reflexión permanente —un verdadero ejercicio filosófico de la profesión— es una preocupación constante entre los educadores, que encuentra espacio en las publicaciones orientadas para educación médica. Los recursos humanísticos abarcan el amplio espectro de la condición humana. Literatura, teatro13,14, poesía15 y ópera16 componen el mosaico de posibilidades que los educadores utilizan para ayudar al estudiante a construir su identidad equilibrada, su formación completa.
El cine, que ha sido utilizado habitualmente en este foro académico de discusión, es recurso útil en el universo de la educación médica17–19. El cine, despertador de emociones, encaja perfectamente dentro de la cultura del espectáculo. Provoca emociones y, sobre todo, ofrece la posibilidad de contemplarlas, compartirlas, ampararlas en discusión abierta, abriendo caminos para una verdadera reconstrucción afectiva
Evaluando los resultados: metodología de investigación cualitativaEnseñar bioética, promover actitudes, despertar virtudes, envolver la emoción y el entusiasmo para hacer por el enfermo lo que de mejor se pueda. Un proceso que debe ser evaluado para medir su eficacia. Una evaluación que, evidentemente, no puede ser realizada mediante las medidas normales de la ciencia médica, que se apoya en parámetros cuantitativos y estadísticos.
Esta necesidad —de evaluar con herramientas proporcionales y adecuadas al proceso— trae al foro académico de discusión la realidad de la investigación cualitativa, como recurso posible de evaluación de este proceso de formación del profesional consciente capaz de tomar las decisiones correctas3.
La cuestión que se va a investigar —afirma un estudioso de la metodología cualitativa— es lo que determina la metodología que se deberá utilizar. El éxito de la investigación depende de este ajuste entre lo que se quiere investigar y la perspectiva metodológica que se aplique para construir el conocimiento20. Cuando el objeto de la investigación se sitúa en el contexto de la educación médica, y supone experiencias que miden actitudes, valores y afectividad, los datos surgirán en forma de vivencias, tendrán sus propios significados, en corte fenomenológico. Parece adecuado, pues, que sea la investigación cualitativa la empleada para evaluar este proceso de formación.
La investigación cualitativa surge entre los investigadores de ciencias humanas, tiene como base filosófica la fenomenología, y busca significados de las vivencias que se observan adentrándose, de modo subjetivo, en el universo del sujeto: tanto del observado como del observador.
Toda investigación cualitativa arranca de una pregunta que pide una respuesta. El proceso de respuesta está presidido por una característica fundamental: la flexibilidad. La hipótesis no es cerrada, se amplía para mejor comprenderla y surgen nuevas cuestiones que al principio no se colocaron21. El «modo de mirar» cualitativo tiene que ser, necesariamente, flexible independientemente de la técnica que se utilice (entrevistas, grupos focales, etc.). La movilidad de postura del investigador corresponde a quien está dispuesto a convivir con la incertidumbre que acompaña el conocimiento de la condición humana. Los significados y categorías que surgen no se dejan encorsetar por normas. La interpretación de los datos —que busca explicitar las categorías y encontrar los significados— se encamina a la comprensión del fenómeno que se observa. Es, en el decir de expertos en la materia, un arte que se compone de pericia, disciplina, creatividad y agilidad flexible, y se asemeja a un baile: los ritmos cambian, aparecen nuevos pares, y aunque los pasos de baile sean convencionales, todo corre por cuenta de la creatividad que interpreta, a su modo, el ritmo en curso22.
La investigación cualitativa es un refinamiento sistemático de lo que las personas hacen diariamente, y del modo como construyen sus valores y organizan el mundo a su alrededor. Se trata de explicitar el proceso que, en lo cotidiano, se hace de modo intuitivo, tácito, implícito. Una aproximación de las experiencias que no sólo deben ser observadas y registradas, sino también sentidas. La reflexión sobre el sentimiento es esencial para la investigación cualitativa23.
Variados autores insisten en la naturaleza liberal y humanística de la investigación cualitativa24 y en el valor que tiene para los temas educativos25. El «saber mirar cualitativo» se vuelve al fenómeno y, aun siendo algo común y cotidiano, descubre significados en sus entrañas. Algo que puede no parecer ciencia a los investigadores positivistas que todo quieren traducir en números, pero actitud clara para los filósofos y humanistas. Comenta Ortega26 que muchos de los progresos que se obtienen en ciencia, política y arte se deben a la intuición de alguien que consigue darse cuenta de algo en lo que nadie había reparado. Son los que saben fijarse y demorar en la contemplación del fenómeno. Y a continuación el filósofo recomienda al hombre de ciencia que aspira a la originalidad que no se centre tanto en la creación como en la invención, en el sentido clásico de la palabra: inventar, de invenire, encontrar, descubrir.
Las emociones —que son puente entre percepciones, deseos e intenciones— representan una explicación de las decisiones y comportamientos y ofrecen un terreno fértil para la investigación cualitativa en el contexto educacional. De este modo se adquiere una visión más precisa de lo que realmente sucede, de lo que importa verdaderamente a las personas que el proceso educativo27 tiene en cuenta. Y, cuando se habla de emociones, se incluyen también las del propio investigador. «No se debe negar —afirman los estudiosos— lo mucho que nos envolvemos con el estudio, y las emociones que nos suscita. Recoger material de nuestra práctica, explorar regiones íntimas y a veces incómodos de nuestro ser, sin asustarse, reflexionando sobre ello, compartiendo con otros colegas que investigan. Con el tiempo creceremos en una actitud de aproximación serena y repleta de humor para con nuestros defectos, sin necesidad de justificarlos a cualquier precio»28.
A modo de conclusión: sugerencias prácticasLa pregunta clave (¿quién va a enseñar bioética?) cobra después de este estudio una dimensión mucho mayor. Es evidente que el esfuerzo por formar profesores, que ya está siendo desarrollado, debe continuar incesantemente. Y en la formación de docentes capacitados, insistir en que el ejemplo —el modo de actuar concreto— es lo que más educa.
Comenta un conocido educador29 que los profesores suelen preguntarse qué es lo que tienen que enseñar cuando empieza una disciplina. Algunos se preguntan cómo enseñar, el método que seguirán. Otros se interrogan sobre quiénes son los alumnos, a quién tienen que enseñar. Pero, infelizmente, pocos se hacen la pregunta que más importa: ¿quién enseña? Y concluye de modo definitivo: los profesores enseñamos lo que somos. Toda la fuerza del ejemplo, concentrada en esta pregunta magnífica.
El espacio curricular, que poco a poco se abre para la enseñanza de la bioética en las facultades de medicina, tiene que ser mejor gestionado. La disciplina de bioética tendría que acompañar, de algún modo, toda la formación técnica y de habilidades del alumno, ofreciendo de este modo espacio curricular para la discusión de los dilemas éticos que el estudiante tiene en su día a día.
Una realidad concreta es un grupo de estudios, articulado con el Consejo Estadual de Estudiantes de Medicina (CEEM), que están desarrollando un modelo de currículo longitudinal de bioética. Es su objetivo trabajar las bases de los conocimientos y las disciplinas éticos y de comunicación con el paciente, desde el principio de la carrera. El currículo constaría de una serie de seminarios teoricoprácticos impartidos a lo largo de los 6 años de la carrera, que estarían estrechamente relacionados con las asignaturas específicas de cada curso. Su objetivo sería, pues, ofrecer al estudiante una visión de la medicina mucho más amplia y humana, que complementara los temarios tradicionales de las distintas asignaturas desde el ámbito de la ética y la comunicación con el paciente. El currículo se completaría y desde un ámbito más práctico, con la aplicación en las prácticas clínicas, del sistema de portfolio, empleado ya por los residentes de medicina de familia y a través de una iniciativa puesta en marcha por semFYC, en distintas unidades docentes. Este es uno de los principales puntos del currículo en cuyo desarrollo más se está trabajando actualmente.
Una última sugerencia es que los docentes utilicen la bioética para «acompañar tutorialmente» al alumno de medicina en los años de formación. Los dilemas éticos, como se ha explicado, surgen en el día a día, y no sólo en la clase de bioética. Ofrecer la posibilidad de un sistema de tutoría, inicialmente voluntario para los alumnos que lo deseen, abriría un campo educativo, nuevo y apasionante para los docentes de bioética. Sería una oportunidad de aprender bioética en un «mano a mano» sobre los casos reales, algo muy similar al aprendiz junto al maestro, metodología secularmente consagrada en el aprendizaje de las artes. La medicina, como arte que se ha de aprender, se enriquecería con esta oportunidad.
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Actualmente no se discute la importancia de la bioética, sino cómo es posible enseñarla. Y en particular, cómo se enseña la bioética que hay que vivir en el día a día.
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Hay que conseguir que el saber en bioética sea transitivo, que alcance justamente a los que, no siendo especialistas, necesitan de esos conocimientos.
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Restringir la enseñanza de la bioética a los casos difíciles es desperdiciar la oportunidad de aprender la ética de lo cotidiano.
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La bioética personalista requiere creatividad y compromiso por parte del docente si pretende ser una respuesta a los cuestionamientos éticos de los estudiantes. Las emociones y la afectividad son una pista necesaria para un buen aprendizaje.
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La disciplina de bioética tendría que acompañar, de algún modo, toda la formación técnica y de habilidades del alumno.