En esta época de desmantelamiento del sistema de salud, nos preguntamos si un uso más saludable y prudente de los medicamentos podría generar ahorros que permitieran evitar o minimizar los recortes en otros capítulos, como personal y prestaciones asistenciales1. El examen de las características del consumo de medicamentos en España sugiere que hay posibilidades de mejora, no solo económica.
España es el segundo país del mundo en consumo de medicamentos por persona. Más de un 85% del mercado farmacéutico es financiado por el sistema nacional de salud (SNS). La factura farmacéutica (de medicamentos hospitalarios más los dispensados a través de oficinas de farmacia) supone entre el 25 y el 30% del gasto sanitario público total, lo que constituye el porcentaje más alto en Europa. Gastamos un 1,27% del PIB en medicamentos; la media de la UE15 es del 0,94%. España es el país de la UE con mayor captación de medicamentos nuevos, protegidos por patente (en contraste, Alemania y Gran Bretaña, países con una potentísima industria farmacéutica, son de los que menos medicamentos nuevos consumen). El coste de los medicamentos hospitalarios crece a tasas de alrededor de 20% anual. Las estadísticas de consumo son difícilmente accesibles, hasta el punto que parecen un secreto militar.
En los dos últimos años, a pesar de los ajustes de precios aplicados por decreto (o como consecuencia de ellos), el número de recetas a cargo del SNS ha crecido un 2 a un 3% anual. Usamos los medicamentos de manera ineficiente. Así, por ejemplo, el SNS gasta miles de millones de euros en medicamentos que carecen de valor terapéutico (p. ej., los SISADOA como glucosamina o condroitín sulfato, en los que se gastan unos 100 millones de euros); consumimos más hipnosedantes que ningún otro país; la mayor parte de los antipsicóticos son prescritos a mayores de 75 años, generalmente con demencia e institucionalizados, en los que están contraindicados; se prescriben decenas de miles de unidades de antidepresivos ISRS a niños, en los que están contraindicados por aumentar el riesgo de ideación y comportamiento suicida; muchos pacientes reciben tratamiento con clopidogrel, en lugar de ácido acetilsalicílico, que tiene mejor perfil beneficio-riesgo y de menor precio. La lista es interminable.
Estos hechos, y tantos otros del mismo cariz, reflejan problemas estructurales del SNS. La OMS define la utilización de medicamentos como el proceso de su desarrollo, regulación, comercialización, distribución, prescripción, dispensación y uso en una sociedad, así como sus consecuencias médicas, sociales y económicas. Estos procesos describen el paso de los medicamentos por la sociedad.
Veamos algunos ejemplos, unos aplicables actualmente a todos los países, otros propios de la realidad española:
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El médico puede prescribir más de 12.000 presentaciones diferentes de medicamentos a cargo del SNS, con el reto de la (imposible) gestión del conocimiento que esto implica.
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El SNS no selecciona los medicamentos con la más favorable relación entre coste y efectividad, sino que los financia casi todos de manera indiscriminada.
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La mayoría de los nuevos medicamentos son meras innovaciones comerciales, a menudo basadas en nuevas formulaciones farmacéuticas, formas de liberación retardada, combinaciones a dosis fijas, estereoisómeros (p. ej., esomeprazol, escitalopram) y metabolitos, que sobrecargan la factura de medicamentos del SNS y no ofrecen ventajas clínicas demostradas sobre sus congéneres más antiguos, en términos de mejor eficacia, menos efectos adversos o mayor comodidad2. No son casi nunca «de elección». Antes de decidir su financiación, el SNS debería asegurarse de que aportan alguna ventaja real para los pacientes, a un precio razonable. El precio de los medicamentos no guarda relación con su valor terapéutico.
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Los nuevos medicamentos son introducidos en el SNS sin que se evalúe su efectividad en los primeros pacientes tratados, como si los resultados de los ensayos clínicos, que son realizados en el mejor escenario posible para sus promotores, fueran extrapolables directamente a la práctica clínica habitual, y como si en los últimos años no se hubieran documentado decenas de casos de fraude en la investigación clínica promovida por la industria.
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Órganos poco transparentes de los ministerios de Sanidad e Industria fijan los precios de los medicamentos y deciden sobre su financiación, pero quienes pagan son las comunidades autónomas. La administración que aprueba nuevos fármacos de precio elevado y valor terapéutico incierto con una mano, nos pide que no lo prescribamos con la otra.
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En una empresa (el SNS) en la que la toma de decisiones se basa en el conocimiento, la información sobre medicamentos y terapéutica es prácticamente monopolizada por la industria farmacéutica.
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Lo mismo ocurre con la formación continuada.
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Los representantes comerciales de compañías farmacéuticas campan a sus anchas por los centros del SNS.
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El presupuesto de farmacia es abierto, de modo que hay pocos incentivos para gestores y directores de centro para promover cuanto menos algo de racionalidad.
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No se regulan los conflictos de intereses de los profesionales que trabajan para el SNS, en relación con compañías farmacéuticas. Las sociedades científicas, a menudo autoras de guías de práctica clínica, tienen fuertes conflictos de intereses.
Nuestro sistema de salud compra humo a precio de oro, y ni tan solo se preocupa de comprobar que sea humo. Nuestro sistema de salud es un templo lleno de mercaderes, y nadie se pregunta quién los dejó entrar ni quién les dio el protagonismo que tienen en la producción y la transmisión de (des)conocimiento.
La OMS define la prescripción razonada de medicamentos como la del medicamento apropiado para el paciente que lo necesite, a la dosis y duración adecuadas, a un coste razonable, con la información necesaria para el paciente y con planificación del seguimiento. (El término «uso racional» es una traducción inadecuada de rational use). Nosotros preferimos el término uso saludable porque resalta la importancia sanitaria de los efectos beneficiosos y adversos de los medicamentos y porque lo saludable no depende solamente de la relación entre médico y paciente, sino que atañe al conjunto del sistema de salud, el cual debería velar no solo por el mantenimiento y restablecimiento de la salud de la población, sino también por el fomento de hábitos saludables, incluidos los relativos al consumo de medicamentos3,4.
La selección de medicamentos no es un ejercicio de austeridad, sino de inteligencia clínica: disponer de un número limitado de medicamentos, seleccionados a partir de los problemas clínicos y sus mejores alternativas terapéuticas en términos de eficacia, seguridad, comodidad y coste, permite concentrar el conocimiento, la formación continuada y la evaluación de la experiencia clínica en los problemas de la práctica clínica y en los medicamentos recomendados para su tratamiento y no gastar recursos en evaluar los caprichos del mercado. La responsabilidad de la selección de medicamentos no debería recaer solo en el médico. Con la cantidad de fármacos comercializados, es imposible para un solo profesional, o incluso para un equipo, mantenerse al día sobre las novedades relativas a eficacia, efectos adversos y costes. Si el SNS seleccionara los medicamentos que financia siguiendo los criterios previamente citados, descargaría considerablemente al médico de esta responsabilidad. El NICE británico, el Scottish Medicines Consortium (SMC), el IQWiG en Alemania o la Haute Authorité de Santé (HAS) en Francia son organismos que efectúan esta tarea.
La sustitución de numerosos medicamentos de precio elevado, con patente vigente, por equivalentes terapéuticos de los que hay genéricos disponibles5 permitiría ahorrar centenares a miles de millones de euros6,7. Es difícil comprender por qué se tardó tanto en aplicar estas medidas en 2011. Sin embargo, su impacto es efímero, el efecto sobre el paciente es limitado y no garantizan una mejora de la prescripción a largo plazo, por lo que es necesario complementarlas con otras acciones dirigidas a promover un uso más saludable de los medicamentos. Existen muchas posibilidades para mejorar el uso de medicamentos en el SNS, de manera que la mejora de la calidad y la atención cuidadosa a las necesidades de los pacientes no implique un aumento de los costes, sino al contrario. Para ello las autoridades sanitarias deberían crear un contexto que promueva la prescripción saludable, con actuaciones en varias dimensiones:
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El sistema de salud debería seleccionar los medicamentos más idóneos con procedimientos públicos y transparentes.
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Los precios de los nuevos medicamentos y su financiación a cargo del SNS deberían tener relación con su valor terapéutico.
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Se debe prohibir la promoción comercial en los centros del SNS, bajo cualquier forma. Sus contenidos en la que se realice fuera de los centros del SNS deberían estar sometidos a un control estricto.
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La formación continuada promovida directa o indirectamente por la industria farmacéutica no debe ser acreditada por el SNS ni por la OMC u organizaciones similares.
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El SNS debería contar con un sistema propio y autónomo de información sobre medicamentos y terapéutica.
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Las prioridades de investigación en farmacología y terapéutica del SNS no son el desarrollo de nuevos fármacos, sino la comprobación de que la eficacia se traduce en efectividad en la práctica clínica. El SNS y cada uno de sus centros deben comprobar y evaluar de manera continuada y sistemática los resultados obtenidos con los medicamentos, en términos de efectos beneficiosos y de patología iatrogénica.
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Se deberían constituir en todas las áreas o regiones sanitarias comités farmacoterapéuticos, integrados y liderados por médicos, que establezcan protocolos terapéuticos, seleccionen los medicamentos más adecuados, organicen la formación continuada de sus profesionales, coordinen la continuidad asistencial entre atención primaria y hospitales y estimulen la evaluación de los efectos terapéuticos y la farmacovigilancia. Estas tareas de selección, seguimiento y apoyo deben promover la participación activa y la confianza con los clínicos.
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Se deben instaurar y aplicar normas para evitar los conflictos de intereses de los profesionales que trabajan para el SNS así como de las sociedades científicas.