Introducción. Corren tiempos polémicos para el cannabis, que en pocos años ha pasado de ser considerado una simple droga de abuso, cuyo uso debía perseguirse judicialmente, para plantearse la posibilidad de su legalización, con usos terapéuticos, incluso en países relativamente conservadores como España1. Durante siglos el cannabis se ha empleado en diferentes culturas por sus propiedades psicotrópicas. Sin embargo, en los últimos años se ha postulado que el cannabis podría tener efectos terapéuticos en procesos tan variados como dolor de origen orgánico, náuseas y vómitos en pacientes con neoplasias, espasticidad secundaria a esclerosis múltiple o a lesiones de médula espinal, trastornos del movimiento como la enfermedad de Parkinson, síntomas negativos de la esquizofrenia, estimulante del apetito en anorexia y caquexia, epilepsia o glaucoma2. Por otra parte, el descubrimiento de receptores CB1 específicos para el cannabis, tanto a nivel central como periférico, ha permitido hipotetizar sobre las bases neurofisiológicas de su actividad farmacológica3.
El principal uso farmacológico del cannabis en relación con el dolor ha sido como tratamiento de los dolores secundarios a neoplasias, neuropáticos y postoperatorios4. Sin embargo, no existen datos en la bibliografía científica sobre su uso en el dolor psicógeno de los trastornos somatomorfos. El caso que describimos a continuación es el primero, según nuestro conocimiento (revisión en Embase y Medline desde 1966 hasta 30 noviembre de 2001 con las palabras clave somatoform disorders, treatment y cannabis), que confirma su posible efectividad en esta enfermedad.
Caso clínico. Varón de 40 años, casado, licenciado en derecho, ejecutivo de una multinacional. No existían antecedentes de enfermedad psiquiátrica familiar. Refiere historia infantil de carencias afectivas por disarmonía conyugal. A la edad de 29 años, sin antecedentes médicos ni psiquiátricos personales previos, padeció un cuadro catarral de evolución tórpida. Desde entonces presenta cansancio y mialgias generalizadas, pérdidas de conciencia ocasionales y, como síntoma principal y recurrente, dolor torácico atípico. A partir de ese momento el paciente se evaluó en diversos servicios (medicina interna, neurología, cardiología, endocrinología y unidad del dolor) de varios hospitales. Algunas de las pruebas complementarias realizadas fueron: estudios hormonales, electrocardiograma (más de 20), Holter, ecocardiograma, radiografía de tórax y abdomen, electromiograma, electrosintagmograma, tomografía axial computarizada toracoabdominal y cerebral, reacción de Mantoux y serología para enfermedades de transmisión sexual, biopsia muscular y de nervio periférico, test de tensilón y antígenos HLA. Todas las pruebas fueron normales o inespecíficas, y el diagnóstico final fue de dolor torácico de origen psicógeno, lo que correspondería en la clasificación psiquiátrica DSM-IV a trastorno somatomorfo indiferenciado. Se le concedió la invalidez absoluta a los 33 años. Desde hace un año está siendo visto en la Unidad de Trastornos Somatomorfos del Hospital Universitario Miguel Servet. El objetivo principal ha sido convertirnos en su médico de referencia, mediante visitas periódicas y frecuentes de larga duración, para evitar la iatrogenia producida por la frecuentación de diversos servicios y hospitales, minimizando las pruebas complementarias y tratamientos. También se ha conseguido, mediante psicoterapia cognitiva, modificar su conducta de enfermedad asumiendo la cronicidad del proceso y adaptándose a las limitaciones impuestas por sus síntomas. Se le ha incluido en un grupo de familias de pacientes que presentan trastornos somatomorfos para facilitar el apoyo del entorno. Desde el punto de vista farmacológico, al amplio abanico de fármacos empleados en la unidad del dolor, se han añadido todos los antidepresivos (serotoninérgicos, tricíclicos, inhibidores de la MAO, inhibidores de la recaptación de noradrenalina), neurolépticos (pimocide, levomepromacina, olanzapina y risperidona) o antiepilépticos (gabapentina, topiramato y lamotrigina) que podrían utilizarse en estos procesos. Ninguno ha conseguido reducir los síntomas. Sin embargo, el paciente nos ha confesado (dice que es la primera vez que tiene suficiente confianza en un médico como para decírselo) que el consumo regular de cannabis desde hace 6 meses ha conseguido reducir el dolor torácico a límites aceptables que le han permitido mejorar bastante su calidad de vida. Cuando nos informó de este tema tenía miedo de nuestra reacción. El paciente no había presentado antecedentes de consumo de tóxicos a lo largo de su vida.
Discusión y conclusiones. Evidentemente, un caso aislado es una evidencia científica claramente insuficiente para recomendar la utilización de un agente terapéutico. Actualmente la mayoría de los autores consideran que los efectos no deseados del cannabis superan con mucho su posible efecto terapéutico5. Sin embargo, en casos excepcionales como los de este paciente, en que han fracasado tanto la psicoterapia como los escasos fármacos que, como los antidepresivos6 o la gabapentina7, han demostrado eficacia en el dolor somatomorfo, cabe preguntarse si el uso compasivo y médicamente controlado del cannabis no sería éticamente aceptable.