Desde hace un siglo el envejecimiento sigue una trayectoria ascendente en España. Sin embargo, en la última década ha menguado el porcentaje de esperanza de vida saludable1, aumentando los años vividos en situación de comorbilidad y discapacidad. Al envejecimiento se ha atribuido la subida del gasto sanitario, pero algunos estudios de economía de la salud lo matizan2,3: Puig-Junoy sostiene que el factor más influyente es el mayor uso de recursos sanitarios y el coste de la tecnología. Por otra parte, los datos del Instituto Nacional de Estadística muestran que en 2014 existía un mayor porcentaje de personas con enfermedades crónicas respecto a 2009, no solo en mayores de 65 años sino en todos los grupos de edad. En este contexto (envejecimiento, enfermedades crónicas e incremento del gasto sanitario) se ha acuñado el término «cronicidad»4. Se habla de persona en situación de cronicidad cuando presenta problemas de salud y limitaciones en su actividad de carácter perdurable; es un concepto impreciso asociado a la pluripatología, la comorbilidad y la fragilidad en su manejo sanitario y social. El gobierno español elaboró en 2012 un documento llamado «Estrategia para el Abordaje de la Cronicidad en el Sistema Nacional de Salud»5 en el que se aconseja la estratificación de la población para identificar subgrupos con diferentes niveles de necesidad y riesgo, e implantar en ellos planes individualizados de atención, adaptados a sus necesidades.
Es conveniente una reflexión ética sobre el cuidado de las personas consideradas frágiles en nuestro sistema sanitario y social. Atendiendo al principio de justicia, los profesionales sanitarios tenemos el deber de cuidar más y mejor a las personas en situación de mayor vulnerabilidad6. Pero cabe plantearse si la estratificación de la población es la estrategia óptima para conseguirlo. El etiquetado de pacientes no es inocuo y comporta focos de tensión ética que nos disponemos a analizar.
En primer lugar, crear etiquetas significa generar unos criterios para decidir la inclusión o exclusión de un paciente en un estrato diferenciado. ¿Qué dimensiones valoran estos criterios? Observamos que dan preponderancia al acúmulo y gravedad de determinadas enfermedades crónicas y el uso de recursos sanitarios, obviando en muchos casos la situación socioeconómica, por lo que creemos que no sirven para identificar correctamente a los más frágiles, a los más necesitados de recursos sociales y sanitarios7. Además, Barbara Starfield sostenía que un sistema basado en el etiquetado de pacientes para proveerles una atención diferenciada promueve la inequidad dentro de los servicios de salud, desviando recursos hacia las personas que, como ella decía, tienen «la enfermedad correcta», la que hace al paciente merecedor de ser incluido en el plan8.
Los recursos que se ofrecen al paciente etiquetado no son homogéneos en las distintas zonas, lo cual es también causa de inequidad. El paciente puede ser atendido por su equipo de atención primaria habitual, o puede que la etiqueta conlleve la derivación a un circuito diferenciado de atención a la cronicidad con otros profesionales implicados, mermando la longitudinalidad en la atención.
Hablando de justicia —y de no maleficencia— cabe evitar los cambios organizativos en el sistema sanitario que no demuestren mayor efectividad, como son los mencionados dispositivos intensivos de atención a la cronicidad9,10. En todo caso se debería evaluar dichos cambios, en base a resultados de salud, calidad de vida y económicos, antes de su expansión por todo el territorio11.
En segundo lugar, ¿puede una etiqueta expresar toda la complejidad de la persona? Y lo que es más importante, ¿ayuda a los profesionales a entender mejor lo que le está pasando? En este sentido podría ser maleficente: detrás de estas etiquetas, existe el riesgo de simplificar, de olvidar la totalidad rica y múltiple que es la persona, con sus posibilidades y dificultades. Se obvia todo aquello que no incluyen los criterios: la vertiente social y emocional, que tanto peso tienen en el desarrollo y abordaje de enfermedades crónicas, y que es fundamental cuidarlas para mejorar la calidad de vida de quien las sufre. Asimismo la etiqueta puede ser maleficiente si la clasificación como «paciente crónico» enturbia la valoración de sus necesidades, sobre todo cuando acude a otro nivel asistencial donde el paciente no es conocido12. Así como evitar la obstinación, es fundamental no caer en el nihilismo terapéutico.
En tercer lugar, según el principio de autonomía, el paciente debe ser informado de manera comprensible de su etiqueta, su posible inclusión en un programa y lo que le aportará, para que pueda dar su consentimiento. El respeto a la autonomía del paciente debe perdurar en toda la relación médico-paciente, para elaborar y modificar conjuntamente el plan de intervención individualizado. Dicho proceso —elemento fundamental en los programas de atención a la cronicidad— no puede ser exclusivo de estos pacientes, sino que debe ser la forma habitual de atender a la toda población: centrada en el paciente y según sus necesidades. Sería injusto si limitáramos esta forma de actuar a las personas según su etiqueta.
En conclusión, es necesario un análisis completo de la situación de salud en la cronicidad y cómo actúa el sistema sanitario y social sobre esta, para delimitar bien qué objetivos quiere cumplir, por ejemplo, revertir el aumento de años vividos con discapacidad y mejorar la calidad de vida de las personas frágiles.
Después de lo expuesto en el artículo creemos que el etiquetado no es el mejor sistema para identificar, atender y cuidar las personas en situación de fragilidad. Por este motivo, proponemos estudiar modelos que no se basen en la estratificación de pacientes. Nuestra apuesta: fortalecer el actual sistema de atención primaria, que es el que ha demostrado más eficiencia en todos los escenarios13. Atender a las personas en su comunidad a lo largo de su vida, evitando la fragmentación de cuidados que empeora los resultados en salud. Por prudencia y porque, como demuestran los filósofos MacIntyre y Nussbaum14, todos somos frágiles. Para ellos la fragilidad, además de humana, universal e ineludible, es incluso hermosa.