Pocos años antes de la reforma todavía vigente de la atención primaria en España, aprendíamos de Milton Terris1 que la salud pública no debía ser considerada una rama de la medicina, sino que la clínica más bien constituía una de las muchas actividades que tienen influencia sobre la salud de las poblaciones y, naturalmente, también de las personas. El tronco, pues, era la salud pública, de la que una de sus ramas sería la medicina. Un planteamiento que chocaba y choca con la realidad de los sistemas sanitarios en los que la salud pública acostumbra a ser un apéndice marginal, si tenemos en cuenta los recursos de los que dispone y las funciones que desempeña, muchas de las cuales relacionadas con la protección de la salud colectiva, si bien en ámbitos cada vez más reducidos, como la potabilidad del agua o la seguridad alimentaria. Porque muchos factores que pueden mermar colectivamente la salud de las poblaciones, como la contaminación ambiental, la seguridad viaria, entre muchos otros, dependen de instituciones ajenas a la sanidad. Lo que ocurre también —y en mayor grado todavía con los determinantes positivos de la salud— es que factores como la educación (sobre todo en el sentido más general de instrucción), el urbanismo, el trabajo, la vivienda, la cultura o la cohesión social, etc., suponen una benéfica influencia sobre el grado de salud, entendida como algo más y distinto que la ausencia de enfermedad en las personas y las comunidades.
Una influencia que se conoce desde antaño, aunque fuera explícitamente reivindicada por la carta de Ottawa en 1986 y que ha culminado en el desarrollo de la iniciativa «Salud en todas las políticas»2,3, que tal vez fuera mejor denominar, siguiendo a Kickbusch, «políticas públicas saludables»4.
Planteamiento que ha servido para recordar que también existe una perspectiva salutogénica desde la que abordar la promoción y la protección de la salud y desde la cual se reconocen más fácilmente los activos de salud de los que disponen y desarrollan las propias comunidades, más allá del sistema sanitario, de los dispositivos de salud pública colectivos y de las —todavía minoritarias— iniciativas comunitarias de la atención primaria5.
Sin embargo, y como ha puesto de manifiesto dramáticamente la reciente crisis económica y política que ha malherido nuestro estado del bienestar, más frecuente ha sido competir por los recursos que los recortes reducían que alentar la cooperación entre el sistema sanitario y el conjunto de sectores determinantes de la salud pero ajenos a la sanidad. Es especialmente llamativa la posición más bien corporativa del sistema sanitario, incluidos partidos y sindicatos formalmente progresistas que no han aprovechado la oportunidad para renunciar definitivamente a prácticas sanitarias impertinentes, superfluas y a menudo iatrogénicas que solo obedecen a inercias, a comodidad y hasta a intereses económicos en muchos casos6. Ni, desde luego, para reducir los desequilibrios a favor de la atención especializada y hospitalaria dentro del propio sistema sanitario.
Claro que desde el ámbito profesional, particularmente el de la atención primaria, se han producido también algunas reacciones positivas, como la creación de la Alianza de la Salud Comunitaria7 y el desarrollo del programa de actividades comunitarias en atención primaria (PACAP) o de la red AUPA en Cataluña, iniciativas ambas promovidas desde sociedades científicas y profesionales de atención primaria que, en algunos casos, cuentan con la colaboración de los dispositivos sanitarios de la salud pública.
Precisamente la salud pública podría jugar un papel decisivo en la reorientación del sistema sanitario que se reclama desde Ottawa. En su doble vertiente como dispositivo sanitario y como institución social. Desde el ámbito de la sanidad, aportando los conocimientos y métodos específicamente poblacionales8, y desde la sociedad en su conjunto, desarrollando aquellas actividades que mejoran la salud comunitaria y fomentando las políticas públicas (de educación, empleo, vivienda, urbanismo, medio ambiente, etc.).
Pero no se trata de reconvertir el sistema sanitario actual, ni siquiera la atención primaria, en un aparato capaz de actuar directamente sobre los determinantes sociales de la salud y la enfermedad9. Actividades que requieren competencias técnicas específicas y una vocación decidida. Lo que sí que conviene es conocerlos, monitorizarlos y analizarlos de manera que los podamos afrontar de la forma más adecuada. Probablemente promoviendo una distribución de tareas más equilibrada, tanto en la sociedad entera como en el mismo sistema sanitario.
Y ya que lo planteamos desde la sanidad, deberíamos dar ejemplo y desarrollar iniciativas prácticas, como las que pretende el proyecto COMSalut10, desde el que los equipos de atención primaria participantes, conjuntamente con los dispositivos de salud pública del territorio y con la participación de las administraciones locales respectivas, contribuyen a la creación o a la continuidad, en su caso, de un grupo motor de la promoción de la salud comunitaria. A la que desde el sistema sanitario se debe contribuir con las aportaciones más apropiadas, particularmente la atención a las personas cuyos problemas de salud y sus enfermedades se benefician de aplicar la perspectiva comunitaria. Controlar una diabetes que afecta a una persona que vive sola, que ha perdido el trabajo o a la que han amenazado de desahucio requiere tener bien presente la dimensión social de la salud y de las personas, que al fin y al cabo somos animales sociales por naturaleza.
Sin olvidar que el espectacular progreso de la medicina no se ha visto acompañado de una reducción proporcional de los efectos adversos que se pueden producir, muchos de los cuales son consecuencia, más que de errores y negligencias, de un intervencionismo inadecuado11 que afecta también a la eficiencia social del sistema sanitario. Eficiencia social imprescindible para mejorar la equidad, uno de los propósitos principales de las políticas públicas justas y a su vez el núcleo de la nueva atención primaria y comunitaria de salud comunitaria que necesitamos12.
Una sensata cooperación entre la atención primaria y comunitaria y la salud pública puede contribuir positivamente a mejorar el enfoque estratégico de la primera, su contribución a la salud individual y poblacional y a la reorientación global de un sistema sanitario centrado en la enfermedad y la tecnología y muy poco o nada en la calidad de vida y en los cuidados.