El envejecimiento progresivo de la población mundial es incuestionable, el número de personas mayores de 60 años se ha triplicado en los últimos 50 años y está previsto que se multiplique por 5 durante los próximos 50 años. Además, el aumento de la esperanza de vida ha incrementado la prevalencia de enfermedades crónicas, como los trastornos osteomusculares, las enfermedades cardiovasculares, los trastornos metabólicos y las enfermedades neurodegenerativas, especialmente las demencias. Las enfermedades crónicas, junto con factores medioambientales y una mayor incidencia de enfermedades agudas, problemas económicos, afectivos y sociales, se asocian en muchas ocasiones al deterioro de la capacidad funcional de las personas.
La capacidad funcional hace referencia al conjunto de habilidades motoras y cognitivas para hacer frente a las necesidades y requerimientos de la vida diaria. Se trata de una variable dimensional que presenta un continuo que va desde la completa independencia funcional, pasando por estados de discapacidad parcial, hasta la dependencia absoluta del individuo. Debido a su valor pronóstico, la evaluación de la capacidad funcional de las personas de edad avanzada es particularmente importante para la toma de decisiones relativas a las medidas preventivas o terapéuticas de un individuo1.
El término «anciano frágil» se ha utilizado para definir a los ancianos que presentan una disminución de los mecanismos de reserva fisiológicos y un incremento de la vulnerabilidad ante la enfermedad, la muerte y la evolución hacia la discapacidad y la dependencia. Sin embargo, a pesar de la importancia que tiene el concepto de fragilidad, no existe un claro consenso sobre la definición operativa de dicho constructo. Existen actualmente 2 corrientes distintas que abordan la fragilidad, una centrada en la reserva funcional a partir de indicadores fisiológicos2 y otra basada en la acumulación de déficit3. Independientemente de la aproximación a la fragilidad que se adopte, hay una controversia importante que hace referencia a la situación que desempeña la discapacidad funcional en la definición de fragilidad. Mientras que algunos autores consideran que la presencia de discapacidad funcional forma parte de la definición de fragilidad, otros abogan por eliminar la discapacidad funcional de dicha definición argumentando que la presencia de discapacidad o dependencia funcional es una consecuencia de la fragilidad del individuo4.
Independientemente de la posición que se adopte ante el concepto de fragilidad, esta controversia pone de manifiesto la importancia de la evaluación funcional de las personas de edad avanzada. Como bien señalan Martín Lesende et al. en su trabajo5, en nuestro país disponemos de un número limitado de instrumentos para evaluar la capacidad funcional de los ancianos. Los instrumentos disponibles provienen del ámbito anglosajón, han estado adaptados y validados de forma parcial y su rendimiento psicométrico es más que cuestionable cuando se utilizan en nuestra población. Por estos motivos, es una satisfacción poder observar que existen algunas iniciativas de investigación que abordan esta cuestión y que proponen el desarrollo de un instrumento para evaluar la capacidad funcional de las actividades instrumentales de la vida diaria siguiendo un riguroso proceso de desarrollo y validación. Los resultados de la evaluación de la fiabilidad inter e intraexaminador del cuestionario VIDA, que los autores presentan en este número de Atención Primaria, es un paso más en la validación del instrumento y aporta evidencias sobre su grado de solidez en términos de fiabilidad. El cuestionario VIDA tiene una sólida base conceptual, una apropiada validez aparente y de contenido y ha sido desarrollado teniendo presentes las limitaciones de los instrumentos disponibles en términos de sesgos de género y de actividades valoradas. En este sentido, parte de una buena posición para consolidarse en un futuro como uno de los instrumentos de referencia para la evaluación de la capacidad funcional de las personas de edad avanzada de nuestro ámbito, ya que además de las necesarias propiedades de fiabilidad y validez, su brevedad y facilidad de administración lo convierten en un candidato para las consultas de atención primaria. Tal como señalan los propios autores, para que esto sea posible es necesario completar el desarrollo psicométrico del instrumento, esto es, determinar su validez discriminante y predictiva con relación a distintos resultados de salud, así como su rendimiento en poblaciones de menor edad o contextos asistenciales diferentes.
Cada vez existe mayor evidencia de que la atención primaria a través de una valoración geriátrica integral consigue aumentar la supervivencia de estos pacientes en sus propios domicilios con una reducción de costes en comparación con la atención médica habitual6. Propuestas como la de este trabajo no hacen más que poner en evidencia la necesidad de elaborar sistemas de evaluación sencillos y de fácil aplicación que permitan a los profesionales de atención primaria detectar precozmente las pérdidas funcionales en las personas de edad para poder realizar las intervenciones encaminadas a la prevención.
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El mantenimiento de la funcionalidad en un sentido amplio es un elemento fundamental para mantener la calidad de vida del anciano y para evitar o reducir la dependencia.
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Las escalas de valoración de las actividades instrumentales de la vida diaria son un instrumento esencial para la detección de las pérdidas de función. Las escalas disponibles hasta ahora han sido validadas de forma parcial y presentan sesgos importantes de género.
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Son necesarias escalas de valoración de las actividades instrumentales de la vida diaria adaptadas y validadas en nuestro medio.