Sres. Directores: En el plazo de pocos meses hemos podido leer en sendos editoriales de las revistas Atención Primaria1 y Formación Médica Continuada2 planteamientos contrapuestos acerca de la homeopatía y su relación con la medicina de familia, y previsiblemente el debate continúe en la medida en que parece advertirse una tendencia al incremento en la oferta de las denominadas medicinas alternativas. Hasta qué punto dicho incremento es el resultado de la eficacia de dichas medicinas como tales, de la insatisfacción de los enfermos ante la respuesta que le ofrece la medicina tradicional, de la extensión al ámbito de la salud de hábitos consumistas, o de la frustración de numerosos profesionales de la medicina que ven en este ámbito una posible salida rentable ante un mercado laboral más que incierto, constituyen incógnitas que convendría ir despejando para bien sobre todo de los pacientes, pero también del sanitario comprometido con la ciencia y el arte de asistir a la persona enferma.
Sin duda, una de las líneas de investigación y de discusión pasa necesariamente por el tamiz de la demostración empírico-epidemiológica, tal y como subraya el Dr. Fernández1. La etiología multifactorial de gran parte de las patologías que atendemos en consulta, y por lo tanto la pluralidad de condiciones que pueden contribuir a su mejoría y a su empeoramiento nos obligan a evaluar con rigor la eficacia/iatrogenia de nuestros tratamientos. No se debe obviar, sin embargo, la dificultad que conlleva evaluar la eficacia y la eficiencia de la labor terapéutica en el contexto de la atención primaria más allá del componente prescripción3, ni tampoco deberíamos renunciar a conocer las razones que llevan a nuestros pacientes a acudir al homeópata4. Pero en todo caso se trata de mejorar y adecuar los instrumentos de evaluación a nuestro contexto, no de censurar de partida el avance del saber arguyendo, por parte de los médicos homeópatas, el hecho de que «la homeopatía evita dar explicaciones sobre causa-efecto»5.
Considero además que la discusión ha de comprender así mismo el ámbito de lo teórico, ya que salud, enfermedad y medicina constituyen también expresiones de realidades socioculturales cambiantes tanto en la génesis de los problemas de salud como en su interpretación y en la organización de sus cuidados. El perfil de la morbimortalidad no es el mismo en la sociedad de Galeno, en la de Hahnemann y en nuestros días, como no lo son la forma de entender y vivir la enfermedad, los tipos de oferta asistencial o las formas de poder vinculadas a dicha oferta (estatus social de los profesionales, intervención del Estado, multinacionales de la farmacia y de la tecnología...). Y aquí la referencia por parte de los Dres. Ballester, Sanz y Galán a las diferencias entre medicina tradicional y homeopática en función de un planteamiento en mi opinión excesivamente simple de los enfoques inductivo y deductivo del conocimento, o «considerar a la totalidad del organismo como la causa de todos los cambios que en él se producen»5, sugieren cierto reduccionismo cuando menos cuestionable.
Por último, la amplia variabilidad interprofesional en las prácticas sanitarias que en el caso de las medicinas alternativas, aunque no cuantificada, probablemente sea incluso superior a la de la medicina de familia4, la necesidad de actuar preventivamente antes del tratamiento sintomático de la enfermedad individual o la constatada influencia de las diferentes modalidades de trabajo (público/privado...) en el propio proceso asistencial, hacen especialmente aconsejable incluir una tercera línea de discusión de contenido ético. Cómo entendemos la asistencia a la salud, cuál es nuestra actitud con el paciente y con el resto de los profesionales, en qué medida revisamos autocríticamente nuestra práctica con el objeto de mejorarla... constituyen cuestiones básicas a las que deberíamos responder todos aquellos que tenemos que ver con la atención a las personas enfermas6.