Todas las grandes crisis conllevan reacciones de autodefensa por parte de la sociedad. En las primeras décadas del pasado siglo, tras la gran depresión, formas contradictorias como el comunismo, el fascismo o el New Deal respondieron al fracaso de la utopía liberal del «gran mercado» y de la primera globalización1. Hoy, frente a esta nueva crisis, tras la segunda globalización, está por ver cómo van a defenderse las sociedades. La crisis no es solo económica, por supuesto, sino, fundamentalmente política. Es una crisis de la democracia en la que se identifican dos abordajes etiológicos: el sistema (las instituciones) y la cultura (la educación cívica)2. A pesar de la espléndida excepción de la «marea blanca» madrileña, en mi opinión, el repliegue corporativista médico que asiste como espectador al desmantelamiento del Sistema Nacional de Salud y solo alza la voz cuando tiene que defender sus propios intereses, es un fiel reflejo de cómo la desafección profesional con la realidad política hunde sus raíces en ambas hipótesis. Pero, lo cierto es que, como médicos de familia, no podemos esperar y cruzar los dedos. Algunas ideas para la reflexión
Ortega y Gasset asistió al desmembramiento social que puso las bases del gran desastre de la Guerra Civil en las primeras décadas del pasado siglo. En su libro España invertebrada3 tiene la necesidad de encontrar el camino ante «la desarticulación del proyecto sugestivo de vida en común». Las sociedades se forman mediante lo que llama «un proceso de incorporación», esto es, «la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura». Esta unidad tendría una tendencia natural a la desintegración. La sociedad solo permanecerá unida siempre que exista un proyecto sugestivo de vida en común: «Repudiemos toda interpretación estática de la convivencia nacional y sepamos entenderla dinámicamente. No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí. Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo» (cursiva en el original). Ortega cree que el proceso de decadencia en la sociedad se inicia cuando «las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte» A este fenómeno le llama particularismo, caracterizado por «una hipersensibilidad para los propios males». ¿Quién tiene la culpa de que en una sociedad se desarrolle esta tendencia? Ortega lo tiene claro, el poder central, incapaz de ofrecer ese proyecto sugestivo de vida en común: «El poder público ha ido triturando la convivencia y ha usado de su fuerza casi exclusivamente para fines privados… ¿Qué nos invita el poder público a hacer mañana en entusiasta colaboración». Buena pregunta. A Ortega, este proceso de decadencia le parece especialmente grave cuando también afecta a los grupos profesionales: «Habrá salud nacional en la medida de que cada profesión tenga viva conciencia de que es ella meramente un trozo inseparable, un miembro del cuerpo público. Todo oficio u ocupación continuada arrastra consigo un principio de inercia que induce al profesional a irse encerrando cada vez más en el reducido horizonte de sus preocupaciones y hábitos gremiales. Abandonado a su propia inclinación, el grupo acabaría por perder toda sensibilidad para la interdependencia social».
En la segunda parte del ensayo, Ortega defiende que hay grupos con una responsabilidad social especial, por su formación y su posición, en el funcionamiento de la sociedad. Los profesionales están entre ellos. Diego Gracia en Como arqueros al blanco4 recupera este enfoque orteguiano cuando reflexiona sobre el «nuevo profesionalismo», a propósito del artículo publicado en 1999 por la Asociación Médica Americana, El profesionalismo médico en sociedad5. El profesionalismo médico sería mucho más que una actividad mercantil regulada por la competencia y por las leyes; y mucho más que una mera actividad técnica proveedora de un bien necesario. Para Diego Gracia, las profesiones sanitarias serían una fuerza social estabilizadora y de protección moral: «Se trataría de una especie de tercer sector, junto o frente al sector privado y al público o gubernamental. Esos serían los tres vértices del gran triángulo social» Por eso, la devaluación del profesional sanitario a un simple comerciante de conocimiento (modelo neoliberal de profesión) o a un mero técnico, despreocupado de la realidad social, es sumamente grave porque la sociedad necesita a sus profesionales para algo más: «Toda sociedad necesita grupos estabilizadores y meritocráticos que intenten equilibrar los intereses privados y el poder gubernativo a través de la protección y promoción de importantes bienes sociales. Los profesionales no solo protegen a personas vulnerables sino también los valores sociales vulnerables. Hay muchos valores vulnerables: los individuos y las sociedades pueden abandonar al enfermo, ignorar el proceso debido a una persona acusada de un crimen, proveer apoyo educativo inadecuado, propagar información que beneficia a los poderes silenciando ciertas perspectivas, etc. Los valores son tan vulnerables que es difícil concebir una sociedad que no haya fallado en protegerlos. Pues bien, cuando los profesionales no atienden estas actividades nucleares de la sociedad, comienzan a surgir graves problemas» En el artículo, los autores norteamericanos proponen un modelo de profesionalismo con tres elementos: devoción, profesión y negociación. Devoción como sinónimo de dedicación, una actitud moral de entrega al servicio sanitario y sus valores que debe ser pública (profesión). Finalmente, negociación: «Los profesionales tienen que comprometerse en el proceso de negociación política, defendiendo los valores de la asistencia sanitaria en el contexto de otros valores sociales también importantes y, quizá, competidores»
Para terminar. Tony Judt en su estupendo Algo va mal6 hace una llamada a considerar las claves para poder imaginar e inventar alternativas. Primera clave: no hay teorías explicativas o modelos políticos perfectos. Llamada al pragmatismo y a la investigación; a ir pensando las mejores alternativas en cada momento sin dejarnos llevar por eslóganes o prejuicios ideológicos. Sin duda, hacen falta reformas pero respetando lo básico; las ineficiencias y dilemas del Estado del Bienestar con frecuencia son debidos más a la pusilanimidad de los políticos (que no se atreven a tomar decisiones impopulares) que a la incoherencia económica. Las respuestas no serán evidentes pero «no podemos limitarnos a esperar y cruzar los dedos». Segunda clave: la crisis ha demostrado que hacen falta Estados fuertes y gobiernos intervencionistas, pero hay que «repensar» el Estado. Hay mucho todavía sobre lo que indignarse, exhorta Judt: «las crecientes desigualdades en riqueza y oportunidades; las injusticias de clase y casta; la explotación económica dentro y fuera de cada país; la corrupción, el dinero y los privilegios que ocluyen las arterias de la democracia». Sin embargo, para recuperar la iniciativa no basta con identificar las deficiencias del sistema y lavarse las manos; hay que abandonar la «irresponsable pose retórica». Tercera clave: no podemos renunciar a una sociedad que proteja a aquellos de los nuestros que han sido menos afortunados. Es perversa la introducción de una intención pretendidamente ética cuando se imponen recortes en las prestaciones sociales con las declaraciones y golpes de pecho de los políticos que han sido capaces de tomar decisiones difíciles: «ser duro consiste en soportar el dolor no en imponérselo a los demás». Cuarta clave: la privatización no es la respuesta adecuada porque es ineficiente, injusta y empobrece las relaciones de los ciudadanos. Ineficiente por 2 motivos: 1) las empresas públicas son vendidas al sector privado a muy bajo precio y «cuando el Estado vende barato, el público pierde»; 2) en el proceso de privatización se establecen unas condiciones que minimizan la transferencia de riesgo con el resultado de obtenerse el peor modelo posible, «una empresa privada apoyada indefinidamente por fondos públicos». Cuando hay pérdidas, las empresas acuden al Gobierno para que se haga cargo de la factura: «el efecto es una paulatina renacionalización de facto pero sin ninguna de las ventajas del control público». Para Judt, «al eviscerar los servicios públicos y reducirlos a una red de proveedores privados hemos empezado a desmantelar el tejido del Estado y esta pérdida de un propósito social articulado genera inseguridad en los individuos. La inseguridad engendra miedo: miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños; y el miedo corroe la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles» Quinta clave: el asunto no es económico sino ético. La desintegración de lo público tiene como consecuencia más perceptible la dificultad creciente para comprender qué tenemos en común con los demás. El modelo social anima a los ciudadanos a maximizar el interés y el provecho propios. ¿Qué razones pueden existir para participar en lo común, para trabajar en o por lo público? Todo ello conduce a una desmovilización de la sociedad civil, a un desinterés por la política y por las instituciones públicas, y finalmente constituye un «déficit democrático». Se requieren, clama Judt, «personas que hagan una virtud el oponerse a la opinión mayoritaria». El círculo de conformidad en el que estamos instalados nos hace perder capacidad de responder con imaginación a los nuevos desafíos
No va a ser fácil. Desde la España invertebrada a Algo va mal está el siglo más sangriento de la historia de la humanidad. No parece que hayamos aprendido mucho. Ahora es el turno de los ciudadanos. Ahora es el turno de los profesionales