La atención primaria (AP) adquirió en tiempos recientes un protagonismo mediático del que había carecido siempre; sin embargo, las razones no tienen que ver con sus múltiples aportaciones al sistema sanitario, sino con el hecho negativo de su colapso. Sin duda alguna la falta de financiación para ejercer adecuadamente sus funciones1 es una de las razones que explican dicha situación de desbordamiento, pero no es la única. El modelo de AP en el territorio español lleva más de 40años sin apenas cambios sustanciales: misma oferta horaria, mismos perfiles profesionales, mismo marco de relación laboral. Mientras tanto, la sociedad experimentó tal intensidad de cambios que el nombre genérico de la especialidad de los médicos de AP refleja aspectos sustancialmente diferentes de los que reflejaba entonces, en el inicio de la (única) reforma de la AP que ha tenido el país: ni la medicina es la misma, las familias se diversificaron en su perfil y la comunidad ya no viene determinada necesariamente por el territorio (para muchas personas, su comunidad abarca gente de lugares muy alejados de su barrio). Amodorrados por los aciertos iniciales de la reforma y por el tópico de que la AP española era la mejor del mundo, políticos, sindicatos y los propios profesionales aceptaron una evolución gatoparda2 de la AP: supuestas propuestas de cambio que conducían inexorablemente a que el modelo siguiera siendo el mismo. Y mientras tanto seguían paseando con libertad diversos «elefantes en la habitación» a los que nadie quiere abordar, y que nos diferencian radicalmente de los países de nuestro entorno.
El primero de ellos es la invisibilidad de la AP en la Universidad, que hace prácticamente imposible la percepción positiva de la misma por parte de los futuros profesionales sanitarios: ni departamentos reales de Medicina Familiar/AP, ni dirección de los mismos por profesionales clínicos de AP, ni presencia obligada de esta a lo largo del grado, como ocurre en la casi totalidad de los países de Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
El segundo elefante es una especie en vías de extinción en el resto del mundo: un modelo funcionarial de relación laboral donde el acceso queda al capricho de la autoridad política de turno, quien convoca oposiciones cuando conviene electoralmente, y mientras tanto ofrece contratos precarios, despreciando esa longitudinalidad, tan presente en cambio en los discursos. Un modelo donde una vez accedido al sistema nadie exigirá tu certificación periódica (algo inaudito en Europa). En la mayor parte de los países de la OCDE los médicos de familia o generales son profesionales independientes o asalariados no funcionariales, con autonomía para organizar su propia actividad. El modelo funcionarial español vende seguridad para toda la vida a cambio de sumisión al poder, sea este el que sea, quien decide cada cuanto ves a un paciente. Ni sindicatos, ni colegios ni los propios partidos políticos están interesados en cambiar este vetusto statu quo.
El tercer elefante lo define el mantenimiento de los mismos perfiles profesionales en AP que hace cuarenta años: de la misma forma que es imposible prestar la AP fuerte sin profesionales altamente especializados de medicina y enfermería, es ingenuo pensar que la AP puede abordar todas sus expectativas sin ampliar definitivamente sus modalidades profesionales, como han realizado la mayor parte de los países con una buena AP3.
Un cuarto mastodonte resulta de la incapacidad en cuarenta años de haber construido entornos y proyectos de trabajo suficientemente atractivos para atraer talento sanitario: cuando ni las retribuciones, ni las condiciones de trabajo (conciliación familiar) ni las posibilidades de desarrollo profesional (años sabáticos, estancias formativas) son suficientemente atractivas, es inevitable que los que están quieran abandonar y los que deberían llegar escapen de ese destino. En este sentido, el fracaso de la estrategia de comunicación al resto del sistema sanitario a la ciudadanía, especialmente de la importancia de la AP, es clamoroso.
Por último, pero no menos importante, es preciso señalar la incapacidad de la AP en España de haber constituido a lo largo de casi medio siglo un lobby con capacidad de presión suficientemente potente como para defender e imponer sus condiciones, sabiendo que ningún partido político ha apostado realmente por la AP.
El nuevo equipo del Ministerio de Sanidad tiene una de las últimas oportunidades de abordar por fin buena parte de esos problemas estructurales: los tres primeros elefantes están en su ámbito de intervención, lo que no exime a los profesionales de AP de comprometerse en el abordaje de todos ellos si de verdad se pretende mejorar la situación de esta.
Pero el problema no solo es local, sino global. A nivel internacional nunca existió un acuerdo tan unánime respecto a la necesidad de fortalecer la Atención Primaria de Salud (APS) en los sistemas sanitarios del mundo. Desde el Banco Mundial4 a la OCDE5 recomiendan una APS fuerte como el mejor medio para reducir mortalidad a un coste sostenible en los sistemas sanitarios. Tal vez porque la evidencia científica es contundente respecto a que una AP accesible, que suponga el primer contacto con el sistema, que coordina la atención de la cuna a la tumba y que aporta la integralidad suficiente para ser ampliamente resolutiva, reduce la mortalidad6 y aumenta la esperanza de vida7. Pero paralelamente a ello, los programas de especialización quedan vacantes en cada vez más países, y hasta cerca del 50% de los médicos generales británicos piensan abandonar la profesión en los próximos cinco años8. La dificultad para contratar médicos en el primer nivel es también cada vez mayor: en Canadá, el 20% de la población no tiene médico de familia, y el 30% en Estados Unidos9.
Ciertas causas subyacentes podrían explicar esta paradoja. La tendencia creciente a considerar la salud una mercancía, donde el objetivo es producir cada vez más consultas, más pruebas de laboratorio, más trasplantes, casa mal con un trabajo que (como escribía Iona Heath)10 tiene como objetivo ser «guardián» (protegiendo a las personas del sobreuso de intervenciones clínicas) y ser «testigo» de la forma en las que se vive y enferma. Pero más allá de eso hay que aceptar que los valores de la AP van a contracorriente de los dominantes en la sociedad actual. En un mundo donde prima la inmediatez, el consumo y el despilfarro, la liquidez y el olvido de lo que hacemos11, se requiere mucha pedagogía para convencer de la necesidad de esperar, ver, escuchar, tocar y permanecer al lado de las personas a lo largo del tiempo. Aunque la continuidad de la relación entre un médico de cabecera y un paciente reduce la mortalidad de forma dosis-dependiente, alcanzando una reducción del 30% a los 15años de relación continuada12, no parece que vaya a ser una prioridad de estado, ni que todos los profesionales que hoy se incorporan a AP estén dispuestos al grado de compromiso que supone vivir toda la vida laboral en el mismo lugar.
Al igual que contra el cambio climático13, las medidas más útiles para el bienestar de la humanidad a largo plazo son las que menos posibilidades de éxito tienen a corto. Lo que en modo alguno debe ser una excusa para no luchar por aquello que sabemos mejora sustancialmente la vida de las personas.