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Vol. 22. Núm. 9.
Páginas 545-546 (noviembre 1998)
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Vol. 22. Núm. 9.
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Prescripción farmacéutica y médicos de familia
Pharmaceutical prescription and family doctors
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J. Ausió Arumía
a Médico de Familia. Equip d'Atenció Primària de Vic, SL. Barcelona.
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El acto de prescribir un medicamento conlleva asociado implicaciones que afectan a diversos agentes individuales, sociales, económicos y políticos. La creciente utilización farmacoterapéutica ha convertido la responsabilidad de un acto individual en un trámite administrativo masificado y propicio a diluir responsabilidades. Nada más lejos de la realidad, prescribir sigue teniendo connotaciones éticas y jurídicas a título individual, y en el marco público, también colectivas. Cuando los diferentes sectores afectados por la prescripción a cargo de fondos públicos tienen la tentación de interferir en la voluntad personal de un médico al prescribir, están limitando una reconocida capacidad profesional, respaldada legal y jurídicamente.

La tendencia natural de la industria farmacéutica y de la Administración Pública es intentar influir en el médico, ya sea directamente sobre el de familia o a través de la influencia que los expertos o las revistas médicas puedan tener sobre él, con la finalidad de que genere un mayor o menor gasto público en farmacia según sea el interés de una u otra parte.

Sin ánimo de abdicar de nuestra cuota de responsabilidad en el uso eficiente de los recursos públicos, los médicos no debemos aceptar ámbitos de responsabilidad que no nos son propios y que resultan de una errática política, en la que los otros agentes implicados no quieren asumir su cuota de participación en el uso y disfrute de unos recursos públicos limitados.

La Administración mantiene una política de registro, en el catálogo de prestaciones, de especialidades farmacéuticas de elevado coste que pretenden sustituir a otras más económicas, a menudo con una dudosa relación de eficiencia respecto a las existentes, autorizando y financiando productos «nuevos» sin estudios suficientes que demuestren el beneficio terapéutico que aportan, o sin que sus efectos adversos estén bien establecidos y sean asumibles (por ejemplo, droxicam, nimefradil, ebrotidina...). Abundando en despropósitos, ha excluido de la financiación pública una serie de fármacos por su limitado valor terapéutico, a pesar de su bajo coste y de que son útiles en procesos menores sin otras alternativas farmacológicas más eficientes. Por el contrario, mantiene financiados productos que nunca hubieran debido ser registrados.

Para colmo, la medida desconcierta al prescriptor cuando se asume la financiación «condicionada» de alguno de los productos excluidos, si concurren circunstancias como tratarse de procesos crónicos, una edad determinada, etc. O bien su valor terapéutico no es tan limitado, o realmente no existen fármacos más eficientes en el mercado para tratar estas patologías, que además son mayoritariamente de curso crónico.

Otro aspecto destacable en la actuación de la Administración es la tutela y control administrativo de las prescripciones. Ahí conviven y retozan conceptos como valor intrínseco y coste/habitante/año que andan muy lejos, como indicadores finales, de una correcta evaluación de la indicación-prescripción.

Aún más, atribuir y responsabilizar de la prescripción inducida a los médicos de familia, sin que dispongan de mecanismos que les permitan consensuar, desde el punto de vista técnico, la prescripción generada por los especialistas, parece ya la guinda de un agrio pastel.

Desde la óptica de la Administración, el prescriptor aparece como el peligro máximo del sistema público y pretende exigirle que gestione la farmacia en un marco confuso y a menudo precario. Esto significa aceptar la administración de aproximadamente un 50% de los recursos asignados a atención primaria.

¿Tan difícil resulta la financiación de un vademécum que contenga sólo los fármacos que dispongan de evidencias científicas suficientes que avalen su eficiencia en las indicaciones aceptadas? ¿O bien, mantener el actual vademécum y financiar la prescripción hasta un precio de referencia determinado, instaurando un copago de la diferencia respecto al precio de venta al público de cada producto?

La industria farmacéutica tiene en la sanidad pública un mercado prioritario. Bajo este prisma, orienta su política de investigación, producción y venta de moléculas. Es obvio que si un fármaco no se financia a través del sistema público su participación en la cuota de mercado va a ser muy limitada. Por tanto el objetivo básico de un laboratorio es que su nuevo producto sea financiado por este mecanismo. Para conseguirlo actúan sinérgicamente en cuatro niveles: administración, médicos, oficinas de farmacia y población general. Su éxito para influir en los 4 sectores es innegable, y prueba de ello es el descontrolado aumento del gasto en farmacia, cuando los demás proveedores del sector negocian a partir de la congelación o reducción de recursos o en el mejor de los casos con aumentos que no superan el IPC.

La industria farmacéutica gasta ingentes cantidades en promoción y publicidad de productos, presionando más en un nivel u otro según los perfiles de cada producto o las necesidades de marketing. Una actividad que consideramos legítima, si no fuera porque las reglas del juego son confusas para un fin irrenunciable: el beneficio, en términos de salud, para el paciente, individual y colectivamente.

Existe una asociación directamente proporcional entre la frecuentación de visitas de delegados de laboratorios y la cantidad de producto prescrito; esta situación no parece elogiosa para nosotros. En nuestra relación con la industria farmacéutica los médicos asistimos impasibles, asombrados, conformados y/o tolerantes a situaciones poco o nada beneficiosas para nuestro colectivo, en particular, y para el sistema sanitario, en general.

Su actividad informativa constituye un admirable ejemplo de eficacia; sólo dos objeciones importantes: la veracidad o validez intrínseca de la información que ofrecen, de la que ya existen suficientes evidencias para considerarla cuanto menos parcial, y el tiempo dedicado a esta relación, al que nos sometemos sin cuestionar su rentabilidad.

A propósito de este tiempo, citaré los siguientes datos procedentes de nuestro centro de salud. Durante el año 1997 se registraron 153 comerciales de laboratorios farmacéuticos, que efectuaron un total de 5.842 peticiones de visitas a médicos del CAP El Remei. Esto supone que cada médico mantuvo de media 739,25 visitas al año con los citados agentes comerciales, o lo que es lo mismo 4,77 visitas al año con cada laboratorio o línea de producto. El tiempo total empleado por dichos médicos a este fin, según nuestra agenda informatizada que registra tiempos reales de visita, fue de 51.115 minutos. Si consideramos una jornada laboral de 40 horas semanales, cada médico de nuestro centro dedicó 2,6 semanas al año a atender a los representantes comerciales de los laboratorios. Traducido en costes significa, en nuestro ámbito, un total de 3.780.000 pesetas, o lo que es lo mismo unas 475.000 pesetas por médico y año.

¿Por qué este tiempo otorgado involuntariamente a recibir información sesgada? ¿Cuánto tiempo dedicamos a contrastar dicha información? ¿Qué utilidad tiene para nosotros, y en último término, para nuestros usuarios? ¿Qué recursos dedican las organizaciones sanitarias para dotar de información imparcial a sus profesionales?

Las dinámicas actuales de visita de los laboratorios a los médicos, con el fin de informar sobre un determinado fármaco, no deberían mantenerse. A pesar de ello sigue siendo para muchos médicos la única fuente de información farmacológica, en la que basan sus conocimientos para mantener actualizado su vademécum. A nadie le ha de extrañar que cada laboratorio pretenda demostrar que su fármaco es el mejor, aunque no existan suficientes evidencias científicas de ello. No olvidemos que su legítimo objetivo es aumentar sus ventas.

Desde su óptica, representamos el consumo. Lo incentivan de distintas formas y con buenos resultados. Quizás también representemos la pasividad...

Otra situación poco comprensible en el contexto actual es que la mayoría de hospitales financiados por el erario público dispongan de un vademécum cerrado, en el que existen las moléculas más eficientes desde el punto de vista científico y económico, lo que configura una prescripción de una elevada calidad técnica. Por el contrario, en las consultas externas de los mismos hospitales los mismos médicos pueden utilizar la molécula que mejor les parezca, sin estar sujetos a los criterios del vademécum interno, consensuado con ellos, e induciendo una prescripción en los médicos de familia que a menudo no tiene nada que ver con los criterios de eficiencia que mencionaba al inicio del párrafo. A nadie se le escapa que ésta es una práctica que los hospitales concertados con la sanidad pública no deberían tolerar.

¿Hasta cuándo los médicos de familia aceptaremos prescribir de forma inducida, en un acto más administrativo que médico, moléculas que en realidad han prescrito otros facultativos? Hay diversas soluciones a esta cuestión que en ningún caso comportarían aumentar la factura de farmacia. Entre ellas la de que el especialista sugiera como tratamiento, en el correspondiente informe clínico, la molécula de referencia del grupo terapéutico o las diversas alternativas existentes para que el médico de familia prescriba, en el más amplio sentido del término, en la mayoría de los casos el fármaco de referencia, excepto en aquellos casos en que haya argumentos técnicos suficientes para prescribir otra molécula.

La dinámica del sistema obliga a los especialistas a utilizarnos como un anexo administrativo. La Administración nos imputa la responsabilidad científica y económica de dicha prescripción. ¿Qué instrumentos disponemos para gestionarla?

 

Corolario:

­ Las medidas tomadas por las distintas administraciones para la racionalización farmacéutica no resultan creíbles desde el punto de vista asistencial.

­ Deberíamos abandonar la actitud pasiva de receptores de información y tomar iniciativas que nos permitan establecer relaciones útiles, para ambas partes, con los proveedores de fármacos (industria farmacéutica). Un marco de colaboración sustentado en las necesidades terapéuticas de los ciudadanos y en las alternativas farmacológicas eficientes.

­ Para evitar las históricas demagogias, siempre opinables en función de intereses grupales o individuales, hay que diseñar un nuevo sustrato relacional, entre todos los actores que intervienen desde la oferta al consumo de medicamentos, basado en la efectividad y la evidencia disponible.

 

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