A estas alturas resulta incuestionable reconocer:
Que la pandemia del COVID- 19 representó un punto de inflexión social, económico y sanitario de forma global.
Que puso en evidencia las carencias de un sistema sanitario, ya previamente muy castigado.
Que esta situación de estrés laboral tan prolongada afectó de forma significativa la salud física, mental y emocional de todos en general y de los profesionales sanitarios en particular1.
Es cierto que las características inherentes al trabajo en el ámbito de la salud determinan un contexto proclive a instancias de mucho estrés dada la naturaleza de la actividad y el frecuente desequilibrio entre las exigencias externas, la autoexigencia y muchas veces los recursos disponibles para cumplir eficientemente con los objetivos2.
Cuando los mecanismos para gestionar esas situaciones son inadecuados o insuficientes, surgen como consecuencia respuestas desadaptativas representadas por el agotamiento emocional, la sensación de bajo sentido de logro y la despersonalización hacia los pacientes, que definen en el trabajador la percepción de estar «quemado por el trabajo», también conocido como síndrome de burnout3,4.
La intensidad y la incertidumbre de los hechos acontecidos en los últimos 2 años determinaron en los profesionales sanitarios que el afrontamiento a esas situaciones de forma tan prolongada y continua se convirtiera en sí mismo en una carga que generó en algunos casos e incrementó en muchos otros5–7 síntomas de agotamiento emocional, frustración y la desmotivación por la profesión.
La atención primaria, a pesar de ser uno de los pilares fundamentales del sistema sanitario, también se vio y se sigue viendo muy afectada. Es conocido por todos que a la escasez habitual de tiempo para las consultas se suman el flujo incesante de protocolos, el incremento de tareas de carácter administrativo, el distanciamiento social, el miedo al contagio, al error, y muy importante, la asidua sensación de no estar ejerciendo la profesión como se quisiera y la desatención a otros pacientes2,5,8.
Más allá de lo que revelan las estadísticas y los estudios, en cuanto al impacto negativo de la pandemia como elemento potenciador del burnout en los profesionales de atención primaria, es importante considerar que detrás de lo que representan esos números existen personas, tan sensibles y vulnerables como cualquiera, con preocupaciones, con familias, con ilusiones y miedos.
Aun así, si hay algo que les ha caracterizado es la espectacular capacidad de respuesta, haciendo uso de un alto nivel de resolutividad, polivalencia y adaptabilidad al flujo constante de información (a veces contradictoria), a la presión asistencial y administrativa, y a la falta de apoyo institucional y liderazgo8.
Lamentablemente esa fortaleza y esa capacidad de respuesta sustentadas en la profesionalidad, la vocación y el deseo de ayudar a otros han podido ser malinterpretadas, subestimando las necesidades de atención y cuidado de los propios profesionales, en aras de improvisar soluciones inmediatas para suplantar otras carencias, como pueden la sustitución de ausencias en los equipos y/o la formación continua.
Cuando un profesional (u otro trabajador) siente que no recibe suficiente apoyo institucional y de colegas, cuando tiene un control muy limitado sobre su trabajo, cuando no dispone de recursos o cuando hace frente a exigencias y necesidades, adoptando decisiones basadas en criterios que escapan a su control2, se propicia el terreno fértil para el desgaste profesional, con el impacto negativo que eso supone en la propia salud de los trabajadores y en la atención a los pacientes.
Como última reflexión, aunque el síndrome de burnout es en sí mismo multifactorial, complejo y se ha agravado tras la pandemia, sobre todo entre los profesionales de atención primaria5,6, debemos considerar la ejecución de planes y estrategias adecuadas, tanto a nivel individual como colectivo e institucional que permitan prevenir, contener y manejar sus determinantes y sus consecuencias con eficacia.
Existen evidencias del beneficio de intervenciones y conductas que ejercen un efecto protector y de recuperación dirigidos al propio profesional como planes de autocuidado, prácticas contemplativas9, procesos de coaching10, implementación de microprácticas7,11, y en casos más severos, soporte con profesionales de la salud mental.
Sin embargo, el abordaje solo a nivel individual no es suficiente, y los pasos significativos para abordar la crisis y sus causas fundamentales deben tomarse a nivel sistémico e institucional con concreción de esfuerzos de todas las partes interesadas12.
Es fundamental que las propuestas sean realistas y adaptables, sin limitarse solo a enunciados atractivos que luego no se ejecutan.
Establecer reuniones en los equipos, crear oportunidades de revisión y aprendizaje de lo vivido, crear planes de cuidado, estrategias de liderazgo individual o colectivo, solicitar apoyo externo (un psicólogo, un coach u otro) son muy importantes, pero pierden valor y utilidad si no se respaldan con la adecuada dotación de personal y recursos en los centros de salud, si no se escuchan y se actúa sobre las necesidades de los profesionales, y si no se motiva a los nuevos especialistas en formación para que sean ellos también los que en el futuro ejerzan su profesión con satisfacción y sin quemarse.
Conflicto de interesesNo existen conflictos de intereses por parte de la autora.