Sr. Director: Entre los múltiples e interesantes asuntos que toca la carta de Baena-Díez y Solanas-Saura, a quienes agradecemos sus cortesías, comentamos alguno brevemente.
El más general es en qué reside la solidez y la consistencia de las evidencias, más allá de criterios meramente formales (propedéuticos si se quiere) tipo GRADE (o PRODIGY para las guías). Es un asunto mayor pero arduo, pues nos topamos con tres escollos homéricos: el origen de los datos de evidencia (quién investiga y con qué fines), el imperio increíble pero largamente efectivo de la significación estadística en la interpretación de los datos y la estructura de producción conocida como medicina basada en la evidencia (cristalizada ya en mentalidad o ideología).
Es por ello que de la misma manera que ha cobrado fuerza la idea de que existe una variabilidad de la práctica clínica deseable y necesaria (distinta de la variabilidad no justificada por ignorancia, impericia o intereses de múltiples tipos), igualmente cabe defender que no existe una evidencia única, sino un espectro en la interpretación de las evidencias, que puede dar lugar a recomendaciones distintas (más conservadoras o más intervencionistas, en términos generales). No es una barbaridad. Todas las guías apelan a que sus recomendaciones no pretenden reemplazar el juicio clínico; aunque luego, en la práctica, tanto por el lenguaje que se ha impuesto como por las dichosas e impertinentes gradaciones de la evidencia y las recomendaciones, hagan pensar en lo contrario.
Ahora bien, la variabilidad en la interpretación no implica que se abra la puerta a la arbitrariedad de las recomendaciones. Todo lo contrario. De lo que se trata es de que toda recomendación esté respaldada por una fundamentación racional transparente y que esté sometida a debate en su propio terreno. Transparencia que incluye el abandono de los errores, sobreinterpretaciones, sobreentendidos, frases hechas y fotocopiadas o, directamente, mentiras, que tanto abundan en guías y consensos. Y que las dudas y cuestiones abiertas sean expuestas como tales y, con ello, las distintas opciones terapéuticas razonables.
Para ganar en transparencia y racionalidad no es una condición suficiente que los redactores de guías y consensos declaren sus conflictos de intereses, algo que el PAPPS efectivamente ni siquiera cumple. La condición es que no los tengan. Si un miembro de un tribunal tiene conflicto con lo juzgado, se inhibe o es recusado, no basta con declarar que tal conflicto existe. No encontramos explicación razonable para el hecho de que los grandes consensos internacionales estén redactados por personas ligadas directamente a la industria y la ejecución de los grandes ensayos clínicos. No se puede ser juez y parte. Y no es imposible, sino una condición necesaria, contar con expertos independientes en cada materia y en la valoración del conjunto de las evidencias disponibles. Sirva como ejemplo que el 20% del equipo redactor de la guía de la OMS sobre HTA1 declara tener conflicto de intereses, frente al 100% de los redactores del JNC VII2 o del conocido como consenso europeo ESH-ESC3. Asimismo, la mitad de los redactores del JNC VII y ESH-ESC dirigieron y participaron en los estudios ALLHAT4 y HOT5, respectivamente, por poner ejemplos.
Hay una segunda condición para la transparencia: abandonar el actual lenguaje rígido y maximalista de las recomendaciones y, por supuesto, ese engaño manifiesto que son las gradaciones. Habría más condiciones, pero irían por otros derroteros.