He leído con interés la editorial de Alberto López García-Franco, David Fraile Navarro y Elena Cardona Corrochano, titulado «Vitamina D: el traje nuevo del Rey Sol» publicada recientemente en la revista Atención Primaria1.
En la fábula que escenifican los autores, que para mí es un cuento, reconozco ser uno de los «plebeyos» que todavía sigue viendo esos magníficos trajes del Rey Sol.
La vitamina D es una hormona cuya principal acción es sobre el metabolismo fosfocálcico, optimizando una adecuada mineralización del esqueleto, de manera que una deficiencia severa de vitamina D favorece el desarrollo de raquitismo en niños y de osteomalacia en adultos, con el consecuente aumento del riesgo de fracturas, e incluso de mortalidad2. Deficiencias no tan severas de esta vitamina se han asociado a osteoporosis y fracturas.
Pero el receptor de la vitamina D se encuentra también en más de 50 tejidos de otros órganos como riñón, paratiroides, músculo, páncreas, sistema inmunitario, pulmón… lo que confiere a la vitamina D un efecto extraesquelético con un papel protector sobre enfermedades cardiovasculares, autoinmunes y neoplasias3.
Sorprende que los autores de la editorial, basándose en una revisión de Theodoratou et al.4, hablen de un efecto nulo de la vitamina D sobre diferentes enfermedades, cuando en esta revisión el autor selecciona 18 metaanálisis libres de sesgos y de heterogeneidad, y concluye que no se puede negar una asociación entre los niveles plasmáticos de vitamina D y el cáncer colorrectal, la enfermedad cardiovascular, la hipertensión, la enfermedad cerebrovascular, la depresión, el síndrome metabólico, la diabetes tipo 2 y la diabetes gestacional, entre otras.
Es cierto que existe más controversia sobre el papel beneficioso que puedan tener los suplementos de vitamina D, pues las revisiones y metaanálisis disponibles incluyen estudios muy heterogéneos, en los que habitualmente se desconocen los niveles basales de 25-hidroxivitamina D y en los que se incluyen pacientes tratados con metabolitos diferentes y dosis variables de vitamina D, con y sin calcio.
Sin embargo, los autores parecen haber encontrado en el de Bolland et al. el metaanálisis perfecto, el que lo aclara todo y nos dice a gritos que el astro rey está completamente desnudo, que suplementar con vitamina D no reduce el riesgo de fractura ni de caídas5. Pero este metaanálisis tiene, como muchos otros, varias limitaciones. Tan solo un 6% de los estudios incluían pacientes con niveles de 25-hidroxivitamina D por debajo de 10ng/ml (cuando probablemente son los pacientes que más se beneficiarían del tratamiento), se incluyen varios estudios con pocos pacientes (en algunos menos de 100), con dosis muy bajas de vitamina D (≤800UI en un 32%), o con muy corto período de seguimiento (en un 68% inferior a un año), limitaciones que difícilmente le dan suficiente validez para evaluar la eficacia en la reducción de fracturas.
Pero, aunque fuera cierto que dar vitamina D no reduce el riesgo de fractura ni de caídas, ¿significa eso que no debemos suplementar al paciente con déficit de la misma?
La suplementación con vitamina D no debe tener por objetivo reducir «per se» el riesgo de fractura, pues ya existen otros fármacos más eficaces y con la indicación aprobada, sino como complemento de estos fármacos, cuya eficacia solo ha sido demostrada con la suplementación con vitamina D o, por lo menos, con niveles óptimos plasmáticos6.
El debate no se debe centrar en si la vitamina D es útil o no, sino a quién y cuándo debemos determinar sus niveles y cuál es el valor deseable, porque aunque es obvio que el Rey Sol no está desnudo seguimos sin saber qué traje le queda mejor.