En relación con el artículo publicado por Hernández-Ascanio et al.1, quisiéramos expresar nuestras alabanzas al contenido, puesto que la soledad en gente mayor es un tema que, aunque cada vez se conoce más, sigue sin tener la relevancia que le corresponde. De esta forma, teniendo en cuenta el aumento de la esperanza de vida y el envejecimiento de la población, la presencia de la soledad comporta un factor de riesgo que no se debe ignorar. Es por esta razón que hay que destacar la importancia de la detección y tratamiento precoz de la soledad.
Primeramente, con el objetivo de profundizar en la definición de la soledad, esta es una condición donde existe una discrepancia entre las acciones sociales deseadas de un individuo y las realizadas. La soledad consta de 3 dimensiones: una íntima, conocida también como soledad emocional, que se define como la ausencia de una persona confiable en situaciones de crisis; una relacional, definida como aislamiento social, referida a la percepción de la ausencia de conexión familiar y/o amistades; y una colectiva, referida a una red de conexiones compuesta por personas similares que pueden conectar a distancia2.
En un estudio en el que se siguió a los pacientes durante 19 años se reporta un aumento de la mortalidad general del 18,6% atribuida a la soledad emocional, cuyo resultado aumenta la importancia de establecer un programa estandarizado de detección y actuación contra la soledad3.
En el artículo, los autores concluyen que el cribado de la soledad en la población es dificultoso debido a la falta de escalas estandarizadas. Sin embargo, existen 14 escalas para medir la soledad del paciente, aunque las 3 más utilizadas en los estudios suponen una variación de una de ellas, la escala de soledad de la Universidad de California en Los Ángeles, siendo la variante de 3 ítems la más utilizada por los profesionales4. Por este motivo, habríamos optado por comparar con los profesionales entrevistados las diferentes escalas existentes y razonar cuál es más adecuada, puesto que existen artículos en los que concluyen que los trabajadores de atención primaria tienen dificultad para identificar los problemas de soledad. Este hecho resalta la importancia de escoger una escala para tener un método común de evaluación de la soledad5.
Por último, nos gustaría debatir que, aun habiendo hecho un gran trabajo con el estudio, el nombre del mismo es: «Condicionantes para el abordaje del aislamiento social y la soledad en adultos mayores no institucionalizados desde atención primaria de salud». Y, sin embargo, estos condicionantes han sido propuestos por los trabajadores de la atención primaria, de forma que en ningún momento del estudio se han tenido en cuenta las vivencias de los pacientes, sino las experiencias de los trabajadores, a diferencia de un estudio de su propia bibliografía, en el que se entrevista a los pacientes, pudiendo identificar más fácilmente patrones comunes de soledad6.
En conclusión, es indiscutible que en la última década ha aumentado la importancia dada a temas como la soledad y su conocimiento como factor de riesgo en otras enfermedades. Sin embargo, aún se puede avanzar mucho en el campo, empezando por el establecimiento de programas comunes de cribado de soledad y guías de acción para tratarla. Además, también es necesaria una mayor comunicación con los pacientes para que desde la atención primaria sea menos dificultosa la identificación de la soledad del paciente.