A pesar del reconocimiento de la violencia doméstica (VD) como un problema de salud pública de primer orden por las principales organizaciones internacionales con competencias en salud1 (la ONU establece en 1995 la lucha contra la VD entre sus objetivos estratégicos, y la OMS declara en 1998 la VD como una prioridad internacional para los servicios de salud), y aun reconociendo el avance que ha supuesto en nuestro país el II Plan Integral contra la VD (2001-2004), propuesto por los 5 ministerios más directamente implicados en el problema (Trabajo y Asuntos Sociales, Interior, Justicia, Educación, Cultura y Deportes, y Sanidad y Consumo), parece evidente que la respuesta de los servicios de salud y de los profesionales sanitarios en particular está resultando insuficiente.
Como se sabe, la VD no es un problema nuevo; lo relativamente nuevo es el hecho de que haya dejado de considerarse un «asunto privado» y hoy empiece a reconocerse como «un problema de salud». Este reconocimiento es el paso imprescindible para su prevención y control.
Un reflejo de estos cambios son las reformas legislativas en materia penal y civil, orientadas al reconocimiento y protección de los derechos de la mujer: en los servicios sociales se han creado servicios para la atención a la mujer maltratada; las reformas del código penal, en lo que a malos tratos se refiere, también han supuesto un avance digno de reconocimiento, aunque estos cambios no sean aún tan ostensibles en su aplicación; los medios de comunicación se hacen eco cada día de los casos más dramáticos; pero en lo que a intervenciones en salud se refiere no se han producido cambios relevantes en nuestro medio.
Aunque se desconoce la prevalencia de la VD en nuestro país, la estimada según los resultados de las encuestas realizadas por el Instituto de la Mujer (2000)2 revela que el 12,4% de las mujeres se halla en una situación objetiva de violencia en su entorno familiar y en un 9,2% el agresor es su pareja. Estos datos proyectados a la población femenina española significan que más de 2 millones de mujeres se encuentran en una situación objetiva de violencia familiar.
Las cifras de denuncias presentadas, más de 30.000 en 2002, no representan más que una pequeña proporción del problema existente. El año pasado 69 mujeres fallecieron a causa de la VD, 52 de ellas a manos de su pareja. No disponemos de datos acerca de las consecuencias de las agresiones en el resto de las víctimas, de sus secuelas físicas, pérdidas de días de trabajo, secuelas psicológicas, repercusiones en los hijos, coste social, etc., datos de más difícil evaluación.
Las consecuencias de la VD, tanto para la salud de las víctimas como de los convivientes, sobre todo para los hijos, han sido ampliamente documentadas en diferentes estudios3,4. Sin embargo, a pesar de estas evidencias, el nivel de detección es muy bajo. Llegamos al diagnóstico con retraso (pueden pasar 5-10 años desde el inicio de la VD hasta su detección) y el mayor número de diagnósticos se establece en los servicios de urgencias o a través de denuncias a la policía o al juzgado.
A la luz de esta realidad, no se comprende que, existiendo evidencia de la magnitud del problema y de la gravedad de sus consecuencias a nivel físico, psicológico y social, el sistema sanitario y sus profesionales no hayan sido capaces de adquirir un mayor compromiso respecto al problema. Esta situación suscita algunas preguntas: ¿por qué esa escasa respuesta por parte de los profesionales de la salud ante este problema?, ¿por qué no se detecta?, ¿qué puede hacer el médico de familia para llegar antes al diagnóstico?, ¿cuál es nuestro papel en las distintas etapas del abordaje de la VD?
La VD no ha figurado en los currículos docentes de pregrado ni de postgrado (si excluimos el de postgrado de pediatría y recientemente el de medicina de familia y comunitaria). No es extraño que a muchos profesionales les cueste asumir la VD como un problema más de salud, como pueden ser la diabetes o la depresión. No hemos recibido formación sobre el problema y nos sentimos incómodos e inseguros al abordarlo.
¿Por qué no se detectan?
Porque las mujeres no lo dicen (y hay muchas razones para su silencio) y porque los médicos no lo preguntamos. Existe gran coincidencia en diferentes estudios sobre los motivos por los que el médico no lo pregunta: por inseguridad, por no saber cómo hacerlo, por falta de tiempo, por sobrecarga de trabajo, por miedo a ofender a la paciente, por los compromisos legales que puede suponer la notificación del caso, etc.
Pero no olvidemos que la «capacidad de detección» de los profesionales tiene mucho que ver con su actitud. La falta de sensibilidad del profesional hacia el problema y los prejuicios hacia la mujer maltratada son barreras que actúan dificultando no sólo la detección sino el abordaje profesional adecuado.
¿Qué puede hacer el médico de familia en el abordaje de la VD?
El profesional del primer nivel constituye un elemento clave en el abordaje de la VD por estar en un lugar estratégico: por su accesibilidad, por la atención integral que presta, por el conocimiento de la paciente y de su contexto familiar, porque con frecuencia cuenta con su confianza y porque, dentro de los valores que incorpora la medicina de familia, está el compromiso ético y el compromiso con la persona y con la sociedad.
Estas razones hacen que el profesional de atención primaria desempeñe un papel fundamental en la prevención, en la detección precoz, en el tratamiento y en la orientación de este problema, en el que es imprescindible un abordaje coordinado y complementario con otros profesionales e instituciones si queremos que sea efectiva.
El médico de familia debe intervenir en las distintas etapas de la prevención.
En prevención primaria, nuestro papel es limitado, ya que se trata de actuar sobre las causas que generan la VD y que se asientan sobre los cuatro niveles que conforman el contexto de la persona: individual, relacional, comunitario y social. Nuestra actuación se centrará sobre todo en los dos primeros (la persona y la familia), explorando factores de riesgo y situaciones de mayor vulnerabilidad para sufrir VD, y realizando intervenciones anticipatorias cuando sea posible. La intervención en los niveles comunitario y social, esencial en la prevención, debe estar orientada a fomentar los cambios de actitudes, valores y comportamientos respecto al papel igualitario de varones y mujeres en la sociedad. Esto conlleva la exigencia de afrontar las causas estructurales y sociales que sustentan las desigualdades de género, culturalmente aceptadas y legitimadas en nuestra sociedad, y que exigen del compromiso político y social para conseguir el cambio.
En prevención secundaria, constituye un motivo de preocupación la baja detección y el retraso en el diagnóstico, y es precisamente en la detección donde quizá tengamos el papel más relevante.
¿Qué hacer para mejorar la detección? Aunque no existe consenso sobre el uso de cuestionarios sobre VD para cribado sistemático en la población general5, hay acuerdo (y así lo recomiendan las principales organizaciones internacionales en prevención) sobre la necesidad de que el médico esté alerta ante signos, síntomas o sospechas de maltrato e incorpore en la entrevista clínica preguntas facilitadoras para investigar su existencia.
En prevención terciaria debemos tener claro qué hacer una vez diagnosticado el maltrato: atención inmediata y valoración del riesgo físico, psicológico y social, información a la paciente, oferta de recursos sociales, plan de protección, necesidad de intervención de otros profesionales, plan de seguimiento y otras actuaciones que el médico de familia debe coordinar. Estas actuaciones están recogidas en su mayoría en el «Protocolo Sanitario del Servicio Interterritorial para la actuación ante los malos tratos6», cuya publicación y difusión ha sido quizá una de las intervenciones más interesantes realizadas institucionalmente en el ámbito sanitario respecto a la VD.
Son muchas las instituciones y profesionales que tienen responsabilidades en la atención integral a la VD. Los sanitarios somos un eslabón de la gran cadena necesaria para abordar eficazmente el problema. Los médicos de familia tenemos una responsabilidad que asumir, siendo sensibles al problema y asumiendo el papel que nos corresponde. Esta responsabilidad supone un reto al que tendremos que dar respuesta como colectivo. Las iniciativas de grupos de trabajo sobre VD de nuestra sociedad científica, la presencia creciente de la VD en los programas de congresos y jornadas de formación continuada en los últimos años, la incorporación de la VD dentro del nuevo programa de la especialidad de medicina de familia y comunitaria, las recomendaciones del PAPPS sobre VD para los profesionales y para la administración, y las demandas de formación sobre el tema, son algunas de las actuaciones que nos permiten vislumbrar que algo está cambiando y mirar con esperanza el compromiso y la competencia de nuestro colectivo en el abordaje de la VD.