El hierro (Fe) es un componente esencial de los organismos vivos, los que deben conservar su utilidad en las reacciones biológicas y al mismo tiempo protegerse frente a su toxicidad como radical libre. La homeostasis del Fe está vinculada a procesos infecciosos e inflamatorios con la respuesta inmune, tanto innata como adquirida. La activación sistémica inmune conduce a cambios profundos en el tráfico del Fe, limitando la absorción intestinal y su liberación desde los macrófagos1. El péptido hepcidina, que está unido filogenéticamente y estructuralmente a las defensinas (péptidos antimicrobianos de la inmunidad innata), desempeña un papel fundamental al restar Fe a los patógenos a través de su secuestro en las células del huésped, principalmente macrófagos2.
La deficiencia de Fe es una enfermedad infravalorada e infradiagnosticada a pesar de que supone un factor de riesgo independiente de peor pronóstico para cualquier otra enfermedad, incluida la COVID-19. Es la deficiencia nutricional más frecuente que puede afectar hasta al 25% de la población y constituye un problema de salud de primer orden. Por el contrario, la sobrecarga afecta a menos del 1% de la población. La paradoja es que tanto el déficit como el exceso de Fe causan inmunodeficiencia y favorecen la infección, en el primer caso por defecto de la inmunidad innata y en el segundo por favorecer la replicación del virus1,2.
El control de la deficiencia de Fe es un objetivo que persigue la OMS desde 2001, sin aparente éxito, y que ha tenido que recordar en plena pandemia (abril 2020) con la publicación de una nueva guía clínica para la determinación de ferritina a nivel individual y colectivo, incluso en personas sin anemia o aparentemente sanas, pero especialmente en la población de riesgo (los infantes, los adolescentes, las mujeres en edad reproductiva, las embarazadas y los ancianos) detectar la deficiencia de Fe y así evitar la anemia ferropénica y mejorar la respuesta inmune3. Siguiendo los consejos de la OMS debemos realizar un diagnóstico precoz de la deficiencia de Fe antes de que aparezca la anemia, por lo que la determinación de la ferritina debe incluirse en la analítica de control general, admitiendo valores de hasta 70 ng/ml, si se asocia a una infección o inflamación, para el diagnóstico de deficiencia de Fe3.
En febrero de 2021 la EHA (Asociación Europea de Hematología) recomendó que en las personas con anemia por deficiencia de Fe se corrigiera la falta de este, incluso antes de la vacunación contra la COVID-19, al comprobarse clínica y experimentalmente una mejor respuesta inmune y humoral con un nivel adecuado de Fe que con un déficit, situación en la que se disminuye la respuesta inmune que mejora al reponer los niveles de Fe4.
Por otra parte, algunos de los síntomas descritos en la COVID-19 aparecen en la deficiencia de Fe, como la tos irritativa persistente y las alteraciones del gusto (ageusia) y olfato (anosmia), que se controlan con la terapia marcial, pero que en la COVID-19 no se ha planteado tal asociación. También la COVID persistente o Long COVID (CP/LC), que afecta al menos a un 10% de los contagiados, se ha correlacionado con la prolongación de la deficiencia de Fe, con o sin anemia5.
El modismo «tener una salud de hierro» es aquí aplicable de forma literal, ya que tener un buen estado de salud supone mantener un estado nutricional adecuado que incluya al Fe para mantener un sistema inmune efectivo, que proteja frente a la infección, favorezca el efecto de las vacunas y mejore algunos síntomas o evite su persistencia. Por ello proponemos considerar las interacciones del Fe con la COVID-19 para valorar si las intervenciones nutricionales con Fe mejoran la inmunidad, el rendimiento de las vacunas y los síntomas persistentes, especialmente en los grupos de mayor riesgo de deficiencia de Fe.
Conflicto de interesesNone.