En 2004, a Neil Harbisson, que había nacido con discromatopsia, no se le permitió renovar su pasaporte británico; su foto fue rechazada. La Oficina de Pasaportes no permitía que Harbisson apareciera con un equipo electrónico en la cabeza. Harbisson alegó que su eyeborg (ojo electrónico) debía ser considerado parte de su cuerpo; él había devenido un cíborg. Cartas de respaldo de su médico, amigos y compañeros fueron enviadas a la Oficina de Pasaportes. Finalmente, se incluyó el dispositivo de Harbisson y se convirtió en el primer cíborg reconocido por un gobierno. Gracias a la tecnociencia, él pasó a ser un tipo diferente de ser poshumano: «Harbisson 2.0». Este trabajo evalúa los riesgos de nuestro futuro poshumano y plantea cinco principios de una biopolítica mínima.
In 2004, Neil Harbisson, who was born with dyschromatopsia, was not allowed to renew his UK passport. His passport photo was rejected. The UK Passport Authority would not allow Harbisson to appear with electronic equipment on his head. Harbisson wrote back to them insisting that the ‘eyeborg’ (electronic eye) should be considered part of his body as he had become a cyborg. Letters from his doctor, friends and partners were sent to the Passport Office to give him support. Finally, Harbisson's device was included and he became the first cyborg recognised by a government. Thanks to the Technoscience, he is a different kind of post-human being: ‘Harbisson 2.0’. This paper evaluates the risks of our future post-human and raises five principles of minimal Biopolitics.
«I became a cyborg». Con esta frase tan pregnante afirma Harbisson su metamorfosis, y presenta una Fundación Cyborg, fundada en 2010, en la que proclama su ciborguismo: Cyborgism is an artistic and social movement that aims to create artworks through new senses or the extension, reduction or modification of an existing sense as a result of the union of cybernetics and the body (Harbisson, 2013, p. 5).
Neil Harbisson, un joven londinense de 32 años, de madre barcelonesa, padeció acromatopsia, enfermedad congénita que solo le permitía ver blancos y negros; o sea, la escala de grises. Y utilizo el tiempo pasado pues ha encontrado una solución tecnocientífica al problema.
Sabemos que todo cuerpo iluminado por haces de luz absorbe parte de las ondas electromagnéticas y refleja las restantes. Las ondas reflejadas y captadas por nuestros fotorreceptores naturales (retinas) envían las señales al cerebro y vemos colores. O sea, que aunque digamos y creamos que los pimientos o las hojas son verdes, lo cierto, como nos enseña el electromagnetismo y la neurofisiología, es que ellos no tienen entre sus propiedades la de ser verdes. En sí mismos no son tales. Cuando los tenemos delante somos nosotros los que los percibimos así, a menos que padezcamos, como Harbisson, una discromatopsia (fig. 1).
La solución de Harbisson consistió en implantar en su cráneo una antena —un ojo electrónico (eyebord)— que, conectada a un chip, traduce el color en sonido. Él cree en el derecho a trascender su dotación sensible natural. Es más, propone el derecho a extender nuestros órganos. Ve legítima —incluso frente a la presión de las autoridades administrativas y policiales, que le han impedido durante mucho tiempo incorporar el eyebord a sus documentos de identidad personal— la corrección de su disfunción visual y también nuestro derecho a adquirir nuevos sentidos (retrovisión y brújula magnética) o a ampliar los existentes (visión ultravioleta y de infrarrojos, audición de ultrasonidos…).
Harbisson decidió hace dos lustros ser «un tipo diferente de ser humano»: un Harbisson 2.0. No se autoconcibe como alguien que usa tecnología. «I feel like I am technology. I don’t think of my antenna as a device–it's a body part». La batalla ganada a la Administración británica lo ha convertido, además, en noticia global: realmente es el primer cíborg oficial de la historia. La primera manifestación —nos atreveríamos a sostener nosotros— de nuestro futuro poshumnano.
Órganos y mentes extendidas. El ideal tecnocientífico baconianoDesde las concepciones antropológicas antiguas (pensemos en el mito de Prometeo que recoge Platón en el Protágoras) ha habido coincidencia en definir al ser humano como «ser carencial» —Mängelwesen, escribe Gehlen en su afamada obra Der Mensch. Seine Natur und seine Stellung in der Welt (1940)—, obligado a utilizar su disposición natural técnica para aprovechar al máximo los recursos materiales, sociales y culturales que le ofrece su circunstancia.
Hablamos de la técnica como disposición natural, porque, como sostuvo Ernst Kapp en el sigloXIX, existe incluso una afinidad entre lo orgánico y lo técnico: La técnica no es sino producto de nuestras proyecciones orgánicas. Prolongan y refuerzan sus disposiciones naturales. Martillos, palancas, telescopios, etc., manifiestan ciertos patrones físico-mentales de la humanidad. Es, en último término, naturaleza humana autodiseminada: «die Telegraphenkabel sind Nerven der Meschheit», los cables del telégrafo son los nervios de la humanidad (Kapp, 1877, pp. 139-141).
Harbisson utiliza su ojo electrónico como extensión orgánica, pero también para sus conexiones a Internet.
¿Es la Red de Redes una extensión de su red neuronal? ¿Es Internet un cerebro exosomático? Para Andy Clark así sería. Desde 1998 ha defendido la idea de la extended mind. Considera que partes de los entornos natural y social forman literalmente parte de nuestros sistemas cognitivos. Sus procesos cognitivos emergen y se prolongan, tal y como sotuvo Kapp, a través de redes «exteriores que integran y sincronizan funcionalmente el cerebro (y/o la mente), el cuerpo y el mundo físico y social» (Clark y Chalmers, 1998, pp. 7-19).
Las redes tecnocomunicativas tendrían, así, efectos antropogénicos. Clark habla de mindware para referirse a los recursos neurales, corporales y extracorpóreos. Para él, nuestros cerebros subcontratan trabajo cognitivo a paquetes de software, calculadoras, computadoras, lenguaje u otras personas. Lo mismo le sucede a Harbisson. Incluso sus circuitos neuronales han cambiado: ya es capaz de soñar en color. Con Clark diríamos que la plasticidad neural —defendida por Cajal frente a Golgi en su teoría del neuronio y sus conexiones sinápticas— modifica y actualiza el esquema mental del cuerpo y el mismo cerebro de Harbisson, desempeñando un papel central en el proceso completo de incorporación cognitiva del mundo (Clark, 2008, p. 39). Harbisson y Harbisson 2.0 no son idénticos.
Pero todavía podemos ir más allá y explorar los efectos mentales inducidos por epigenesia tecnosocial: Internet y, más concretamente, la World Wide Web, puede ser comprendida como un auténtico cerebro exosomático. Altera hasta la forma que tiene nuestra mente de interactuar con el mundo. En efecto, al comienzo de Shallows (2010), Nicholas Carr confiesa que el uso de Internet como hipertexto global ha trasteado su cerebro, rediseñado su circuito neuronal, reprogramado la memoria. «Mi mente ha cambiado. No pienso de la forma que solía pensar. Ahora mi concentración empieza a disiparse después de una página o dos». Pasamos —dice— mucho tiempo online; buscando, navegando, entreteniéndonos, comunicándonos. Los beneficios —escribe— son reales. Pero tienen un precio… Esté online o no mi mente espera ahora absorber información en la manera en que la distribuye en la Web: en un flujo veloz de partículas. En el pasado fui un buzo en un mar de palabras. Ahora me deslizo por la superficie como un tipo en una moto acuática (Carr, 2011, p. 11).
Harbisson no es ningún excéntrico. Es consciente de que el eyeborg forma parte de su mindware. Ha utilizado los recursos que le ofrecen las tecnociencias (bioinformática, electromagnetismo, neurofisiología, etc.) para corregir y perfeccionar su dotación natural sensible. Ha sabido aprovechar los resultados del ideal tecnocientífico baconiano: conocer la naturaleza para dominarla y para, finalmente, reemplazarla.
Desde 1603, Francis Bacon planteó lo que podemos llamar, en efecto, el ideal moderno de ciencia útil. Su punto de partida fue una reforma del saber que reconocía la necesidad de un encuentro de la mente del hombre y la naturaleza de las cosas, que exigía, ciertamente, más que confiar en la genialidad individual o en el azar, encontrar un método riguroso capaz de generar un conocimiento social, objetivo y eficaz. Importante es esta última nota: la nueva ciencia debería ser capaz de dar lugar a aplicaciones prácticas. Los métodos y operaciones de las artes (técnicas) mecánicas, su carácter de progreso e intersubjetividad, proporcionaban, como se dice en el aforismo 74 del primer libro del Novum Organum, un auténtico paradigma: En las artes mecánicas, que tienen por fundamento la naturaleza y la luz de la experiencia, se observa que ocurre todo lo contrario; esas artes, mientras responden a los gustos de los hombres, como animadas de cierto soplo, crecen y florecen sin cesar, groseras al principio, hábiles luego, delicadas, en fin, pero siempre progresando.
Elevó las operaciones de los hombres dedicados a la construcción, navegación, agricultura, minería o industria textil a categoría de ejemplares. Los mejores comentaristas de Bacon (Clifford Allbutt, Farrington, o Rossi) señalan precisamente la influencia que tuvieron en el barón las lecciones que recibió de Bernard Palissy cuando tenía dieciséis años en París, un trabajador del vidrio que, buscando el secreto del esmalte blanco para aplicarlo a la cerámica, defendió una idea del «culto a las cosas», que fue el embrión de dos ideas centrales en el ideal tecnocientífico baconiano que aparece en Novum Organon: «Knowledge and human power are synonymous» (Bacon, 1620, Libro I, aforismo 3).
Gracias a él, se extiende el imperio del ser humano sobre todas las cosas1: Distinguiremos seguidamente tres especies y como tres grados de ambición; la primera especie, es la de los hombres que quieren acrecentar su poderío en su país; ésta es la más vulgar y la más baja de todas; la segunda, la de los hombres que se esfuerzan en acrecentar la potencia y el imperio de su país sobre el género humano; ésta tiene más dignidad, pero aquellos que se esfuerzan por fundar y extender el imperio del género humano sobre la naturaleza, tienen una ambición (si es que este nombre puede aplicarse) incomparablemente más sabia y elevada que los otros. Pero el imperio del hombre sobre las cosas, tiene su único fundamento en las artes y en las ciencias, pues sólo se ejerce imperio en la naturaleza obedeciéndola (Bacon, 1620, Libro I, afor. 129).
Aunque uno de los fines de la ciencia fuera el de descubrir las líneas y formas verdaderas de la realidad, el objetivo último es la intervención en el orden natural: se trata, como decíamos, de conocer, dominar y reemplazar a la naturaleza (Bacon, 1620, Libro II, afor. 5).
La imagen plástica del nuevo modelo la legó en la Nueva Atlántida. Bacon imagina allí una ciudad con profundas cavernas para coagular los líquidos a presión, que produce artificialmente metales, que utiliza abonos artificiales; en la que hay observatorios astronómicos y meteorológicos o se puede transformar el agua salada en dulce. Todas las fuerzas de la naturaleza son, en definitiva, conocidas y perfeccionadas artificialmente.
Lo relevante es que esa utopía responde a una idea-fuerza de la reforma del saber baconiano: solo las operaciones que permiten la intervención humana en la naturaleza, producir y hacer nacer en un cuerpo dado alguna propiedad nueva, por ejemplo, dar a la plata el color del oro o un peso mayor o la transparencia a alguna piedra no diáfana, o la tenacidad al vidrio (Bacon, 1620, Libro II, afor. 4), nos permitirían afirmar, por mucho, dice Bacon, que estemos lejos de lograrlo, que hemos descubierto la constitución oculta de los cuerpos (Bacon, 1620, Libro II, afor. 7) y, lo que es más importante, que extendemos nuestro señorío sobre ellos.
De la teodicea a la tecnodicea. Nuestro futuro poshumanoDecíamos que Harbisson no es ningún lunático. La técnica y sus productos han acompañado desde siempre al ser humano. Le han servido para dominar el azar y las contingencias propias de las coacciones que nos impone, como a cualquier otra especie, su entorno natural. Una Naturaleza, no lo olvidemos, en la que el hombre moderno ya no ve la providencia de Dios ni, por supuesto, diseño inteligente alguno. Los modernos han dejado a Pangloss y se han hecho adeptos de Cacambo2. La Naturaleza no es el horologium Dei, sino un conjunto de procesos físicos, químicos, biológicos, y neurofisiológicos llenos de adaptaciones, exaptaciones y mutaciones que los seres humanos han querido siempre controlar; unas veces con el rezo y otras, al menos desde Bacon (y la tradición alquimista que asume), con las tecnociencias. El ciborguismo no es más que una esperanza en la tecnodicea.
Teodicea o tecnodicea comparten, con todo, un presupuesto: la Naturaleza por sí misma puede ser un despropósito. Necesita de la gracia divina o de la sabiduría humana. En el fondo, ambas son manifestaciones de los anhelos humanos. Como dijo Ortega y Gasset, nuestro ser se reduce a ser anhelo radical. Incluso la técnica —también la técnica de los técnicos, que es como llamaba él a la tecnociencia moderna— es su trasunto.
En 1951, en «El mito del hombre allende de la técnica», Ortega imagina que el animal que se convirtió en el primer humano fue un arborícola que habitaba terrenos pantanosos. Esa especie enfermó y, aunque pudo sobrevivir, tuvo que existir con una hipertrofia cerebral. Se encontró súbitamente con una enorme riqueza interior de figuras imaginarias; se vio condenado, así, a habitar dos mundos, el interior y el exterior, permanentemente inadaptado y desequilibrado. El hombre es, por eso, un animal fantástico que, al extrañarse en la naturaleza, forja la técnica para hacerse un lugar extranatural: Si nuestra existencia no fuese ya desde un principio la forzosidad de construir con el material de la naturaleza la pretensión extranatural que es el hombre, ninguna de esas técnicas existiría. El hecho absoluto, el puro fenómeno del universo que es la técnica, sólo puede darse en esa extraña, patética, dramática combinación metafísica de que dos entes heterogéneos —el hombre y el mundo— se vean obligados a unificarse, de modo que uno de ellos, el hombre, logre insertar su ser extramundano en el otro, que es precisamente el mundo (Ortega y Gasset, 1933, p. 346).
Vivir es producción, fabricación; no teoría y pensamiento; y la técnica le ofrece a los seres humanos el medio para actualizar un programa de un ser que, como un novelista, se forja la figura de un personaje que es él mismo. Harbisson sería un technites más. En cierto modo, un monstruo natural técnicamente propicio. Leamos a Ortega: Ese problema, casi de ingeniero, es la existencia humana. Y, sin embargo, o por lo mismo, la técnica no es en rigor lo primero. Ella va a ingeniarse y a ejecutar la tarea, que es la vida; va a lograr, claro está, en una u otra limitada medida, hacer que el programa humano se realice. Pero ella por sí no define el programa; quiero decir que a la técnica le es prefijada la finalidad que ella debe conseguir. El programa vital es pre-técnico. El técnico o la capacidad técnica del hombre tiene a su cargo inventar los procedimientos más simples y seguros para lograr las necesidades del hombre… Hay, pues, una primera invención pre-técnica, la invención por excelencia, que es el del deseo original (Ortega y Gasset, 1933, p. 343).
La tecnociencia es hija de la fantasía. La bioevolución puede ser hoy completada por la tecnoevolución. La novedad es que aquella es darwiniana; la tecnoevolución, lamarckiana. Rápida. Lo aprendido en una generación pasa a formar parte del acervo de la siguiente. De ahí, la posibilidad de un próximo futuro poshumano (Bostrom, 2004, pp. 339 y sigs.).
El poshumanismo, como concepción filosófica3 y científica, defiende, desde diferentes perspectivas4:
- 1.
La viabilidad de rediseñar la condición humana, incluyendo parámetros tales como las limitaciones de los cuerpos e intelectos humanos, la psicología indeseable, el sufrimiento innecesario, lo inevitable del envejecimiento y nuestro confinamiento al planeta Tierra.
- 2.
El derecho, de quienes deseen utilizar las tecnociencias, a ampliar y/o perfeccionar sus capacidades mentales y físicas y para mejorar su control sobre su propia existencia (nacimiento, vida y muerte).
Dejó escrito Nietzsche en la Genealogía de la moral que la inventiva irreflexiva de técnicos e ingenieros modernos hizo que con el hombre se presentara sobre la Tierra un fenómeno inédito: un animal capaz de revolverse contra la naturaleza, contra sí mismo y, en definitiva, contra los intereses de su propia supervivencia. Todo nuestro ser moderno —aseveraba Nietzsche— es poder y conciencia del poder; se presenta como pura hybris [orgullo sacrílego] e impiedad: pues justo las cosas opuestas a las que hoy nosotros veneramos son las que durante un tiempo larguísimo, han tenido la conciencia a su favor y a Dios como su custodio (Nietzsche, 2005, III, 9)5
Evidentemente, el poshumanismo, que acepta con Nietzsche la identidad de la técnica moderna y la voluntad de poder, afirma también la identidad de tecnociencia y libertad. Nada hay sacrosanto en la naturaleza (humana). Esta siempre consistió más en lo que nosotros somos que en lo que podemos llegar a ser, pero lo que actualmente podemos ser no es solamente una función de nuestro ADN, sino también de nuestro desarrollo tecnológico y social.
La distinción fenomenológica de Helmuth Plessner entre «cuerpo vivido o sido» (Leib) y «cuerpo dado o tenido» (Körper) adquiere, en este sentido, una sorprendente actualidad: se desvanece la frontera entre la naturaleza que «tenemos» y la dotación orgánica que nos «podemos dar». Se trata de una facultad única en el reino animal que implicaría una indeterminación originaria que impide cualquier pretensión de fijación definitiva de su esencia. La antropología neokantiana de Plessner habla así de un carácter fundador (Urgrundcharakter) y a la vez sin fundamento (Ungrund-charakter) de la humanitas. Es ese carácter o posibilidad siempre abierta de ser-otro (Anders-sein) la que explota el poshumanismo6.
La naturaleza humana no puede concebirse, así, más que desde un punto de vista procesual y dinámico; epigenético (Güell Pelayo, 2014, p. 431); no tiene por qué replicar y conservar exactamente el genotipo de nuestros antepasados del Pleistoceno. Los contextos (tecnocientíficos y sociales) son diferentes. Podríamos entrever una naturaleza y cultura poshumana, en la que resulten compatibles los conceptos de poshumanidad y dignidad humana. Es más, no debe concebirse gap alguno entre medios naturales y tecnológicos a la hora de desarrollar la vida humana. Enredarse en cuestiones de identidad humana, en lo que somos, implica, como señala Rail Kurzweil, olvidar la perspectiva materialista de lo que realmente hay en nosotros: una colección caótica de moléculas que constituyen cuerpo y cerebro (Kurzweil, 2005, p. 383).
Una visión diametralmente opuesta podemos leerla en «Post-Human body and beauty», un trabajo de Maria Teresa Russo y Nicola di Stefano (Russo y di Stefano, 2014), en el que los profesores romanos sostienen que una realidad tecnoproducida no cambia la naturaleza humana, la des-naturaliza, la transforma en puro artificio. La posnaturaleza, que aspira a ser perfecta, inmortal, invulnerable, es totalmente carente de belleza. Contra Harbisson: no puede darse una estética del cuerpo poshumano, porque se configura como no-cuerpo y no tiene las características de lo que comúnmente se entiende por belleza: reflejo de interioridad, unicidad.
Discrepo totalmente de la conclusión. Esa apelación que hacen «a lo que comúnmente se entiende…» encubre siempre un mononaturalismo cuestionable; esto es, un intento inaceptable de universalizar un sentido (cripto)teocencrista de la vida7. Aun asumiendo parte de sus premisas (la posnaturaleza no puede aspirar a ser perfecta, inmortal, o invulnerable), considero que el pluralismo y la diversidad de proyectos de vida, de anhelos, es un bien a conservar, como en la misma naturaleza ocurre. El mononaturalismo debe ser sustituido por el multinaturalismo. Desde mi punto de vista, uno de los conceptos más pregnantes que han aparecido en el vocabulario biopolítico de los últimos treinta años ha sido el de extrañeza moral. Creo con Engelhardt (1995) que, en un mundo como el actual caracterizado por el politeísmo moral, hay que aprender a convivir con extraños morales. Cualquier biopolítica secular debería comenzar con el reconocimiento de hombres y mujeres que viven vidas morales muchas veces incompatibles. Hay devotos judíos, protestantes, católicos, musulmanes, sintoístas, budistas; igualitarios y libertarios fervientes; capitalistas y socialistas; heterosexuales, homosexuales y transexuales; xenófobos, nacionalistas y cosmopolitas. Encontramos numerosas visiones, un caos de voces, una legión de bienes atractivos y estilos existenciales alternativos, diversidad que, a menudo, es difícil de gestionar, caótica, pero que el Estado no debe eliminar con ninguna excusa. Máxime, cuando el régimen democrático de libertades impuesto por la Modernidad y la globalización —y con ella los fenómenos migratorios— han hecho que algunos contextos narrativos ya no sean creadores universales de sentido. Son los individuos, y los grupos a los que pertenecen, quienes tienen que crear por acuerdo cómo deben actuar y resolver sus controversias. La función del Derecho resulta aquí esencial. Como ha señalado Habermas, desempeña una función de integración en sociedades en las que ni la religión ni la metafísica son ya fundamento normativo común y compartido.
La extrañeza moral nos obliga, pues, a la elaboración de normas que basen su legitimidad al margen de su pura imposición coactiva (Habermas, 1992, p. 48). De ahí que el primer principio de una biopolítica mínima que propongo es el de la separación de poderes Derecho-Moral. El politeísmo moral exige ir más allá de la moderna separación de poderes Iglesia-Estado e impedir que una determinada concepción moral pueda considerarse universal y, por tanto, única fuente de legitimidad del Derecho. Lo que está en juego es el mismo concepto de soberanía. Foucault, a quien debemos el concepto de «biopolítica»8, escribió con acierto en 1976: Uno de los fenómenos fundamentales del sigloXIX fue lo que podríamos llamar la consideración de la vida por parte del poder; por decirlo de algún modo, un ejercicio del poder sobre el hombre en cuanto ser viviente, una especie de estatización de lo biológico o, al menos, cierta tendencia conducente a lo que podría denominarse la estatización de lo biológico. Creo que, para poder comprender lo ocurrido, podemos referirnos a lo que era la teoría clásica de la soberanía, que en definitiva nos sirvió de fondo, de marco para todos esos análisis sobre la guerra, las razas, etcétera. Como saben, el derecho de vida y de muerte era uno de los atributos fundamentales de la teoría clásica de la soberanía. Ahora bien, ese derecho es un derecho extraño… Si ahondamos un poco y llegamos, por decirlo así, hasta la paradoja, en el fondo quiere decir que, frente al poder, el súbdito no está, por pleno derecho, ni vivo ni muerto. Desde el punto de vista de la vida y la muerte, es neutro, y corresponde simplemente a la decisión del soberano que el súbdito tenga derecho a estar vivo o, eventualmente, a estar muerto (Foucault, 2000, pp. 217-218).
Foucault acierta: estamos ante un problema de soberanía política. Contra Habermas, considero insuficiente que la legitimidad de las normas sobre el nacimiento, la vida y la muerte dependa de que sus destinatarios «pueden al mismo tiempo sentirse, en su conjunto, como autores racionales de esas normas» (Habermas, 1992, p. 52). Habermas parece seguir a Kant en este punto, ya que el de Königsberg había mantenido en la misma Crítica de la razón pura una idea querida por Habermas: es verdadero (o válido) todo aquello a lo que pueda asentir todo ser dotado de razón (A 820-821/B 848-849), pero Kant fue mucho más realista al plantear que no es el consenso, sino el derecho de disenso, lo que debe ser garantizado por toda autoridad como el mejor antídoto para combatir cualquier consenso forzado. Leamos a Kant en la casi siempre olvidada «Doctrina trascendental del método» de la Crítica de la razón pura (A 752/B 780): También forma parte de esta libertad el exponer a pública consideración los propios pensamientos y las dudas que no es capaz de resolver uno mismo, sin por ello ser tachado de alborotador o de ciudadano peligroso. Esto entra ya en el derecho originario de la razón humana, la cual no reconoce más juez que la misma razón humana común, donde todos tienen voz. Como todo perfeccionamiento del que nuestro Estado sea capaz, tiene que derivar de esa voz; tal derecho es sagrado e irrestringible.
La validez (o legitimidad) como unanimitas votorum, que es la fórmula que utiliza en la Reflexión 2566 (años 1775-1776), tiene como precondición el encuentro con los otros en la esfera pública y el derecho originario de todos al disenso: Los otros (die Andere) no son aprendices, tampoco son jueces, sino colegas, en el gran Consejo de la razón humana (Rate der Menschlichen Vernunft) y tienen votum consultativum, y unanimitas votorum est pupilla libertatis. Liberum veto (AA XVI, 419-20).
La libertad y una de sus manifestaciones: el liberum veto, debe ser el que legitime no solo la forma, sino el contenido del Derecho. En caso contrario ocurre lo que en el ordenamiento constitucional español. En efecto, el artículo 10 de nuestra Constitución de 1978 habla de la dignidad personal como un derecho suprapositivo, como fundamento de otros derechos fundamentales, pero al desarrollar el capítulo de los «Derechos y libertades» sitúa el derecho a la vida en el artículo 15 y aquellas libertades que garantizan el pleno y autónomo derecho al desarrollo de la personalidad en el 16 y siguientes. Consecuencia: la dignidad es el fundamento de los derechos y la vida se concibe como algo indisponible para el propio sujeto de derechos y, por tanto, como un bien que exige la protección jurídica del Estado.
Especialmente lesivo fue ese Derecho para Sampedro, un gallego que, tras vivir treinta años postrado con una tetraplejía en su casa de Porto do Son (La Coruña), en 1993 solicitó «morir dignamente» mediante suicidio asistido. Tras un proceso largo, que llegó hasta el Tribunal Constitucional, se impuso la indisponibilidad constitucional a la propia vida. En su famosa Carta desde el Infierno (1995) al Jefe del Estado español, que escribió como «un alegato a todo el pueblo español en defensa de un derecho individual» que le habían negado los poderes judicial, ejecutivo y legislativo, argumentó: Es humillante que se me obligue a sobrevivir contra mi voluntad, en nombre de la sacralidad del sufrimiento y supuestamente del interés colectivo… Para la religión, la vida es de Dios; para la filosofía jurídica del Estado es un valor por encima de la voluntad. Lo único que tienen que juzgar quienes le niegan a la persona el derecho a ser dueño y soberano de su propio cuerpo, de su vida y de su muerte, es si el acto de terminar su vida, libre y voluntariamente, atenta contra algún derecho o libertad de otra persona. Eso sería dignificar al ser humano (…). Mi demanda se convirtió en tema de controversia feroz entre los intereses de cada casta respecto de la libertad (…). Políticos, curas, médicos y jueces, cada uno hacía el análisis de su ética y moral particulares. Cada cual se enzarza en un debate genérico sobre la eutanasia y su legalización, pero siempre desde su punto de vista de grupos que basan su razón de ser en sentirse autoridades protectoras sobre las conciencias de todas aquellos que no gozan del privilegio de formar parte del grupo —o grupos— que imponen su autoridad (…). Exijo el derecho constitucional porque es la única norma ética que me garantiza la liberación del totalitario y abusivo dominio de las castas (…). Basta que la razón entienda que a veces la muerte es menos espantosa que el dolor que hay que soportar para vivir, para que sea humana y justa esa libertad. ¡Parece que todos pueden disponer de su conciencia menos yo!
La Carta enuncia, de la mejor manera posible, el principio expuesto de la separación de poderes Estado-Moral. Más aún, plantea la necesidad de un segundo principio biopolítico: el de la biosubsidiariedad9.
Aunque la formulación explícita del subsidarii officii principium se produce en la encíclica Quadragesimo Anno (§§ 79-80), de 15 de junio de 1931, de PíoXI, la idea filosófica de subsidiariedad va ligada, desde Tomás de Aquino hasta Held, pasando por Thomasius, Kant o el liberalismo, al respeto de la libertad, la autonomía y la no-dominación. Limita y delimita, como principio de organización social, la actuación de los poderes, que siempre tienen que garantizar las decisiones de los individuos afectados. Como principio político-normativo, exige la actuación de las instancias políticas superiores a los individuos cuando ellos o sus agrupaciones voluntarias sean incapaces o insuficientes para tomar decisiones y actuar10. Held formula el principio de subsidiariedad así: Los afectados de manera importante por decisiones, asuntos o procesos públicos, deben tener, ceteris paribus, las mismas oportunidades, directas o indirectas, a través de delegados o representantes elegidos, de influir en ellas y conformarlas (Held, 2005, p. 134).
Suena a la idea habermasiana de un diálogo en el que se garantice la distribución simétrica de oportunidades de intervención de los agentes, pero, el principio de biosubsidiariedad debe ir más allá. Debe asumir una visión fundamentante de la libertad humana y de la protección de la diversidad (Carozza, 2003, pp. 39-40): no debe garantizar solo a los afectados su simétrica participación, directa o indirecta, en las decisiones normativas, sino impedir constitucionalmente que pierdan su legítima e inalienable soberanía (autonomía), la razón de ser de su dignidad (Michelini, 2010, p. 44), a menos que, como decía Sampedro, su decisión sobre su mente o sobre su cuerpo atente contra algún derecho o libertad de otra persona. Urbina Molfino acierta parcialmente al sostener que: El fundamento principal del principio de subsidiariedad es la dignidad del hombre; su primer fundamento es la convicción de que cada ser humano individual, está provisto de un valor, o dignidad inherente e inalienable, debido al cual el valor de la persona humana es ontológica y moralmente superior al del Estado, u otra agrupación social. En este sentido, la teoría de la subsidiariedad se basará en una determinada visión de sociedad coherente con esta concepción del hombre. Se considerará que la sociedad y las agrupaciones menores que la componen se crean para que el hombre alcance su propio bien (Molfino, 2005, p. 326).
Pero solo parcialmente, porque el fundamento de la dignidad, como señala Kant claramente en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, es la libertad: La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. [Autonomie ist also der Grund der Würde der menschlichen und jeder vernünftigen Natur.] (§ 436; AA IV, 436).
El principio de biosubsidiariedad nos situaría, así, en sentido contrario a la Constitución española de 1978. Tendría dos vertientes: la vertical limitativa y la vertical imperativa. La primera exige respeto constitucional por la toma de decisiones individuales que solo afecten al propio cuerpo, vida o muerte; la segunda reclama constitucionalmente la intervención del Estado u organizaciones superiores (Tribunal Derechos Humanos…) cuando las decisiones de un individuo tengan consecuencias para terceros incapaces (civil o mentalmente11) o para la especie humana (generaciones futuras). En último término, remedando la fórmula rousseauniana, que hace suya Kant en su Metafísica de las costumbres como «principio universal del Derecho», los metaprincipios de separación de poderes Moral-Derecho y de biosubsidiariedad garantizarían que cada persona, al unirse a todas las demás por leyes comunes, no obedezca más que a sí mismo y permanezca siempre tan libre como antes. Las personas humanas serían fines limitativos (no dañables) y, al mismo tiempo, fines imperativos (empoderables).
Siguiendo las consideraciones de Held sobre el principio general de subsidiariedad (Held, 2012, pp. 86-87), considero como metaprincipios la separación de poderes Derecho-Moral y la biosubsidiariedad, ya que gracias a ellos adquieren validez los tres principios que propondré en la última sección de este trabajo y que, desde una perspectiva tradicional, pueden ser concebidos como principios bioéticos: el principio de autonomía y consentimiento libre, el de no-maleficencia procreativa y el principio del respeto a las generaciones futuras. No serían, con todo, metaprincipios convencionalmente aceptables. Su fundamento es, en lenguaje kantiano, la libertad como hecho de razón, o sea, un hecho con fuerza normativa.
Ontogenia, progenie y filogenia como ámbitos de la biopolíticaLas posibilidades abiertas por las tecnociencias eran hasta hace poco tiempo impensables. La mayor parte de los riesgos procedían de nuestra ignorancia; hoy son consecuencia de nuestro saber perfeccionado. Ella ha hecho factible el dominio de la naturaleza y, como soñó Bacon, un acto de autoinvestidura de la humanidad; un acto que, para los tecnopesimistas, puede modificar nuestra autocomprensión ética de la especie y hasta afectar a condiciones necesarias para una guía autónoma de la vida. Se impone, pues, la inacción, la censura de la razón tecnocientífica. Pero no creemos ni que sea factible ni deseable. La primera negativa de la Administración británica a renovar sus tarjetas de identidad de Harbisson fue irracional. El uso del eyeborg está fundado en una decisión soberana que no tiene, además del propio Harbisson, otras personas relevantemente afectadas. Otro tanto sucede con la eutanasia, huelgas de hambre, clonación de órganos, crioconservación de embriones, etc. No ocurre lo mismo con otras decisiones. Por ejemplo, eugenésicas. Aquí se impone la biosubsidiariedad vertical imperativa, la evitación de males potenciales.
Debemos distinguir, por tanto, tres ámbitos de una biopolítica mínima: la ontogenia, la progenie y la filogenia. Al primer ámbito, en el que solo los individuos son relevantemente afectados, pertenecen problemas como la eutanasia, la clonación de órganos, la elección del sexo, los implantes neuronales, la inteligencia asistida, la extensión y modificación de órganos, la maternidad subrogada, la paternidad póstuma… Al segundo, que tienen que ver con nuestra descendencia, pertenecen los problemas de la eugenesia terapéutica y social, el derecho de los padres a la beneficencia procreativa, el derecho a la vida del nasciturus o el derecho de ya nacido a no haber existido. Al último, que afectan a la especie, pertenecen la criogenización, la regénesis, o la ingeniería genética.
Mi propuesta para cada uno de los ámbitos, y conforme a los metaprincipios establecidos, sería defender el principio de autonomía y consentimiento informado para el plano de la ontogenia. En el ámbito de la progenie defenderé el principio de no-maleficencia procreativa. Finalmente, propondré, con Jonas, el principio del respeto a las generaciones futuras como rector en las decisiones que afecten a la especie.
El principio de autonomía y consentimiento informado resulta como corolario de los dos metaprincipios establecidos y puede ser formulado así:
- 1.
toda persona es libre de querer unas cosas u otras, pues nadie mejor que ella sabe lo que es su bien;
- 2.
solo se deben reconocer como obligantes aquellas decisiones que, cuando afectan a terceros, tienen el consentimiento explícito directo o diferido, por medio de testamento vital, de estos;
- 3.
el Estado y organismos supranacionales deben apoyar iniciativas jurídicas que garanticen el desarrollo de lo que cada uno entienda que es su propio bien.
El principio de no-maleficencia procreativa viene a ser una corrección profunda del principio de beneficencia procreativa de Savulescu y que tanta tinta ha hecho correr. En efecto, Julian Savulescu propuso en 2001 (Savulescu, 2001) y reformuló en 2009, con la colaboración de Guy Kahane, su compañero en la Universidad de Oxford, el siguiente principio: Si las parejas (o reproductores individuales) deciden tener un hijo, y la selección es posible, existe una razón moral significativa para elegir a aquel de cuya vida se puede esperar, en función de la información disponible más relevante, una vida mejor, o al menos no peor, de la que tendría cualquier otro (Savulescu y Kahane, 2009, p. 274).
Creo que es un principio paradójico e inaplicable jurídicamente, porque lo que resulta relevante es la concepción del bien o de la perfección que tienen los reproductores. Habla Savulescu del «deber de luchar por la perfección» (Savulescu, 2012, p. 164), e incluye: la mejora del carácter moral, la mejora genética y otras. Es evidente que los reproductores pudieran elegir esas u otras, pero, según la información disponible, lo que para unos puede ser un bien puede no serlo para otros. Para el autor, por ejemplo, «es una expresión de nuestra humanidad el utilizar la razón para escoger vidas más largas y mejores para más personas en vez de vidas peores y más cortas para menos» (Savulescu, 2012, p. 103), pero ¿qué sucede si se trata de dirimir entre una vida corta y de calidad o una larga y peor? Otro tanto ocurre con sus dudas sobre las mejoras cognitivas. Los bienes no pueden ser conmensurados. Otra cosa son los males. Como dice Jonas, es difícil ponernos de acuerdo en que es bonum pero puede haber mayor consenso en el malum.
En todo caso, los actos cometidos sobre otros, sean cometidos por padres o profesionales, son los que conllevan responsabilidad moral y jurídica. Concedemos la razón en este punto a Savulescu: Tenemos una obligación moral de realizar pruebas para detectar la contribución genética en estados no patológicos y de utilizar la información resultante en nuestras decisiones reproductivas (Savulescu, 2012, p. 44).
Pero voy más allá. La procreación es un acto que afecta a terceros a los que hay que rendirles cuentas una vez nacidos, si es vivido como injusto. La descendencia, si se ve afectada por un mal diagnosticable y previsible, ha de tener derecho a acusar a quienes intervienen en su nacimiento (incluido sus progenitores) de haber conculcado su derecho a no existir. Hoy tenemos razones y testimonios más que suficientes de que la vida en sí misma no es un bien sin más. Es posible que alguien sea consciente de vivir una vida indebida. La reproducción no puede ser un acto que afecte a terceros y al que no se le exija responsabilidad moral y civil (extracontractual)12.
El principio de santidad de la vida debe ser sustituido por el de la calidad de la misma. Propongo, por ello, el siguiente principio de no-maleficencia: si las progenitores (o reproductores individuales) deciden tener un hijo, y la selección es posible, existe un deber moral de evitar, en su nombre, aquella vida que, en función de la información disponible relevante antes del nacimiento, pudiera ser para el nacido significativamente mala o incomparablemente peor de la que tendría cualquier otro; y, en todo caso, el Estado debería garantizar la reparación por negligencia de terceros (médicos o progenitores) si se conculca el derecho a no existir, infringiendo un daño o perjuicio insoportable (física o psíquicamente) e irreversible.
En último término, considero viable una idea regulativa que nos permitiría trazar una frontera entre la reproducción responsable y otra que no lo es: aquella tiene que depender de un asentimiento, al menos pensado contrafácticamente, con el posible afectado mismo.
Finalmente, en el plano de la filogenia reconocemos con Jonas (Jonas, 1995, pp. 88-89) nuestra responsabilidad para con la existencia de una humanidad futura, una responsabilidad que exige, como primera regla, que haya hombres (imperativo de existencia: que sean), pero debe comprometernos también con una idea de humanidad (imperativo de humanidad: que sea así). Mas esta última implica otra forma de responsabilidad y otra forma no moral de reciprocidad; a saber: los individuos humanos, en cuanto conviven, tienen responsabilidad por alguien y ante alguien (presente, pasado o futuro), pero, en cuanto humanum específico, siempre son, en cuanto libres, responsables de algo. Y esto es lo que exige nuestro cuidado para seguir siendo así: capaces moralmente, libres, soberanos. Pero ¿cómo? Jonas lo ha dejado escrito: «Exagerando cabría decir que la posibilidad de que haya responsabilidad es la responsabilidad que antecede a todo» (Jonas, 1995, p. 174).
Estamos ante un imperativo y una responsabilidad que no es solo moral, sino también metafísica: el futuro de la naturaleza (incluida la humana) debe proteger el patrimonio genómico común. El bien es aquí lo humanum no la superhumanidad. Un humano libre, empático, racional y fantástico. Pero me apresuro a decir que no defiendo la indisponibilidad del genoma humano. Si ex hipótesis una intervención tecnocientífica en él fuera reversible, creo que no habría ninguna razón para prohibirla. Lo inviolable debe ser, como señala Habermas, mantener intacta nuestra disposición natural a ser libres. Ponerla en peligro o destruirla —como poner en peligro su entorno natural, la Tierra, como posesión común de la especie— implica arriesgar el mismo arbitrio que nos permite aquel obrar, lo que implica una contradicción. Es crear una relación asimétrica entre nosotros y los futuros humanos. Por ello, limita Habermas, en El futuro de la naturaleza humana, cualquier tipo de antropotecnia; una ética de la especie exige conservar la constitución genética natural (el ser) de los humanos, siempre que, con su manipulación, no se mantengan intactas las premisas comunicativo-formales de la ética (Habermas, 2002, p. 68).
De acuerdo con estas ideas, propongo, con Jonas, un nuevo imperativo moral para nuestra civilización tecnocientífica, un principio del respeto a las generaciones futuras, que con el filósofo judío, hago sonar así: Obra siempre de tal modo que los efectos de las acciones sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra (Jonas, 1995, p. 39).
El autor declara no tener ningún conflicto de intereses.
BenedictoXVI dejó escrito en la Encíclica Spe Salvi (2007) que el impulso prometeico de Francis Bacon condujo a una idea perniciosa (al mismo tiempo que verdaderamente nueva): el dominio técnico del hombre sobre la naturaleza, reestableciendo el dominio sobre la creación que Dios dio en el comienzo al hombre, pero que le sustrajo por el pecado original. Por eso, en Bacon la esperanza recibe también una nueva forma. La del progreso. Y sus dos hermanas: razón y libertad. La razón y la libertad parecen garantizar una nueva comunidad humana perfecta. Pero ambos conceptos clave, señala Ratziger, están siempre, tácitamente, en contraste con los vínculos de la fe y de la Iglesia; «llevan en sí mismos, pues, un potencial revolucionario de enorme fuerza explosiva» (§ 18).
Estos dos personajes de Cándido son utilizados por Voltaire para criticar la idea leibniciana de la teodicea divina. Pangloss cree que nada existe sin una razón suficiente, que, incluso las catástrofes naturales, responden a un propósito. A Pangloss se contrapone durante toda la novela Cacambo, que representa el sentido común y práctico.
Fue Nietzsche quien primero concibió un futuro poshumano. Según se nos dice en la Genealogía de la moral (III, 9), la técnica nos permite ir más allá de toda exigencia de autoconservación.
Véase «Posthuman Manifesto», que aparece como ApéndiceII del libro de Pepperell (2003, pp. 177-187). También pueden consultarse los principios de la World Transhumanist Association.
Sloterdijk reconoce la importancia de la antropología plessneriana (expuesta, por ejemplo, en Die Stufen des Organischen und der Mensch. Einleitung in die philosophische Anthropologie, 1928 y Macht und menschliche Natur. Ein Versuch zur Anthropologie der geschichtlichen Weltansicht, 1931), pues, al afirmar la artificialidad natural y la mediación sociohistórica en la determinación de la idea de humanidad, concede centralidad a la idea de autoextrañamiento (Selbstentfremdung) y condición errática del ser humano. Véase: Sloterdijk (2001, pp. 82 y sigs.) y Sloterdijk (1998).
Una reconstrucción general de la polémica entre humanistas y poshumanistas puede leerse en: Herazo-Bustos y Cassiani-Miranda (2015, pp. 394-402).
Escribe Foucault en la clase del 17 de marzo de 1976: «Por lo tanto, tras un primer ejercicio del poder sobre el cuerpo que se produce en el modo de la individualización, tenemos un segundo ejercicio que no es individualizador sino masificador, por decirlo así, que no se dirige al hombre/cuerpo sino al hombre-especie. Luego de la anatomopolítica del cuerpo humano, introducida durante el sigloXVIII, vemos aparecer, a finales de este, algo que ya no es esa sino lo que yo llamaría una biopolítica de la especie humana» (Foucault, 2000, p. 220).
Hasta ahora la apelación al principio de subsidiariedad en el campo de la bioética ha sido casi nula y limitada siempre a proteger la autonomía normativa de los sistemas públicos nacionales de salud. La UE, que siempre ha tenido entre sus principios políticos el de subsidiariedad, ha abogado en sus informes por inhibir la intervención de las entidades supranacionales en las legislaciones de los Estados, por ejemplo, en la investigación con embriones humanos o su crioconservación en las reproducciones asistidas. Una discusión de este asunto fuera de la UE la ha llevado a cabo Jaro Kotalik. «The principle of respect or autonomy, which favors self-determination of the patient or the surrogate, generally is invoked when considering a personal health intervention. But this principle operates only in situations when the decision involves one person in contact with a professional or an institution… Such analysis and judgments are often not simple because there are numerous levels to choose from, such as an individual, family, hospital, care agency, neighborhood, municipality, region, province, state, federation, or global organization.» (Kotalik, 2010, pp. 371-372). Para él, como no podía ser menos, tiene una fortaleza en el campo de la salud pública: es el único principio en el que la proximidad ocupa un papel decisivo en la toma de decisiones.
Véase la multidimensionalidad del principio de subsidiariedad en: Romera Arcas (2016, pp. 84 y sigs.).
La identificación de persona (libre, autónoma) y ser humano es hoy más que cuestionable. Como ha sostenido Adela Cortina (Cortina, 2009, pp. 13-14), un buen número de autores defienden que hay personas no humanas —como algunos simios— y otros que defienden la existencia de seres humanos que no son personas (bebés, grandes discapacitados mentales, comatosos…). Otra cosa es que los tratemos como si lo fueran. En principio, diríamos que se alcanza el estatuto de persona en el seno de una comunidad en la que se tienen que asumir deberes y están legitimados ir para reclamar derechos. La idea de reconocimiento recíproco es, en este sentido, básica.
Imaginemos tres casos comunes: a) un profesional que, por sus convicciones religiosas, no comunica a los reproductores anomalías fetales severas e irreversibles; b) una madre que, por convicciones religiosas o de otra índole, decide tener un hijo —en contra del otro progenitor— cuando ha sido informada de una anomalía fetal severa e irreversible; c) una mujer que se ha ofrecido como «vientre de alquiler» y que, aun habiendo sido informada de anomalías en el feto, decide seguir adelante con el embarazo guiada por simples intereses económicos.