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Vol. 72. Núm. 3.
Páginas 208-214 (mayo - junio 2015)
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Vol. 72. Núm. 3.
Páginas 208-214 (mayo - junio 2015)
Tema pediátrico
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Consentimiento informado y rechazo de los padres al tratamiento médico en edad pediátrica. El umbral de la tolerancia médica y social. Parte I
Informed consent and parental refusal to medical treatment in childhood. The threshold of medical and social tolerance. Part I
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Jessica H. Guadarrama-Orozcoa,
Autor para correspondencia
jessypedia@gmail.com

Autor para correspondencia.
, Juan Garduño Espinosab, Guillermo Vargas Lópezc, Carlos Viesca Treviñod
a Servicio de la Dirección de Investigación, Hospital Infantil de México Federico Gómez, México D.F., México
b Subdireccción de Gestión de la Investigación, Hospital Infantil de México Federico Gómez, México D.F., México
c Unidad de Medicina Basada en Evidencias, Hospital Infantil de México Federico Gómez, México D.F., México
d Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México, México D.F., México
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Resumen

El consentimiento informado es un derecho de todos los individuos y nadie puede obligar a ninguna persona a recibir un tratamiento en contra de su voluntad. Este derecho de aceptar o rechazar un tratamiento no desaparece en los individuos que son incompetentes desde un punto de vista legal: este se ejerce en su nombre por un tercero. A los niños se les considera incompetentes para la toma de decisiones médicas respecto de su propia salud, y son sus padres o tutores legales quienes en nombre del niño deben tomar estas decisiones. Sin embargo la autoridad de los padres no es absoluta, y existen situaciones en las que sus decisiones no son las mejores; en ocasiones incluso llegan a poner en riesgo el bienestar y hasta la vida de sus hijos, obligando al Estado a intervenir en nombre del mejor interés del menor. Es por ello que es necesario plantearse las siguientes preguntas: ¿es el interés superior del niño lo que nos mueve a intervenir judicialmente cuando un padre se rehúsa a aceptar el tratamiento médico propuesto, o es el daño que se le causa al menor con esta decisión? ¿Qué tipo de decisiones paternas son las que no deben de tolerarse? Después de hacer una revisión del tema concluiremos que si la decisión de los padres respecto a una decisión médica a tomar en relación con la salud de sus hijos se juzga hecha con maleficencia, es decir dañina para el menor, se justifica que el Estado intervenga. En la segunda parte de este artículo exponemos cuatro criterios que pueden ser utilizados en la toma de decisiones de casos complejos, donde los padres rehúsan aceptar el tratamiento para sus hijos.

Palabras clave:
Interés superior
Maleficencia
Beneficencia
Consentimiento informado del menor
Negación paterna del tratamiento médico
Parens patriae
Derechos del Niño
Abstract

Informed consent is a right of all individuals and no one can force anyone to receive treatment against their wishes. The right to accept or refuse treatment persists in individuals who are incompetent from a legal point of view; this is exercised on their behalf by a third party. Children are considered incompetent to make medical decisions about their own health and their parents or legal guardians are empowered to make those decisions. However, parental authority is not absolute and there are situations where their decisions are not the best, sometimes leading to jeopardizing the well-being and even the lives of their children, forcing the state to intervene on behalf of the best interests of the child. This is the reason why it is necessary to ask the following questions: is it really the child's best interest that moves us to legally intervene when a parent refuses to accept the proposed medical treatment or is the damage done to make this decision? What kind of parental decisions are those that should not be tolerated? After a review of the theme, we conclude that if the decision of the parents regarding a medical decision is considered to be made with maleficence that is harmful to the child, it is justified that the State intervenes. Finally, we exposed four criteria that can be used in making decisions in complex cases where parents refuse treatment for their children.

Keywords:
Best interest standard
Maleficence
Beneficence
Informed consent
Parental refusal, medical treatment
Parens patriae
Rights of the Child
Texto completo
1Introducción

En México, y en casi todos los países del mundo, los padres tienen no solo el derecho sino la obligación de tomar las mejores decisiones en nombre de sus hijos mientras sean menores de edad, que por definición y de conformidad con el artículo 1°. de la convención sobre los Derechos del Niño1 debe entenderse por “niño” todo ser humano (independientemente del sexo) menor de 18 años de edad, y por su vulnerabilidad este debe ser protegido por sus padres, la sociedad y el Estado.

En este sentido, es importante que todos los que trabajamos con niños reconozcamos la obligación que tenemos de respetar su vida y libertad, así como procurar al máximo que reciban la protección y los cuidados que su condición exige, evitando en todo momento dañarlos o agredirlos. Es nuestra labor reconocer en qué momento está justificada la intervención del Estado ante las decisiones de los padres como representantes legales de los derechos de sus hijos.

A continuación nos adentraremos paulatinamente en el tortuoso camino de la compleja decisión acerca de si uno como médico debe de intervenir y no tolerar las decisiones de los padres ante la salud de sus hijos. Para ello, será necesario aclarar conceptos que permitirán una mayor comprensión de la situación.

2El consentimiento informado en el menor

Otorgar el consentimiento informado es un derecho de todos respecto a las decisiones médicas que se ofrecen. Un adulto competente que rehúsa el tratamiento propuesto está totalmente respaldado por la Constitución. Este derecho no desaparece en el caso de los incompetentes desde el punto de vista jurídico (deficientes mentales, niños, enfermos psiquiátricos); la diferencia es que deberá ser ejercido por un tercero2.

La minoría de edad es una incapacidad establecida por la ley y constituye una restricción a la capacidad jurídica, pero los que se encuentren en esta condición “pueden ejercitar sus derechos y contraer obligaciones por medio de sus representantes”, pues toda persona física tiene derecho a su identidad, y el Estado está obligado a garantizarlo. Dicha identidad se conforma por el nombre propio, la historia filial y genealógica, el reconocimiento de la personalidad jurídica y la nacionalidad.

La autonomía del paciente menor de edad es objeto de desarrollo gradual hasta el momento de su plena adquisición. Sin embargo, mientras hablamos de un menor, hablamos ex definitione de un sujeto sometido a protección estatal. Es, entonces, tarea del Estado proteger al menor y, en este caso, protegerle provisionalmente (hasta que alcance la plena autonomía), incluso de sus propias decisiones3.

De lo anterior se deriva que toda persona desde que nace y hasta que muere cuenta con capacidad de goce, considerada como la aptitud para ser titular de derechos o para ser sujeto de obligaciones, y si bien puede carecer de la capacidad de ejercicio, no por ello carece de personalidad jurídica; por lo tanto, resulta indiscutible que los derechos de los infantes están tutelados por la ley.

Esta misma ley reconoce que los padres son las personas que mejor conocen las necesidades y deseos de sus hijos y de su familia. Por eso saben cuáles serán las mejores decisiones al ser empáticos con sus hijos. También es cierto que la toma de decisiones en la familia la fortalece y permite su crecimiento y evita conflictos de interés entre sus miembros, motivos por los cuales es claro que se favorece el desarrollo de la familia de forma integral.

Por lo anterior, las decisiones por sustitución les corresponden esencialmente a los padres en el caso de los niños, y esto no se debe a que sean los que aman a sus hijos más que el resto de la gente, sino porque la familia es desde su raíz una institución de beneficencia. Así como la función del Estado es la de no-maleficencia, la de la familia es la de beneficencia. Los padres tienen que definir el contenido de la beneficencia de su hijo, pero no pueden actuar nunca de modo maleficente. Esto es lo que corresponde al Estado vigilar, de lo cual se desprende decir que la autoridad paterna no es absoluta en ninguna manera, y cuando el bienestar y la vida de los hijos están en riesgo o peligro, el Estado tiene la obligación de intervenir4,5.

En este momento es conveniente aclarar cuál es la posición del menor de 18 años a lo largo de su infancia y en qué momento debe el médico y sus padres escuchar y tomar en consideración sus deseos y preferencias. Los menores de edad que tienen más de 16 años y menos de 18 años son un grupo que se debe de considerar en especial, ya que se les reconoce la capacidad, aunque no plena, de obrar. La doctrina legislativa ha advertido ya de los riesgos que supone partir del criterio cronológico en los pacientes menores de edad, sin ningún tipo de aclaración o ajuste, pues la clave es que en el menor se garantice la madurez suficiente, de capacidad natural, lo cual no siempre guarda relación directa con la edad, sino que debe de analizarse en cada caso concreto. En nuestro país, aún no está legislado bajo qué condiciones el menor tendrá autonomía para decidir sobre su salud, y la capacidad de obrar en los aspectos relativos a su salud.

Por más se hable de un menor maduro, la madurez del sujeto es fruto de una paulatina evolución que, en lo que se refiere a cuestiones tan relevantes como las decisiones al final de la vida, continúa su evolución incluso bastante más allá de la mayoría de edad legal6,7. Lo que sí está establecido es que los médicos y sus padres estamos obligados a oír la opinión del menor en niños mayores de 8 años y menores de 18 años8. El pediatra debe informar adecuadamente al menor ya que, para hacer efectivo el derecho del menor a ser oído, resulta completamente imprescindible que la información suministrada al niño esté perfectamente adaptada a sus circunstancias personales, a su madurez (no necesariamente dependiente de su edad), y deberá ser adecuada a sus posibilidades de comprensión y discernimiento. La dificultad se plantea en el momento de determinar cuándo se puede entender que un menor tiene juicio suficiente, así como una madurez mental plena. Un problema mayor lo presenta la determinación del valor que el pediatra ha de dar a la voluntad del menor, especialmente cuando este discrepe de la decisión de los padres. Hemos de suponer que algún valor habrá de darse a la opinión del menor, pues en caso contrario no solo no tendría ningún sentido el establecimiento de este supuesto, sino que tampoco sería compatible con la idea básica del respeto de la voluntad del paciente9,10. Lo que queda muy claro es que si la opinión del menor fuera contraria a su mejor interés (rechazo inmotivado de un tratamiento médico), esta no puede ser contemplada. Ni la maduración social ni la química cerebral de un sujeto de 16 años le suelen otorgar la madurez suficiente como para adoptar decisiones de este tipo.

En el caso de los menores de 8 años, es automática la sustitución de su deseos y preferencias por la voluntad de sus padres o tutores, quienes suplen esta falta de “capacidad”, correspondiendo a ellos la prestación no solo del consentimiento informado sino de todas las decisiones correspondientes a la vida de su hijo, hasta en tanto pueda emitir su opinión y ser autónomo en la toma de decisiones. Las decisiones de los padres, sin embargo, no deben considerarse como plenas e irrevocables. Lo primero que ha de vigilarse es que sean en beneficio del menor, lo que obliga a los padres o tutores a que la decisión adoptada para el niño sea siempre a favor de este, respetando su dignidad y autonomía. El tema de la madurez y autonomía de los menores es de una complejidad que no puede ser analizada plenamente en este documento; pero, al menos, queda contemplado ya que será tema de otro trabajo.

El Código Civil, título octavo, de la patria potestad, tras atribuir la patria potestad de los menores no emancipados a los padres, obliga a ejercerla siempre en beneficio de los hijos. Por lo tanto, la persona responsable que sustituye al niño en su capacidad de decidir debe tener en cuenta el alcance de las consecuencias que el tratamiento médico puede ocasionar sobre la vida del menor, lo que evidentemente incluye una ponderación de los posibles efectos irreversibles que la intervención médica puede llevar consigo, en la medida en que los tratamientos que tienen tal carácter podrían llegar a condicionar determinados aspectos de la vida futura del menor. La decisión que se adopte debe ser la más objetiva posible y proporcionada a las necesidades que haya que atender, siempre a favor del niño y con respeto a su dignidad personal.

Cierto es que existen tratamientos médicos que tienen poco impacto sobre la autonomía del menor y que representan efectos médicos benéficos evidentes. En estos casos es claro que los padres podrán decidir en lugar del menor. Por ejemplo, ninguna objeción se podría hacer al padre que hospitaliza a su hijo por una apendicitis o que permite la aplicación de sus vacunas; a pesar de que el menor se niegue al tratamiento e intente cualquier cosa para evitarlo, los beneficios son evidentes. Por ello, es razonable concluir que no se vulnera la autonomía del menor. El hijo, al llegar a la edad adulta, reconocerá la importancia que tuvo esta intervención y la agradecerá en todo caso. A esto Dworkin lo denomina “consentimiento orientado hacia el futuro”, es decir, consentir algo por parte de los padres que los hijos verán con beneplácito en el futuro. Por el contrario, no resultaría admisible de ningún modo que un padre fuerce a un hijo a someterse a una intervención médica que afecta profundamente su autonomía y que no es necesaria para el mantenimiento de su salud, como por ejemplo someterlo a una operación de cambio de sexo o una cirugía por motivos estéticos (nariz, orejas, glándulas de Bichat)11. En estos casos, el padre impone a su hijo criterios que el menor aún no es capaz de rechazar o compartir y que no representan un beneficio evidente, lo cual sería agredir su autonomía. No es el caso, por ejemplo, de las creencias, las cuales, cuando el menor cumpla la mayoría de edad, podría rechazarlas y optar por otras o ninguna. En el caso de intervenciones médicas, las consecuencias pueden ser irreversibles e indeseables para el futuro adulto. Pero existen ejemplos no del todo claros. Por ejemplo, aquel padre cuyo hijo tiene retraso severo del lenguaje y decide no atenderle por falta de tiempo. Sabemos que está actuando en contra del bienestar de su hijo y que esto tendrá repercusiones serias en su vida escolar y, más adelante, en el ámbito laboral y económico como individuo. ¿Debería actuarse judicialmente ante este caso?

Así, nos vamos adentrando en el sinuoso y accidentado campo de determinar el límite de decisión para los padres en relación con los tratamientos médicos propuestos para sus hijos menores de edad. Al momento de tomar decisiones, se debe evaluar con especial detalle la importancia de respetar los derechos a la identidad, a la dignidad humana y al libre desarrollo de la personalidad de los menores. Debido a la obligación de mantener estos derechos, se ha hecho necesario establecer límites para los padres al momento de adoptar decisiones médicas sobre sus hijos, ya que los niños, aunque son sus hijos, no son su propiedad, por lo que su vida y su libertad deben ser de su exclusiva autonomía.

3El interés superior del niño

El primer criterio a considerar debe ser la actuación en beneficio del interés superior del niño. Si la ley y la doctrina se han ocupado extensamente de velar porque cualquier persona pueda acudir ante los tribunales a fin de obtener la protección o satisfacción de su derecho con el propósito de evitarle cualquier daño o perjuicio en su esfera jurídica, es indiscutible que, cuando en una controversia judicial se encuentra involucrado el interés jurídico de un menor, este adquiere una clara preeminencia.

Bajo este contexto, se hizo menester amparar tanto en instrumentos jurídicos internacionales como en las leyes internas de los Estados nacionales el interés superior del niño, a fin de obligar tanto a los particulares como a las autoridades a respetar y velar por el bienestar de los menores, más allá del sistema jurídico positivo imperante en una nación.

Así, se encuentra que México suscribió la Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada por la Cámara de Senadores del Congreso de la Unión el 19 de junio de 1990, según el decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 31 de julio del año citado, y ratificado por el Ejecutivo el 10 de agosto de 1990, cuya observancia es obligatoria por expresa disposición del artículo 133 de la Constitución General de la República, y de cuyos artículos 2, 3, 9, 12, 19, 20, 21 y 27 se desprende que los Estados parte tomarán todas las medidas apropiadas para garantizar “…que el niño se vea protegido…” contra toda forma de discriminación o castigo por causa de la condición, las actividades, las opiniones expresadas o las creencias de sus padres, o sus tutores o de sus familiares, así como la importancia fundamental que tiene que el menor crezca bajo el amparo y responsabilidad de los padres, particularmente rodeado de afecto y de seguridad moral y material. Además, en dicha Convención se proclamó que “…el interés del niño resulta un principio rector en quienes tienen la responsabilidad de su educación, salud y alimentación…”.

En este tenor, el 29 de mayo de 2000 se publicó la Ley para la Protección de los Derechos de las Niñas, los Niños y los Adolescentes, en el Diario Oficial de la Federación, misma que se fundamenta en el párrafo sexto del artículo 4.° de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

Antes de la Convención sobre los Derechos del Niño no existía un catálogo de derechos del niño, lo que provocaba que la noción de “interés superior” pareciera remitir a una especie de interés bondadoso, un tanto evanescente y particular, que pudiera imponerse a las soluciones estrictamente de “derecho“12. Sin embargo, una vez reconocido un amplio catálogo de derechos de los niños, no es posible seguir sosteniendo una noción vaga de dicho interés. Desde la vigencia de la Convención, en cambio, el interés superior del niño dejó de ser un objetivo social deseable realizado por una autoridad benefactora y pasó a ser un principio jurídico garantista que obliga a la autoridad a respetarlo. Previo a la Convención, la función del interés superior del niño era apelar a la conciencia y benevolencia de la autoridad para tomar la mejor decisión; a partir de la Convención, se formuló el interés superior del niño como una garantía de los derechos de los niños. Este principio le recuerda a la autoridad de qué se trata, que ella “constituye” una solución jurídica en estricta sujeción a los derechos de los niños y que su incumplimiento puede ser sancionado legalmente13,14.

4La doctrina de parens patriae

Parens patriae es la locución latina de significado “padre de la patria” que sostiene la intervención del Estado como un padre sustituto de los menores de edad y de los adultos incompetentes en la toma de decisiones en el nombre de estos; así, al actuar como guardián de los derechos y del bienestar de estos, el Estado puede restringir el control de los padres sobre sus hijos15. Un claro modo de ejemplificarlo es la existencia de leyes contra el maltrato al menor y el trabajo infantil. En esto se reconoce que los derechos de los padres sobre sus hijos no son absolutos; son derechos limitados por los derechos de los propios niños, es decir, por su propio interés superior.

El criterio del interés superior no se fundamenta en el valor de la autodeterminación sino exclusivamente en la protección del bienestar del menor16. El representante o tutor legal deberá de tener en cuenta factores como el alivio del sufrimiento, la preservación o la restauración de la funcionalidad, la calidad y la duración de la vida. A este respecto, Buchanan y Brock dicen que “…se debe actuar de tal manera que se promueva el bienestar máximo para el individuo (niño) en cuestión.”2.

Al día de hoy, múltiples esfuerzos se han realizado para determinar el adecuado curso de acción de atención en aquellos individuos que se consideran incompetentes para tomar decisiones por sí mismos. El apoderado en la toma de decisiones debe tener la capacidad y madurez suficiente para tomar la mejor opción para su representado, aquella que refleje los deseos que el paciente elegiría en caso de poder hacerlo, y si esos deseos no son conocidos (por ser niños), entonces debe hacerse en nombre de su interés superior17,18.

Si la decisión de los padres en relación con la salud de sus hijos se juzga contraria al interés superior del niño, es decir, dañina, se justifica que el Estado intervenga en dicha situación. El interés superior del niño es actualmente el estándar ético y judicial para determinar en qué situaciones las autoridades deben de intervenir. Sin embargo, ¿es el mejor estándar para situaciones en las que las decisiones médicas no son aceptadas por los padres? ¿Los padres podrían argumentar que su decisión es en pro del interés superior de su hijo y contraria a los médicos? Las decisiones de los padres, hasta no demostrar lo contrario, buscan siempre beneficiar a sus hijos en todos los sentidos18.

5El umbral para intervenir en las decisiones de los padres respecto a la salud de sus hijos

En la práctica diaria, los médicos pediatras enfrentan, de forma poco frecuente, casos en los que las decisiones de los padres se contraponen a las decisiones médicas y, por un sinnúmero de razones, el estándar del interés superior del niño es difícil de aplicar y vislumbrar adecuadamente18,19. Es mucho más fácil argumentar a favor del interés superior del niño cuando su vida corre peligro. Sin embargo, las situaciones donde no corre peligro la vida del menor podrían generar choque entre la visión de los padres y los médicos19,20.

Existen varias situaciones en las cuales hay diferencias notables entre las decisiones médicas y las de los padres. Una situación presente es aquella en la que el interés superior del niño va ligado a una cuestión de valores familiares, y lo padres consideran que las decisiones tomadas son por el bien del niño, a favor del interés superior de su hijo. En este caso tenemos el ejemplo de los padres testigos de Jehová, quienes realmente creen que las decisiones que toman respecto a negarse a autorizar transfusiones sanguíneas a sus hijos (bajo cualquier circunstancia) son la mejor opción, aunque ocasionen con ello la muerte del menor. Los padres opinarán que son tomadas por el interés superior de su hijo, y para muchos la vida después de la muerte es más valiosa que la vida terrenal, por lo que representa un conflicto difícil de superar el argumentar en contra de los padres que se preocupan por la salvación espiritual de sus hijos18.

Debe notarse que, en las cuestiones relativas a las decisiones médicas, las concepciones morales y religiosas tienen un influjo fundamental. Sin embargo, ni los padres ni los representantes legales de un incapacitado ni los familiares de alguien que ha caído en un estado de inconsciencia y ha de ser intervenido están autorizados a imponer sus visiones al menor incapaz de consentir.

En estos casos, el tercero sustituto o padre carece de legitimidad frente al paciente para adoptar su criterio particular cuando diverge de la opción médicamente indicada. Para estos efectos, los padres no tienen un derecho subjetivo en sentido estricto relativo a las decisiones sobre la salud de su hijo: sus derechos están condicionados al ejercicio en beneficio del menor. En este sentido, frente al menor, son meramente facultades. Evidentemente sí existen ciertos derechos de los padres en relación con los menores en los que el Estado no puede injerirse injustificadamente (por ejemplo, el derecho a verles y a convivir con ellos). Lo que aquí se dice únicamente es que las posiciones jurídicas paternas en lo relativo al cuidado del menor son facultades y no derechos. Por ello, y en palabras de De Lora: “La mejor justificación para desplazar al criterio religioso —en el caso de las negativas a transfusiones por parte de pacientes menores testigos de Jehová— consiste, a mi juicio, en apuntar a que así se preservan las condiciones de posibilidad del ejercicio de la autonomía futura del menor”3, por lo que se niegan las decisiones de los padres para generar autonomía futura de forma plena en sus hijos.

Otro ejemplo es aquel donde los padres buscan que se identifiquen enfermedades genéticas amenazantes para la funcionalidad y vida a largo plazo, pero que al momento de la solicitud de los padres no haya señales de enfermedad21. Los médicos podrían negarse y argüir que esto podría implicar un riesgo psicosocial sustancioso, lo cual sería el motivo del rechazo por parte de ellos20. La naturaleza de los intereses es frecuentemente compleja, y aunque las consideraciones médicas son importantes, también lo son los intereses de la familia y del niño, que se ven influenciadas por aspectos emocionales, psicológicos y sociales. Una segunda situación que se puede presentar es aquella donde las perspectivas varían dependiendo del ángulo desde donde se miren. Es decir, el médico no puede ver el tratamiento impuesto a un menor de la misma forma que sus padres lo ven; el médico verá las probabilidades de cura, pero los padres quizá vean el sufrimiento impuesto por la carga que implica el tratamiento médico. Por ejemplo, frente a un adolescente con leucemia, el médico se dispondrá a dar quimioterapia, la cual “mejorará” la supervivencia del menor. Sin embargo, para los padres, la carga impuesta a su hijo podría no ser una decisión que se traduzca en el mejor interés de su hijo, y para el adolescente quizá tampoco lo sea. Este tratamiento le impedirá ir a la escuela, tal vez implique tener que cambiar de lugar de residencia y abandonar a los hermanos, o vender la casa y el auto para cubrir los gastos. Aunque el tratamiento se traduzca, médicamente hablando, en la supervivencia del hijo, para los padres podría no ser el idóneo, concluyendo que quizá el incremento en la supervivencia no justifique la carga impuesta por el tratamiento. No queda claro, entonces, que el interés superior del niño sea siempre la piedra angular en la toma de decisiones médicas2,5,22.

Por ello, muchos médicos, bioeticistas y padres entran en conflicto. Los médicos emplean el interés superior del niño como un estándar que debe aplicarse a todos por igual, sin observar contextos, sin ponderar ni revisar situaciones particulares, y optan por solicitar la intervención del Estado en situaciones en las que no se ameritaba y que pudieron resolverse en el seno del desacuerdo entre los padres y los médicos. Lo anterior empeora la relación con los padres, la evolución médica del menor y no garantiza una solución acertada. Sin embargo, es producto de la incertidumbre y el desconocimiento que el conflicto con los padres les genera, además del temor a equivocarse.

Si se toma como ejemplo la doctrina jurídica alemana, se puede observar cómo ellos se ciñen a recoger los distintos supuestos en los que pueda existir un conflicto entre el menor y su entorno para ofrecer una simple pauta: por muy legítimos que sean otros intereses, ha de prevalecer el interés del menor, o sea el bien del niño, y ello teniendo en cuenta que cada niño, en cada conflicto, merecerá una solución específica y distinta según la situación. Por ello, no es posible buscar conceptos para definir el interés superior, sino concretar y centrarse en cada supuesto, en cada caso particular. Por lo anterior, la doctrina alemana ha señalado que “el bien del menor” es la pieza clave que resuelve las tensiones que se crean entre los padres y las autoridades estatales encargadas de velar por el niño. La directriz fundamental es la prioridad del bien del menor sobre cualquier otro interés, y no puede tener una rígida e inflexible definición, pues, en sí mismo, es el principio rector que guía tanto a las autoridades como a la sociedad entera a adoptar las medidas necesarias para que los derechos fundamentales de los menores sean respetados.

A lo largo de la historia de la enfermedad, la doctrina clásica médica ha considerado que quien mejor capacitado se halla para comprender de forma objetiva lo que es el mayor beneficio del menor es el médico. De ahí que nadie, ni los padres, tengan la capacidad de intervenir en su juicio cuando la vida, la salud o el bienestar del menor está en riesgo; lo contrario sería un acto inmoral y antijurídico. Este modo de actuar y pensar es inaceptable e incorrecto en nuestros tiempos. En la actualidad, creer que la decisión médica es absoluta es un error porque es una violación de considerable magnitud a los derechos individuales. En contra de lo que pudiera parecer, no existe un concepto objetivo de salud o de bienestar, porque en su definición intervienen valores, y estos, en las sociedades pluralistas, no son homogéneos ni absolutos, y ese pluralismo se halla protegido por un derecho humano, por el derecho a la libertad de conciencia. La tesis que se ha ido imponiendo durante los últimos dos siglos es que el mundo de los valores debe ser de gestión privada, y los valores públicos que nos atañen a todos surgen del consenso racional entre los miembros de la sociedad. Por ello, en su texto titulado Bioética y Pediatría, dice Diego Gracia “…que el mundo moderno ha tenido que dividir el viejo constructo de la beneficencia en dos principios denominados de beneficencia y de no maleficencia.” La beneficencia queda, de inicio, a la libre gestión de los individuos particulares, de acuerdo con su peculiar sistema de valores y proyecto de vida. Por el contrario, la no maleficencia se establece por la vía del consenso racional, y debe ser siempre gestionada por el Estado. En el caso de los menores de edad (por lo menos hasta antes de los 12 años), que se asume que no tienen un sistema de valores propio, y por tanto no pueden definir su propia beneficencia, lo que corresponde a los padres (la familia) es dotar de valores la beneficencia del menor, y al Estado cuidar de la no maleficencia. Es decir, cuidar que los padres (tutores legales) no actúen en perjuicio del menor. Este sería el umbral para su intervención23.

El dilema radica en que el médico tenga certeza de cuándo es importante la intervención del Estado ante las decisiones de los padres o cuándo es conveniente tolerar las decisiones de los padres. La intervención de la autoridad está plenamente justificada cuando las acciones y decisiones de los padres dañan o son maleficentes para sus hijos. Este es el punto donde el Estado, por obligación, debe de intervenir sin demora; entonces, el problema en sí es reconocer cuándo las decisiones de los padres, por ser dañinas para sus hijos, no pueden ser toleradas por ningún motivo19,24.

Definir el interés superior del menor es materia temeraria, y tomar una decisión con base exclusiva en este concepto podría no ser suficiente en casos donde entran en conflicto las decisiones entre los médicos y los padres. Sin embargo, el umbral donde el médico no deberá tolerar las decisiones de los padres será el momento en que los padres dejen de actuar en beneficio de su hijo y tomen decisiones dañinas para este, lo cual automáticamente se convierte en gestión del Estado.

Dicho esto, y bajo el entendido de que el seno familiar es el ambiente idóneo para el sano desarrollo de los niños, entramos a un terreno un tanto inhóspito en el cual, como pediatras, nos toca reconocer qué situaciones y bajo qué condiciones será justificable solicitar la intervención del Estado. Esto se abordará en la segunda parte de este trabajo utilizando casos paradigmáticos para un mejor entendimiento de la propuesta.

Conflicto de intereses

Los autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.

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