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Vol. 47. Núm. 141.
Páginas 1167-1190 (septiembre - diciembre 2014)
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Comentario sobre el código nacional de procedimientos penales de 2014
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Sergio García Ramírez**
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IAntecedentes

No es fácil —al menos, no lo es para mí— alojar en el reducido espacio propio de una reseña legislativa, la detallada exposición que merece un ordenamiento de extraordinaria complejidad, relevancia y trascendencia como lo es el nuevo Código Nacional de Procedimientos Penales (CNPP), publicado en el Diario Oficial de la Federación del 5 de marzo de 2014. En esta reseña me limitaré a examinar algunos puntos muy relevantes del ordenamiento mencionado, destacando aquellos temas que han suscitado mayores dudas o cuestionamientos y que pudieran ser objeto de un rexamen antes de que opere plenamente, en todo el país, la normativa del 5 de marzo. La reseña debe leerse, pues, en el marco de este propósito y de las limitaciones que entraña. Sólo así se explicará la ausencia de detalle en el tratamiento de algunas cuestiones y el énfasis puesto en otras.

Comienzan a surgir, y probablemente se multiplicarán, los estudios minuciosos y penetrantes que ilustren sobre la naturaleza y las características de este ordenamiento, además de que pongan de manifiesto, conforme al criterio informado y objetivo de tratadistas, investigadores, catedráticos, juzgadores, agentes de la procuración de justicia, abogados postulantes, defensores de derechos humanos, etcétera, los aciertos que indudablemente contiene y las debilidades que muestra —numerosos, unos y otras—, para favorecer el desarrollo de aquéllos y la corrección de éstas. Luego llegará la jurisprudencia a destacar excelencias y “desfacer entuertos”.

Conviene recordar que este Código, largamente esperado y laboriosamente preparado, es el producto de una notable y acertada decisión político-jurídica: emprender el camino de la unificación penal en nuestro país, a través de instrumentos que pongan orden y armonía en este campo. Hemos “padecido”, vale decirlo, las consecuencias de un federalismo calificado como “extremoso”, que sembró decenas de códigos penales, procesales penales, civiles y procesales civiles, cuyo conjunto ofrece un panorama abigarrado, por decir lo menos, que no favorece ni a la justicia ni a la seguridad jurídica.

El 1o. de diciembre de 2012, el Ejecutivo federal planteó correcciones que animaron la esperanza de juristas y justiciables. Propuso la unificación legislativa penal, que nunca hemos tenido: esta normativa siguió la suerte de nuestra organización política a partir de la Constitución de 1824 y floreció en los empeños codificadores emprendidos apenas al término de los años sesenta del siglo XIX. Siempre hubo, pues, códigos penales y de procedimientos para la Federación y/o el Distrito Federal y para cada estado de la República. Dispersión donde debiera haber unidad. Foros de imaginación y conveniencia.

En los últimos meses se ha caminado hacia adelante en la unificación legislativa del enjuiciamiento penal —gobernado por la reforma constitucional de 2008, con luces y sombras— y se halla pendiente, por ahora, esa misma unificación en otro ámbito donde resulta verdaderamente indispensable: el régimen penal sustantivo. En este caso se ha suscitado cierto debate que favorece la unificación, si se atiende a criterios técnicos y jurídicos, pero tropieza con argumentos de orden esencialmente político —débilmente apoyados en razonamientos jurídicos— que han demorado la unificación penal sustantiva.

IIEmisión del Código Nacional de Procedimientos Penales (CNPP)

Los tropiezos y frustraciones, las demoras y contradicciones que trajeron consigo el rezago federal en acoger el procedimiento penal dispuesto por la reforma de 2008 y la aplicación, estado por estado —inclusive el Distrito Federal—, de esa reforma, propició finalmente el giro adoptado en 2013 por la fracción XXI del artículo 73 de la ley suprema. Ésta puso en manos del Congreso de la Unión la facultad de legislar para toda la República en materia de procedimiento penal, así como de ejecución penal y alternativas al proceso de esta especialidad. Es así que se abrió el camino para la emisión de la normativa procesal, dejando de lado, como antes señalé, el código penal nacional o único, reclamado por los juristas desde hace varias décadas y solicitado en diversos trabajos y comunicaciones por la Academia Mexicana de Ciencias Penales.

Con base en aquella cláusula constitucional reformada se dispuso la preparación y expedición del Código Nacional de Procedimientos Penales que aquí comento. Creo que el proyecto pudo tomar más tiempo y suscitar más amplias deliberaciones, pero el hecho es que ahora contamos con un nuevo ordenamiento que algunas entidades federativas comienzan a aplicar en ejercicio de las previsiones transitorias que ofrece dicho Código.

Para precisar el contexto en el que aparece esta normativa, tómese en cuenta la existencia de anteproyectos o proyectos elaborados antes de que las iniciativas finales lograran un dictamen común y éste obtuviera la aprobación del Congreso. Así, la Conferencia Nacional de Tribunales Superiores de Justicia (Conatrib) promovió la elaboración de un anteproyecto, que tuvo amplia circulación. Otro tanto hizo la Secretaría a cargo de la implementación de la reforma constitucional de 2008 (SETEC). En igual sentido, aunque con menos difusión, surgieron aportaciones de diversos legisladores, especialistas y órganos del gobierno de la República. Los legisladores escucharon opiniones que, en su concepto, parecieron suficientes para adelantar el siguiente paso: la emisión del Código.

También conviene tomar en cuenta, para la ponderación integral de los esfuerzos de reordenación del enjuiciamiento penal mexicano, que antes de la reforma constitucional de 2008, alguna entidad federativa llevó adelante su propia reforma procesal —que luego debió enmendar en numerosas ocasiones— y que otras emprendieron el mismo camino. La mayoría de las entidades optó por aguardar algunos años. Otro tanto ocurrió en la Federación, que pudo ser “punta de lanza” para poner en movimiento las novedades constitucionales.

Prevalecieron, pues, el desinterés, el temor o la cautela. En todo caso, esta situación fue reconocida, analizada y corregida por el Constituyente Permanente, que resolvió poner término a las indecisiones y establecer el orden indispensable en medio de las fórmulas aisladas y diversas, a través de la centralización de la facultad legislativa en materia procesal penal. Este hecho fue ampliamente expuesto en los trabajos conducentes a la enmienda de la fracción XXI del artículo 73 constitucional, a la que antes me referí.

IIIVigencia y aplicación

El ordenamiento comentado dispone su plena vigencia de manera gradual, bajo un régimen de declaratorias de la Federación y los estados, respectivamente, dentro de un plazo que no excederá del 18 de junio de 2016 (artículo segundo transitorio). La elección de esta fecha no es arbitraria: corresponde a la prevista por los preceptos transitorios de la reforma constitucional de 2008 a fin de establecer la entera aplicación nacional del sistema procesal estatuido entonces por la ley suprema.

Corresponde a la Federación, a los estados y al Distrito Federal, destinatarios inmediatos de sendas obligaciones establecidas por el Código, apreciar la posibilidad de que éste entre en vigor en cada jurisdicción y formular la declaratoria correspondiente. Esto supone —o debiera suponer—, por supuesto, que cada entidad y la propia Federación habrán adoptado todas las medidas, numerosas, complejas y profundas, que permitan asegurar que ha llegado el tiempo para que el ordenamiento se aplique con buenas probabilidades de acierto. El plazo previsto permite actuar con ponderación, razonablemente, con la vista cifrada en un futuro cercano, pero no angustioso. Pudiera serlo, sin embargo, si no se llevan adelante las medidas preparatorias indispensables.

Aquellas medidas entrañan acciones de diverso carácter: formación de personal para la nueva procuración y administración de justicia, renovación de planes y programas en escuelas y facultades de derecho, “reconstrucción” verdadera de la policía a cargo de la investigación penal (sobre todo ahora, cuando se le atribuyen facultades y deberes de gran alcance, a menudo determinantes de la suerte del procedimiento y de los derechos de particulares, como se puede ver en el artículo 132); recursos financieros adecuados, disposición de instalaciones para el despliegue del aparato procesal acusatorio, y así sucesivamente.

Algunos preceptos transitorios del decreto que expide el Código previenen ciertas diligencias de implementación y preparación (artículos 7o. y 9o.). Se trata, evidentemente —hay que insistir en ello—, de una precaución indispensable, que debieran advertir las entidades que con mayor entusiasmo y premura están disponiendo la aplicación del novedoso ordenamiento a pocos días —o semanas o meses— de su publicación.

IVMotivos

Un gran Código —grande por su materia, trascendencia y amplitud— como el que ahora examinamos requeriría una acuciosa, detallada, persuasiva exposición de motivos. Los cambios que ofrece con respecto a los códigos que sustituirá no son menores. Se ha dicho que la reforma procesal penal de 2008, instrumentada por la actual secundaria de 2014, implica la más relevante novedad en este ámbito a lo largo de dos siglos. Una novedad de tal calibre requeriría motivación pública correspondiente a su magnitud y jerarquía. De ahí la necesidad de manifestar cuidadosamente los motivos que lo fundan, como se ha hecho en otros casos. Sin embargo, no ha ocurrido así.

Hacen las veces de exposición de motivos ciertos textos ilustrativos, que quizás no colman la necesidad de información. Uno de ellos, el primero, es una especie de introducción que expone, en pocos y breves párrafos, algunos extremos destacados de la nueva legislación: objetivo, naturaleza, función, principios, interpretación, competencia, actos procesales, sujetos, etcétera. Tiene cierto carácter didáctico y pone énfasis en puntos muy relevantes.

Después de esta introducción llegan, bajo el rubro de “Exposición de motivos”, tres documentos interesantes que recogen cuestiones centrales de igual número de iniciativas presentadas por senadores pertenecientes a diversos partidos políticos. Estas iniciativas fueron resumidas en concepto de “motivos”, de manera puramente descriptiva y somera, sin crítica ni exposición de las deliberaciones y pareceres internos del Congreso y externos a éste. Por supuesto, aquéllos se pueden consultar en documentos parlamentarios públicos. Quizás la intención a la que sirve este método expositivo es destacar la coincidencia de opiniones de las “fuerzas políticas” que concurrieron a la amplia aprobación del Código. No es un ordenamiento de mayorías, sino de consenso.

VConstitución y ley secundaria

Evidentemente, el Código Nacional pretende plegarse, con fidelidad, a las estipulaciones constitucionales de 2008. Lo hace sistemáticamente. Hay puntos en que mejora la preceptiva constitucional, ensanchando el espacio de los derechos y las garantías, pero también hay otros en que opera en forma diferente. Adelante mencionaré ejemplos en ambos sentidos. Lo que ahora conviene puntualizar es que algunos aciertos no debieran ponerse por fuerza en la cuenta favorable del Código, sino de la Constitución; otros son aportaciones plausibles de la ley secundaria, más que de la fundamental.

Claro está que el Código no puede “corregir” los mandamientos constitucionales; no es su misión ni está a su alcance; pero también es claro que puede mejorar las soluciones constitucionales si lo hace en el camino de los derechos y las garantías. En efecto, la ley suprema marca el “piso”, no el “techo”, del progreso garantista, si se permite la expresión. El ordenamiento secundario puede mejorar el espacio de derechos y libertades sin vulnerar el marco constitucional.

En todo caso, se ha declarado el empeño de plegarse a los derechos y garantías que caracterizan el enjuiciamiento penal en una sociedad democrática. No son pocas las disposiciones que invocan tanto las disposiciones constitucionales como los tratados internacionales, inclusive para fijar límites legítimos, admisibles, a derechos y garantías, tema de constante relevancia en un enjuiciamiento que impone, por su propia naturaleza, “presiones” o “injerencias” severas al ámbito de libertades individuales.

VIEstructura y principios

La normativa procesal es, por definición, una estructura, un itinerario, un modo de operar en el camino de la seguridad y la justicia. A mi juicio, la estructura del Código Nacional sirve bien a este objetivo: organiza mejor que sus precedentes —federal y locales— la marcha del procedimiento; acierta en la caracterización de los personajes que intervienen en él; regula el ordinario —aunque no aborda las variantes que la Constitución impone acerca de sujetos “especiales” y crímenes de alto impacto, que serán tema de otras leyes; así, la de delincuencia organizada—; sistematiza etapas y medidas ajustadas al dictum constitucional, en el marco del procedimiento ordinario (libro segundo, título II): investigación, intermedia y juicio, que son continente de algunos de los datos definitorios del régimen acusatorio adoptado; y provee procedimientos especiales que no se hallaban adecuadamente regulados o no lo estaban en absoluto en los ordenamientos anteriores (libro segunto, título IX): personas inimputables, pueblos y comunidades indígenas, personas jurídicas, acción penal por particulares, asistencia jurídica internacional.

La alusión a la asistencia internacional suscita, por cierto, un cuidadoso examen acerca de la suficiencia o la deficiencia de la legislación mexicana con respecto a los procedimientos del derecho penal internacional, específicamente los asociados a la aplicación del Estatuto de Roma por parte de la Corte Penal Internacional. Una cosa es la colaboración con instancias persecutorias foráneas, en asuntos ordinarios, y otra la que se relaciona con esa vertiente del derecho internacional, que hemos aceptado —a través de la muy defectuosa reforma de 2005 al artículo 21 constitucional— y para la cual se requiere adoptar normas materiales y procesales con las que aún no contamos.

La pertinente estructura del proceso no implica que el observador de esta materia deje de lado el examen de algunos extremos que requieren consideración o reconsideración. Por ejemplo, la celeridad auspiciada por el CNPP —una preocupación comprensible— no debe llevarnos a olvidar la realidad del enjuiciamiento, sus circunstancias, la complejidad de los asuntos, la trascendencia de las decisiones judiciales. En este espacio de reflexión el observador se pregunta, por ejemplo, si basta el tiempo fijado para la emisión de la sentencia (artículo 400), que a veces resuelve sobre asuntos de extrema complejidad, muy controvertidos.

El CNPP destina el título II del libro primero a los “Principios y derechos en el procedimiento”. En este punto reitera orientaciones y disposiciones constitucionales e insiste en que el proceso será acusatorio y oral. Igualmente alude a la observancia de los principios de publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación y “aquellos previstos en la Constitución, tratados y demás leyes” (artículo 4o.).

El segundo párrafo del mismo precepto ingresa en un tema difícil, al que se ha referido la reciente jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia: excepciones a esos principios —que pudieran entrañar límites o acotaciones a derechos humanos— fijadas por el CNPP y la legislación aplicable “de conformidad con lo previsto en la Constitución”. No es éste el lugar para debatir la denominada prelación entre normas, a propósito del imperioso principio pro homine, o para abordar la doctrina de la Suprema Corte en materia de “parámetro de regularidad” constitucional (y convencional). Es pertinente, en cambio, recordar que México ha contraído la obligación de adecuar su normativa a las disposiciones del derecho internacional de los derechos humanos, obligación soberanamente asumida a la luz del artículo 2o. de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Es evidente la existencia de discrepancias entre el ordenamiento interno —inclusive el constitucional— y la normativa internacional.

La oralidad sigue siendo, por supuesto, la bandera del sistema procesal penal, que se ha querido construir, difundir y amparar bajo este concepto, conectado con el sistema acusatorio. Se trata, como fue comentado por algunos participantes en la reforma de 2008, de un recurso de mercadotecnia para atraer el interés y el favor público hacia las reformas sobre seguridad y justicia penal.

El tema de la oralidad amerita un largo comentario, que tampoco es adecuado en los límites de una breve reseña legislativa. Observemos, sin embargo, que la realidad —y con ella la racionalidad del enjuiciamiento y la seguridad de los participantes— se impone y siembra el camino de referencias a la escritura. Al destacar este hecho no pretendo en modo alguno militar por ésta y eludir aquélla, de la que soy convencido partidario. Simplemente destaco que es imposible llevar la oralidad tan lejos como quieren o suponen algunos de sus más ardientes defensores.

Hay expresiones de recepción escrita o documental de actos procesales. Por ejemplo: artículo 44: registros y lecturas; artículo 50, acceso a registros y expedición de copias de éstos; artículo 61, registro de las audiencias; artículos 67 y ss., órdenes y decisiones judiciales; artículo 113, fracción VIII, acceso de imputados a registros y copias de la investigación; artículo 117, fracción IV, análisis de constancias; artículo 197, conservación de registros; artículo 217, registro de actos de investigación; artículo 218, acceso a registros de estos datos y derecho a copia; artículo 260, registros incorporados en carpetas; artículo 337, entrega de copias de registros de investigación, etcétera. Añadamos: la etapa intermedia del proceso cuenta con dos fases (artículo 334): la primera, escrita, desde el escrito de acusación; y la segunda, oral: de la audiencia intermedia al auto de apertura a juicio.

Destaca, igualmente, el principio de inmediación, del que también soy convencido partidario —como lo he expuesto en trabajos doctrinales, en anteproyectos legislativos y en prácticas judiciales—, y que supone por lo menos dos cosas: por una parte, suficiente número de juzgadores, bien preparados y comprometidos con su misión; y por la otra, operación adecuada de las soluciones alternas al proceso, de cuya buena marcha —en términos de “economía procesal”, pero sobre todo de justicia— depende el éxito final del sistema de enjuiciamiento.

Estamos al tanto de que no es posible —ni lo ha deseado el legislador— llevar a juicio oral y sentencia todas las contiendas penales. En rigor, el juicio oral atiende una apretada minoría y en este sentido posee una importancia cuantitativa secundaria, como se ha visto en otros países —así, Estados Unidos, modelo de nuestra reforma procesal penal— y se desprende de la experiencia de las entidades federativas que ya introdujeron el “nuevo régimen” con modalidades particulares. Habrá que introducir, pues, novedades del mayor calado en la estructura judicial federal y local. No es poca cosa ni demanda pequeño esfuerzo.

También tiene relieve el principio de contradicción, piedra de toque de una buena defensa y de una eficiente justicia, digna de este nombre. El artículo 6o. del CNPP opone cierta limitante al régimen de contradicción, en tanto sostiene que las partes pueden conocer, confrontar o controvertir los medios de prueba, así como oponerse a las peticiones y alegatos de la otra parte, “salvo lo previsto en este Código”, salvedad inquietante.

Además, el tema de la contradicción procesal se halla vinculado con el papel que juegan las partes y el juzgador en el proceso, y por lo tanto con las iniciativas o la inercia probatoria del tribunal. Habrá que estar en guardia —y esta reflexión sugiere “revisitar” las soluciones constitucionales y legales— ante el juez inerte o anacrítico, para utilizar expresiones del profesor Víctor Fairén Guillén, que no sirve bien a su misión como garante de la justicia. La iniciativa probatoria del juzgador es otro tema de gran relevancia, materia de constante discusión. Es verdad que esa iniciativa probatoria —de raíz inquisitiva— entra en colisión con el régimen acusatorio “puro”, pero también lo es que la abstención absoluta puede caer en colisión con la justicia misma. Una cosa es que el juez se comporte como “tercero puesto por encima de las partes”, independiente e imparcial, y otra que presencie, impasible, el naufragio de la justicia.

Detengámonos un momento en otro principio inserto en el CNPP, y desde luego sustentado en la Constitución. Me refiero a la prohibición de doble enjuiciamiento acogida en el artículo 14 del Código: “La persona condenada, absuelta o cuyo proceso haya sido sobreseído no podrá ser sometida a otro proceso penal por los mismos hechos”. La fórmula arraiga en una fuerte y honorable tradición penal liberal; reconoce un principio clásico. Sin embargo, la terminante disposición citada no se aviene con la jurisprudencia interamericana actual en materia de derechos humanos, ni con la normativa misma de éstos en el plano mundial e interamericano, ni con las prevenciones del derecho penal internacional.

Efectivamente, el orden judicial internacional de los derechos humanos y de los delitos y las penas ha desechado la santidad de la cosa juzgada, y por ende la intangibilidad del principio ne bis in idem, cuando la sentencia se funda en leyes violatorias de derechos, surge de procesos gravemente viciados o implica decisiones fraudulentas. He aquí otra oportunidad para la confrontación entre normas internas del más alto rango y normas internacionales. En algunos ordenamientos o jurisprudencias nacionales se acoge ya, con naturalidad, la posibilidad de revisar sentencias que se instalan sobre “protuberantes” violaciones de derechos fundamentales, como se dice en la terminología colombiana.

VIIDefensa

Procede incorporar en este punto la consideración de un “principio de principios”, flagrante en el debido proceso, en la tutela efectiva, en el juicio justo: la defensa del imputado. En ella reside una insoslayable garantía, de la que se ocupan tanto la Constitución como el nuevo CNPP y que es materia constante en el derecho internacional de los derechos humanos, tanto en lo que corresponde a su vertiente estatutaria como en lo que toca a la tarea jurisdiccional depositada en una abundante jurisprudencia.

Desde luego, el concepto y la práctica de la defensa no se contraen, ciertamente, a la figura del defensor; abarcan un extenso territorio en el ámbito del enjuiciamiento: todos los actos necesarios y pertinentes para que el individuo sujeto a la función persecutoria del Estado pueda esgrimir los medios que el derecho brinda a fin de tutelar sus derechos y libertades, con suma amplitud. Hay quienes vinculan, hasta casi identificarlos, las nociones de defensa y debido proceso.

A este respecto hay algunas cuestiones que ameritan consideración. Se prevé la posibilidad de designar defensor desde el momento de la detención (artículo 115). A mi juicio esta posibilidad —o necesidad— debe extenderse con amplitud y sentido garantista: incluso antes de que el sujeto comparezca ante el juzgador o sea detenido. Debiera proveerse una solución similar a la que se dispone acerca del indígena que tiene derecho a recibir asistencia gratuita de un intérprete o traductor “desde la denuncia” (artículo 109, fracción XI). Efectivamente, el riesgo para los derechos y las libertades y la necesidad de protección, por la vía de la asistencia jurídica, no comienza apenas cuando se aplican al ciudadano ciertas medidas cautelares de gran intensidad, sino desde que surge algún cuestionamiento en torno a la legalidad de su conducta y queda sujeto a actos del poder público.

Otra cuestión a considerar a propósito de la defensa es la posibilidad, cerrada por el CNPP, de que el imputado se defienda por sí mismo. La Constitución no la reconoce (artículo 20, literal A, fracción VIII), y el Código examinado exige que el imputado ejerza su defensa “con la asistencia de su defensor o a través de éste” (artículo 17). En contraste, el Código permite que el ofendido actúe por sí mismo o mediante el asesor jurídico (artículo 110). También aquí existe contraposición entre el sistema procesal nacional —que se inclina comprensiblemente por la defensa profesional calificada, adecuada, de calidad— y el derecho internacional de los derechos humanos, que admite la autodefensa. Finalmente, señalaré que se han escuchado opiniones desfavorables a la facultad judicial de remoción del defensor, en hipótesis de incompetencia de éste en el desempeño de su cometido (artículo 121).

Asociado al tema de la defensa penal se halla la protección consular en beneficio de detenidos extranjeros, tema que México propuso ante la Corte Interamericana, primero, en los términos de una opinión consultiva —OC-16/99— y ante la Corte Internacional de Justicia, después, a través de la demanda contra los Estados Unidos en el conocido caso Avena. El CNPP dispone, mejorando a la legislación ordinaria anterior, que se informe al correspondiente consulado acerca de la detención del supuesto infractor cuando éste sea detenido y que se le brinde atención migratoria (artículo 113, fracción XVIII). Debiera establecerse, en acatamiento al derecho internacional de los derechos humanos, interpretado por la Corte Interamericana, que se haga del conocimiento del detenido el derecho que le asiste, antes de que rinda su primera declaración.

VIIIFines del proceso

Es importante analizar algunas soluciones del CNPP atentas a la Constitución o derivadas en buena medida de ésta, que atañen a los “fines del proceso”, concepto que de manera incompleta ha manejado nuestra ley suprema. En este apartado no me referiré a todos los supuestos que pudieran plantearse en esta materia, sino sólo a uno que me parece digno de especial referencia y que abarca múltiples aspectos de la legislación procesal: la finalidad, servida por el proceso penal, de que el culpable —es decir, el responsable del hecho delictuoso— no quede impune.

Otro fin del proceso, constitucionalmente reconocido, pero inadecuadamente servido por la propia Constitución, que en esta vertiente influye sobre las disposiciones del CNPP, es el “esclarecimiento de los hechos”, que podemos traducir como búsqueda (y hallazgo, en la mayor medida posible) de la denominada verdad material, histórica o real. De esto me ocuparé infra, cuando examine las variantes de arreglo o composición penal que regula el Código.

La lucha contra la impunidad reviste la mayor relevancia dondequiera, y especialmente entre nosotros, que enfrentamos índices de impunidad que sobrepasan el 90% y que pudieran agravarse al amparo de las alternativas del proceso y de otras medidas con las que se ha querido servir la economía procesal, sin mucho miramiento para la justicia. Destaquemos nuevamente —como lo hemos hecho con tenacidad desde el primer análisis que practicamos acerca de la reforma constucional de 2008, e invocando los “diagnósticos” de la realidad que condujeron a éste— que la impunidad y la corrupción, asociadas a la incompetencia, militan vigorosamente en contra de la seguridad y la justicia; su eficacia limitante es mucho mayor que el poder renovador de las múltiples reformas normativas que hemos emprendido en los últimos lustros.

Es en este punto donde cobra presencia el principio de oportunidad, contrapuesto al de legalidad, que presidía la legislación precedente. Debo manifestar, de entrada, que es punto menos que imposible, por razones prácticas —además de otras— el imperio absoluto del principio estricto de legalidad en el campo del proceso, entendido como necesaria persecución procesal de “todos” los hechos delictuosos de que se tenga noticia. Y también debo señalar que el principio de oportunidad (legalmente reglada) —que apareja discrecionalidad o ejercicio del arbitrio, bajo cierta política criminal, penal o de defensa social— campea con variable intensidad en todos o casi todos los sistemas procesales nacionales.

La Constitución dispone que el Ministerio Público podrá echar mano de criterios de oportunidad, aunque deja a la ley secundaria la dura carga de establecer cuáles son esos criterios y cómo deben operar. Toca al CNPP, pues, en uno de sus cometidos más relevantes y de mayor impacto práctico, regular el régimen de oportunidad previsto en la Constitución.

En el examen amplio de este asunto —un examen indispensable para arribar a diagnósticos y a conclusiones coherentes, que constituyan un firme cimiento de la reforma y de la política penal— debiera tomarse en cuenta, por otra parte, que la buena operación del conjunto habría de empezar en un terreno donde hemos caminado con paso demasiado rápido y no siempre afortunado: la tipificación y destipificación de conductas ilícitas. Esto atañe a lo que he denominado las “decisiones políticas fundamentales” en materia penal, que son el marco para llevar adelante todos los trabajos de esta materia, no siempre inscritos en la profunda reflexión acerca de aquellas decisiones, que haga luz en el conjunto y conduzca las acciones.

Hemos caído en una “hiperpenalización”, movida por cierto populismo que ha desembocado en nuevos tipos o en penas desmesuradas. Sin embargo, no es éste el punto al que ahora quiero referirme a propósito del CNPP, que fija los supuestos para el ejercicio de criterios de oportunidad por parte del Ministerio Público (artículo 256). Por definición, el régimen de oportunidad detiene o impide la función jurisdiccional. En los términos del CNPP se hallará sujeto —afortunadamente, en general— al control del titular del Ministerio Público o de la fiscalía, cuando ésta sustituya a la estructura tradicional conforme a las reformas de 2014 al artículo 102 constitucional.

La oportunidad se instala sobre varios supuestos, todos sujetos a examen y discusión: que la pena aplicable al caso sea relativamente menor; que se trate de delitos patrimoniales cometidos sin violencia (pero hay delitos de esa naturaleza que revisten suma gravedad); que se trate de delitos culposos (habría que distinguir entre los innumerables supuestos de delito culposo: desde levísimos hasta muy graves); que la pena aplicable en la especie sea de escasa importancia en relación con otras sanciones aplicables al imputado (lo que implica una confusión o una fusión entre causas diferentes); que el imputado aporte informaciones útiles para la persecución de delitos más graves (esto es, una “gracia penal”, derivada de una “buena negociación”), que la afectación al bien jurídico sea poco significativa (así el Ministerio Público se convierte en juzgador o en corrector de un exceso legislativo) o que el proceso o la aplicación de la pena resulten irrelevantes para los fines preventivos de la política criminal (una vez más, el MP deviene rector político, sustituto del legislador, dispensador de justicia al margen del tribunal).

IXVíctimas u ofendidos

Es interesante destacar el esfuerzo del legislador por atender los derechos de las víctimas u ofendidos por el delito. Es encomiable y constituye un signo positivo del nuevo procedimiento penal. Ahora bien, este ordenamiento se ha visto en la necesidad de seguir en este punto la directiva y la terminología constitucional, que a partir de 1993 incurrió en una confusión que siembra desorden: no distingue bien a bien entre víctima y ofendido; los trata como iguales; utiliza aquellas expresiones como sinónimos. Este desacierto empaña el régimen procesal. Corregirlo requeriría una nueva reforma constitucional que ponga a cada quien “en su sitio”, conforme a su verdadera posición en el llamado “drama penal”. Difícil tarea.

En fin, el Código marcha en la plausible línea del rescate de los derechos materiales y procesales de quien resiente la lesión o el peligro del hecho. El ordenamiento comentado menciona en primer término a esos sujetos, y sólo después al imputado y a otros participantes en el enjuiciamiento (artículo 105, fracciones I y III, y capítulos II y III del título V).

Asimismo, el Código enuncia una serie de derechos de aquellos sujetos, que se traducen en medidas destinadas a proteger sus legítimos intereses. Es el caso de las “medidas de protección y providencias precautorias” (artículos 137 y 138). Por lo que toca a aquéllas, que involucran restricciones a derechos sobre las que dispone con celeridad el M. P., echamos de menos la intervención judicial, que puede y debe ser expedita. Por otro lado, la supuesta atención a la víctima u ofendido no siempre se refleja en disposiciones que les brinden la más amplia protección procesal, asistidos por la interesante figura —anterior a la reforma de 2008— del asesor. Por lo pronto, se necesita un cuerpo de asesores que efectivamente cubra los requerimientos de víctimas y ofendidos, como los cubren —de ser así— los defensores de oficio en lo que respecta a los inculpados.

Hay supuestos en que se ordena, para la validez o eficacia de un acto procesal, la presencia del imputado y su defensor, pero no siempre la del ofendido o víctima y su asesor. La diligencia marcha, válidamente, en ausencia de éstos. Esto es inconsecuente con la “igualdad de armas” o equilibrio que se pretende establecer entre las partes del proceso, y está claro que la víctima o el ofendido se han constituido en partes del enjuiciamiento, con rasgos propios, como antes no lo fueron.

La renovada situación del ofendido en el espacio penal ha traído consigo la decadencia del monopolio del M. P. en el ejercicio de la acción penal. Antes de ahora se facultó al ofendido para impugnar omisiones y otras resoluciones desfavorables del Ministerio Público; faltó hacer lo mismo en cuanto a actuaciones improcedentes o perturbadoras, maniobras de distracción o demora. El CNPP colma el vacío y acierta al permitir al ofendido impugnar, genéricamente, “las omisiones o negligencia que cometa el Ministerio Público en el desempeño de sus funciones de investigación” (artículo 109, fracción XXI).

XAcción de particulares

La reforma constitucional de 2008 previó la posibilidad de permitir a los particulares el ejercicio de la acción penal y confió a la ley secundaria establecer las normas acerca de este ejercicio, nuevo en el régimen procesal penal mexicano de los últimos tiempos. Lo hace el CNPP, con cierta amplitud, en hipótesis de delitos perseguibles mediante querella (que es un espacio natural para la acción de particulares), o conminados con pena alternativa, con sanción distinta de la prisión o con privación de libertad que no exceda de dos años (artículo 426). Se trata, pues, de supuestos delictivos de relativa menor gravedad. En ellos ensayaremos la acción de particulares.

Algunos analistas temen que la entrega de la acción a los particulares traiga consigo la multiplicación de los litigios, la tergiversación de la justicia por obra de más “arreglos” arbitrarios y la tensión entre el M. P. y el particular, cuando aquél deba intervenir con actos de disposición o autorización que comprimen las facultades del segundo.

XITemas penales en la legislación procesal

Hay un punto débil del Código —por su muy dudosa constituciona-lidad— que algunos comentaristas han subrayado: me refiero a disposiciones que van más allá de las fronteras del procedimiento, que son los linderos de la potestad normativa del legislador federal, al amparo del artículo 73 constitucional.

Ese precepto constitucional facultó al Congreso de la Unión, como antes se mencionó, para legislar en el orden del procedimiento, pero no lo autorizó (más aún, lo desautorizó, si nos atenemos a la letra de la ley suprema y a las expresiones vertidas por el poder revisor) para hacerlo en el régimen penal sustantivo o para redistribuir funciones entre el Poder Judicial y los otros poderes de la Unión. La materia penal sustantiva sigue en el ámbito de competencia del Congreso federal —en lo que atañe a delitos y penas de esta jurisdicción— y de los Congresos locales —en lo que corresponde a delitos y penas del orden local—, y la misión de aplicar las penas incumbe al juzgador, sin injerencias perturbadoras del legislador. Hay desbordamientos que suscitan objeciones atendibles y pudieran animar el otorgamiento de amparos, en su hora.

Evidentemente, la caracterización de las causas que excluyen la responsabilidad penal es un tema reservado a la legislación penal sustantiva; no es pertinente que el ordenamiento procesal avance en este género de definiciones; además, pudiera ocurrir un “choque” entre lo que previene el Código Penal, federal o local, y lo que dispone el Código Nacional de Procedimientos (ejemplos, artículos 290 y 405). También es materia sustantiva la caracterización de los “concursos”: ideal y material o real (artículo 30). Sin embargo, el Código Nacional interviene en ambos territorios. Quizás lo hace con buen trazo técnico, pero sin sustento constitucional.

En la aplicación de sanciones, hay fronteras movedizas dispuestas por el mismo Código Nacional para diversos supuestos de “negociación” que orientan la benevolencia o el rigor de la autoridad, mediatizan el desempeño del juzgador o entrañan una suerte de juicio previo —es decir, un “prejuicio”— del legislador (artículos 201-206). Esta invasión es discutible, por decir lo menos.

El hecho de que contemos con múltiples leyes penales sustantivas y una sola ley penal adjetiva, que no guardan necesariamente la debida congruencia en todos y cada uno de sus extremos, genera problemas que será necesario resolver cuidadosamente, quizás a través de nuevas normas materiales o procesales, no por medio —en este momento— de un código penal nacional (o de una ley penal general, idea que en ocasiones acecha al político y al legislador). Veamos algunos casos.

El Código Nacional organiza un procedimiento para personas jurídicas, pero el régimen penal de éstas —otro gran tema sujeto a constante debate: la responsabilidad penal de las personas colectivas, más allá de la que corresponde a las personas físicas— se halla en los códigos penales. No es fácil establecer un sistema procesal en esta materia sin tomar en cuenta las previsiones sustantivas: pudiera haber colisiones. Quizás se podría decir lo mismo, o algo semejante, en lo que respecta a inimputables. Y acaso en lo que atañe al procedimiento previsto para supuestos de justicia tradicional, esto es, aplicación de normas en el ámbito de pueblos y comunidades indígenas, tema que aborda la Constitución y que en diversa medida han atendido, al amparo de aquélla, algunos ordenamientos locales.

XIIElementos para el ejercicio de la acción

Uno de los tropiezos más severos de la reforma constitucional de 2008 —en mi concepto, que no es compartido por muchos analistas y aplicadores de la ley, cuya opinión dejo a salvo— ha sido la indefinición de los elementos que debe acreditar el Ministerio Público para ejercitar la acción penal. El punto se encierra en el artículo 16 de la ley suprema, cuando señala que la orden de aprehensión (y, en su momento, la denominada “vinculación a proceso” —rectius, procesamiento—, en los términos del artículo 19 constitucional) se librará cuando exista denuncia o querella sobre un “hecho que la ley señale como delito… y obren datos que establezcan que se ha cometido ese hecho y que exista la probabilidad de que el indiciado lo cometió o participó en su comisión”.

En esta forma se quiso sortear la precisión que aportaban disposiciones precedentes, alusivas al cuerpo del delito o a los elementos del tipo penal, cuya regulación planteaba deberes para el M. P. cuya contrapartida eran los derechos garantizadores de la libertad del ciudadano. El Código Nacional de Procedimientos Penales pudo resolver este punto, regulando los extremos que integran ese “hecho que la ley señale como delito” (artículos 141 y 316, fracción III). No lo hizo. El problema se plantea en dos extremos: ¿qué es preciso probar para que la ley autorice la intervención del Estado en el ámbito de libertad de una persona, con medidas fuertemente restrictivas y subordinación a un procedimiento penal, nada menos? ¿cuál es la “intensidad” de la prueba requerida para este fin?

En otras oportunidades he manifestado que el problema no se resuelve satisfactoriamente con el argumento de que el juzgador resolverá, en su hora, si las medidas persecutorias del Estado fueron justificadas o resultaron excesivas o abusivas. Claro está que habrá posibilidad de combatir esas medidas echando mano de un procedimiento impugnativo o aguardando la prudente decisión del tribunal al cabo del enjuiciamiento y en el acto de sentencia, pero también es claro que mientras esto sucede se habrán consumado actos de molestia que debimos evitar.

XIIICompetencia

Es importante y en general plausible el tratamiento que brinda el CNPP a la competencia de los juzgadores, conforme a la estructura procesal adoptada. Ese ordenamiento distingue las diversas categorías de jueces y magistrados penales, según sus respectivas competencias (artículos 133 y 134). Es regla que no participe en el conocimiento de un asunto un juzgador que previamente haya intervenido en éste, como lo es que el juez de control —una importante figura judicial creada por la reforma de 2008 y llamada a fortalecer el régimen procesal garantista— no se convierta en tribunal de sentencia. Se ha descartado, de esta forma, el juez “bifuncio-nal”, que prevaleció bajo el régimen procesal anterior. La distinción es pertinente y conveniente.

No parece disciplinarse a la nueva orientación constitucional el supuesto en que el juez de control, que ha tenido injerencia en la etapa de investigación, emite sentencia con base en las pruebas disponibles cuando el imputado acepta su participación en los hechos o llega a un acuerdo probatorio con el Ministerio Público, como ocurre en el supuesto de procedimiento abreviado,

XIVPrueba

Es muy importante el tratamiento de la prueba. Acertó la reforma constitucional de 2008 en rechazar la prueba obtenida por medios ilícitos (artículo 20, literal A, fracción IX); también fue positivo aludir a la convicción que el juzgador debe adquirir a través de la prueba (de ahí, entre otras cosas, el régimen de inmediación), aunque no lo fue señalar que el juez valorará las pruebas en forma “libre y lógica”. La valoración libre es propia del jurado, no del juez profesional, que se apega al sistema de sana crítica, como establece el CNPP, aunque no utilice esta última designación (artículos 265 y 369).

Para los efectos probatorios y para otros relacionados en general con los actos procesales, el CNPP habla de las violaciones a derechos fundamentales, que no podrán ser saneadas, y de las vulneraciones a formalidades establecidas en el Código (se entiende que formalidades secundarias, que no quebrantan aquellos derechos: la frontera es “porosa”), que son saneables (artículos 97 y 357).

Cabe esperar que la jurisprudencia —o acaso la propia legislación, revisada— lleven este escrúpulo hacia el terreno de los “frutos del árbol envenenado” y generen el más amplio descrédito hacia la antigua y perniciosa regla de que el fin justifica los medios, sustituyéndola por otra más conveniente y ajustada a los designios de la justicia: la legitimidad de los medios justifica —y valida— el fin alcanzado. Habrá, sin duda, problemas de opinión pública, pero también soluciones propias del orden democrático, respetuosas del Estado de derecho y atentas a los fines de la justicia.

En el estudio sobre la obtención de medios de convicción, es decir, de pruebas, hay que poner atención en el régimen de los actos de investigación, para deslindar diligencias legítimas y actuaciones que afectan la dignidad de quien las padece. Y no menos habrá que tomar en cuenta las condiciones de la realidad en que se llevarán a efecto esas diligencias. Cabe mencionar algunos supuestos preocupantes, especialmente la “revisión corporal” y la “toma de muestras cuando la persona requerida se niegue a proporcionarlas” (artículos 269 y 270).

XV“Negociación penal”

Bajo conceptos genéricos que pudieran ser, con su propia carga de intención, “justicia y economía”, “composición y proceso” o “negociaciones y arreglos penales”, podemos referirnos a una serie de figuras procesales que llevan adelante el régimen de “entendimientos” propiciado por la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, de 1996 —avanzada de la bifurcación del sistema penal mexicano: en una vertiente, ampliamente garantista; en otra, fuertemente autoritaria—, y por la reforma constitucional de 2008, en la porción inspirada por aquel ordenamiento.

No podríamos ignorar que esos entendimientos, con diversas formulaciones, se han extendido en el ordenamiento procesal de muchos países, como se ha abierto paso el principio de oportunidad, y que no pocos tratadistas y prácticos del procedimiento —sobre todo éstos— militan abiertamente en su favor. Los entendimientos colindan con la conciliación, la mediación, la reconciliación, aunque cada uno tenga su propio cuño y sus propias virtudes y riesgos. Finalmente, los entendimientos constituyen, mucho más que el proceso oral y acusatorio, la entraña del sistema penal adoptado en México y el instrumento para el éxito práctico que éste pudiera alcanzar y que se quiere medir a través de datos cuantitativos, puramente estadísticos, en torno a “casos resueltos”. Aún no sabemos —y no es fácil saberlo— si esos casos tan numerosos, enarbolados como estandarte del éxito del sistema aportado en 2008, se resolvieron merced a la justicia, que iluminó los arreglos, o al temor, la fuerza o la mera resignación, que contribuyeron a determinarlos.

En este marco figuran los acuerdos reparatorios, la suspensión condicional del proceso y el procedimiento abreviado. Aquellos acuerdos, que excluyen el proceso, requieren aprobación del M. P. y el juez. Se pone atención en la proporcionalidad por lo que respecta a las obligaciones que asumen quienes acuerdan y en la igualdad en que se hallan para negociar, sin que medien, como factores de conformidad, la intimidación, la amenaza o la coacción (artículos 187 y 190). Operan en los supuestos de querella, delitos culposos y delitos patrimoniales no violentos. Es así que la pena por sentencia se sustituye por la sanción mediante convenio.

La suspensión condicional del proceso opera a solicitud del Ministerio Público o del imputado y se supedita a un plan de reparación y a ciertas condiciones que gravitan sobre éste. Se excluye cuando hay oposición fundada del ofendido. Es practicable en presencia de delitos cuya media de punibilidad no excede de cinco años (artículos 191 y 192).

El procedimiento abreviado permite la terminación anticipada del proceso. Aquí entran en la escena las exigencias de la justicia expedita y el plazo razonable, en tensión con los fines explícitos del proceso. Lo deseable es evitar a la vez la justicia retardada, que sería denegada, y la justicia atropellada, que culmina en injusticia.

Este procedimiento abreviado, que se plantea a petición del Ministerio Público —debiera ser por instancia del imputado— tiene un supuesto muy inquietante: el reconocimiento por parte del imputado, ante el juez, de ser autor o participante en el hecho, reconocimiento que se hace en forma voluntaria y a sabiendas de las consecuencias que apareja. El Código supedita el procedimiento a la existencia de “medios de convicción” —no se dice pruebas, que en la terminología del Código tienen otro alcance— que lo corroboren. En la especie que ahora examinamos no debe existir oposición “fundada” —nuevamente, amplio espacio para la discrecionalidad de quien califica— de la víctima (artículo 201). Es evidente la injerencia del M. P. en la determinación de la pena, por encima de las atribuciones del juzgador, fuertemente mediatizado por el órgano titular de la acusación.

Una vez más se plantea la interrogante: ¿justicia o economía? Es notoria y ha sido frecuentemente advertida la influencia del enjuiciamiento anglosajón, con figuras como el plea guilty y el plea bargaining. Una influencia, por cierto, que no sólo campea en el derecho mexicano, sino que se ha visto, cada vez más penetrante, determinante, en otros ordenamientos nacionales.

Este mismo tema de gran alcance reaparece en el supuesto de los denominados “acuerdos probatorios” celebrados entre el Ministerio Público y el procesado, sin oposición “fundada” de la víctima u ofendido, acuerdos cuya autorización corre a cargo del juez de control. Por este medio se aceptan como probados algunos hechos o sus circunstancias, que así se tendrán por acreditados en la etapa de juicio oral (artículo 345). No es fácil establecer la congruencia entre la posibilidad de llevar a cabo semejantes acuerdos y el fin procesal de conocer la verdad histórica, suplantable por una verdad convencional, que no siempre ganará la convicción del juzgador.

El efecto “atractivo” de este reconocimiento, movido por alicientes que distan mucho de corresponder a la justicia, es la reducción de penas a petición del M. P. en diversas categorías delictivas (artículo 202). “No podrá imponerse una pena distinta o de mayor alcance a la que fue solicitada por el Ministerio Público y aceptada por el acusado” (artículo 206). Esta suerte de pacto penal pone en la escena la fuerza del Ministerio Público y la debilidad del juzgador.

XVICambio de acusación

En el ámbito de la negociación penal aparece un tema muy relevante, que requiere inmediata reconsideración por parte del legislador: me refiero al cambio de acusación por parte del Ministerio Público, que se produce según el “viento que sopla” en la negociación y en su desarrollo procesal. Nuevamente tropieza el CNPP con la antinomia entre fines del proceso y conveniencia práctica, economía y justicia. Además, ahora se ve empañada la función del Ministerio Público, que debiera ser un “magistrado de la legalidad” —como se dijo años atrás, en el alba de esta institución—, magistratura que no resplandece en el punto que ahora me ocupa. Para ilustrar sobre este punto, basta transcribir las correspondientes estipulaciones del Código, contenidas en la normativa sobre procedimiento abreviado.

El Ministerio Público puede solicitar la reducción de la pena de prisión aplicable al imputado; y “si al momento de esta solicitud, ya existiere acusación formulada por escrito, el Ministerio Público podrá modificarla oralmente en la audiencia en que se resuelva sobre el procedimiento abreviado y en su caso solicitar la reducción de las penas” (artículo 202). Más preocupante todavía es la siguiente disposición:

Si el procedimiento abreviado no fuere admitido por el juez de control, se tendrá por no formulada la acusación oral que hubiere realizado el Ministerio Público, lo mismo que las modificaciones que, en su caso, hubiere realizado a su respectivo escrito… Asimismo, el juez de control ordenará que todos los antecedentes relativos al planteamiento, discusión y resolución de la solicitud de procedimiento abreviado sean eliminados del registro (artículo 203).

XVIIMedidas cautelares

Merece especial consideración el régimen de las medidas cautelares, que ha sido, históricamente, sede de numerosas reformas constitucionales. La reforma de 2008 a la ley suprema previno que la prisión preventiva sería facultativa —previa instancia del M. P.— o forzosa, y ordenó que su duración no excediera de dos años. El CNPP supera, con signo garantista, la norma constitucional: no más de un año (artículo 165).

Por lo que toca a los supuestos de prisión preventiva, remite a las causas previstas en la Constitución y en la ley (a petición del M. P. u oficiosa) y abre la posibilidad de que las haya en el marco de la legislación sobre salud, secuestro y trata de personas (prisión oficiosa) e igualmente delincuencia organizada (también oficiosa). En este ámbito el CNPP aporta ventajas notorias, que alivian algunos desaciertos constitucionales. El Código permite al juez abstenerse de decretar la preventiva, a solicitud del Ministerio Público, autorizada por el jefe de éste, cuando no sea pertinente imponerla en función de diversos elementos que el mismo Código detalla, con acierto (artículo 167). De esta suerte se avanza en la racionalidad de la medida cautelar, que ha sido sobreutilizada; a ello se debe el excesivo número de presos sin condena que puebla nuestras prisiones.

En este ámbito se localiza una medida cautelar fuertemente controvertida, considerada inconstitucional antes de que la “constitucionalizara” expresamente la reforma de 2008: el arraigo, anticipación irregular de la prisión preventiva. El Código no confiesa la consagración del arraigo, pero fija una sorprendente medida cautelar que va mucho más lejos y mucho peor que aquél, cuando faculta al tribunal para ordenar “el sometimiento (del inculpado) al cuidado o vigilancia de una persona o institución determinada o internamiento a institución determinada” (artículo 155, VI). No hay disposición acerca de quién es esa persona o cuál es la institución aludida, los poderes de una y otra sobre el imputado, la duración de la medida. Por lo visto, a las “instituciones totales” se suman ahora los “custodios totales”. Es natural que esta previsión haya suscitado fuertes reparos.

En el rubro de los recursos, el Código reglamenta la revocación y la apelación. Esta última procede en contra de “la sentencia definitiva en relación a aquellas consideraciones contenidas en la misma, distintas a la valoración de la prueba siempre y cuando no comprometan el principio de inmediación, o bien aquellos actos que impliquen una violación grave del debido proceso” (artículo 468).

La redacción no es un ejemplo de claridad, pero cabe colegir que no son apelables las sentencias cuando la impugnación pudiera comprometer la observancia de la inmediación procesal, en tanto el juzgador de segunda instancia no presencia directamente los actos procesales que conoce el órgano judicial de primera instancia y en los que sustenta su pronunciamiento final, y que tampoco son impugnables por esta vía —ni por otra, como no sea el amparo directo— las sentencias que no implica violación “grave” del debido proceso, esto es, las que lo vulneran “levemente”.

A este respecto, es necesario tomar en cuenta la estipulación contenida en el apartado 2, inciso h), del artículo 8o. de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que consagra el más amplio derecho a recurrir ante un juez o tribunal superior al que dicta el fallo. Esta norma, bajo la interpretación que ha provisto la Corte Interamericana, no establece limitación alguna derivada de la mayor o menor gravedad de la violación acogida en la sentencia que se pretende impugnar. Por lo tanto, aquí tenemos otro posible punto de conflicto entre la ley nacional y el derecho interamericano de los derechos humanos.

Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM; investigador nacional emérito del Sistema Nacional de Investigadores; presidente de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, ex procurador general de la República; ex juez y ex presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

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