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Vol. 46. Núm. 138.
Páginas 1111-1147 (septiembre - diciembre 2013)
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Las condiciones de inteligibilidad de las prácticas constitucionales. una aproximación a partir del caso del aborto*
The intelligility conditions of constitutional practices. an approach from the case of abortion
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Pilar Zambranq**
** Investigadora en el Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra, España.
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Resumen

El fin de este trabajo consiste en poner de manifiesto la interrelación entre los distintos niveles de discurso que conforman todo debate constitucional. Se tomará como banco de pruebas, con ese fin, el caso concreto del aborto. Se apunta, en última instancia, a proponer una reflexión acerca de lo que podríamos denominar “condiciones de inteligibilidad” de las prácticas constitucionales. Para ello, se describirán sucesivamente los tres debates que confluyen en el debate sobre el aborto: a) el debate explícito acerca de pretendida existencia de un derecho fundamental a que no se penalice el aborto; b) el debate implícito acerca de las condiciones para que un argumento y/o razón pueda considerarse público, y c) el debate subyacente acerca del origen de los conceptos que se utilizan en estos dos niveles previos de discusión.

Palabras clave:
interpretación jurídica
razón pública
pluralismo
semántica
derechos humanos
aborto
Abstract

In this paper we intend to highlight the three levels of discourse that underground every constitutional discussion, from the view point of the special case of abortion. We aim, in the end, to propose a reflection about what we could name the intelligibility conditions of our constitutional practices. With this purpose, we identify three discussions that converge in the discussion about the justice of decriminalizing abortion: (a) the explicit discussion about the claimed existence of a right not to be condemned for choosing abortion; (b) the implicit discussion about the nature of public reasons, as opposed to religious reasons; (c) the underlying discussion about the nature of concepts which are used in these two previous levels of discussion.

Keywords:
Interpretation
Public Reason
Pluralism
Semantics
Human Rights
Abortion
Texto completo

IIntroducción

Las discusiones sobre la salud reproductiva, el aborto, el carácter disponible o no de la propia vida y otras, protagonizaron el debate constitucional estadounidense por lo menos desde fines de la década de los sesenta, con el nacimiento de la denominada “era de las libertades”.1 El punto de confluencia entre estas cuestiones en apariencia diversas fue caracterizado por la Corte Suprema de Estados Unidos en el voto mayoritario en Planned Parenthood of Southeastern Penn. vs. Casey, como un intento por fijar “los límites entre la libertad individual y las exigencias de una sociedad organizada” en la esfera de asuntos que “involucran las decisiones más íntimas y personales que una persona puede hacer a lo largo de su vida, [y que son] centrales para [su] autonomía y dignidad personal”.2

Si hubiera que elegir alguna controversia por su capacidad de reflejar este debate de fondo, la cuestión del aborto ocuparía sin lugar a dudas un lugar de privilegio, pues atañe de modo directo y principal al concepto de persona y dignidad y, por lo mismo, al corazón o raíz de todo debate constitucional.

En efecto, la pregunta por la juridicidad o antijuridicidad de la pretensión de acabar con la vida humana en gestación podría reformularse en los siguientes términos: ¿es toda vida humana una vida humana personal? Pregunta ésta que supone la respuesta a otras preguntas de orden filosófico y moral: ¿cuál es el sentido y el fundamento de la dignidad humana en los sistemas constitucionales? ¿Cuál es la referencia de este concepto? ¿Es todo miembro de la especie humana digno? Si lo es, ¿por qué?

La respuesta a estas preguntas repercute en —y a la vez está condicionada por— algunos de los conceptos y proposiciones que configuran lo podríamos llamar “el horizonte comprensivo” de cualquier práctica constitucional. Esto es, el conjunto de proposiciones y conceptos desde los cuales una práctica constitucional se deja interpretar o comprender como una práctica social con sentido y, por lo mismo, inteligible.

La cuestión del aborto obliga a repensar, entre otros, por lo menos dos de estos conceptos y proposiciones. En primer lugar, el concepto de razón pública y la proposición de que sólo las razones y los argumentos públicos pueden ser legítima y válidamente introducidos en los debates políticos y jurídicos de una práctica constitucional. La pregunta relevante en este punto es si la pretensión de que la protección pública o estatal de la vida humana debe comenzar con la concepción es una pretensión públicamente defendible o es, en cambio, una pretensión que concierne al ámbito privado de la fe religiosa.

En segundo lugar, el debate sobre el aborto exige reconsiderar el concepto de “concepto” o, más concretamente, la proposición según la cual los conceptos son representaciones de algún tipo de idea o realidad. En particular, exige repensar cuál es la concepción o filosofía semántica que mejor se adecua a la proposición según la cual los derechos fundamentales recogidos en nuestras prácticas constitucionales son absolutos y universales.

La cuestión del aborto reúne pues tres debates en uno, y no es una más entre otras tantas que dividen aguas en las democracias constitucionales. Es, en cambio, el locus donde se revela de un modo privilegiado cuál es el horizonte comprensivo desde el cual se define qué tipo de sociedad se aspira a ser y, más concretamente, qué se entiende por Estado constitucional de derecho. No tanto o únicamente por los argumentos que se esbozan a favor o en contra, sino por las implicancias de estos argumentos para el resto del derecho.

Esta capacidad aglutinante y esta proyección hacia el núcleo del horizonte comprensivo de las prácticas constitucionales quizá sea una buena explicación para el hecho de que el debate sobre el aborto perviva, a pesar de que la intensidad y la proliferación de las voces que se han alzado en uno u otro sentido, induzcan a pensar que está agotado. El debate sigue vivo, podría concluir, pues constituye un punto de vista privilegiado para repensar cuáles son las condiciones para que nuestras prácticas constitucionales sean, sino razonables, cuanto menos inteligibles o comprensibles.

Este trabajo se propone poner de manifiesto la interrelación entre estos tres niveles de discurso que conforman todo debate constitucional a partir del caso concreto del aborto. Se apunta, en última instancia, a proponer una reflexión acerca de lo que podríamos denominar “condiciones de inteligibilidad” de las prácticas constitucionales. Con este fin en el horizonte, se describirán sucesivamente los tres debates que confluyen en el debate sobre el aborto: a) el debate explícito acerca de pretendida existencia de un derecho fundamental a que no se penalice el aborto; b) el debate implícito acerca de las condiciones para que un argumento y/o razón pueda considerarse público, y c) el debate subyacente acerca del origen de los conceptos que se utilizan en estos dos niveles previos de discusión.

IIEl debate explícito sobre el pretendido derecho a la “no penalización” del aborto1El argumento de la intimidad o privacidad de la corte suprema estadounidense

En los albores de la era “de la libertades”, la Corte Suprema de Estados Unidos determinó que la elección de abortar formaba parte de la esfera de intimidad o privacidad constitucionalmente protegida de la madre o, volviendo a la definición de Casey, de la libertad individual que debería permanecer inmune a las exigencias del orden público.3

Dejando a salvo las diferencias que implica toda comparación analógica, puede afirmarse que el giro hacia la privacidad en la “era de las libertades preferidas” tuvo su correlato en Europa, con una serie de casos jurisprudenciales que —como en Estados Unidos— al tiempo que se propusieron determinar los límites o contornos de la privacidad o intimidad personal frente a la injerencia del poder público, engrosaron la lista de derechos y libertades fundamentales.4

Entre los factores culturales que dan cuenta de este engrosamiento por vía jurisprudencial del concepto de privacidad o intimidad, ocupa un lugar relevante el nacimiento y el desarrollo paralelo de la bioética a principios de la década de los setenta, como disciplina orientada a la reflexión teórica y práctica acerca de las implicancias éticas de aplicación de los saberes científicos y tecnológicos a la vida humana.5 Esta alimentación recíproca entre el debate jurisprudencial y el debate bioético puede a su vez explicarse como una consecuencia posible de la confrontación entre el progreso sostenido y constante de las ciencias empíricas y de la técnica; al tiempo que una desorientación existencial y moral cada vez más marcada.

En efecto, el entrecruzamiento entre estas dos tendencias en cierto sentido opuestas, hizo surgir de modo inevitable la pregunta por el lugar o rol de la técnica en la existencia humana. Pero una pregunta como ésta no puede abordarse con los métodos y conceptos de las ciencias empíricas y de la técnica, por la sencilla razón de que no es una pregunta científica —en este sentido estricto de ciencia— ni técnica, sino ética.6 La incapacidad de la ciencia para responderla no sería problemática si no se pretendiera que la ética ofreciera respuestas con el mismo grado de certeza que poseen las ciencias empíricas y/o matemáticas. Lo cierto, sin embargo, es que los recursos epistemológicos de la ética no sólo no aquietan la curiositas sino que, más bien, la agitan. Especialmente, en un trasfondo cultural agudamente conceptualizado por Rawls como “pluralismo razonable”, que se caracteriza por la convivencia de un conjunto de concepciones éticas y antropológicas diversas, y a veces hasta contrapuestas entre sí.7

Tres factores confluyeron, en fin, en la preocupación común de la bioética y de la práctica constitucional por hacer prevalecer la autonomía o la privacidad de la persona en toda decisión concerniente al cuidado de la vida y la salud: el peligro de la despersonalización de procesos íntimos como la muerte y el nacimiento frente al avance sostenido de la técnica médica; un trasfondo social caracterizado por la diversidad ética; y la pretensión de dotar a las respuestas éticas de un grado de certeza cuanto menos comparable al de las ciencias empíricas.8 A falta de respuestas seguras acerca del qué debe hacerse, lo más sensato parece que es librar la decisión a quien padece el hacer (el paciente).

El problema con esta solución radica en delimitar el campo de referencia de los “pacientes” del hacer técnico y/o biomédico, para lo cual el principio de intimidad o autonomía no parece suficiente. En otras palabras, está muy bien dejar libradas las decisiones a la libertad del paciente siempre y cuando exista un principio objetivo e incontrovertido para definir a quiénes afectan estas decisiones.

No parece entonces suficiente con establecer el peso de una decisión en el marco de las elecciones morales fundamentales de un sujeto, en miras a afirmar su privacidad. Tan o más importante que esta dimensión, es la condición de intrascendencia o no injerencia en el orden público. Tomando nota de esta condición bivalente, la Corte estadounidense en Roe afirmó dos cosas cuando determinó la privacidad de la elección de abortar. Por una parte, consideró que se trataba de una decisión central para la afirmación de la “autonomía” personal —tomando la expresión del caso Casey— o, utilizando el vocabulario constitucional español, para “el libre desarrollo de la personalidad”.9 Por otra parte, agregó que aunque el Estado era titular de un legítimo interés en proteger el valor de la vida humana, este interés no era lo suficientemente relevante como para justificar la prohibición del aborto en la etapa del embarazo previa a la viabilidad del feto fuera del seno materno.10

2El argumento de Ronald Dworkin de la privacidad-religiosidad de la decisión y acción de abortar

El argumento de la naturaleza eminentemente religiosa de la elección de abortar es una vuelta más de tuerca al argumento de la privacidad o intimidad. Se trataría de una aplicación concreta del argumento lógico ad maiore ad minus: si la decisión o elección de abortar posee naturaleza religiosa, con más razón habrá de considerarse privada o íntima.

Ronald Dworkin defiende este argumento en las siguientes líneas. En primer lugar, señala dos caminos por los cuales algo puede devenir sagrado en una cultura: un proceso asociativo, y la admiración de un proceso creativo. La sacralidad de la bandera, por ejemplo, se funda en un proceso de asociación entre la misma y otros valores que representa. La sacralidad de una obra de arte, en cambio, le viene dada no por lo que simboliza, sino por los procesos de creación humana que intervinieron en su realización, que consideramos “importantes y admirables”.11

Teniendo en mente estas distinciones, según Dworkin “la mayoría de nosotros” cree que la vida humana es sagrada, no por un proceso asociativo, ni porque la vida represente o simbolice alguna otra cosa que también valoramos, sino porque valoramos el proceso de creación de la vida humana. Ahora bien, ¿qué es específicamente lo que valoramos en este proceso creativo? Nuevamente, Dworkin distingue dos dimensiones de la vida humana que provocan admiración de forma entrelazada: la creación natural y la creación humana. Con palabras de Dworkin:

Cualquier criatura humana, incluso el embrión más inmaduro, es un triunfo de la creación divina o evolutiva, que produce, como de la nada, un ser complejo y racional, y es también un triunfo de lo que a menudo llamamos el “milagro” de la reproducción humana, que hace que cada nuevo ser humano sea distinto de los seres humanos que lo crearon, y al propio tiempo, una continuación de los mismos… Así, la vida de un solo organismo humano, sea cual sea su forma o figura, exige respeto y protección debido a la compleja inversión creativa que esa vida representa y debido a nuestro asombro ante los procesos divinos o evolutivos que producen nuestras vidas… ante los procesos de un país, una comunidad y un lenguaje a través de los cuales un ser humano llega a absorber y a continuar cientos de generaciones de culturas y formas de vida y valor. Finalmente —cuando la vida síquica ha empezado y florece—, ante el proceso interno de creación y razonamiento personales… El horror que sentimos ante la destrucción intencionada de una vida humana refleja nuestro sentimiento compartido e inarticulado de la importancia intrínseca de cada uno de estos aspectos de la inversión creativa.12

En fin, lo sagrado de la vida humana está dado por la admiración que produce en nosotros la complejidad de los dos, o más bien tres, procesos creativos que dan lugar a su formación: el natural o divino, que le da la existencia biológica; el cultural, por el cual cada individuo recibe el aporte de todas las generaciones anteriores que dieron formación a la cultura en que se inserta; y el personal, por el cual “una persona se hará y rehará a sí misma”.13

Las diferencias de opinión entre “liberales” y “conservadores” acerca de la gravedad moral del aborto se explicarían en función del peso relativo que cada una de estas posiciones le atribuye a las inversiones creativas frustradas por la muerte. Así, los conservadores atribuirían una importancia fundamental a la inversión creativa natural —religiosa o evolutivamente entendida— para la determinación de la sacralidad de la vida, de modo tal que cualquier atentado contra la misma sería inadmisible, independientemente del grado de desarrollo de la inversión cultural e individual. En el otro extremo, para las posiciones liberales más ortodoxas, la inversión individual sería tan dominante en la definición de lo sagrado, que su frustración debería evitarse incluso a costa de la frustración de la inversión natural.14

Según Dworkin, la decisión acerca de cuál de los tres procesos de inversión —biológico, cultural y personal— tiene prioridad en la determinación del valor intrínseco de la vida humana es una decisión religiosa. A su juicio, desde que en EE. UU. vs. Seeger (1965) la Corte Suprema estadounidense rechazó la suposición de que toda convicción religiosa presuponga una creencia en un Dios personal, se abren dos posibilidades para la definición del concepto de “convicción religiosa”. O bien utilizar un test de contenido, o bien un test subjetivo. En el primer caso, una convicción es religiosa en la medida en que abarca aspectos que la comunidad identifica como religiosos. En el segundo, la religiosidad de la convicción depende de la importancia que le da la persona que la sostiene.

Dworkin prescinde del último en razón de la tendencia de muchas personas a otorgar a convicciones de otro orden igual o mayor importancia que a las convicciones religiosas.15 Corresponde entonces determinar la pauta con la cual la comunidad identifica los contenidos religiosos. La respuesta de Dworkin no es conceptual sino más bien descriptiva, a saber, consiste en averiguar si tales contenidos son “suficientemente similares” a las creencias que son “palmariamente religiosas”. La creencia del valor intrínseco de la vida humana, arguye, entraría en esta clasificación:

la creencia de que el valor humano de la vida trasciende el valor que tiene para la criatura que vive —esto es, que la vida humana es impersonal y objetivamente valiosa— es una creencia religiosa, incluso cuando es sostenida por individuos que no creen en Dios. De hecho, éste es uno de los propósitos fundamentales de las religiones tradicionales, asociar esa pretensión a su fe; y encarnarla en alguna visión o narración que la haga parecer inteligible y persuasiva.16

Lo esencialmente religioso de la creencia, afirma Dworkin, no radica en la vinculación de la vida humana a un Dios creador, sino más bien en la idea de que “la importancia de la vida humana trasciende la experiencia subjetiva”.17 La religiosidad no está, en otras palabras, en la respuesta teísta o atea que se dé a la cuestión de la raíz o fundamento del valor intrínseco de la vida humana, sino más bien en la misma afirmación de este valor, como un valor trascendente u objetivo.

Esta conciencia de objetividad o trascendencia permitiría correctamente la cuestión del valor intrínseco de la vida, de otras preguntas existenciales:

[L]as creencias acerca de la importancia intrínseca de la vida humana se pueden distinguir de convicciones más seculares acerca de la moral, la imparcialidad y la justicia… [Éstas] raramente reflejan un punto de vista distintivo acerca de por qué los intereses humanos tienen una importancia objetiva e intrínseca, e incluso si la tienen.18

Establecido que lo religioso radica en la afirmación del valor intrínseco de la vida humana y no en sus fundamentos, Dworkin concluye que el Estado no puede asumir, ni mucho menos imponer, una postura determinada acerca de esto último sin infringir la primera enmienda: “un gobierno que… se compromete a sí mismo con una interpretación controvertida de la santidad de la vida… limita la libertad al imponer una posición esencialmente religiosa, lo que está prohibido por la primera enmienda”.19

Pero puede y debe asegurarse, en cambio, de que los ciudadanos cuentan con un ámbito de inmunidad suficiente para reflexionar y establecer por sí mismos las raíces de aquella afirmación:

Si los Estados carecen de la facultad de prohibir una conducta, precisamente por la razón de que insulta el valor intrínseco de la vida humana, no están por ello incapacitados para procurar cumplir con sus responsabilidades normales. Por el contrario, es uno de los deberes fundamentales del gobierno, reconocidos ampliamente en las democracias de occidente desde el siglo XVIII, el de asegurar a la gente el derecho a vivir de acuerdo con sus propias convicciones.20

Más aún, el Estado no debe limitarse a crear las condiciones para que los individuos reflexionen libremente acerca del valor intrínseco de la vida humana, sino que debe asegurarse de que la reflexión efectivamente tenga lugar. Debe sostener la conciencia general de que la vida es intrínsecamente valiosa, con el límite de la libertad religiosa, que le impide concretar este concepto genérico.21

En esta línea, Dworkin explica cómo debería interpretarse la aserción de la Corte en Roe vs. Wade de que el Estado puede tomar medidas restrictivas del aborto, destinadas a proteger el valor de la vida humana. Se trataría, a su juicio, de una preocupación por proteger el “respeto instintivo de los ciudadanos por el valor de la vida humana, y su horror instintivo frente a la destrucción humana o el sufrimiento, que son valores esenciales para el mantenimiento de una sociedad justa y decente”.22

Finalmente, Dworkin se ocupa de justificar, desde el texto de la Constitución estadounidense, la aplicación del principio de responsabilidad a la cuestión del valor intrínseco de la vida humana y no a otros campos axiológicos, como el cultural o el artístico, donde el Estado podría asumir una política de activa promoción. La diferencia en el criterio de actuación estatal obedecería a dos razones. De una parte, al carácter religioso de las convicciones acerca del valor de la vida, en contraste con la índole secular de las restantes cuestiones.23 De otra, al hecho de que, mientras la coacción en el terreno de lo religioso produciría un daño grave sobre un grupo particular de personas, en otros ámbitos el efecto dañino de la coacción sería menor y se repartiría en forma más equitativa sobre toda la población.24

Estas dos características especiales de las cuestiones relativas al valor intrínseco de la vida humana sugieren, según Dworkin, la siguiente formulación general del derecho a la privacidad:

Los norteamericanos tienen el derecho constitucional de que el gobierno no infrinja ciertas libertades personales cuando actúa en salvaguarda de un valor intrínseco. Un Estado no puede coartar la libertad para proteger ese valor cuando el efecto sobre un grupo de ciudadanos resulta especialmente grave, cuando la comunidad se halle seriamente dividida acerca de qué tipo de respeto requiera ese valor y cuando las opiniones de la gente acerca de la naturaleza de ese valor reflejen convicciones esencialmente religiosas que son fundamentales para la personalidad moral.25

3El argumento científico en contra/a favor del derecho a vivir del sujeto por nacer

Quizá porque la fragmentación moral de las sociedades latinoamericanas no sea tan marcada ni tan radical como en EstadosUnidos y Europa, la “era de las libertades básicas”, con su característico estiramiento del concepto de intimidad, llegó a este ámbito con algún retraso y, sobre todo, con una marcada tendencia en otra dirección. Aunque ya en la década de los setenta se discutieron algunas cuestiones típicas de esta etapa,26 el problema nuclear del aborto no fue objeto de decisión constitucional sino hasta la primera década del siglo XXI. Y la inclinación fue, a diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos y Europa, situar el aborto fuera del campo del derecho a la intimidad de la madre, para situarlo en el del derecho a la vida del sujeto por nacer.27

Uno de los primeros tribunales en fallar en este sentido fue la Corte Suprema Argentina, en el caso Portal de Belén. Se trataba en el caso de determinar la constitucionalidad de la autorización dada por el Ministerio de salud de la Nación para el expendio y la venta de un anticonceptivo, que actuaba inhibiendo la implantación del óvulo fecundado, como efecto subsidiario para el supuesto de que el mecanismo anovulatorio fallara. La constitucionalidad había sido cuestionada por la asociación Portal de Belén, con el argumento normativo de que el artículo 4.1. del Pacto de San José de Costa Rica, y la declaración interpretativa introducida por Argentina en la Convención de los Derechos del Niño —ambos de rango constitucional— protegen la vida desde la concepción.

El artículo 4.1 del Pacto establece textualmente que “[t]oda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”. La expresión “en general”, ateniéndonos al uso ordinario del lenguaje, supone que, a contrario sensu, los Estados parte pueden privar de la protección legal a ciertas vidas. La pregunta que debía responder la Corte era ¿a qué vidas y con qué fundamento autoriza el Pacto a quitar la protección legal? ¿Está el nasciturus incluido entre estas vidas que pueden ser privadas de la protección legal? ¿Siempre, a veces o nunca?

El Pacto no ofrece una respuesta taxativa para ninguna de estas preguntas. Proporciona, en cambio, un criterio general en la segunda parte del mismo artículo 4.1. La expresión “en general”, en efecto, viene seguida de otra indicación: la de que nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente. En esta inteligencia, la expresión “en general” implicaría que sólo en casos excepcionales se podrá prescindir de la protección legal de la vida desde la concepción, y siempre y cuando esta prescindencia no sea arbitraria. El concepto de “arbitrariedad” opera entonces como un filtro que acota las posibles excepciones al mandato general de protección contenido en la primera parte del artículo.28 El razonamiento de la Corte puede explicarse, en esta misma inteligencia, del siguiente modo: dado que las personas por nacer son inocentes por definición, la desprotección legal de su vida plasmada en la autorización estatal para comercializar “la píldora del día después”, constituye un proceder arbitrario proscrito por la segunda parte del inciso primero del artículo 4.1 del Pacto de San José de Costa Rica.

Pero este razonamiento, a su vez, presupone la conclusión de otro razonamiento, que la Corte sí se esforzó por hacer explícito: la conclusión de que la concepción de la persona humana se produce con su fecundación. Ante la textura abierta de las normas internacionales, que sólo hablan de “concepción” de la persona, sin especificar el hecho al que hace referencia este concepto, se trataba de definir la línea divisoria entre personas y cosas para el derecho internacional constitucionalizado. Se requería, en otras palabras, integrar el universo jurídico positivo con algún otro universo conceptual que pudiera dotarlo de sentido.

La Corte recurrió a la ciencia genética, y fundándose en la opinión de distinguidos biólogos y genetistas, entendió que desde la fecundación, y aun antes de la anidación, ya existe para el derecho constitucional argentino una persona humana, amparada en sus derechos tanto por normas nacionales como internacionales.

En este orden de ideas, señaló que:

La disciplina que estudia la realidad biológica humana sostiene que “tan pronto como los veintitrés cromosomas paternos se encuentran con los veintitrés cromosomas maternos está reunida toda la información genética necesaria y suficiente para determinar cada una de las cualidades innatas del nuevo individuo… Que el niño deba después desarrollarse durante nueve meses en el vientre de la madre no cambia estos hechos, la fecundación ex-tracorpórea demuestra que el ser humano comienza con la fecundación”.29

Con este razonamiento la Corte pretendió dar por zanjada la cuestión planteada en los siguientes términos: en el derecho argentino todo ser humano es persona. No habría, pues, para este Tribunal, distinción entre seres humanos personales y seres humanos no personales, o entre vida humana personal y vida humana no personal o vida-objeto.

Con una postura contraria, en el caso Roe vs. Wade la Corte estadounidense arguyó que los datos de la embriología muestran que la concepción de la vida humana no es el resultado de un evento particular, sino de un “proceso” que se desarrolla paulatinamente en el tiempo. Esta interpretación le sirvió a su vez como argumento para sostener que el peso del interés del Estado en proteger la vida humana prenatal no es uniforme, sino que va adquiriendo mayor peso a medida que se desarrolla el proceso de la concepción.30

IIIPrivacidad o publicidad de acciones y razones1Las limitaciones del argumento de la naturaleza privada del acto de abortar

Es claro que hay normas y prácticas constitucionales más explícitas y detalladas que otras, y que el margen de acción del horizonte comprensivo del intérprete se achica o se ensancha según el nivel de detalle que posean las normas. Así, mientras que la Constitución de Estados Unidos guarda silencio acerca del momento en que comienza jurídicamente la personalidad o titularidad de derechos, las normas constitucionales argentinas (los tratados con rango constitucional) reconocen esta personalidad desde la concepción. Sin embargo, por mucho que el margen del horizonte comprensivo se estreche, no desaparece nunca por completo, como se pone de manifiesto a partir de la limitación de los argumentos considerados hasta aquí.

Comenzando por el argumento de la privacidad o intimidad esbozado por la Corte Suprema estadounidense, la determinación de que el aborto no afecta el interés estadual en proteger la vida humana, presupone una interpretación previa y más radical acerca del silencio constitucional sobre la personalidad de la vida intrauterina. Se trataba de determinar, en efecto, si este silencio, a) autorizaba, b) obligaba a negar la personalidad del feto, o si c) autorizaba o d) obligaba a afirmar esta personalidad. A la luz de la enmienda XIV, que garantiza el llamado “debido proceso sustantivo”, la Corte estadounidense optó por la segunda de las cuatro opciones: el silencio debía interpretarse como una negativa de la personalidad del feto, obligatoria para los Estados particulares.31 De acuerdo con esta interpretación, los Estados no podían restringir —antes de la viabilidad extrauterina— las libertades individuales reconocidas expresa o implícitamente en la Constitución, con el fin de proteger el derecho a la vida del sujeto por nacer que, a partir de esta decisión, se reputaba inexistente.

La Corte optó por aplicar frente al silencio, el argumento a contrario sensu, según el cual si algo no está prescrito, es porque no quiso prescribirse. Pero es un lugar común en la lógica deóntica advertir que toda vez que este argumento es relevante, desde el punto de vista estrictamente lógico también es admisible el argumento analógico.32 En este caso, el argumento analógico podría haber funcionado del siguiente modo: las semejanzas entre la vida humana no nacida y la vida humana nacida son suficientes para reconocer a la primera todos los privilegios constitucionales que se reconocen a la segunda. O, desde el punto de vista de las diferencias, podría decirse que no son tan relevantes como para justificar un tratamiento diferente.

En esta línea la Corte podría haber entendido, por ejemplo, que la personalidad del sujeto por nacer era una derivación posible del principio enunciado en el mismo caso, según el cual el Estado tiene un interés general y abstracto en la protección de la vida humana, que es independiente tanto de su grado de desarrollo como del interés que los sujetos puedan albergar en relación con la protección de su propia vida.33

Más aún, podría haber interpretado, como lo hizo en casos posteriores, que el interés del Estado en proteger la vida humana antes del momento en que aparece la personalidad jurídica —según lo decidió en Roe—, es lo suficientemente relevante como para justificar la restricción del derecho a abortar.34

Es cierto que ninguna de estas lecturas del texto y de la práctica constitucional es necesaria desde el punto de vista lógico o conceptual. Pero tampoco era lógica o conceptualmente necesaria la lectura que hizo la Corte. Se trata, en todo caso, de interpretaciones o determinaciones posibles.

Se concluye pues que cuando la Corte optó por determinar que la elección de abortar entraba en la esfera de la privacidad de la madre entendió también, a la luz de consideraciones metajurídicas, que un sujeto por nacer no es persona o titular de derechos.35

2Las limitaciones del argumento de la naturaleza religiosa de la decisión de abortar

El argumento de la libertad religiosa esbozado por Dworkin es, como se dijo, el argumento de la privacidad reforzado, por lo cual le son aplicables estas mismas consideraciones. Según Dworkin, la elección de abortar encarna una concepción acerca de los fundamentos del valor sagrado de la vida —la concepción según la cual la sacralidad de la vida es directamente proporcional al grado de “inversión personal” volcado en ella—. Por lo mismo, se trataría de una elección religiosa amparada por la enmienda I y, más ampliamente, por el derecho a la privacidad o intimidad.

El primer problema con este argumento es que no distingue adecuadamente entre la naturaleza religiosa o laica de una convicción, y la privacidad y/o religiosidad de las acciones motivadas por convicciones religiosas. En efecto, la ligazón motivacional entre una convicción religiosa y un modo de actuar no es suficiente para concluir que lo segundo está amparado por la libertad religiosa. Además, habría que mostrar, como con todo ejercicio de la libertad, que la conducta pretendidamente anclada en convicciones religiosas no afecta el contenido esencial de los derechos de terceros y/o el orden público.

Volviendo sobre el argumento de Dworkin, podría concluirse que la afirmación de que la elección de abortar es esencialmente religiosa, y por lo mismo amparable por la libertad religiosa, supone afirmar que no afecta de forma sustancial ni los derechos de terceros, ni el legítimo interés del Estado —reconocido como válido por el propio Dworkin— en preservar la conciencia colectiva del valor de la vida humana. Lo cual supone, en fin, afirmar que el sujeto por nacer no es persona ni titular de derechos.

Además de que no distingue adecuadamente entre las convicciones y las conductas motivadas por las convicciones religiosas, la definición de “concepción religiosa” propuesta por Dworkin es difícilmente sostenible. Es cierto, como él advierte, que muchas convicciones “típicamente religiosas” tienen fuertes implicancias morales y se asumen con una pretensión de objetividad o “trascendencia”. Sin embargo, ninguno de estos tres factores —similitud con contenidos típicamente religiosos; implicancias morales y pretensión de objetividad— son cualidades suficientes para definir una convicción como religiosa desde el punto de vista constitucional.

Si así fuera, la penalización del auxilio al suicidio, del asesinato, del robo, de la agresión sexual y física, deberían considerarse violatorias de la libertad religiosa. Además de que parecen “suficientemente similares” al decálogo judeo-cristiano que, sin duda, conforma parte de creencias que son “palmariamente religiosas”; en todos estos casos, el bien protegido es la vida humana, en forma independiente al “grado de inversión personal” volcado en ella. El derecho toma postura, pues, en el debate “liberalesconservadores”, reconociendo la sacralidad de la vida en forma independiente al grado de inversión personal volcado en la misma.

En rigor son muchos, sino la mayor parte de los principios constitucionales, penales, civiles, etcétera, los que reproducen la sustancia o materia de principios religiosos, como en los ejemplos propuestos. Así, el principio constitucional de igualdad podría muy bien considerarse una aplicación concreta del principio cristiano de cofraternidad, según el cual todo hombre es considerado hijo de Dios y, por lo mismo, igualmente acreedor de un trato digno.

¿Qué es entonces lo que define la religiosidad de una convicción, una norma o un argumento? La propuesta de John Rawls en relación con la naturaleza religiosa o pública de los argumentos parece bastante más conciliable con nuestras prácticas constitucionales. En esta propuesta, la confesionalidad de un argumento no depende tanto de su materia o contenido, cuanto de su inteligibilidad. Un argumento confesional o religioso sería incomprensible o ininteligible a la luz de los conceptos, proposiciones y modos de derivación lógica de lo que Rawls denomina “razón pública”. Si, en cambio, un argumento puede vincularse o ligarse con otros argumentos que sí son inteligibles a la luz de la razón pública, mediante modos de derivación lógica que también son propios de esta razón, el hecho de que además se pueda ligar material o sustancialmente con convicciones religiosas no lo convierte en “religioso” per se. Más aún, desde el punto de vista de la estabilidad y la legitimidad del orden jurídico, es deseable que los ciudadanos puedan ligar o vincular el contenido de las normas jurídicas con el contenido de sus creencias morales y religiosas.36

En esta línea, y dejando por ahora a salvo las limitaciones del concepto rawlsiano de “razón” pública, podría decirse que la naturaleza religiosa de una convicción no depende ni de su contenido material, ni del peso que el sujeto le atribuye en su esquema de decisiones morales, sino de su visibilidad o inteligibilidad, y de las razones por las cuales se lo asume. Una convicción es religiosa cuando, precisamente porque su contenido no es inteligible a la luz de la razón —natural y, por lo mismo pública—, se asume por respeto a una autoridad divina. Es en cambio laica, cuando su contenido es inteligible a la luz de la razón natural, y esta inteligibilidad es la razón para asumirla, defenderla y proponerla en el ámbito público.37

Desde esta perspectiva, la condena del aborto sería religiosa a los ojos del derecho si se sustentara únicamente en argumentos de fe o autoridad, como el argumento de que toda vida humana es una vida creada y querida por Dios. Pero si la condena del aborto se sustenta en argumentos que son comprensibles a la luz de la razón, el hecho de que además se aduzcan argumentos de fe o de autoridad, o de que la condena sea manifestada por un grupo confesional, no altera la naturaleza laica de la condena. Más aún, la manifestación pública de estos argumentos de fe en los que confluyen con los argumentos de razón debería tomarse como una muestra de la estima del pluralismo, que es un valor esencial de cualquier democracia constitucional.38

3El argumento implícito en el debate explícito: una pre-comprensión filosófica —no científica— de persona

Las limitaciones de los argumentos de la privacidad y de la libertad religiosa muestran que ambos dependen de un pre-concepto de persona como titular de derechos que, a su vez, no está controlado en forma total, ni por el texto ni por la práctica constitucional. La primera pregunta relevante es si en el margen de creatividad interpretativa, dentro del cual ni el texto ni la práctica constitucional controlan la interpretación, la decisión depende de juicios empíricos o científicos, como parece desprenderse de la decisión de la Corte Suprema Argentina.

Pues bien, el hecho de que la Corte estadounidense interpretara los mismos datos científicos en forma contraria a como lo hizo la Corte argentina permite suponer que tampoco la ciencia empírica provee argumentos autosuficientes para la determinación del concepto constitucional de persona.

En realidad, la ciencia carece de recursos epistemológicos para ofrecer una definición de persona, ya sea jurídica o filosófica. Por lo mismo, las diferencias entre la Corte argentina y la Corte estadounidense acerca del significado de los hallazgos de la genética no son propiamente científicas, sino jurídicas y, antes, filosóficas. Son diferencias jurídicas porque no ponen en duda si la vida por nacer es de la especie humana, sino si todo individuo de la especie humana es tratado con igual consideración por el derecho. Y son diferencias filosóficas, porque ante el silencio o la indeterminación de las normas jurídicas acerca de la referencia o extensión del concepto constitucional de persona, la pregunta adecuada para determinar esta extensión es esencialmente de filosofía política: ¿qué valora y qué protege el derecho en un individuo de la especie humana cuando reconoce su dignidad o personalidad?

No es de extrañar que tanto la Corte argentina como la estadounidense pretendieran fundar sus interpretaciones en los hallazgos de las ciencias empíricas, pues la verificabilidad de estos hallazgos los cubre de un halo de neutralidad y certeza del cual, sin lugar a dudas, carece la filosofía moral o política. No es de extrañar, en fin, que ambos tribunales quisieran revestir sus interpretaciones de esta misma neutralidad y certeza, que sin duda agrega fuerza retórica a su argumentación.

Sin embargo, si existe alguna discusión científica vinculada con el comienzo de la personalidad, habrá de referirse a la correcta descripción de los hechos involucrados en el proceso de concepción y desarrollo de un nuevo ser humano. Así, podrá la ciencia discutir, por ejemplo, cómo y cuándo comienza la multiplicación celular, en qué momento se produce la implantación, cuándo comienza a desarrollarse el sistema nervioso, etcétera. Lo que en cambio no constituye una discusión propiamente científica, aunque se lleve a cabo entre científicos, es la relevancia que posee cada uno de estos hechos para la aparición de la personalidad jurídica y/o filosófica.

Conceptualizar universalmente, y prescribir en sociedad son tareas, respectivamente, de la filosofía y del derecho. Describir hechos es tarea de la ciencia. La conceptualización y la prescripción dependen de una observación precisa de la realidad existencial que, sin lugar a dudas, proporciona en creciente medida la ciencia empírica. Por esto, las variaciones esenciales en la información científica se proyectan o deberían proyectarse sobre variaciones en el nivel filosófico conceptual y en el nivel prescripti-vo jurídico. El método científico no tiene sin embargo ni el propósito ni la capacidad para determinar qué grado de variación en la información científica es lo suficientemente relevante o esencial como para justificar un cambio conceptual filosófico o un cambio prescriptivo jurídico.39

En este punto se advierte pues con toda su fuerza el núcleo del debate constitucional sobre el aborto. Se trata de decidir qué entes merecen el reconocimiento de la personalidad jurídica constitucional y por qué. Ante la indefinición del derecho constitucional, la respuesta depende del horizonte comprensivo o, si se quiere, de los preconceptos filosófico-políticos desde los cuales se interprete una Constitución globalmente.

Varias razones conectadas entre sí explican que las reglas lingüísticas no ofrezcan nunca o casi nunca un margen de referencia inequívoco al intérprete constitucional. La primera razón está dada por la abstracción y el dinamismo referencial del lenguaje en general y del lenguaje jurídico en particular. Podría sugerirse contra esto que la abstracción y el dinamismo son cualidades excepcionales del lenguaje jurídico o, cuanto menos, cualidades acotadas a enunciados normativos determinados y, por lo mismo, no generalizables. Sin embargo, una vez que se concibe al derecho como una práctica social discursiva, se advierte que no es posible interpretarlo sin una asunción previa de cuáles son sus fines globales y últimos. Las mismas razones que explican que la inteligibilidad del obrar humano depende de los fines que se propone quien obra, explican también que la inteligibilidad de una práctica social dependa de la de los fines que la justifican en su totalidad. La indagación finalista o teleológica sistemática forma parte ineludible de toda interpretación jurídica o determinación de sentido de una norma jurídica.40

Por ello, todo intérprete asume de modo espontáneo o reflexivo, según los casos, una finalidad para el derecho en su totalidad. El llamado “neoconstitucionalismo” se comprende en estos términos, no como una modalidad radicalmente nueva de darse el derecho, sino más bien como la toma de conciencia explícita por parte de los operadores jurídicos y de los estudiosos del derecho de que la pregunta por los fines últimos del derecho es ineludible en la interpretación del derecho.41

Dicho esto se advierte que la pregunta por la concepción jurídica de persona que anima al derecho en su totalidad no es una pregunta teórica desvinculada de las prácticas jurídicas concretas. Desde el momento en que toda interpretación jurídica asume y plasma a la vez una concepción sobre los fines del derecho, puede decirse también que toda interpretación jurídica asume y plasma a la vez una concepción de persona o, si se quiere, una concepción de sujeto de derechos.

La reflexión sobre quién es persona o sujeto de derechos, y cuáles son los requerimientos básicos de respeto a la persona, es pues impostergable para todo operador jurídico y para todo teórico del derecho. Por lo mismo, así como el debate constitucional “robó la escena” del debate jurídico, no es casual ni circunstancial que los debates bioéticos o biojurídicos hayan “robado la escena” de la práctica del derecho constitucional. Este “robo de escena” es, en cambio, la culminación natural del mismo proceso de desenmascaramiento o sinceramiento de la naturaleza teleológica y problemática de la práctica jurisdiccional en su sentido etimológico más propio, esto es, la práctica de decir el sentido de la norma jurídica. Si el llamado neoconstitucionalismo puede entenderse como el desenmascaramiento de la estructura o forma teleológica del razonamiento jurídico, podría ahora agregarse que en el debate bioético y biojurídico se desenmascara o revela la materia del razonamiento jurídico.

Puesto esquemáticamente: en la interpretación de toda norma jurídica el intérprete pone en juego una concepción de la justicia, lo cual es como poner en juego una concepción de qué es tratar a una persona en tanto persona o titular de derechos, lo cual requiere preguntarse, entre otras cosas, quién es persona y por qué. Y aunque la cuestión de qué es ser persona está implícita y remotamente en juego en todos los conflictos de pretensiones, ocurre en cambio que en los conflictos de pretensiones biojurídicas la cuestión del fundamento de la personalidad jurídica se constituye de modo explícito en el objeto principal de debate. Si hay algo que iguala a estos conflictos, en efecto, es la confrontación de pretensiones jurídicas contrapuestas acerca de lo que significa respetar a una persona en su condición de tal.42

Mucho se ha escrito sobre la concepción de persona que debería acoger una democracia constitucional si pretende llamarse a sí misma justa. Detrás de la aparente multiplicidad y diversidad de opiniones sobre qué concepción de persona es más o menos justa, hay dos alternativas claramente perfiladas: o bien la noción de persona y de dignidad son una construcción social, o bien la noción de persona y de dignidad son realidades objetivas y, sobre todo, independientes de los cambios de humor de las sociedades que se llaman a sí mismas “democráticas”.

Volviendo a John Rawls, señala este autor que los operadores jurídicos actuales se ven obligados, por la dinámica propia de los sistemas democráticos, a fundamentar sus decisiones con argumentos que puedan satisfacer a un público que no es homogéneo en sus convicciones morales, aunque pueda ser relativamente homogéneo en algunas de sus convicciones políticas. Es muy difícil, parece claro, tomar decisiones públicas y fundamentarlas con argumentos que dejen satisfechos, al mismo tiempo, a grupos religiosos diversos: católicos, protestantes, islámicos, agnósticos.

Si el auditorio estuviera conformado solamente por un único grupo religioso, podrían fundamentarse las decisiones públicas apelando a la autoridad teológica del grupo. Pero nuestras sociedades contemporáneas están compuestas por muchos grupos que sostienen convicciones éticas, filosóficas y morales distintas, y los operadores jurídicos deben esforzarse por encontrar razones que puedan ser aceptadas por todos. La solución que propugna Rawls parece de sentido común: no intentemos buscar fundamentos profundos, fundamentos “metafísicos”, para las decisiones públicas, pues cuando más profundos son los fundamentos de nuestras decisiones, menos consenso se recaba.

En lugar de ello, lo más justo sería construir una concepción de persona con el conjunto de las ideas sobre las cuales sí se puede consensuar. La concepción de la justicia y de persona que resulta de esta construcción, se sintetizaría en la siguiente convicción política fundamental: todos somos iguales en el derecho a exigir que se respeten una serie de libertades básicas, comenzando por el derecho a la vida. Todos estamos de acuerdo en esta convicción de tipo político, diría Rawls, aunque no podamos estar de acuerdo en sus fundamentos. Dejemos pues de lado los fundamentos, que nos dividen, y quedémonos con la conclusión: todos tenemos derecho a la vida y, con el derecho a la vida, el resto de los derechos fundamentales más típicos que reconocen las democracias constitucionales.

Ahora bien, ¿quiénes son “todos” para este consenso superficial, cuyos fundamentos —morales, metafísicos, religiosos— hemos dejado de lado? ¿Cuando decimos que todos tienen derecho a la vida según el consenso político, que es un consenso superficial, que no atiende a los fundamentos, nos referimos a todos los seres humanos o sólo a algunos? ¿Incluimos a los hombres que todavía no nacieron y a los que, ya nacidos, han perdido sus capacidades mentales, por ejemplo?

La concepción de la justicia que Rawls construye con las ideas políticas que él identifica como objeto del consenso democrático-constitucional claramente excluye de la noción de persona a quienes aún no han nacido. Podría incluirlos, no hay razón alguna para excluirlos pero, de hecho, están excluidos. Y si están excluidos, entonces no es legítimo incluirlos.

IVEl debate sobre la naturaleza de los conceptos43

En realidad, la postura liberal es el resultado de una toma de postura en un segundo nivel de debate, más general pero por lo mismo también fundamental. A saber, el debate semántico en torno a la siguiente pregunta: ¿cómo se clasifican las cosas en el mundo en general, y en el mundo jurídico en particular? ¿Las clasificaciones conceptuales son el producto de un debate social reflexivo y en cierta medida explícito, que el derecho está llamado a recoger en la medida en que sean consensuadas? ¿Son una imposición interesada de un grupo dominante, que el derecho recoge para añadirle su propia fuerza coactiva? ¿O son en cambio algo así como el producto de la representación de una realidad que se nos presenta ya clasificada, sino en todo, al menos en parte?

La concepción consensual de los derechos fundamentales de Rawls presupone una visión “constructiva” del lenguaje y del conocimiento mo-ral.44 Por su parte, la escuela crítica concibe a los principios de derechos humanos, ya como una creación burguesa funcional a sus intereses de clase, ya como la última carta de las minorías frente a una supuesta dominación cultural ejercida mediante el lenguaje.45 Finalmente, la alternativa de la correspondencia entre los principios de derechos humanos y bienes humanos cuya entidad es (en cierta medida) independiente de la voluntad humana, es propia de la tradición jusnaturalista clásica.46

Muy probablemente estas opciones, o más bien una combinación de todas, sean ciertas cuando de lo que se trata es de describir globalmente cualquier práctica jurídica concreta. En efecto, en toda práctica jurídica hay conceptos técnicos que —legítima o ilegítimamente— parecen introducirse en el mundo del derecho de la mano del lobby o la presión de algunos grupos de interés. Sólo por poner un ejemplo, el concepto de “precio predatorio” fue receptado desde las ciencias económicas por el derecho de la competencia, para significar “la política de vender un producto o un servicio a un precio muy bajo, con la intención de expulsar a los competidores del mercado”.47 Entre otros conflictos entre las grandes empresas de ventas de productos al consumidor final (los supermercados e hipermercados), uno de los más virulentos es el de la determinación del campo de referencia de este concepto. Las primeras, cuya política de ventas está fuertemente centrada en promociones de precios, pujan por reducir al máximo su referencia, mientras que las segundas, que indudablemente se ven afectadas por estas promociones, pujan por lo contrario.48

Otros conceptos son más bien la traslación al campo jurídico de clasificaciones conceptuales emanadas de un debate o “discurso” social algo más amplio y reflexivo. Así, por ejemplo, podría pensarse en los conceptos de “inoponibilidad de la personalidad jurídica” o “corrimiento del velo societario”, que designan “la superación o el corrimiento de la forma jurídica para imputar las consecuencias del obrar de [una] sociedad…, a sus socios o a quienes conformaron o impusieron la voluntad el ente”.49 Este concepto es una creación jurisprudencial y en parte doctrinaria relativamente nueva, dirigida a garantizar que no se abuse del reconocimiento de la persona jurídica o, puesto positivamente, que la personería jurídica se utilice para los fines sociales en función de los cuales fue reconocida.50

Existen finalmente otros conceptos jurídicos que parecen reflejar un orden previo a toda decisión humana. Así, la distinción dentro del concepto de “filiación”, entre “filiación por naturaleza” o “por adopción”, recogida en el artículo 240 del Código Civil Argentino. Es cierto que puede pensarse una zona de penumbra, donde la referencia de esta distinción es discutible y donde, por lo mismo, tiene lugar la dimensión constructiva del derecho. Pero esta es una propiedad de todos los conceptos o, si se quiere, de todo el lenguaje, que no prueba que el lenguaje es pura construcción sino, como mucho, que en la parte más oscura de la referencia de los conceptos puede haber espacio para la construcción.

En síntesis, hay zonas donde el lenguaje jurídico es el fruto de una construcción social ligada con intereses sectoriales más o menos pasajeros y más o menos legítimos. Hay otras zonas del lenguaje jurídico que es también fruto de una construcción social, pero que se liga con los fines existenciales del derecho o, si se quiere, con intereses en cierto sentido universales y estables. Utilizando la terminología de la tradición central de la filosofía del derecho, esta zona abarcaría la extensa dimensión del derecho —casi toda— donde cada sociedad determina libremente cómo realizar, en sus circunstancias, los principios más básicos o radicales de justicia.

Finalmente, hay otras zonas —las menos— donde el lenguaje jurídico se limita a recoger distinciones o clasificaciones por así llamarlas “previas” o “naturales”.

Es natural —o si se quiere necesario— que así sea, porque el derecho rige —y específicamente ordena— las relaciones humanas en todos los ámbitos de la existencia (o en casi todos): los que son por naturaleza o necesidad permeables a la decisión humana, “disponibles”, si se prefiere, y los que no lo son. Por lo mismo, aquellas preguntas no debieran formularse en términos genéricos con relación a todo el derecho, sino más bien con relación a problemas o debates jurídicos concretos.

En relación con el problema de la personalidad del sujeto por nacer, la pregunta podría pues reformularse del siguiente modo: ¿la determinación del sujeto por nacer entra en el campo de referencia del concepto de “persona” está sujeta al arbitrio humano, o pertenece en cambio al orden de cosas que se presentan a la inteligencia ya dadas, como ob-jectum?

Una vez más la respuesta puede esbozarse desde una perspectiva sociológica descriptiva, en cuyo caso habría que conceder que se parece más a un concepto construido al vaivén de pretensiones variadas, que a un concepto “hallado” o representado a partir de una realidad que se impone a la inteligencia. Basta en esta línea con intentar descifrar el sentido de esa entidad intermedia entre las cosas y las personas, a la que se debe un “respeto especial”, según el common law estadual norteamericano o el derecho constitucional español.51 O, en el otro extremo, develar el sentido de la personeidad del embrión cuando, según algunas voces de la jurisprudencia argentina, es titular de un respeto devaluado, menos demandante que el respeto debido a personas ya nacidas o, en todo caso, que el debido al embrión implantado.52

La oscuridad o incluso el sinsentido de estos conceptos incipientes es una proyección lógica de la ambigüedad u oscuridad de otros conceptos igualmente nuevos, a los que la comunidad jurídica en general los vincula; como los conceptos del “derecho a la salud reproductiva” y a la “salud sexual”, en Argentina; y con algo más de andamiaje, el concepto de privacidad aplicado a la reproducción y a la vida sexual en general, en Estados Unidos. Todos éstos, como aquéllos, son comparativamente nuevos con relación a conceptos jurídicos más típicos de la dogmática civil y penal, como el de “daño”, “delito” o “acto jurídico”.

En esta etapa constructiva, donde el sentido de unos conceptos aparece condicionado por el sentido de otros, la pregunta sociológica-descripti-va abre pues paso a la siguiente pregunta conceptual: ¿hay alguna referencia necesaria a la cual la construcción conceptual completa —abarcando todos los conceptos— debería apuntar, si es que pretende conservar la herencia de los derechos fundamentales? Lo cual sería como preguntar: ¿el concepto de derecho fundamental, con sus características propias de universalidad e incondicionalidad, limita el criterio de construcción semántica, en lo que respecta al valor de la “vida humana por nacer” y al concepto de “persona”?

Los debates en torno a cuál sea la praxis semántica que mejor se ajusta a estas características de los derechos humanos y fundamentales son extensos y difícilmente reproducibles en este espacio.53 Aun así, cabe por lo menos indicar que se reconducen a la opción básica que se indicó, esto es, o bien los principios de derechos fundamentales son construcciones sociales que preceden y determinan a su propia referencia; o bien, su referencia —algún bien humano básico— precede y determina su significado.54

Si los principios de derechos fundamentales son construcciones conceptuales que determinan su propio campo de referencia o aplicación, difícilmente puede mantenerse que la universalidad y la incondicionali-dad son notas necesarias o conceptuales de estos principios. Pues el uso de un concepto no deja de ser un fenómeno social que, como todo fenómeno social, acaece en el tiempo y el espacio, y está sujeto al arbitrio humano. Las tres condiciones, temporalidad, espacialidad y sujeción al arbitrio humano, hacen del uso lingüístico —y del significado de derecho fundamental que resulta de este uso— una realidad relativa a una determinada o específica comunidad lingüística, y variable tanto dentro de dicha comunidad, como comparativamente, en relación con otras comunidades.55

En lo que aquí concierne, la determinación del significado de los principios fundamentales se relativiza tanto en relación con la comunidad lingüística que se considere pertinente para determinar cuál es el criterio adecuado de uso, como al momento en que se estudia el uso de estos principios (dentro de la comunidad lingüística pertinente). La conclusión es casi obvia. Si el significado o el concepto de los derechos fundamentales se construye con el uso, y si este uso determina su propio ámbito de referencia, difícilmente pueda predicarse la universalidad y e incondicionalidad de los principios de derechos fundamentales. Serán, en cambio, principios tan extendidos como extendido sea el consenso en la comunidad lingüística en que se sustenta aquel significado o concepto, y tan incondicionales cuanto se mantenga este mismo consenso en la voluntad de no instrumentalizar al hombre.

Si, en cambio, la referencia precede a la construcción o mejor, a la abstracción del significado, el consenso social, la autoridad jurídica, o ambos, podrán construir significados intrincados y oscuros, como de hecho lo han hecho hasta ahora con relación al concepto jurídico de “persona” y de respeto. Pero ahí está la realidad referida por estos conceptos jurídicos y morales para iluminar lo que el uso o abuso del lenguaje oscurece. Pues por mucha fuerza o imperium que unos y otros posean para construir y reconstruir conceptos en el ámbito social y en el ámbito jurídico en particular, carecen del poder para transformar y mucho menos negar el marco de referencia de esta construcción.

En otras palabras, si la referencia precede al significado, los principios de derechos humanos o fundamentales, con sus notas de universalidad —para todos— y absolutez —siempre— se hacen invulnerables al abuso del lenguaje.56. Puestos en este punto, cabe pues por última vez preguntar: ¿qué práctica semántica se ajusta mejor a estas notas conceptuales, y por lo mismo necesarias, de los derechos humanos? ¿Una práctica que construye los conceptos desde el vacío, o una práctica que los construye desde la acogida a lo real? Si lo segundo, ¿cómo delimita la realidad referida por el concepto de derecho humano la construcción del concepto jurídico de persona? ¿No es, quizá, imponiendo la única condición de que su reconocimiento sea universal —a todo hombre— y absoluto —en toda situación—?

VEn busca de algunas conclusiones: fidelidad auténtica al consenso democrático y preminencia de la realidad

El debate en torno al aborto reúne o sintetiza tres debates en uno: el debate explícito sobre el aborto; el debate sobre las condiciones de entrada de una razón en el debate público; y el debate sobre el origen de los conceptos de cualquier discurso público.

En el nivel explícito de discusión, la proposición según la cual existe un derecho a la “no penalización” del aborto se deriva de un iter argumental como el que sigue: a) el no nato no es persona en el sentido jurídico del concepto; b) la decisión de abortar es de tal importancia para el despliegue de la autonomía de la madre, que podría considerarse de naturaleza religiosa, y c) por lo mismo, el acto de abortar está resguardado por el derecho a la privacidad.

Este nivel explícito de discurso se asienta sobre una respuesta implícita al segundo y al tercer nivel de debate, que podría sintetizarse en este otro íter argumental: (i) solamente los argumentos o las razones que son objeto de consenso moral son admisibles para esbozar una concepción de persona y dignidad en el ámbito público, y (ii) porque la admisibilidad de una razón en el debate público depende de su nivel de consenso, los conceptos de la razón pública son construcciones puras, de principio a fin.

Este segundo íter argumental permite extender y ampliar la conclusión del íter explícito del siguiente modo: el feto no es persona en sentido jurídico —no es titular de derechos—, porque tampoco lo es en sentido moral-filosófico, que es el que ilumina el sentido del concepto jurídico. El feto está excluido del campo de referencia del concepto moral-filosófico porque así evolucionó el discurso moral de las sociedades democráticas. Podría haber evolucionado de otra forma, pero de hecho evolucionó así, y no hay realidad alguna aparte de este discurso que sirva como perspectiva para cuestionarlo. Los conceptos, si no todos al menos los morales y jurídicos, son pura creación o construcción social.

Cabe preguntarse para concluir hasta qué punto el íter argumental completo que conduce al reconocimiento de un derecho a la despenalización del aborto, en los tres niveles de debate, es coherente con el concepto mismo de derecho fundamental. En particular, con el concepto de derecho fundamental como “carta de triunfo” frente a los posibles abusos de las mayorías. O, si se quiere, como esfera de ser y de libertad que, porque representan aspectos básicos de la persona, son innegociables.

Comenzando con el debate sobre la naturaleza pública de las razones, no parece objetable la preocupación por distinguir entre razones o argumentos que son públicamente defendibles y razones que no lo son. Una de las notas esenciales de un sistema de gobierno constitucional es la publicidad de los actos de gobierno, y la publicidad de los actos de gobierno no se limita a exigir que el poder público haga conocer sus actos, sino que exige más. Exige que haga conocer las razones de sus actos, y todavía más: que éstas sean genuinas razones, esto es, argumentos o motivaciones comprensibles para cualquier hombre a la luz de la razón, independientemente de cuál sea la fe que profese. La exigencia de publicidad es tanto más necesaria y por lo mismo tiene tanta más capacidad de legitimación, en una sociedad pluralista en la que conviven diversas y hasta contrapuestas concepciones éticas y religiosas.

Parece sin embargo un error confundir “aceptabilidad” con “construcción”, como si lo único aceptable para un público pluralista fueran los conceptos construidos por este mismo público, en forma independiente de toda referencia a la res.

Bien miradas las cosas, si de lo que se trata es de ofrecer razones “aceptables”, entonces hay que ofrecer razones que lo sean de principio a fin: que sean aceptables tanto por lo que implican para los casos concretos para los que fueron pensadas, como por lo que implican para el resto de los casos a los cuales dichas razones pueden extenderse. Y si hay algo que puede reputarse como una verdad “adquirida” y compartida por las democracias occidentales, es que nadie puede erigirse en juez de la dignidad de los otros.

Esta verdad “adquirida” y compartida, incluso consensuada en términos de Rawls, podría reformularse del siguiente modo: si los derechos fundamentales son títulos que se yerguen frente a las mayorías, políticamente organizadas o no, entonces es una contradicción concebirlos como una construcción pura de estas mismas mayorías.

Yerra pues Rawls cuando sostiene que el consenso político de las democracias occidentales apoya una concepción de derechos humanos o fundamentales, empezando por el derecho a la vida, según la cual su significado y referencia es pura construcción social. Pues en tal caso su fuerza protectora dependería del punto de consenso o encuentro entre los gustos, las convicciones o la fe de una mayoría cambiante, y de la creatividad de quien interpreta a esta mayoría. Y esto sería como afirmar que se ha dejado de lado definitivamente el camino de los derechos humanos en tanto estrategia de defensa frente al abuso del poder.

Esta crítica a la propuesta rawlsiana no se funda en el rechazo al poder legitimante del consenso, sino más bien en lo contrario: en la pretensión de una fidelidad auténtica al consenso político de las sociedades democráticas. Fidelidad a las mismas convicciones políticas que de las que habla Rawls, la igualdad y la libertad, pero fidelidad hasta el final. Esto es, fidelidad a una concepción de la igualdad y de la libertad coherente con la convicción política y ética básica de que los derechos fundamentales no son una gracia que concede una mayoría, o una minoría eficientemente organizada, sino un principio ético intrínsecamente razonable.

Cuando se pretende, pues, que los derechos fundamentales se asientan en una filosofía semántica “realista”, según la cual el campo de referencia de los conceptos tiene preminencia sobre la dimensión constructiva del significado, no se trata de desconocer las convicciones morales mayoritarias o el punto de consenso entre estas convicciones. No se trata de dejar de lado los fundamentos de nuestras convicciones políticas, como la convicción de que todo ser humano es igualmente digno a otro, y tiene por tanto un derecho fundamental a la vida. Se trata, más bien, de lo contrario: de encontrar las razones que hacen de estas convicciones exigencias intrínsecamente inteligibles; exigencias con sentido y no una contradicción en los términos.

Agradezco los comentarios y sugerencias hechas a una primera versión de este trabajo por los profesores Rodolfo Vigo, Pedro Rivas, Fernando Toller, Juan Bautista Etcheverry, Álvaro Perpere y Juan Cianciardo, miembros del Departamento de Filosofía del Derecho y Derecho Constitucional de la Universidad Austral.

La preferred freedoms doctrine nació, como es sabido, en la célebre nota 4 del juez Stone en el caso United States v. Carolene Products Co. Se dijo allí, concretamente, lo siguiente: “Puede haber un alcance más restringido para la operatividad de la presunción de constitucionalidad cuando la legislación muestra en sí misma [on its face] que está alcanzada por una prohibición específica de la Constitución, tal como aquellas de las diez primeras enmiendas, que es juzgada igualmente específica cuando se las considera comprendidas dentro de la Decimocuarta. Véase Stromberg v. California, 283 U.S. 359, 369-370; Lovell v. Griffin, 303 U.S. 444, 452. Esta doctrina se desarrolló fundamentalmente en torno al problema de los límites del denominado “poder de policía”, o poder de restricción de la libertad individual en miras de la promoción del bien común, como señala por ejemplo Wolfe Christopher, en “Forum on Public Morality: Public Morality and the Modern Supreme Court”, American Journal of Jurisprudence, 45 (2000), 76. Sobre el caso que originó la doctrina, cfr. por ejemplo, Ackerman, Bruce A., “Beyond Carolene Products”, HarvardLaw Review 98, núm. 4, febrero de 1985, p. 713; Roy, Jeffrey A., “Carolene Products: A Game-Theoretic Approach”, Brigham Young University Law Review, núm. 1, marzo de 2002, p. 53. Cfr. una visión de la doctrina mencionada en relación con la jurisprudencia de la Corte argentina en Bianchi, A. B., “Las llamadas ‘libertades preferidas’ en el derecho constitucional norteamericano y su aplicación en la jurisprudencia de la Corte Suprema Argentina”, Régimen de la Administración Pública, núm. 146, año 13, 1991, Buenos Aires, pp. 7-49.

505 U.S., 833, 846, 852. La bibliografía existente sobre estos precedentes es abrumadora. En los últimos cinco años, cfr., entre otros, Sunstein, Cass R., “Second Amendment Minimalism: Heller as Griswold”, Harvard Law Review 122, núm. 1, noviembre de 2008, pp. 246-274; Weigel, George, “The Sixties, Again and Again”, First Things: A Monthly Journal of Religion & Public Life, núm. 182, abril de 2008; Berkowitz, Peter, “The Court, the Constitution, and the Culture of Freedom”, Policy Review, núm. 132, agosto de 2005, pp. 3-25; Stein, Marc, “The Supreme Court’s Sexual Counter-Revolution”, OAH Magazine of History 20, núm. 2, marzo de 2006, pp. 21-25; Friedman, Lawrence M., “Griswold v. Connecticut: Birth Control and the Constitutional Right of Privacy”, Journal of Interdisciplinary History 37, núm. 1, verano de 2006, pp. 161-163; Linton, Paul Benjamin, “The Legal Status of Abortion in the States if Roe v. Wade is Overruled”, Issues in Law & Medicine 23, núm. 1, verano de 2007, pp. 3-12; Calabresi, Steven G., “How to Reverse Government Imposition of Inmorality: a Strategy for Eroding Roe v. Wade”, Harvard Journal of Law & Public Policy 31, núm. 1, invierno de 2008, pp. 85-92; Maltz, Earl M. “Roe v. Wade and Dred Scott”, Widener Law Journal 17, núm. 1, octubre de 2007, pp. 55-71; Adams, Andrew A., “Aborting Roe: Jane Roe the Viability of Roe v. Wade”, Texas Review of Law & Politics 9, núm. 2, primavera de 2005, pp. 325-365; Balkin, Jack M., “How Men Genetic Technologies will Transform Roe v. Wade”, Emory Law Journal 56, núm. 4, abril de 2007, pp. 843864. Sobre Casey, puede consultarse, entre otros, aunque con perspectivas no plenamente coincidentes con lo que sostendremos aquí, Devins, Neal, “How Planned Parenthood v. Casey (Pretty Much) Settled the Abortion Wars”, Yale Law Journal 118, núm. 7, mayo de 2009, pp. 1318-1354; Ashton, Ann L., and P. Gail Brashers-Krug, “Abortion on the Supreme Court Agenda: Planned Parenthood v. Casey and its Possible”, Law, Medicine & Health Care 20, núm. 3, otoño de 1992, p. 243; Calabresi, Steven G., “Text, Precedent, and the Constitution: Some Orginalist and Normarmative Arguments for Overruling Planned Parenthood of Southeastern Parenthood of Southeastern Penn. vs. Casey”, Constitutional Commentary 22, núm. 2, verano de 2005, pp. 311-348.

Cfr. Roe vs. Wade, 410 U.S. (1973), pp. 153-155.

Los casos paradigmáticos en este sentido en España fueron la STC 53/1985, donde el Tribunal Constitucional declaró la constitucionalidad de la despenalización del aborto; y las SSTC 212/1996 y 116/1999 donde declaró la constitucionalidad de las leyes sobre donación y utilización de embriones y fetos humanos, así como sobre técnicas de reproducción humana asistida.

Sobre esta definición y otras definiciones posibles de la bioética, cfr. por ejemplo, Sgreccia, Elio, Manual de bioética, trad. de V. M. Fernández, México, Diana, 1996, pp. 45 y ss.

La bioética como rama específica de la ética nace, precisamente, frente a la advertencia del oncólogo Van Rensselaer Potter, de que era preciso tender un puente entre los saberes tecnológicos y humanísticos a fin de que el progreso de los primeros no se concretara en una seria amenaza al medio ambiente y, en consecuencia, a la supervivencia del hombre. La reflexión posterior se centralizó, en cambio, de modo más específico en la aplicación de la tecnología a la vida humana. El término “bioética” fue introducido por primera vez en 1970 por este autor, en “Bioethics: The Science of Survival”, Perspectives in Biology and Medicine, Nueva York, 1970, y se extendió luego con la publicación de su libro Bioethics. Bridge to the Future, Englewood Cliffs, New Jersey, Prentice Hall Publ., 1971. Cfr. al respecto Sgreccia, op. cit., cap. I.

Cfr. Rawls, John, “The Idea of an Overlapping Consensus”, Oxford Journal of Legal Studies, 7-1987, pp. 1-25; Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 2005, pp. XLV y XLVI (hay traducción al español, Liberalismo político, trad. de Antoni Domènech, Barcelona, Crítica, 1996).

Sobre la centralidad del principio de autonomía en la reflexión bioética contemporánea, y sobre su dependencia del contexto social plural, cfr., entre muchos otros, Childress, James, F., Who Should Decide? Paternalism in Health Care, Nueva York, Oxford University Press, 1982, prefacio; y resaltando la centralidad de la preocupación en la reflexión bioética por la autonomía, pero en sentido crítico, abogando por su complementación con el principio de “cuidado” (care) por el otro, Kultgen, John, Autonomy & Intervention. Parentalism in the Caring of Life, Nueva York, Oxford University Press, 1995, pp. 7 y ss. La irrupción del principio de autonomía en el pensamiento ético-filosófico contemporáneo es obra casi exclusiva de Kant con su Grundlegun zur Metaphysik der Sitten (1785), es altamente discutible en qué medida el principio liberal/constitucional de privacidad y el principio bioético de autonomía reproducen el principio ético kantiano. Las dudas emergen de forma especial en torno al abandono en el plano bioético de la máxima kantiana de universalidad, según la cual un mandato que no pudiera universalizarse no sería genuinamente autónomo (cfr. Kant, Immanuel., Grundlegung der Methaphysik der Sitten, en Kants Schriften. Werke, edición de la Academia Prusiana de las Ciencias, vol. IV, p. 403. Se cita por la edición bilingüe de J. Mardomingo, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Barcelona, Ariel, 1996, pp. 135 y 136). El abandono de la universalidad conduce a Beauchamp y Childress, por ejemplo, a negar enfáticamente la identificación entre el concepto kantiano de autonomía y el concepto bioético, sin negar la filiación del segundo respecto del primero. Cfr. Beauchamp, Tom L. y Childress, James, F., Principles of Biomedical Ethics, 4a. ed., Nueva York, Oxford University Press, 1994, pp. 58 y 125. Sobre la discusión acerca de la ascendencia kantiana del derecho fundamental a la privacidad, entendido en clave liberal, es ilustrador el debate entre David Richards y John Finnis en Finnis, J., “Legal Enforcement of “Duties to One-self”: Kant v. Neo-kantians”, Columbia Law Review, 87, 443, núm. 47, 1987, y Richards, D., “Kantian Ethics and the Harm Principle: A Reply to John Finnis”, ibidem, pp. 457-471.

Cfr. artículo 10.1 de la Constitución Española, utilizado como perspectiva principal de defensa del pretendido derecho a abortar por el TC en la STC 53/85, FJ 11.

Cfr. Roe, cit., pp. 154-156. Incluso quienes aprueban la decisión recaída en Roe apuntan que, si se pretende salvar el derecho de abortar de la madre, habría que reforzar los argumentos del fallo concernientes a la igualdad y, en particular, a la afirmación de que los fetos (y los embriones) no son personas y, por lo mismo, no son acreedores a un trato igual a la madre. Cfr., por ejemplo, Balkin, J., “How Genetic Technologies will Transform Roe vs. Wade”, Emory Law Review, 56, 2007, p. 845. En el otro extremo, quienes desaprueban la decisión recaída en Roe, insisten en la ausencia de razones jurídicas (y no únicamente morales) para negar el reconocimiento de la personalidad constitucional del feto. Cfr., entre otros, Lugosi, Ch., “Conforming to the Rule of Law: When Person and Human Being Finally Mean the Same Thing in the Fourteenth Amendment Jurisprudence”, Georgetown Review of Law and Public Policy, 4 2006, p. 361; o Ronheimmer, M., “Fundamental Rights, Moral Law and the Legal Defense of Life in a Constitutional Democracy”, American Journal of Jurisprudence, 1998, pp. 158 y 159.

Dworkin, R., El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, trad. de R. Caracciolo y V. Ferreres, Barcelona, Ariel, 1998, pp. 102 y 103.

Ibidem, pp. 112 y 113.

Idem.

Ibidem, p. 125.

Ibidem, p. 213.

Ibidem, p. 204.

Ibidem, p. 205.

Ibidem, p. 204.

Ibidem, p. 215.

Ibidem, pp. 210 y 211.

Ibidem, pp. 195 y ss.

Dworkin, R., Freedom ‘s Law. The Moral Reading of the American Constitution, Cambridge,

Dworkin, R., El dominio de la vida…, cit., pp. 203-205.

Ibidem, p. 202.

Ibidem, p. 206.

Cfr. por ejemplo la serie de casos relativos a la constitucionalidad de la penalización del consumo de estupefacientes, Colavini Ariel Omar s/infracción ley 20771, Fallos: 300: 254 (1978); Roldán, Graciela s/infracción ley 20771, Fallos: 301: 673 (1979); continuada en la década del ‘80 en Bazterrica, Gustavo y Capalbo, Alejandro s infracción ley 20771, Fallos: 308: 1392.

Nos referimos a los casos T., S. c/ Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires s/ amparo, Fallos: 324: 5 (2001); y Portal de Belén - Asociación Civil sin Fines de Lucro c/ Ministerio de Salud y Acción Social de la Nación s/amparo, Fallos: 325: 292 (2002), de la Corte Suprema Argentina; a la Sentencia Rol 740, 18/04/08, del Tribunal Constitucional Chileno (TCC); y a la sentencia del Tribunal Constitucional Peruano en el Expediente 02005-2009.

Cfr. en este sentido Barberis, J., “El derecho a la vida en el Pacto de San José de Costa Rica”, Liber Amicorum Cançado Trindade, Porto Alegre, 2005, t. 3, pp. 11-26.

CSJN, cit., cons. 4o.

Cfr. Roe vs. Wade, cit., p. 162.

Ibidem, pp. 157-159.

Cfr., por ejemplo, Kalinowski, G., Introducción a la lógica jurídica, Eudeba, Buenos Aires, pp. 177-179; y en especial, Lombardi Vallauri, L., Corso di filosofia del diritto, Padua, Cedam, 1995, pp. 95-100.

Este principio surge de las restricciones que a juicio de la Corte en Roe los Estados pueden legítimamente imponer sobre el aborto durante el segundo trimestre, con el fin de asegurar la salud de la madre, aun en contra de su voluntad. Principio que, por otra parte, fue aplicado 24 años más tarde para negar la constitucionalidad de un pretendido derecho a suicidarse, en Washington vs. Glucksberg 521 U.S. 702 y Vacco vs. Quill, 521 U.S. 793.

La Corte estadounidense consideró explícitamente la posibilidad de revisar la jurisprudencia sentada en Roe con base en este principio, sobre todo en dos oportunidades. Primera, en el caso Webster vs. Reproductive Health Services et Al., 492 U.S.490 (1989); y luego en el citado caso Casey, donde revisó parte de la jurisprudencia posterior a Roe, que prohibía casi en forma absoluta cualquier acción estadual destinada a proteger la vida humana por nacer durante el primer trimestre. Cfr. Casey, cit., 844-869. Se trataría de algo así como un interés en proteger una vida que, aunque todavía no tiene toda la dignidad de la persona, está en vías de obtenerla. Esta idea y esta distinción entre vida “personal” y vida “objeto” ha sido recogida también en la jurisprudencia constitucional española que conceptúa la vida humana del feto como un “bien jurídico sin titular”, en particular, en la STC 53/1985 donde se declara la constitucionalidad de la despenalización del aborto. Cfr. para un comentario crítico a esta doctrina, Ollero Tassara, A., Derecho a la vida y derecho a la muerte, Madrid, Rialp, 1994. En el contexto jurídico anglosajón, Ronald Dworkin ha desarrollado ampliamente esta posibilidad de atribuirle a la vida humana un valor moral y jurídico no derivado de la personalidad de su titular en El dominio de la vida, una discusión acerca del aborto, la eutanasia, y la libertad individual, cit., p. 16 y ss. Para una crítica integral a la propuesta de Dworkin en relación con el valor de la vida humana cfr., entre otros, Stacy, T., “Reconciling Reason and Religión: On Dworkin and Religious Freedom”, George Washington Law Review, 63, 1994, p. 1; Stith, R., “On Death and Dworkin. A critique of his Theory of Inviolability”, Maryland Law Review, 56, 1997, p. 289; Zambrano, P., La disponibilidad de la propia vida en el liberalismo político, Buenos Aires, Abaco Depalma, 2005, pp. 211-222.

Cfr. referencias de nota 10.

Rawls, J., Political Liberalism, cit., pp. 168-172.

La discusión acerca de qué hace una razón que sea “inteligible” en el ámbito público es uno de los principales ejes de debate en torno a la propuesta de Rawls, y del liberalismo político en general. Se ha criticado particularmente la exclusión del campo de la razón pública de principios morales cognoscibles racionalmente, por el mero hecho de que deriven de, o se inserten en, concepciones comprehensivas controvertidas. La posibilidad del desacuerdo, se señala, no es un motivo para excluir a estos asuntos de la discusión pública sino, en todo caso, un motivo para continuar discutiendo y sentar las bases de un acuerdo público más profundo. Cfr. Finnis, Jh., “Public Reason, Abortion, and Cloning”, Valparaíso University Law Review, 32, 1998, pp. 361-382; Galston, M., “Rawlsian Dualism and the Autonomy of Political Thought”, Columbia Law Review, 94, 1994, pp. 1842 y ss.; George, R. P., “Public Reason and Political Conflict: Abortion and Homosexuality”, Yale Law Journal, 106, 1997, pp. 2475-2504; Sandel, M., “Political Liberalism”, Harvard Law Review 107, 1994, p. 1765. Una buena síntesis de estas objeciones en Hurd, M., “The Le- vitation of Liberalism”, Tale Law Journal 105, 3, 1995, pp. 795-824. Dentro del liberalismo, Jeremy Waldron ha objetado la exclusión del campo de la razón pública, no ya de principios morales controvertidos, sino de otros principios de justicia diferentes a los principios liberales y, particularmente, a los dos principios que conforman la “Justicia como equidad” (cfr. Law and Disagreement, Oxford, Clarendon Press, 1999, pp. 153-161).

El propio Rawls apunta que existen por lo menos dos situaciones donde la introducción de razones comprehensivas en los debates públicos no oficiales —esto es, los que no constituyen un ejercicio de la autoridad política— no solamente no menoscabaría, sino que más bien fortalecería el ideal de la razón pública. En primer término, la “declaración” (declaration), a través de la cual se manifiesta públicamente la relación de compatibilidad que existe entre la propia doctrina comprehensiva y una concepción política razonable de justicia. En segundo lugar, la conjetura (conjecture), por medio de la cual se argumenta a partir de las doctrinas comprehensivas de otros ciudadanos, con el fin de mostrarles que —a pesar de que no lo adviertan— son compatibles con una concepción política razonable, cfr. Rawls, John, “The Idea of Public Reason revisited”, University of Chicago Law Review, 64, 1997, pp. 786-787, y en Political Liberalism, cit., pp. 465-467.

La bioética nació precisamente como una respuesta ante la incapacidad de la ciencia para valorar si lo técnicamente posible es, además, éticamente admisible. La orientación que la bioética brinda a la ciencia se funda, a su vez, en una reflexión filosófica en torno al concepto de persona y dignidad humana (cfr. Sgreccia, E., Manual de bioética, trad. de V. M. Fernández, México, Diana, 1996, pp. 108 y ss.). Coinciden en esta opinión autores de orientaciones tan diversas como Beauchamp, T. L. et al., Principles of Biomedical Ethics, 4a. ed., Oxford University Press, 1994, pp. 3 y ss.; D’Agostino, F., Bioética. Estudios de filosofía del derecho, trad. de G. Pelletier y J. Licitra, Madrid, Ediciones Internacionales Universitarias, 2003, pp. 59 y ss.; Engelhardt, J. R., The Foundations of Bioethics, 2a. ed., Oxford University Press, 1996, p. 118; Kass, L. R., Life, Liberty and the Defense of Dignity, Encounter Books, San Francisco, 2002, p. 2.

Sobre la naturaleza teleológica de toda interpretación jurídica cfr. Emilio Betti, Interpretazione della legge e degli atti giuridici. Teoria generale e dogmatica, 2a. ed., Milán, Dott. A. Giuffré Editore, 1971, p. 17; Cotta, Sergio, El derecho en la existencia humana, trad. de Ignacio Peidró Pastor, Pamplona, Eunsa, 1987, pp. 21 y 22; Massini, Carlos Ignacio, “Determinación del derecho y directivas de la interpretación jurídica”, Revista Chilena de Derecho, vol. 31, núm. 1, 2004, pp. 159 y ss., siguiendo a Wróblewski, Jerzy, “Semantic Basis of the Theory of Legal Interpretation”, Lógique et Analyse, 21-24, París, Louvain, 1963, p. 411. En el ámbito anglosajón contemporáneo, Ronald Dworkin es quizá el autor que con mayor insistencia ha señalado la dimensión teleológica de la interpretación de y en las prácticas sociales, incluido, por supuesto, el derecho. Cfr. Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, cit., pp. 129, 130 y 176-198; id., A Matter of Principle, Oxford, Clarendon Press, 1985, pp. 3857, 163 y 164; id., Law’s Empire, Cambridge, Cambridge Mass., Harvard University Press, 1986, pp. 62-65; id., Freedom’s Law. The Moral Reading of the American Constitution, Cambridge, Harvard University Press, 1996, p. 75; id., Justice in Robes, Cambridge, Londres, Harvard University Press, 2006, cap. VI, pp. 4-12.

Más allá de las discusiones en torno cuáles son los rasgos definitorios del llamado “neoconstitucionalismo”, es incuestionable que una de sus preocupaciones centrales, como movimiento teórico, es el estudio de las consecuencias que posee la abstracción del lenguaje constitucional en la interpretación no sólo del texto constitucional, sino también del resto del ordenamiento jurídico sobre el cual se proyecta el poder normativo de la Constitución. Cfr. en este sentido, Sanchís, Luis Prieto, Justicia constitucional y derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2003, pp. 111-114 y 117 y ss.; Cruz, Luis M., La Constitución como orden de valores. Problemas jurídicos y políticos, Granada, Comares, 2005, p. 1; id., Estudios sobre el neoconstitucionalismo, México, Porrúa, 2006, passim; e id., “Neconstitucionalismo y positivismo jurídico”, Archiv fur Rechts-und Sozialphilosophie 106, 2007, pp. 22-33.

La tradición hermenéutica ha señalado de forma constante, aunque con matices diversos, que toda determinación del sentido de un texto jurídico supone una interacción entre creatividad y descubrimiento, que le imprime un carácter circular a la interpretación y aplicación del derecho. Cfr. sólo a modo de ejemplo, Betti, Emilio, Interpretazione della legge e degli atti giuridici. Teoria generale e dogmatica, cit., p. 19, calificando la interpretación como un proceso de “iluminación recíproca entre el todo y la parte”; Cotta, Sergio, op. cit., pp. 14 y ss.; Kaufmann, Arthur, “Sobre la argumentación circular en la determinación del derecho”, Persona y Derecho 29, España, trad. Renato Rabbi Baldi y M. E. González Dorta, 1993, pp. 19 y ss.; Serna, Pedro, Filosofía del derecho y paradigmas epistemológicos, cit., pp. 117 y ss.; Ollero, Andrés, “Derecho, historicidad y lenguaje en Arthur Kaufmann”, en Kaufmann, Arthur, Hermenéutica y derecho, Granada, Comares, 2007, pp. 18 y ss.; Viola, Francesco y Zaccaria, Giuseppe, Derecho e interpretación. Elementos de teoría hermenéutica del derecho, cit., pp. 187 y ss. Sobre la distinción entre circularidad y tautología en este plano, cfr. Zambrano, Pilar, La inevitable creatividad en la interpretación jurídica. Una aproximación iusfilosófica a la tesis de la discrecionalidad, México, UNAM, 2009, pp. 65 y ss.; “Los derechos ius-fundamentales como alternativa a la violencia”, Persona y Derecho 60, España, 2009, pp. 131-152; especialmente al señalar la función del concepto de persona en este razonamiento circular, “El derecho como práctica y como discurso. La perspectiva de la persona como garantía de objetividad y razonabilidad en la interpretación”, Dikaion, núm. 18, 2009, Colombia, pp. 20-40.

Las ideas que siguen fueron también desarrolladas en Zambrano, P. y Sacristán, Estela, “El valor de la vida del embrión en la jurisprudencia constitucional norteamericana y argentina”, cit.

Sobre el carácter constructivo del concepto de persona en Rawls, cfr. especialmente, Rawls, J., Political Liberalism, cit., p. 20, y sobre el constructivismo como su teoría epistemológica práctica, ibidem, cap. 3.

Cfr. en el primer sentido Mazurek, Per, “Teoría marxista y socialista del derecho”, en Kaufmann, Arthur y Hassemer, Winfried (eds.), El pensamiento jurídico contemporáneo, trad. de G. Robles, Madrid, Debate, 1992, p. 343; y en el segundo, asumiendo las tesis de Jacques Derrida sobre lenguaje y dominación, Buker, Eloise A., “Rethoric in Postmodern Feminism”, en Hiley, David R. et al. (eds.), The Interpretive Turn, Cornell University Press, 1991, p. 221.

El representante actual más reconocido de esta tradición es, casi sin lugar a dudas, John Finnis con Natural Law and Natural Rights, Oxford, Clarendon Press, 1980, p. 221; Finnis, John, Ley natural y derechos naturales, trad. de Cristóbal Orrego Sánchez y Raúl Madrid Ramírez, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 2000, p. 249.

Cfr. Medina, G., “Políticas de ofertas de los supermercados, defensa de la competencia y precios predatorios”, La Ley, diario del 2 de mayo de 2011, p. 1.

Ibidem, pp. 3 y 4.

Cfr. Verón, A. V., “Uso y abuso de la personalidad jurídica. Inoponibilidad y responsabilidad”, La Ley, diario del 10 de agosto de 2011, p. 2.

Idem.

Este concepto de “respeto especial” apareció por primera vez en el famoso precedente Davis v. Davis, 842 S.W. 2d. 588 (1992), donde se determinó que cualquiera de los progenitores tenía derecho a oponerse a la implantación de los embriones sobrantes en un proceso de fecundación in vitro. Sobre la extensión de estos conceptos a otros casos del common law estadounidense es ilustrativa la síntesis contenida en el fallo recaído en Roman v. Roman, 193 S.W.3d 40 (Tex.App.Hous. (1 Dist.) 2006). Sobre la vacuidad de este concepto de “respeto especial” puede consultarse Zambrano, P. y Sacristán, Estela, “El valor de la vida del embrión en la jurisprudencia constitucional norteamericana y argentina”, pro manuscrito.

Cfr. por ejemplo el voto del juez Ferro en el caso Cámara Federal de Apelaciones de Mar del Plata, Loo, Hernán Alejandro y otra v. IOMA, 29/12/08, comentado en Zambrano, P. y Sacristán, Estela, JA, Fascículo 13, 201 1-II pp. 2-14.

Al menos en el ámbito estadounidense, Michael S. Moore ocupa un lugar central en este debate, especialmente con su artículo “A Natural Law Theory of Interpretation”, 5. Cal. L. Rev., 58, 1985, que fue luego replicado, entre otros, por Coleman, Jules L. y Leiter, Brian, “Determinancy, Objectivity, and Authority”, en Marmor, Andrei (ed.), Law and Interpretation: Essays in Legal Philosophy, 1995; Walker, Graham, Moral Foundations of Constitutional Thought, 1990; Brubaker, Stanley C., “Conserving the Constitution”, Am. B. Found. Res. J., 1987, p. 261; Leiter, Brian, “Objectivity and the Problems of Jurisprudence”, Tex. L. Rev., 72, 1993, p. 187; Stavropoulos, Nicos, Objectivity in Law, 1996; Bix, Brian, Law, Language, and Legal Determinacy, 1993, pp. 133-177, y “Micheal’s Moore Realist Approach to Law”, University f Pennsylvania Law Review, 1992, p. 140; Marmor, Andrei, “No Easy Cases?”, en Patterson, Dennis M. (ed.), Wittgenstein and Legal Theory, Colorado, Westview Press, 1992.

La alternativa semántica entre otorgar prioridad a la referencia o al significado en la determinación del sentido de los conceptos jurídicos, fue puesta de manifiesto por Michael Moore, entre otros trabajos, en “Constitutional Interpretation and Aspirations to a Good Society: Justifying the Natural Law Theory of Interpretation”, Fordham Law Review, 69, 2001, pp. 2091 y ss. Autores como Micheal Green dicen situarse en una posición intermedia en esta disputa, según la cual el significado no resulta del mero uso de los conceptos por una determinada comunidad lingüística, sino más bien de la práctica de reflexión sobre cuál es el uso correcto del concepto, dentro de la comunidad lingüística. Aunque esta propuesta pule el criterio para definir qué es “usar un concepto”, no deja de situarse en la línea que da prioridad al significado y reduce el significado al uso. No parece que las alternativas puedan dejar de reconducirse a las dos mencionadas. Cfr. Green, Micheal, “Dworkin Fallacy or What the Philosophy of Language Can’t Tell Us About Law”, Virginia Law Review, 89, 2003, pp. 1913 y 1914. Sobre la dimensión semántica del lenguaje como criterio para determinar cuál es el marco o límite de la creatividad interpretativa, cfr., por ejemplo, Wróblewski, Jerzy, Sentido y hecho en el derecho, trad. de Ezquiaga Gamuzas, México, Doctrina Jurídica Contemporánea, 2001, p. 108; y Zambrano, Pilar, “Los derechos iusfundamentales como alternativa a la violencia. Entre una teoría lingüística objetiva y una teoría objetiva de la justicia”, Persona y Derecho, 60, Pamplona, España, 2009, pp. 131-152.

Un ejemplo claro de la dificultad que representa distinguir la comunidad lingüística relevante para determinar el significado de los conceptos, cuando el significado se construye exclusivamente a través del uso, se revela, por ejemplo, en la crítica de Green a Dworkin, según la cual Dworkin no lograría ofrecer un concepto adecuado de derecho porque, en lugar de atender al uso de este concepto dentro de una práctica jurídica concreta, debería atender a su uso en una comunidad lingüística común a las diferentes prácticas o sistemas jurídicos. Cfr. Green, M., cit., p. 1925. Claro que no acaba nunca de explicar cuáles son los límites espaciales de esta otra comunidad, ni el momento concreto en que se la visualiza, ni mucho menos por qué estos límites y no otros.

Sobre la semántica constructivista que subyace a la jurisprudencia de la Corte norteamericana iniciada en Roe, cfr., por ejemplo, Breen, John M. y Scaperlanda, Michael A., “Never Get Out the Boat. Stenberg vs. Carhart and the Future of American Law”, Connecticut Law Review, 39, 2006, p. 304.

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