El artículo analiza una sentencia reciente de la Suprema Corte mexicana según la cual los daños derivados del uso de lenguaje discriminatorio —en ciertos casos—deben contrapesar el ejercicio de la libertad de expresión. La sentencia avanza tesis en tres niveles distintos de la teoría constitucional; primero, expresa una visión del tipo de ejercicio que la Corte debe desplegar cuando revisa sentencias en la vía de amparo. En un segundo y tercer nivel se despliega, con diferentes grados de concreción, la lectura constitucional específica propuesta para la revisión del caso. En este punto y atendiendo al contexto histórico-constitucional relevante, el autor considera claramente acertada la decisión de la Corte de contrapesar la libertad de expresión mediante consideraciones derivadas del paradigma antidiscriminatorio, aunque en el plano de las subreglas de decisión usadas para aterrizar la lectura general señale tanto aciertos como desaciertos.
The article discusses a recent decision by the Mexican Supreme Court whereby damage resulting from the use of discriminatory language may in certain cases appropriately counterweight freedom of speech. The ruling expresses thesis at three different levels, all of them relevant from the viewpoint of constitutional theory. First, it expresses a vision of the kind of exercise the Court should deploy when reviewing sentences in amparo: it is a maximizing vision that the author considers to be fundamentally correct. At a second and third level, with different degrees of specificity, it proposes a particular constitutional reading for the revision of the case at hand. On this count and given the relevant historic-constitutional context, the article celebrates the Court's willingness to counterweight free speech with antidiscrimination-based considerations, though in terms of the sub-rules of decision used to pin down the general reading it identifies both successes and failures.
La línea jurisprudencial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en adelante, la Corte) en materia de libertad de expresión, es una de las más sugestivas dentro del universo de criterios interpretativos renovados (o adoptados ex novo) por nuestro máximo tribunal en los años recientes. Mientras que tantas áreas de la jurisdicción constitucional en materia de derechos —educación, medio ambiente, salud, agua y alimentación adecuada, etcétera— continúan increíblemente despobladas, en materia de libertad de expresión gozamos de un ramillete muy interesante de sentencias, correctamente argumentadas y congruentes, en términos generales, con los criterios del derecho internacional de los derechos humanos en la materia.1
La Corte, adicionalmente, va alimentando esta línea de criterios de un modo profesionalmente responsable: en cada nuevo caso, los ministros —al menos los de la Primera Sala, que conocen de casi todos ellos—recuerdan y recapitulan los contornos generales de los precedentes relevantes y examinan si el asunto que tienen ante sí puede resolverse bajo ellos, exige su modificación u obliga al análisis de cuestiones todavía inexploradas.
Los casos fallados hasta ahora abordan en su mayoría cuestiones relacionadas con temas muy “clásicos”, si los vemos desde la perspectiva del derecho comparado.2 Hay casos que orientan acerca de las implicaciones de la prohibición de censura previa y de restricciones indirectas,3 y hay casos acerca de cómo deben abordarse manifestaciones expresivas que conciernen a personas públicas o involucradas en asuntos de interés público (políticos, funcionarios o ex funcionarios, ex primera dama, diarios y revistas, etcétera).4 La lectura constitucional relevante en estos casos es casi invariablemente la de un conflicto entre libertad de expresión o derecho a la información y derecho al honor: son pocas todavía las ocasiones en las que se ha explorado cómo se conjugan los primeros con otros ingredientes constitucionalmente relevantes.5
El último de los casos importantes visto por la Corte, siendo en una parte, de nuevo, un conflicto clásico entre libertad de expresión y derecho al honor, la lleva sin embargo a pronunciarse también sobre una cuestión nueva: la de si es posible limitar la libertad de expresión para contener los daños que derivan del uso de lenguaje homofóbico, como especie dentro del género del lenguaje discriminatorio. El asunto —ADR 2806/2012—derivaba de un juicio de responsabilidad civil que enfrentaba a los directivos de dos medios de comunicación de Puebla por el supuesto daño moral que le habrían causado a uno de ellos las manifestaciones vertidas por el otro en una columna periodística. El caso dio pie a un caluroso debate en la Primera Sala y concluyó con una sentencia de mayoría escrita por el ministro zaldívar que revocó la sentencia del Tribunal Colegiado que había hecho prevalecer la libertad de expresión. La Sala estimó que el Colegiado debía haber dado un peso mayor a la protección del derecho al honor y, sobre todo, que debía haber adicionado el análisis para hacerlo sensible al uso de expresiones oprobiosas y no pertinentes que reflejan visiones prejuiciadas e irracionales acerca de determinados grupos sociales—en este caso, el formado por las personas homosexuales—. Dos ministros disintieron y redactaron votos particulares en los que expresan dudas sobre los méritos de los criterios sentados, cuestionan la relación entre el fallo y las particularidades del caso y se muestran preocupados por el impacto sistémico de la decisión en las condiciones de ejercicio de la libertad de expresión.
El amparo de Puebla sienta criterios en un campo que es clave para la determinación del rumbo de la jurisprudencia constitucional en cualquier país. Es importante, entonces, hacerlo objeto de un análisis cuidadoso. En contribución a ello, este artículo se propone dos cosas. En primer lugar, desarrollar un ejercicio de clarificación del fallo y de los votos, a fin de entender mejor qué separaba a los ministros, a qué nivel se mueven los desacuerdos y cuáles son los puntos en los que debe concretarse la construcción jurídica detallada del caso. Y en segundo lugar, entrar al debate de fondo y hacer una evaluación de las tesis sentadas, desde una cierta visión teórica y sustantiva —que la observación del derecho comparado me ayuda a decantar— acerca del tipo de criterios que la Corte mexicana debería ir construyendo en el ámbito de los temas concernidos.
A mi juicio, para abordar productivamente el caso es crucial diferenciar tres debates distintos, situados en niveles de análisis distintos, y el artículo los tratará sucesivamente. En un primer nivel está la discusión acerca del tipo de tarea o función jurídica sistémica que deseamos que la Corte haga en los amparos directos en revisión, en particular después de las reformas y cambios interpretativos del 2011–2013. Lo que se opine a este nivel es determinante, a mi juicio, para concluir si el caso fue bien o mal decidido, y gran parte de lo señalado por los ministros disidentes, con sus repetidas alusiones a los rasgos del caso concreto, puede leerse como un desacuerdo con la mayoría situado en este plano. En mi análisis, distinguiré entre una versión robusta y una versión acotada de la función de la Corte en la revisión de sentencias en amparo y argumentaré que, al descantarse por la primera, la sentencia es correcta: al tratar de desarrollar la lectura constitucional más exhaustiva posible del caso, adopta una perspectiva maximizadora de la revisión constitucional que, por las razones que apuntaré, estimo justificada en el contexto mexicano actual.
En un segundo nivel está la discusión acerca de si la lectura constitucional propuesta por la Sala para el caso es, efectivamente, la lectura correcta porque contiene los ingredientes sustantivos que debe contener. Se trata de analizar si la Corte identifica correcta y exhaustivamente los derechos fundamentales aplicables al caso. Por mi parte, defenderé que la sentencia en este plano es, nuevamente, correcta. Distanciándose de la tradición de los Estados Unidos, donde la libertad de expresión es casi un supraderecho limitable sólo en condiciones extremas, y acercándose a las posturas respaldadas por las altas cortes de muchos otros países que consideran oportuno armonizarla con la protección de los derechos de la personalidad o bajo consideraciones igualitarias o distributivas,6 la sentencia obliga a dar un peso autónomo a las afectaciones que derivan del uso de lenguaje discriminatorio, lo cual parece acertado a la vista de las dinámicas socioculturales que marcan, en el país, la situación de las personas homosexuales.
Finalmente, en un tercer nivel se sitúa el análisis en el que se analizan, usan y construyen lo que llamaré, siguiendo a varios autores, “reglas constitucionales de decisión” o “subreglas”, que son reglas enunciadas por las Cortes para dar operatividad a la lectura constitucional efectuada al nivel de los principios.7 El uso de subreglas presentes en los precedentes, provenientes del derecho comparado, o elaboradas ex novo, permite a las Cortes decantar las propiedades relevantes del caso y a continuación declarar adecuada para su resolución una regla de decisión contenida en un precedente, o por el contrario ir identificando, también mediante el uso de subreglas de distinto tipo, qué elementos deben integrarse a la estructura argumental ponderativa de la que saldrá la nueva regla de decisión bajo la cual deberá ser decidido. En el contexto del caso poblano, reglas como la “malicia efectiva”, la regla de la “protección dual”, el examen de la posición simétrica o asimétrica de las partes, las reglas sobre contenidos de interés público claro, las reglas sobre ofensividad, etcétera, deben ser entendidas de este modo: como criterios que permiten articular justificadamente juicios sobre peso abstracto, concreto y grado de afectación a los principios en pugna y que, tras la aritmética ponderativa, arrojarán la regla cuya aplicación dará resolución al caso.8 En cuanto a mi evaluación de la sentencia en este plano, sostendré que tiene tanto aciertos como desaciertos. Coincidiendo con un argumento del ministro Cossío, expresaré dudas sobre el criterio de la “utilidad funcional” o “pertinencia” de las palabras como criterio apto para marcar cuándo existe un discurso con disvalor constitucional, sobre todo si se toma como una propiedad que resulta determinante a los efectos de construir la regla para su resolución. En su lugar, apuntaré a la teoría de la responsabilidad social de los medios, invocada pero no suficientemente desarrollada en la sentencia, como vía más promisoria para acomodar las preocupaciones por la no discriminación, identificar instancias de “ofensividad radical” y acotar los casos en que el uso de lenguaje discriminatorio puede tener peso. Sin embargo subrayaré que, para resolver el caso, era imprescindible considerar de modo integrado la totalidad de propiedades normativamente relevantes identificadas por la Corte, sin considerar que la presencia de una excluye la relevancia de las otras, y que éste es un mensaje que la sentencia no da de forma suficientemente clara.
A continuación, tras describir el caso y la sentencia (sección II), desarrollaré los puntos anteriores, refiriéndome primero al plano de la función sistémica de la Corte en amparo contra sentencias (sección III), después al plano de los principios o derechos aplicables (sección IV) y finalmente al plano de las subreglas y criterios usados para la construcción de una regla de decisión (sección V). Cerrará una breve conclusión (sección VI) en la que, mirando a la pregunta que encabeza el artículo, sugiero que, sin perjuicio del espacio existente para los ajustes —algunos de los cuales este trabajo sugiere— la Corte mexicana está equipándose para revisar sentencias con herramientas teóricas adecuadas y está construyendo una línea jurisprudencial razonable desde la perspectiva del tratamiento de las tensiones entre libre expresión y discurso discriminatorio, aunque sean todavía muchas las preguntas que, en paralelo a lo que el litigio nos depare, deberemos confrontar y tratar de resolver.
IIUna pelea en la prensa poblana: el amparo directo en revisión 2806/2012La controversia poblana deriva de un juicio de daños interpuesto por el director de un periódico (A), contra el directivo de otro medio (B). En el periódico de A se re-publicó en el 2003 una columna, escrita seis años antes por un tercer periodista (C), donde se vertían fuertes consideraciones acerca del tipo de persona que era B y acerca de las prácticas habituales en su entorno empresarial —en particular las que imponía a los periodistas de su empresa—, profundamente condicionadas por su relación con los políticos. B escribió en respuesta una columna en la que vertió consideraciones en tono similar, enfatizando lo deplorable de las prácticas profesionales de A y subrayando el modo en que intentaba “blindar su sucia imagen pública”, aunque con medios fallidos: “columnas viejas, libros pagados, escritores pagados y columnistas maricones son los que [A] utilizó para una guerra que de antemano estaba perdida”. Para concluir, B señala que el periodista (C) que se prestó a escribir la columna para A “definió los atributos que no debe tener un columnista: ser lambiscón, inútil y puñal”.9
A interpuso en agosto de 2010 un juicio indemnizatorio al considerar que la columna de B era ofensiva y oprobiosa y lo hacía desmerecer en la consideración general de que gozaba. El juez civil consideró probada su acción por daño moral y dispuso un pago dinerario y la publicación de un extracto de la sentencia (p. 7). A interpuso apelación, pero el Tribunal Superior de Justicia confirmó la sentencia de instancia: a su juicio, la columna no podía considerarse una crítica literaria, artística, histórica, científica o profesional, y se habían por tanto rebasado los límites de los artículos 6o. y 7o. de la Constitución, lastimando el honor y la reputación de que A gozaba en su círculo social (p. 8).
B interpuso entonces un amparo, señalando entre otras cosas que la sentencia no respetaba los precedentes de la Corte en la materia. El Tribunal Colegiado en sentencia de agosto de 2012 le dio la razón, citando los criterios sentados en el AD 28/2010 y destacando, a la vista de ellos, que el destinatario de las críticas, por ser una persona de proyección pública, debe tolerar un mayor grado de intromisión en su ámbito personal, y que además la nota era de relevancia pública, al reflejar una disputa entre directores de dos periódicos donde se ventilaban cuestiones de interés. El Colegiado concluyó que la nota perseguía la creación de un estado de opinión respecto de un asunto actual y relevante y que, aun con usar un tono mordaz y ofensivo, no era desproporcionadamente insultante, estaba justificada por el propósito de causar un cierto impacto de opinión pública y no rebasaba en conclusión los límites de la libertad de expresión (pp. 11 y 12). A interpuso entonces revisión, que la Corte admitió por estimar que la sentencia recurrida contenía una interpretación directa de los artículos 6o. y 7o. de la Constitución cuyo análisis era importante y trascendente, en particular en el punto de precisar si el caso podía resolverse con el precedente AD 28/2010 (pp. 17–22).
La argumentación de la Corte se organiza en cuatro apartados. El primero inicia con una exploración de los contornos e implicaciones generales de los derechos a la libre expresión y al honor conforme a la jurisprudencia ya sentada. En cuanto al honor, se destaca su vinculación con la dignidad humana, se ensaya una definición, se identifica su doble dimensión (el aspecto subjetivo o ético y el aspecto objetivo o social) y se señala que ampara la buena reputación de una persona en sus cualidades profesionales, no sólo morales, aunque la crítica a la pericia profesional sea admisible y se convierta en ataque al honor sólo cuando daña grave e injustificadamente la imagen pública de la persona o es usada como medio para la descalificación personal (pp. 23–27). En cuanto a la libre expresión, se destaca también su doble faceta, individual y social, sus objetos de protección, su rol central en las democracias, así como la mayor gravedad de los riesgos de restringirla que los que pueden derivar de su pleno ejercicio (pp. 27–29). A continuación se analiza “la forma en que ambos derechos fundamentales operan en el plano normativo y fáctico como límites recíprocos” (p. 29). Recordada su estructura principial y la inexistencia de conflictos internos o abstractos entre ellos (pp. 29 y 30) se perfilan criterios para articular su interacción en los casos concretos. La Sala destaca las siguientes ideas: que existe una presunción general de cobertura constitucional de todo discurso expresivo, apoyada en el deber de neutralidad estatal; que los derechos y la reputación de terceros son; sin embargo, fuentes potenciales de límites; que conforme al “sistema dual de protección”, el espacio para la crítica es más amplio respecto de las personas “públicas” que respecto de las privadas, por su rol en una sociedad democrática o el interés público de las actividades que despliegan; que la principal consecuencia de la protección dual es la regla de la “malicia efectiva”, que permite imponer sanciones civiles solamente cuando se difunde información falsa o información u opiniones producidas con intención subjetiva de dañar; que la piedra de toque de la protección constitucional de opiniones es su relevancia pública, sea por la materia o por las personas que en ella intervienen; que la relación de la libre expresión con los derechos de la personalidad se complica cuando la primera se ejerce para agraviar una persona; que no todas las críticas agraviantes están desprotegidas; que, sin embargo, la Constitución no reconoce un derecho al insulto o a la injuria gratuita, aunque tampoco veda expresiones excéntricas y contrarias a las creencias mayoritarias; que la libertad de expresión maximiza su posición frente al derecho al honor cuando contribuya a la formación de opinión pública, no si se refiere sólo a conductas privadas carentes de interés público; y que el derecho al honor prevalece cuando se usan expresiones ultrajantes, ofensivas u oprobiosas, para cuya detección es necesario analizar el contexto y su relación con las ideas expresadas (pp. 30–36).
El apartado 2 (pp. 36–41) precisa el significado de “expresiones absolutamente vejatorias”, que se definen con dos criterios: son ofensivas u oprobiosas, visto el contexto, y son impertinentes para expresar las opiniones o informaciones concernidas. Que sean impertinentes significa que son “innecesarias para la emisión del mensaje”, esto es, que carecen de “utilidad funcional” dentro del mensaje, desde la perspectiva de reforzar la crítica o las opiniones correspondientes (p. 38). La Corte destaca que a menudo la vejación viene por referencia a colectividades que por sus rasgos históricos, sociológicos, étnicos o religiosos han sido sistemáticamente denostados por el resto de la comunidad. La Corte introduce aquí la categoría de “lenguaje discriminatorio” y destaca el papel del lenguaje en la construcción de identidades colectivas, el rol de los estereotipos y su influencia en la persistencia o eliminación de prácticas de exclusión y marginación (pp. 39–41). En el apartado 3 se caracterizan las expresiones homófobas, como modalidad del discurso discriminatorio, y se destaca cómo éstas incitan, promueven o justifican la intolerancia frente a personas con determinadas orientaciones sexuales, contribuyendo a su marginación, y a veces —en los llamados “discursos de odio”— provocando acciones de rechazo contra ellas o creando espacios de impunidad para acciones violentas (pp. 41–47). En el apartado 4 (pp. 47–58) se analiza si las expresiones concernidas en el caso eran ofensivas u oprobiosas y, además, impertinentes para expresar las opiniones o informaciones involucradas, preguntas que se responden ambas en sentido afirmativo. Al final de ese apartado (pp. 58–61) se justifica por qué, a diferencia de lo estimado por el Colegiado, los criterios del AD 28/2010 no eran suficientes para concluir que las expresiones analizadas estaban protegidas por la Constitución. La Corte descata que, aunque el precedente ya contuviera las reglas sobre expresiones oprobiosas e impertinentes e involucrara un conflicto entre dos periódicos, no contemplaba el elemento del discurso homófobo, respecto de cuya eliminación y no propagación los medios, con su gran poder en la formación de creencias, en el modelado de la cultura pública y las oportunidades reales de la gente, tienen una responsabilidad especial (p. 61).
La Sala cierra señalando que concluir que las expresiones analizadas son discurso homófobo no implica, sin embargo, que exista un daño moral a indemnizar —extremo que deberá ser determinado— y revoca la sentencia del Colegiado, instándolo a estudiar los argumentos no abordados por haberse concedido el amparo sobre una base injustificada (p. 62).
El voto particular del ministro Cossío desarrolla tres grandes puntos. En primer lugar, controvierte la premisa según la cual la Constitución no protege un derecho al insulto: el uso de palabras insultantes y ofensivas, apunta, es esperable dentro del ejercicio del derecho a decir cosas incómodas y hasta hirientes que se ha considerado siempre cercano al núcleo de lo que la libertad de expresión protege. En segundo lugar, señala que la sentencia no atendió suficiente a las particularidades del caso, y en especial al hecho de que el recurrente se sentía ofendido, no discriminado. Y en tercer lugar, destaca que los criterios sentados, que considera excesivamente vagos, permiten limitaciones de discurso por motivos de contenido, lo cual es impermisible en una sociedad democrática y tiene el potencial de restringir inmoderadamente la manifestación de ideas e incentivar la judicialización de los diferendos periodísticos.
El voto particular del ministro Gutiérrez, por su parte, subraya esencialmente la necesidad de sujetar el alcance del análisis constitucional a los rasgos del caso concreto: el análisis holístico de la columna publicada y las características de los dos sujetos enfrentados. Desde esta perspectiva, destaca que quien podría sentirse discriminada por el discurso homófobo —la comunidad gay— no está en el juicio, y que dar relevancia a la ofensa que pueda sentir una persona por verse relacionada con un grupo discriminado equivaldría confirmar el estereotipo discriminatorio sobre el cual el sentimiento de ofensa se construye. El objeto de la decisión era únicamente determinar si el discurso estaba protegido dados los elementos fácticos del caso, que en realidad no daban base para hablar de una violación del derecho al honor.
IIILa función de la corte en la revisión de amparos directosAlgunos de los comentarios más escuchados sobre la sentencia enfatizan que “el caso no daba” para decir todo lo que la Corte dijo y, como acabamos de ver, los ministros disidentes apuntan en la misma dirección. ¿Por qué la mayoría dio tanta importancia a algo que el recurrente no menciona específicamente? ¿Por qué, si era un diferendo entre personajes públicos con medios de defensa mutua, buscar una interpretación constitucional más compleja? ¿Por qué no esperar un caso donde el lenguaje discriminatorio tuviera un lugar más protagónico, con menos interferencia de otros encuadres? Fue incorrecto y confuso, se apunta, que la Corte desarrollara doctrina sobre puntos que no estaban argumentados como tales en la demanda, que no parecían determinantes, vistos los hechos del caso, y que no ordena que deban serlo —dado que la sentencia dispone, justo antes de los resolutivos, que todo lo dicho no implica necesariamente que exista en el caso un daño moral a indemnizar—.
La fuerza que pueda reconocerse a estas observaciones depende, a mi juicio, de la idea que tengamos acerca del tipo de ejercicio que la Corte debe desplegar cuando emprende la revisión constitucional de sentencias. Y, como paso a sostener, me parece que la Sala optó, en el amparo de Puebla, por la vía correcta.
El entendimiento de cuál sea la función central del amparo directo y del amparo directo en revisión ha cambiado mucho recientemente y esta evolución refleja el tránsito paralelo del país —gradual pero inequívoco—hacia una mayor constitucionalización efectiva. Tras ser admitido como posibilidad por la Corte en la segunda mitad de siglo XIX y en conjunción con la doctrina según la cual cualquier infracción a las normas de rango legal redundaba en una infracción a los derechos asociados al principio de legalidad de los artículos 14 y 16 de la Constitución, el amparo directo convirtió a los tribunales federales en revisores de tercera instancia de las sentencias emitidas en los juicios estatales o federales ordinarios, pronunciándose en casi todos ellos sobre violaciones de la normativa legal y reglamentaria, no constitucional.10
A partir de la reforma constitucional de 1987–1988, para liberarla en algún grado del análisis de “mera legalidad” con la idea de ir transformando a la Corte en “un auténtico tribunal constitucional”, se hizo un esfuerzo por rencaminar las reglas sobre la revisión en amparo directo.11 Para ello se incorporó al artículo 107 de la Constitución la regla según la cual la Corte podría admitir el recurso de revisión sólo de manera excepcional, cuando la sentencia recurrida contuviera una “interpretación directa” de la Constitución o un pronunciamiento sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad de una norma con rango de ley, y existiera en el caso además la posibilidad de emitir un pronunciamiento de especial relevancia y trascendencia.12
A pesar de ello, la práctica del amparo contra sentencias no da un giro decisorio hasta hace tres o cuatro años. En ese momento, cuando la Corte ya había hablado de aplicabilidad directa de la Constitución y, sobre todo, de eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares13 —no sólo frente a los poderes públicos, como había sido tradicionalmente— el amparo directo, en primera instancia o revisión, empieza por fin a ser considerado la vía por la que los tribunales federales revisan si los juzgadores ordinarios han resuelto los diferendos entre particulares de un modo respetuoso con la Constitución y, en particular, si han hecho valer las exigencias derivadas de los derechos fundamentales involucrados en el caso. El caso de referencia al respecto es el ADR 1621/2010, pero la doctrina ha sido reiterada en muchos otros y sintetizada en tesis de inequívocos términos, puntualmente citadas en el amparo de Puebla.14 Según destacan estas tesis, la improcedencia del amparo contra actos de particulares no implica que los derechos fundamentales no rijan entre ellos. Los tribunales de amparo “juegan una suerte de puente entre la Constitución y los particulares al momento en que resuelven un caso concreto, ya que el juez tendrá que analizar si el derecho aplicable, en ese litigio, es compatible con lo dispuesto en la Constitución, y en caso de ser negativa la respuesta, introducir el contenido del derecho fundamental respectivo”.15 La Corte, por su parte, podrá revisar “aquellas sentencias de los tribunales colegiados de circuito que no atiendan a la función de los derechos funda mentales como principios objetivos del ordenamiento jurídico mexicano”, viendo si las interpretaciones de que han partido caben o no en el texto constitucional.16
Los tribunales de amparo deben, en breve, revisar si los jueces ordinarios han resuelto el conflicto entre particulares de un modo compatible con la Constitución. Cuando se interpone revisión en amparo directo, el sistema funciona bajo un esquema de dos momentos: la Corte confirma o revoca en la revisión la lectura constitucional que corresponde al caso, el cual (en caso de revocación) es finalmente resuelto por el Colegiado o el tribunal ordinario.17 Esta función cobra una relevancia todavía mayor tras el regreso del control difuso al país de Varios 912/2010:18 dado que ahora todos los jueces, no sólo los federales, son jueces de constitucionalidad y convencionalidad, la función de revisión y unificación de criterios en manos de la Corte, realizada primordialmente al revisar amparos directos y resolver contradicciones de tesis, adquiere una importancia capital.
Ahora bien, la “función renovada” del amparo directo puede ser entendida bajo distintas concepciones. Según una concepción que llamaré robusta o maximizadora, la tarea de la Corte cuando emprende la revisión constitucional de sentencias debe ser: revisar si la lectura constitucional que los tribunales anteriores han hecho del caso concreto es adecuada y, sobre todo, completa. Y si no lo es, debe identificar y desarrollar del modo más exhaustivo posible todas sus potenciales aristas constitucionales. La función no es resolver el caso, del que volverán a ocuparse los tribunales inferiores, sino establecer si todos los ingredientes constitucionalmente relevantes para resolverlo estuvieron sobre la mesa y, en caso contrario, identificarlos e incluirlos para que presidan el nuevo análisis de que deberá ser objeto. Según una concepción que llamaré acotada, por el contrario, la Corte no debe entrar en cuestiones que no estaban claramente planteadas en la demanda o en cuestiones que, siendo relevantes ex ante, no van a tener —a juicio de la Corte— peso suficiente para determinar la dirección fundamental de la decisión final. La Corte debe evitar referirse a principios que no crea que prevalecerán en la construcción de la regla de decisión final.
En el ADR 2806/2012, es claro que los ministros de la mayoría suscribieron la versión robusta o maximizadora y los disidentes la contraria. La mayoría otorgó el amparo porque detectó que el Colegiado había dejado fuera del mapa un aspecto relevante: la afectación constitucional que pudiera derivar del uso, en la columna, de lenguaje homofóbico. Por ello la sentencia del Colegiado debía ser revocada e igualmente los criterios del ADR 28/2010 no daban base suficiente para resolver el caso; la lectura constitucional acogida por la sentencia recurrida y por el citado precedente era incompleta, en tanto olvidaba evaluar qué peso podía tener en el caso la presencia de expresiones relacionadas con prácticas arraigadas de discriminación.
A mi juicio, dadas las características del contexto sociopolítico mexicano, la versión robusta de la revisión constitucional de sentencias es correcta.19 Lo es, en primer lugar, porque el país continúa afectado por profundos problemas de acceso a la justicia, de manera que es bueno que la Corte maximice todas las posibilidades de desarrollar análisis constitucional en los casos de derechos que le llegan, que siguen siendo muy pocos, y que siguen reflejando, indefectiblemente, lo que interesa a ciertos sectores muy por encima de lo que interesa a otros. Entre los motivos por los que hay que celebrar que el ministro zaldívar se animara a explorar el caso desde la perspectiva de la discriminación está el hecho de que, precisamente por los motivos que la sentencia identifica, asuntos que denuncien discursos homófobos —o machistas, o xenófobos— a la Corte llegan muy pocos, obviamente por razones no ajenas al estado de desempoderamiento que explica la permanencia misma de estos discursos. Y una doctrina cuidadosa y exhaustivamente desarrollada puede iluminar y apoyar la resolución de muchos casos en las jurisdicciones inferiores, más allá del que motiva su emisión. En un sistema de control difuso recién implantado con jueces poco acostumbrados a resolver casos bajo la Constitución y en el contexto de un diseño de judicatura altamente vertical que los impulsa a dirigir sistemáticamente su mirada a la Corte en busca de instrucciones, los criterios que ésta siente en materia de derechos, tienen una utilidad marginal muy alta.20
En segundo lugar, la versión robusta es congruente con el sentido o significado aceptado de las nuevas obligaciones de los poderes públicos que ahora lista el artículo 1o. de la Constitución: respetar, proteger, promover y garantizar los derechos, delimitar su contenido del modo más favorable posible, sancionar y reparar su violación. Adoptar la versión robusta sería entonces una proyección natural de estas obligaciones en el ámbito jurisdiccional que habría que ligar, no al ejercicio de la “suplencia de la queja”, sino a la idea incontestada del iura novit curia: cuando un tribunal constitucional corrige y extiende los principios bajo los cuales el caso debe ser resuelto, simplemente fija correctamente cuál es el derecho aplicable al caso, cosa que siempre ha sido considerado parte de lo que el servicio de administración de justicia garantiza que los jueces hagan por uno.21
Finalmente, la concepción maximizadora me parece adecuada porque los efectos de las sentencias de la Corte no son solamente directos e instrumentales, sino también indirectos y constitutivos: el impacto y la contribución al mundo que hace una sentencia de constitucionalidad no pasa sólo por cambios empíricamente medibles y referidos a las partes en el proceso, sino que puede concretarse en hechos como colocar en la agenda pública un asunto del que no se hablaba; obligar a las autoridades competentes a crear una política pública que no existía o a dinamizar las existentes; ayudar a la articulación de la sociedad civil, derivado de la movilización que el litigio requiere; así como ayudar a cristalizar o transformar identidades personales y grupales, o cambiar (y dignificar) los términos en los que ciertos asuntos eran social o políticamente nombrados.22 Al computar los efectos de una sentencia de constitucionalidad, en definitiva, es necesario ampliar la mirada más allá del proceso y la ejecución del contenido estricto de los resolutivos, además de atender a su más amplio impacto social, político y cultural, actual o potencial.
Desde esta perspectiva, no hay motivos sino para celebrar el fallo de Puebla. Como ha sido señalado, lejos de suprimir el discurso, la sentencia ha propiciado un rico y vigoroso debate político, académico y ciudadano que antes no existía y ha impulsado la articulación jurídica de temas hasta ahora intocados por el derecho constitucional.23 La lectura robusta de la Corte da nuevos instrumentos sociales, políticos y jurídicos para evaluar por fin la homofobia desde un nuevo lugar, pone en acción contenidos durmientes de la Constitución y ayuda a los jueces inferiores a saber cómo poner el ojo en una dimensión totalmente invisible desde el canon hermenéutico heredado.
IVLos ingredientes de la lectura constitucional del caso: incorporar la no discriminaciónPero una cosa es que la robustez relativa de la lectura constitucional perfilada por la Corte para un determinado caso nos parezca adecua da desde una particular teoría normativa acerca de sus responsabilidades funcionales, y otra que, en términos de su contenido, esa lectura sea adecuada o criticable, óptima o mejorable. ¿Qué podemos decir, desde esta perspectiva, del amparo de Puebla?
Como adelantaba en la introducción, lo que aquí llamo la “lectura constitucional general” es el elenco de principios —derechos fundamentales— aplicables al caso, que en las sentencias de constitucionalidad suele venir acompañada por una referencia a sus justificaciones político-filosóficas e implicaciones generales más habituales.24 En el seno de la arquitectura del razonamiento adjudicativo, la identificación de los principios deberá ir seguida de la enunciación de reglas o criterios cuya función será vehicular y hacer operativa la fuerza normativa del conjunto de ellos en el contexto del caso, a los efectos de su resolución.
Pues bien, en lo que concierne a la lectura constitucional general propuesta por el ADR 2806/2012, como también quedó adelantado, lo distintivo de la sentencia es subrayar la necesidad de analizar el caso con un vocabulario constitucional que incluya, junto con el derecho a la libre expresión y el derecho al honor, consideraciones derivadas del derecho antidiscriminatorio, dada la presencia de lenguaje homofóbico. Los ministros disidentes consideran perniciosa esta adición y abogan por resolver el caso bajo el encuadre general presente en los precedentes de la Corte, en cuyo contexto sólo la libertad de expresión y el derecho al honor entran al juego. Por decirlo de modo sintético, la mayoría quiso una receta constitucional con tres ingredientes; los ministros disidentes querían una receta con sólo dos.
A mi juicio, incorporar al estudio del caso la perspectiva antidiscriminatoria, en la línea de la mayoría, es de nuevo una opción esencialmente acertada. Las razones que apoyan esta conclusión pueden exponerse fructíferamente haciendo referencia al tipo de consideraciones que uno típicamente halla en el debate comparado sobre este tipo de casos. Esta conversación comparada, además, por motivos cuya exploración ahora no emprenderemos, estuvo presente en la discusión judicial del caso y la sentencia cita generosamente precedentes españoles, alemanes y estadounidenses —además de hacer un uso amplio de criterios interamericanos (que no son derecho extranjero) y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos—.25
En el vivo panorama de la conversación constitucional comparada en torno a la libertad de expresión, es habitual subrayar las diferencias entre la tradición estadounidense, con raíces en un particular entendimiento de la naturaleza humana y de las condiciones de desarrollo de la vida democrática, en cuyo contexto la citada libertad es un verdadero supraderecho que rara vez encuentra un contrapeso significativo en otro tipo de consideraciones, y tradiciones como la alemana, la canadiense, la española o la colombiana, que otorgan relevancia a consideraciones (derechos de la personalidad, garantías de goce igualitario de los derechos) que abogan con frecuencia en sentido opuesto a la primera en los casos concretos y buscan, en todo caso, vías de equilibrio casuístico entre todos ellos. El contraste entre estas tradiciones es claramente detectable en el modo en que las altas cortes han resuelto casos relacionados con “discurso de odio” o intensamente discriminatorio, críticas a funcionarios públicos, denuncias de invasión a la intimidad o de uso no consentido de la propia imagen, o casos de ofensas a los símbolos patrios.26 Centrándonos en los primeros —que son los que tienen una relación inmediata con la problemática discutida en el amparo de Puebla— hay que recordar que en Estados Unidos la Corte Suprema considera legítima la restricción de discurso que vehicula desprecio y odio sólo cuando existe incitación a la violencia o creación de un riesgo claro e inminente de que la violencia se produzca. Aplicando este estándar, sentado en Brandenburg vs. Ohio,27 la Corte ha sostenido por ejemplo que un bando municipal que prohibía una marcha neonazi en un pueblo con un alto porcentaje de residentes judíos sobrevivientes al holocausto, no era ilegal porque no existía una incitación inmediata a la violencia, o que la quema de cruces en los jardines de personas afroamericanas (una práctica del Ku Klux Klan) no podía ser prohibida.28
En Regina vs. Keegstra —el caso de referencia en Canadá— la Corte Suprema canadiense declaró, por el contrario, constitucional un artículo del Código Penal canadiense que prohibía, con la excepción de las conversaciones privadas, la promoción intencional de odio contra grupos singularizados por su color, raza, religión u origen étnico.29 El tribunal constitucional alemán, por su parte, en casos con estructura constitucional a grandes rasgos equivalente, ha encontrado también bases para la limitación de la actividad expresiva y ha validado, por ejemplo, la constitucionalidad de las leyes que prohíben el negacionismo (negar que el holocausto judío ocurriera), en protección de los intereses identitarios y dignitarios de los judíos alemanes y el deber del resto de los ciudadanos de mantener la comunidad política en unas condiciones que permitieran a las personas judías seguir sintiéndose parte de ella.30
En fin, aunque no haya oportunidad ahora más que de citar capítulos básicos de estas tendencias generales, el contraste al que aludo —al igual que el que marca, por ejemplo, la jurisprudencia sobre el alcance del derecho a la intimidad de las personas públicas, mucho mayor en Europa que en los Estados Unidos— es conocido y además perfectamente remitible a diferencias de base muy claras en los textos constitucionales o convencionales de referencia, que usualmente contemplan un abanico de derechos, valores e intereses mucho más extenso que la escueta y bicentenaria declaración estadounidense de derechos. Rosenfeld y Sajó subrayan que estas diferencias están casi siempre ligadas a evoluciones históricas y políticas claramente distintas y advierten el riesgo de hacer un análisis demasiado plano de las implicaciones de adoptar unos u otros criterios en cada país: las rutas de los países hacia una mayor liberalización efectiva no son idénticas, y el derecho constitucional puede no adoptar una configuración igual en todos lados a lo largo del proceso. Por ello, destacan, el hecho que la jurisprudencia estadounidense sobre libre expresión sea más liberal que su contrapartida alemana, no significa necesariamente que los Estados Unidos sean más liberales que Alemania en términos relativos de la lucha entre liberalismo y antiliberalismo; paradójicamente, apuntan, en países con pasados autoritarios como Alemania o Hungría, un grado de “antiliberalismo” frente al autoritarismo puede ser un mejor instrumento para desplazar el antiliberalismo por el liberalismo.31 Estos autores observan que con el tiempo Alemania se ha ido liberalizando y que no hay motivos para pensar que no llegará a estar en una posición exactamente igual a la de Estados Unidos, con todo y no adoptar en todos sus términos su regla laissez-faireana en materia de libertad de expresión.32 Como han subrayado, por otro lado, algunos liberales igualitarios, un grado de limitación a las expresiones de odio —como la fijación de límites al financiamiento privado de las campañas políticas y otras medidas aparentemente limitadoras de la expresión— en realidad potencia o maximiza la libertad de expresión en la cuenta final, al poner coto a discursos y prácticas que privilegian ciertas voces y mantienen el “silenciamiento” estructural de muchas otras.33
En definitiva, aunque las lógicas justificadoras, tras la exigencia de garantizar de modo robusto la libertad de expresión en las democracias actuales, son esencialmente las mismas; aunque haya una coincidencia muy amplia en las soluciones a las que arriban las cortes al resolver ciertas categorías de litigio, y aunque las restricciones a la libre expresión deban verse siempre como problemáticas, es más habitual que excepcional que la vida democrática discurra sobre marcos constitucionales y convencionales que hacen previsible y de hecho deseable la armonización y el ajuste mutuo entre libertad de expresión y otros bienes y derechos a la vista de las singularidades del trasfondo histórico, social y cultural relevante.
Una vez impregnamos la mirada con esta visión histórico-constitucional más amplia, tomamos nota de que la Constitución y los tratados son explícitos en cuanto a las preocupaciones antidiscriminatorias —incluso al hilo de la protección de la libre expresión—34 y nos detenemos a pensar cuáles son los “bolsillos” profundos de antiliberalismo en el país, cuáles los patrones que articulan las estructuras socioculturales predominantes, y cuáles las dinámicas entre mayorías y minorías en términos de efectos sobre las condiciones de goce de los derechos, no veo motivos para rechazar la matizada “receta” constitucional propuesta por la Corte para casos como el de Puebla. El alcance de las prácticas discriminatorias o abiertamente violentas de que son víctimas las personas en México por el mero hecho de tener ciertas preferencias sexuales es de dimensiones vergonzosas y tiene huella documentada en múltiples sedes, sea la Encuesta Nacional sobre Discriminación,35 sean los datos sobre muertes motivadas por la homofobia,36 sea el carácter “normalizadamente” homofóbico de tantas muestras de cultura popular (“coreados” en la cancha de futbol, letras de canciones, etcétera).
A la vista de ello, detectada la presencia en la columna origen del pleito de expresiones homofóbicas, la decisión de la Corte de lanzar una “señal de alarma”, así como su desarrollo argumental acerca del modo en que el lenguaje moldea la percepción de la realidad y la acción humana sobre ella, no parecen en absoluto fuera de lugar. Adoptada la decisión de ser lo más exhaustivos posible en el trazado de la lectura constitucional relevante —la visión robusta de la revisión constitucional de sentencias discutida en la sección anterior—, que la Corte inste en vía de amparo a incluir en las perspectivas relevantes de análisis la del posible daño derivable del uso del lenguaje discriminatorio y que lo vincule formalmente al derecho al honor (alegado), adicionado (oficiosamente) con el derecho a la no discriminación, no parece una decisión incorrecta, siendo por supuesto otra la discusión sobre el modo en que deben conjugarse las derivaciones prima facie de cada uno de estos principios y el grado en que unas u otras deben resultar determinantes en el modelado final del fallo.
VLa construcción de subreglas: pertinencia, responsabilidad social de los medios y análisis integradoDelimitado así el análisis constitucional de primer nivel: ¿son; sin embargo, correctas las subreglas propuestas y usadas por la Corte para dar operatividad a ese análisis? ¿Son suficientes? ¿Hay algunas que deberían haberse añadido al razonamiento, como sugieren los votos, o algunas que merecían ser excluidas?
Como adelantamos, a la hora de concretar la aplicación a un caso de los derechos fundamentales seleccionados como relevantes, es frecuente que las Cortes se ayuden de una amplia cantidad de pautas analíticas y argumentales. Su ubicuidad en la jurisprudencia estadounidense ha llevado a muchos constitucionalistas americanos a respaldar la llamada tesis de las “dos salidas” o “dos resultados”: mientras que para los partidarios de la tesis de “una salida”, las cortes interpretan la Constitución para extraer normas de aplicación general que después aplican a los hechos del caso particular (esto es, sólo surge una norma general entre la Constitución y la determinación judicial sobre el caso), para los partidarios de la tesis de las “dos salidas”, entre la Constitución y el fallo median dos elementos: la norma interpretada y la doctrina creada por la Corte para administrar o implementar esa norma.37 A este segundo rubro se adscriben, por ejemplo, los test o escrutinios corrientemente usados para determinar si una norma o acto vulnera el principio de igualdad, o las reglas sobre el estándar probatorio o argumental aplicable (“más probable que improbable”, “más allá de toda duda razonable”).38 En el mismo lugar del espacio lógico de la interpretación constitucional se sitúan a mi juicio las argumentaciones con que las cortes identifican y evalúan la aplicabilidad de pautas que fueron importantes o incluso determinantes en litigios pasados —muchas de las cuales reflejan operaciones de ajuste mutuo entre principios, esto es, el resultado de ejercicios previos de ponderación de derechos—.39 Si nos acercamos al fenómeno desde la conceptualización propia de la teoría ponderativa de Alexy, en lugar de la estadounidense, diríamos que en este momento las cortes, con la ayuda de esos criterios, van delimitando las características normativamente relevantes del caso, evalúan si éstas permiten decidirlo sobre la base de una regla-resultado-de-ponderación presente en los precedentes o argumenta, en caso contrario, lo que ellas representan en términos peso abstracto y concreto e intensidad de afectación a los principios en liza, de cara a posteriormente determinar, al alcanzar el punto final de razonamiento, el resultado arrojado por la ponderación.40
Pues bien, como hemos visto, al explorar en un plano más concreto las implicaciones en el caso de los derechos aplicables, la sentencia de Puebla recupera un número importante de pautas de decisión presentes en su jurisprudencia anterior: el esquema de protección dual (según el cual los derechos de la personalidad de las personas públicas merecen prima facie menor protección que los de los ciudadanos particulares), la regla de la relevancia de la posición simétrica o asimétrica de las partes (que evalúa si las partes tienen recursos comparables para responder eficazmente al discurso del otro), la regla de la “malicia efectiva” (según la cual transmitir informaciones falsas respecto de personas públicas genera responsabilidad sólo si se hace con intención de dañar), la presunción de protección de las opiniones e informaciones sobre materias de interés público, etcétera. Pero su aporte distintivo es sin duda la atención que dedica a las subreglas inscritas en el ámbito del derecho al honor y el modo en que la Corte, tras detectar la presencia de lenguaje discriminatorio en la columna, declara la imposibilidad de resolver el caso con la regla contenida en el AD 28/2010 y sitúa a las primeras en el centro del razonamiento operativo del amparo. La Corte hace especial énfasis en el uso de la siguiente regla: una expresión constituye un ataque no protegido constitucionalmente al honor cuando: a) es oprobiosa y vejatoria; b) no es pertinente, esto es, no es funcionalmente necesaria para la expresión de las ideas de que se trate.
A mi juicio, el desarrollo de la sentencia en el plano de las subreglas tiene dos principales inconvenientes. El primero es el protagonismo que concede a la regla centrada en la “pertinencia” de las palabras, que resulta en un escrutinio demasiado estricto, con efectos potenciales excesivamente silenciadores. El segundo es que la Corte, cuando al final del fallo insta al Colegiado a determinar si existe daño moral de conformidad con los estándares sentados (pp. 61–62) no enfatiza suficientemente la necesidad de hacer una aplicación conjunta e integrada de todas las subreglas identificadas a lo largo del análisis y parece situar en posición determinante las reglas de decisión que pivotan en torno al derecho al honor.
Empezando por lo primero, hay que decir que el criterio de la “pertinencia” de las palabras tiene ciertamente una amplia presencia en la jurisprudencia constitucional comparada y en los precedentes mexicanos. La sentencia se hace eco de su reiterado uso por los altos tribunales de España41 en una línea de razonamiento de la que deriva la conocida afirmación según la cual “la Constitución no protege un derecho al insulto”, que hay que entender, justamente, en clave de pertinencia: en el caso, las palabras “maricón” y “puñal” no eran pertinentes, en el sentido de que carecían de utilidad funcional, pues para expresar una crítica al quehacer periodístico no era necesario usar unas palabras cuya permanencia en el uso perpetúa daños sociales.
Es fácil, sin embargo, imaginar los inconvenientes potencialmente asociados al uso de este criterio. En primer lugar, evaluar un discurso con el criterio de la pertinencia implica que el evaluador del mensaje presupone y conoce su finalidad, su objetivo, cuando quizá ese fin se perfila “en el camino” de hablar o se re-escribe socialmente con el paso del tiempo, de modo que una revisión judicial ex post facto no cuidadosa puede atrapar a los individuos en los confines de reconstrucciones arbitrarias del objetivo o valor de sus discursos. En segundo lugar, analizar la relación entre medios y fines bajo este criterio exige hacer hacer un análisis de “necesidad”, lo cual torna el análisis constitucional en un escrutinio estricto. Aunque es posible imaginar un entendimiento más flexible de la “pertinencia”, lo cierto es que las sentencias evalúan si el uso de ciertas palabras era “necesario para expresar lo que se quería decir”, o si existían por el contrario medios alternativos disponibles —pregunta que es fácil responder en afirmativo—. Si además se presenta esta regla, como parece hacer la sentencia, como una norma de aplicación incondicionada una vez detectado cierto tipo de lenguaje, es claro que puede convertirse rápidamente en una máquina de fabricación de inconstitucionalidades.
La impertinencia, aplicada a las palabras usadas, podría al final no ser ni necesaria ni suficiente para dejar una expresión fuera de protección. Podría no ser necesaria en los casos en que ciertas palabras parecen pertinentes y, con todo, también demasiado odiosas para ser admisibles. Y podría no ser suficiente en los casos de expresiones impertinentes pero inofensivas (expresiones absurdas pero inconsecuentes).42 La sentencia trata los requisitos de ofensividad y pertinencia como acumulativos: una expresión puede ser oprobiosa y groseramente ofensiva, pero si es pertinente, está protegida. Sin embargo, podríamos no estar dispuestos a aceptar esto en todos los casos —por ejemplo, cuando la ofensividad, en el contexto, es tal, que no parece compensar el hecho de que la ofensa se vehiculara mediante palabras “necesarias” (pertinentes)— y dar peso a tal conclusión en el contexto de un juicio indemnizatorio. En definitiva, y aunque cada una de estas vías de problematización merecería un análisis más extenso, sirvan estas anotaciones para sugerir que la “pertinencia” puede convertirse en una exigencia fácilmente insuperable y que la relación que guarda con la ofensividad, la discriminación y los trasfondos normativos de los derechos en pugna no es clara.
El ministro Cossío criticó el estándar de la pertinencia y defendió la necesidad de resolver el caso exclusivamente bajo las subreglas presentes en la jurisprudencia anterior de la Corte, centradas en factores como el interés público de la información, la simetría o asimetría de los sujetos y el análisis de las posibilidades de reaccionar frente a los ataques expresivos de otros. A su juicio, el uso de ciertas palabras no es en sí mismo relevante —lo que importa es el mensaje— y el examen centrado en su utilidad funcional acaba controlando los mensajes en razón de su contenido. ¿Debería la sentencia, entonces, haber tomado como determinante la subregla centrada en la prohibición de controles de contenido? A mi juicio, con todo y el inmenso potencial de esta pauta para hacer operativas varias de las bases filosóficas que hacen valiosa la libertad de expresión, su uso tiene sabidas limitaciones. La primera es que administrar la distinción entre límites de forma y de contenido no es siempre fácil y el caso de Puebla lo muestra, pues la prohibición de expresiones homofóbicas puede verse como un límite de contenido o como una mera restricción de forma (como parece asumir la sentencia al sugerir que las críticas al periodista podían haberse hecho igual sin recurrir impertinentemente al lenguaje discriminatorio). La segunda es que, cuando lo que estamos examinando son conflictos de derechos, en particular aquellos entre libre expresión y derechos de la personalidad, el choque de “contenido contra contenido” debe darse con frecuencia por descontado. Aunque la regla tiene una aplicabilidad amplia en la relaciones entre poderes públicos y particulares, no es en sí misma resolutoria de muchos de los conflictos de derechos típicos en las relaciones entre particulares.
A mi juicio, para dar peso constitucional en el caso a la presencia de lenguaje homofóbico era suficiente con usar la regla de la ofensividad u oprobiosidad, pero reinterpretada en clave de daño social ligado a la presencia de ciertos mensajes en instancias socialmente influyentes, como lo son los medios de comunicación o los poderes públicos. La sentencia vierte consideraciones que podrían ayudar a construir un argumento de este estilo cuando alude a la especial responsabilidad de los medios en la preservación de un ambiente libre de lenguaje dañino asociado a prácticas discriminatorias arraigadas y, en general, al modo en que el lenguaje construye nuestra percepción de la realidad —aunque esta parte de la argumentación no viene suficientemente trabada con la anterior, relativa a la oprobiosidad, y da pie por ello a las observaciones de los ministros disidentes en torno a los problemas de reconocer el sentimiento de ofensa frente a las palabras homofóbicas—. En el caso de las autoridades, la expresión institucional en términos homofóbicos puede considerarse, a mi juicio, con la posible excepción del caso de intercambios informales, incompatible con su envestidura constitucional: si se produjera, tales autoridades estarían alienando a parte de los ciudadanos en nombre de quienes actúan. En el caso de los medios de comunicación el reproche iría más bien por la vía de señalar su culpa contributiva en el daño ínsito en la permanencia de una esfera pública homofóbica que frustra el goce igualitario de los derechos. En el contexto del debate de la Corte, mientras los disidentes estiman que las palabras sólo pueden considerarse ofensivas si se “compra” injustamente el argumento a los discriminadores (Gutiérrez), que restringirlas equivaldría a establecer límites de contenido (Cossío), y que en el caso, vistos los alegatos del recurrente y el lugar de esas palabras en la columna, no tenían peso suficiente (los dos disidentes), la mayoría concluye que lo son sobre la base de una teoría objetiva del daño que, al tomar el que la columna use palabras cuyo empleo “genera una incitación o promoción de intolerancia hacia la homosexualidad” (p. 53) y contribuyen a perpetuar ciertos significados sociales, permite computarlo con independencia de que nadie en el caso se sienta especialmente ofendido.
El segundo punto delicado es que la sentencia no hace un llamado claro a hacer un análisis integrado de todos los criterios que las propiedades relevantes del caso obligan a considerar. La argumentación se enruta hacia la precisión de los criterios relativos al uso de palabras oprobiosas e impertinentes y después, en una movida algo confusa, determina que ello, sin embargo, no implica que en el caso haya daño moral a indemnizar y remite el asunto a nuevo juzgamiento (p. 62). El fallo tiene así un punto oscuro, a pesar de estar tomando la decisión correcta: dado el diseño procedimental del amparo directo en revisión, es correcto que la decisión sobre la procedencia o improcedencia final de la indemnización y su monto no la tome la Corte —quien habitualmente revoca la sentencia recurrida con la instrucción de que se examinen los conceptos de violación “a la luz de los criterios sentados”—. Sin embargo, dado que a veces la argumentación de la Corte tenga un grado de voluntad “dirigista” didáctica respecto de la decisión que habrá de tomarse, y dado que es posible que en alguna ocasión una sola de las reglas de decisión sea relevante para la adopción de la decisión final, es confuso (o erróneo, si la Corte lo quería) que en este caso la argumentación, tras avanzar hacia la progresiva concreción de reglas de decisión relacionadas con las expresiones ofensivas, oprobiosas e impertinentes, no inste expresamente al juzgador a recuperar la perspectiva comprehensiva y a determinar si existe o no un daño indemnizable todas las cosas consideradas.
A mi juicio, en el caso poblano la Corte debía instar con claridad a hacer una aplicación concurrente de las diferentes subreglas de decisión relevantes, dentro de un razonamiento sensible al tipo de métrica compensatoria capturada por lo que Alexy llama la “ley de la ponderación” –cuanto mayor es el grado de afectación o no satisfacción de un principio, mayor debe ser la importancia de satisfacer el otro”— que es una manera de integrar los juicios sobre la afectación de cada uno de los principios en el caso, tanto la afectación concreta a la vista del caso, como la afectación a su importancia abstracta en el contexto de una determinada práctica constitucional, todo ello determinado y argumentado con recurso a las muy variadas subreglas empíricas, concepuales y normativas de las que, como hemos visto, las cortes se valen.43 Que el Colegiado soslayara el elemento “lenguaje homofóbico” justificaba la concesión del amparo y la revocación de su sentencia, pero no es el único criterio relevante para determinar si hay un deber de indemnizar. El hecho de que los sujetos involucrados sean sujetos “públicos” —dueños de periódicos muy conocidos en Puebla—, que estén situados en posiciones largamente simétricas, que las columnas no carezcan de interés público en tanto ventilan aspectos de la relación entre políticos y medios de comunicación, que el intercambio tenga cierto nivel simétrico de agresividad, y que (pero no solamente) en su contexto se usen palabras que hay que considerar oprobiosas en tanto emitidas desde una tribuna que influye poderosamente en las percepciones y tiene una especial responsabilidad respecto de la permanencia de estereotipos que repercuten injustamente en los derechos y oportunidades de ciertos grupos de personas, son todos factores que deben permear el fallo. La novedad a celebrar de la sentencia es que insta a los jueces a integrar en el análisis el disvalor constitucional derivado de la presencia de expresiones homofóbicas, pero las conclusiones sobre la existencia o no de responsabilidad civil debían sintetizar la aplicación de la totalidad de los criterios pertinentes en el caso, que tiran en direcciones opuestas.44 Y puede ser que, todas las cosas consideradas, no fuera el caso de reconocer una obligación de indemnizar.
VIConclusiónLa línea jurisprudencial construida por la Corte en materia de libre expresión en los pasados años es digna, razonada y esencialmente congruente con los estándares interamericanos y muchos de los habituales en la jurisprudencia comparada. Siendo, sin embargo, tributaria del tipo de litigio que llega a los tribunales en un país con un muy desigual acceso a la justicia, deja intocados muchos temas. El ADR 2806/2012 es importante porque incorpora ideas sustantivas que no habían sido exploradas y que son particularmente relevantes en el contexto sociocultural mexicano, y porque da ocasión de sofisticar el análisis y provee herramientas para ello.
La adición sustantiva central de esta sentencia es la idea de que no es descabellado insertar la libertad de expresión en un marco de análisis constitucional en el que comparte protagonismo con otros encuadres constitucionales, en particular los derivados del componente igualitario que la Constitución y los tratados acogen. La sentencia tiene el acierto de advertir que los criterios consagrados en los precedentes podían ser en un punto demasiado libertarios, en el sentido de ser insensibles a las desigualdades de poder entre y por fuera de las partes (externalidades sobre terceros). La sentencia contribuye a diluir la idea de que proteger la libre expresión impide, en cualquier circunstancia y en cualquier contexto, que el uso de cierto lenguaje tenga costos, y abre así la puerta al uso de medidas orientadas a desincentivar discursos vertidos en un marco institucionalizado (medios, autoridades) que —como la sentencia explica en su desarrollo acerca de la perspectiva constructivista sobre el lenguaje y sus consideraciones sobre la responsabilidad social de los medios— contribuyen a la no desaparición de estados de cosa inconstitucionales. La sentencia amplía de este modo la paleta normativa a la luz de la cual los jueces deben acercarse a ciertos casos, aunque no sea claro que en la controversia poblana pudiera justificarse, finalmente, un deber de indemnizar.
La sofisticación analítica viene por el modo en que este amparo nos permite profundizar en los matices de la revisión constitucional de sentencias dentro de un marco constitucional renovado. Por cómo nos permite reflexionar acerca del tipo de papel sistémico que deseamos que nuestra corte constitucional desempeñe; por cómo ilustra que el espacio lógico de la interpretación/aplicación de la Constitución, sobre todo en los casos de conflictos de derechos, es amplio y alberga varias operaciones (identificación de principios aplicables, formulación y uso de subreglas de decisión, integración de las diferentes factores de relevancia en el contexto de un razonamiento ponderativo o especificativo); por cómo ilustra las exigencias de argumentar razonadamente en torno a ciertos criterios (la distinción forma/contenido, por ejemplo); o por cómo evidencia que tomarse en serio los derechos fundamentales en cuanto expectativas subjetivas pero también como orden objetivo de valores complejiza la operación de evaluar su grado de goce o frustración en los casos concretos.
La sentencia es interesante, entonces, desde varias de las perspectivas que son teóricamente centrales en la práctica constitucional contemporánea y es, por ello, con los matices señalados, una contribución a celebrar.
ITAM, México. Agradezco los comentarios a los participantes en el Seminario “Libertad de expresión, discriminación y lenguaje”, organizado por el CIDE el 20 de junio de 2013, evento donde expuse un primer esbozo del presente artículo. Doy las gracias también a Alberto Puppo por sus múltiples observaciones que me ayudaron a pensar mejor varias cuestiones teóricas, y así como a Roberto Lara por sus comentarios, aunque ni uno ni otro son responsables de los errores que puedan permanecer.
Para un sintético recorrido por esta línea jurisprudencial, evaluada a la luz del derecho de fuente interamericana, me permito remitir a Pou Giménez, Francisca, “La libertad de expresión y sus límites”, en Ferrer Mac-Gregor, Eduardo et al. (coords.), Derechos humanos en la Constitución. Jurisprudencia nacional e interamericana, México, SCJN-Konrad Adenauer Stiftung-UNAM, 2013, pp. 901–948.
Véase en Barendt, Eric, Freedom of Expression, Oxford, Oxford University Press, 2005, una magnífica exploración de los variados, extensos y sofisticados temas de los que se ha ocupado la jurisprudencia comparada en materia de libertad de expresión.
Véase el AR 1595/2006, caso repartidor de octavillas, fallado por la Primera Sala de la SCJN el 29 de noviembre de 2006 y el ADR 1302/2009, caso esquelas, fallado por la Primera Sala de la SCJN el 12 de mayo del 2010.
Véase el ADR 2044/2008, caso periodista de Acámbaro, fallado por la Primera Sala el 7 de junio de 2009; el AD 6/2009, caso ex Primera Dama, fallado por la Primera Sala de la SCJN el 6 de octubre de 2009; el ADR 27/2009, caso políticos en el IFE, fallado por el Pleno de la SCJN el 22 de febrero de 2010; el ADR 10/2010, caso La Jornada vs. Letras Libres, fallado por la Primera Sala de la SCJN el 23 de noviembre de 2011; el AD 8/2012, caso revista Contralínea, fallado por la Primera Sala el 4 de julio de 2012; y el ADR 2411/2012, caso Marín vs. Meyer, fallado por la Primera Sala el 5 de diciembre de 2012.
Los casos citados en la nota anterior son todos instancias de conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor o reputación, menos el AD 6/2009, donde el segundo derecho involucrado es el derecho a la intimidad.
Haciéndose eco de este contraste entre tradiciones, véase Rosenfeld, Michel y Sajó, Andras, “Spreading Liberal Constitutionalism”, en Choudhry, Sujit (ed.), The Migration of Constitutional Ideas, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 146–149; Uprimny, Rodrigo et al., Libertad de prensa y derechos fundamentales, Bogotá, Andiarios-DeJusticia-KAS, 2006, pp. 60–75 (aunque estos autores advierten que las diferencias no deben ser “abolutizadas” y destacan puntos de convergencia); Krotoszynsky, Ronald, The First Amendment in Cross-Cultural Perspective: A Comparative Legal Analysis of the Freedom of Speech, Nueva York, New York University Press, 2006; y Errera, Roger, “Freedom of Speech in Europe”, y Schauer, Frederick, “Freedom of Expression Adjudication in Europe and the United States: a Case Study in Comparative Constitutional Architecture”, en Nolte, Georg (eds.), European and US Constitutionalism, Cambridge, Cambridge University Press, 2007.
Véase Berman, Mitchell N., “Constitutional Decision Rules”, Virginia Law Review, núm. 90, 2004, pp. 1–168; id, “Construcción constitucional y reglas constitucionales de decisión: reflexiones sobre el cincelado del espacio de implementación”, Isonomía, núm. 38, 2013, pp. 105–142; Uprimny Rodrigo et al., Libertad de prensa y derechos…, cit., pp. XV-XXX, otros usan, por su parte, el término “subreglas” en la obra citada en la nota anterior.
Tomo como “lenguaje conceptual” de referencia en este punto el modelo de la ponderación (orientada por reglas) de Alexy. Alexy, Robert, Teoría de los derechos fundamentales, Madrid, CEPC, 2007, aunque uno podría, por supuesto, analizar la sentencia de Puebla apoyándose en un modelo teórico sobre resolución de conflictos de derechos constitucionales distinto por ejemplo, el de Moreso. Véase Moreso, José Juan, La Constitución: un modelo para armar, Madrid, Marcial Pons, 2009, ensayos 16 a 20; Clérico, Laura, “Sobre ‘casos’ y ponderación. Los modelos de Alexy y Moreso, ¿más similitudes que diferencias?”, Isonomía, núm. 37, 2012, pp. 113–145.
Véase las transcripciones de los escritos implicados, que aquí sintetizo mucho, privilegiando los aspectos más necesarios para entender la litis constitucional, en las páginas 2–6 de la sentencia de la Corte en el ADR 2806/2012. En adelante, las referencias a las páginas de la sentencia las hago en forma paréntica en el cuerpo del artículo.
Véase Fix-zamudio, Héctor y Ferrer MacGregor, Eduardo, “El derecho de amparo en México”, en Fix-zamudio, Héctor y Ferrer MacGregor, Eduardo (coords.), El derecho de amparo en el mundo, México, Porrúa-KAS- UNAM, 2006, pp. 467 y 468; Rabasa, Emilio, El artículo 14 y el juicio constitucional, México, Porrúa, 1955, pp. 95 y ss.; Cossío Díaz, J. Ramón, Sistemas y modelos de control constitucional en México, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2011, pp. 36 y 37. Los litigantes impulsaron fuertemente este desarrollo, pues preferían que sus casos fueran vistos en los tribunales federales, no (o no sólo) en los locales.
Véase la tesis 1a./J. 15/2012 (9a.), registro:159936, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta (SJFyG), libro XIII, t. 2, p. 798, octubre de 2012, rubro “Derechos fundamentales. Su vigencia en las relaciones entre particulares”.
Idem; tesis 1a. CLII/2011 (registro: 161192, SJFyG, p. 230, t. XXXIV, agosto de 2011), “Revisión en amparo directo. Resulta la vía adecuada para que la Suprema Corte de Justicia de la Nación conozca de aquellas sentencias de los tribunales colegiados de circuito que no reparen una violación de derechos fundamentales cometida por un particular” y la 1a. XVIII/2011 (10a.) (registro: 2000050, SJFyG, libro I V, t. 3, p. 2685, enero de 2012), “Amparo directo. Resulta la vía adecuada para que los tribunales colegiados de circuito conozcan de aquellas sentencias de los tribunales ordinarios que desconozcan una violación de derechos fundamentales cometida por un particular”. La Primera Sala ha hecho valer la eficacia horizontal de los derechos en, inter alia, el ámbito de la libertad de expresión y derecho al honor (AD 28/2010, AD 8/2012, ADR 931/2012, ADR 2806/2012, AD 16/2012), la inviolabilidad de las comunicaciones privadas (el ya mencionado AD 1621/2010), el derecho a la salud (AR 117/2012) y el derecho a la igualdad y no discriminación (AR 410/2012).
En una versión de un solo paso, en cambio, la Corte desarrolla la lectura constitucional y la aplica directamente al caso concreto: provee la solución final del diferendo, a la luz de la Constitución o de la ley y la Constitución, y ahí se termina el juicio de amparo, no hay revocación ni nueva resolución. En la versión de dos pasos, el caso regresa al Colegiado cuando la materia de la revisión no queda agotada con el pronunciamiento de la Corte.
La defensa del modelo robusto que perfilo a continuación no es completa porque no viene acompañada de una exploración de sus debilidades y de las ventajas potenciales de su rival, el modelo acotado, en el contexto mexicano. Con todo, creo que las razones que proveo son suficientes para dejar presentada con un grado aceptable de solidez mi postura en el contexto de un debate cuya articulación detallada exigiría más espacio del que le puedo dedicar en el contexto de este artículo.
Por supuesto, la adopción de una versión maximizadora tendrá mejores resultados a medida que los tribunales inferiores que reaccionan a la jurisprudencia de la Corte vayan actuando con mayor madurez y abandonen los automatismos propios de una tradicional y muy formalista manera de juzgar que propicia la proyección automática de (un cierto entendimiento de) los criterios de los tribunales superiores. El sistema funcionará mejor cuando los jueces sepan dialogar sustantivamente con ellos y entiendan las implicaciones que tiene responsabilizarse por instrumentarlos o concretarlos en una resolución final justificada. Agradezco a Jimena Medellín que me hiciera notar la importancia de no soslayar este punto.
La suplencia —que no procedería en un caso como el de Puebla bajo las reglas del artículo 79 de la Ley de Amparo— implica mucho más: implica que el juez puede hacer y/o rehacer la demanda casi por completo. En cualquier caso, qué sea y qué deba implicar la suplencia bajo las nuevas reglas del juego constitucional —habiéndose desarrollado en un contexto constitucional tan distinto— y su articulación con las directivas del artículo 1o. es una cuestión que ser debatida y precisada pronto.
Véase, al respecto, Rodríguez Garavito, César y Rodríguez Franco, Diana, “Un giro en los estudios sobre derechos sociales: el impacto de los fallos judiciales y el caso del desplazamiento forzado en Colombia”, en Arcidiácono, Pilar et al., Derechos sociales: justicia, política y economía en América Latina, Bogotá, Uniandes-CELS-UDP-Siglo del Hombre, pp. 91–99 y 137–153; Restrepo Saldarriaga, Esteban, “Justicia constitucional y progreso social: la constitucionalización de la vida cotidiana en Colombia”, en Saba, Roberto (ed.), SELA 2002. El derecho como objeto e instrumento de transformación, Buenos Aires, Ed. del Puerto, 2003, pp. 73–88.
Salazar, Pedro, presentación en el seminario “Libertad de expresión, discriminación y lenguaje”, CIDE, 20 de junio de 2013.
En el caso de la libre expresión, a este nivel la Corte subraya, por ejemplo, a la relación entre la garantía robusta de este derecho y el mantenimiento de las precondiciones para el funcionamiento de la democracia o cómo constituye una vertiente de expresión y ejercicio del florecimiento y la libertad individuales.
Explorar las razones por las que las cortes constitucionales actuales hacen un uso creciente de las referencias a la jurisprudencia de otros países nos llevaría a adentrarnos en el extenso y apasionante debate sobre la migración de las ideas constitucionales. Véase Rosenfeld, Michel y Sajó, Andras, “Spreading Liberal Constitutionalism”, en Choudhry, Sujit (ed.), The Migration of…, cit. La centralidad de la libertad de expresión en todas las Constituciones democráticas, nuevas y viejas, convierte a los criterios en su ámbito en protagonistas centrales de este fenómeno. En México ello viene propiciado además por la ausencia de una tradición histórica normativamente aceptable en la materia.
Los casos son, respectivamente, National Socialist Party of America vs. Village of Skokie, 432 US 43, y R.A.V vs. City of St. Paul, 505 US 377 (1992). Véase Rosenfeld, Michel, “Hate Speech in Constitutional Jurisprudence: A Comparative Analysis”, Cardozo Law Review, vol. 24, núm. 4, 2004, pp. 1523–1568.
Regina vs. Keegstra, 3 S.C.R. 697 (1990). James Keegstra era un profesor de secundaria en Alberta que hacía consideraciones profundamente antisemitas en sus clases. Según la sentencia sintetiza, Keegstra les decía a los alumnos, por ejemplo, que los los judíos eran “traicioneros”, “subversivos”, “sádicos”, “amantes del dinero”, “ávidos de poder” y “asesinos de niños”, que habían inventado el holocausto para ganar simpatía y que, en contraste con los honestos cristianos, eran engañosos, malignos y creadores de caos, guerras y revolución. Los alumnos debían reflejar estas ideas en los exámenes y en clase y si no les bajaba la nota. Siguiendo su característico análisis constitucional de doble paso, la Corte encontró que el artículo penal involucrado suprimía el discurso; asimismo, enfatizó que el alcance inicial de la libertad de expresión no puede acotarse contextualmente por motivos relacionados con la igualdad y el multiculturalismo, pero consideró que su limitación estaba justificada bajo el artículo 1o. En casos posteriores como Regina vs. Krymowski (2005) la Corte cita Keegstra como el caso el que quedó decidido que las leyes sobre discurso de odio son constitucionales en Canadá.
La formulación ya clásica del argumento es de Owen Fiss, Libertad de expresión y estructura social, México, Fontamara, 1997. Para una espléndida exposición de la teoría fissiana puesta en contraste con la tradición anterior más individualista representada en la academia por Harry Kalven y con las posiciones críticas más recientes de Robert Post, véase Restrepo Saldarriaga, Esteban, “Introducción”, en Restrepo Saldarriaga, Esteban (comp.), Libertad de expresión: entre tradición y renovación, Bogotá, Uniandes, 2013.
Aunque el artículo 13 de la CADH otorga a la libre expresión un régimen de protección muy robusto —por encima de otras previsiones convencionles— acota en su pfo. 5 que estará “prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional”. En general, sobre la orientación sexual como categoría protegida por el artículo 1.1. de la CADH, véase Corte IDH, Atala Riffo y niñas vs. Chile, Serie C, 239, 24 de febrero de 2012, pfos. 83–93. Véase igualmente la cláusula antidiscriminatoria del artículo 1o. de la Constitución federal.
Según los datos de la Enadis 2010, a la pregunta de qué tanto creen que las preferencias sexuales provoquen divisiones entre la gente, 40.0% responde que “mucho” (Enadis-DS, p. 26); 79.9% de personas mayores de 50 años opina que a las personas homosexuales no se les debería permitir adoptar niños —73.8% en el caso de lesbianas (ibidem, pp. 29 y 31); y 43.7% contesta que “no” estaría dispuesto a que en su casa vivieran personas homosexuales— 44.1% si fueran lesbianas (ibidem, p. 33).
Véase “México, segundo lugar en crímenes de homofobia: Oikos”, Milenio, 18 de mayo de 2013, disponible en http://www.milenio.com/cdb/doc/noticias2011/edb9c93b-d8928c14427dc1abc8486052
Véase Berman, Mitchell N., “Aspirational Rights and the Two-Output Thesis”, Harvard Law Review Forum, vol. 119, 2006, p. 220; Sager, Lawrence, “Fair Measure: the Legal Status of Underenforced Constitutional Norms”, Harvard Law Review, vol. 91, 1978, p. 1212; Fallon, Richard, “The Supreme Court, 1996 Term-Foreword: Implementing the Constitution”, Harvard Law Review, vol. 111, 1997, p. 54.
Como destaca Clérico, en varias de las etapas de las que consta la ponderación se usan razonamientos y argumentos de muy distinta naturaleza. Por ejemplo, “para determinar el grado e intensidad de interferencia y la importancia de realización de los principios, se utilizan argumentos que no poseen una característica específica de ponderación. Todos los argumentos disponibles en el marco de la argumentación jurídica pueden ser alegados; es decir, argumentos que provienen de la dogmática, de precedentes, prácticos en general, empíricos, formales. Nuevamente aquí aparecen los “casos” no ya para resolver el conflicto de derechos sin ponderación, sino para identificar qué tan intensiva es la restricción del derecho en cuestión”. Clérico, Laura, “Sobre ‘casos’ y ponderación…”, cit., p. 124, notas y énfasis omitidos.
Tomo la expresión “regla-resultado-de-ponderación” de Clérico, idem. En el contexto del modelo “especificacionista” o de “revisiones estables” de principios propuesto por Moreso, diríamos que lo que las cortes hacen en esta etapa es identificando las propiedades del caso genérico que constituirá el antecedente de la regla que resoverá el caso. Bajo este paradigma, lo que las cortes hacen es especificar las condiciones de aplicación de los principios en pugna, que estaban implícitas; cuando esta operación ha terminado, ya no hay conflicto de derechos, pues resulta aplicable sólo uno de ellos. Véase Moreso, José Juan, La Constitución…, cit.,., pp. 295–298 y 302–307; Luque, Pau, “La concepción irenista de la Constitución”, Isonomía, núm. 38, 2013, pp. 35–65.
También se pueden imaginar hipótesis en las que el análisis acabe siendo circular: ¿son las palabras con carga social discriminatoria siempre, por ese solo hecho, impertinentes? ¿Hay que partir, al menos, de una presunción de impertinencia de esas palabras?
Para una descripción detallada del significado de la ley de la ponderación y la fórmula del peso véase Alexy, Robert, Teoría de…,cit., esp. pp. 90 y ss. y 161 y ss.; Bernal Pulido, Carlos, El derecho de los derechos, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2004, pp. 95 y ss.
Por supuesto, partimos de que lo único a discutir es en estos casos si hay responsabilidad civil ex post no responsabilidad penal, que sería desproporcionada, y no control ex ante de los mensajes –reglas de decisión ambas bien asentadas en el contexto del litigio constitucional en materia de libre expresión—.