Afirmaba Jorge Carpizo que reconocer los singulares y abundantes méritos de una persona constituye un acto de demostración a las nuevas generaciones de los valores que importa cultivar. Y no le faltaba razón; elogiar, ensalzar o alabar los méritos de una persona cuando se le homenajea por haber dejado de existir es, en consecuencia, una práctica que dignifica, alecciona y da sentido a la existencia.
En ocasiones, la vida de una persona resulta tan extraordinaria que los adjetivos apenas logran dimensionar su estatura personal, cultural y moral, por ello la narrativa es insuficiente para referenciar el legado que ha dejado tras de sí. Este es el caso de Jorge Carpizo, cuyos 68 años de vida sirvieron para forjar una biografía robusta, trascendente e imperecedera. Tan vasta en horizontes alcanzados como rica en vivencias, obras, actuaciones, compromisos y responsabilidades.
No resulta difícil sostener que Jorge Carpizo desearía ser recordado, ante todo y sobre todo, por su faceta como universitario. Asomarse a su biografía representa la constatación más evidente de que hizo de la enseñanza su profesión, de la educación su realización personal y de la Universidad su ámbito espiritual de existencia. Su vida no se explica ni se concibe sin la Universidad y la Universidad Nacional no alcanza a dimensionarse adecuadamente sin personajes de la talla de Carpizo. Entre la persona y la institución se produjo una simbiosis tal, una implicación tan íntima, profunda y recíproca, que Carpizo guardó las últimas palabras de su epitafio para testimoniar el amor por su alma mater.
Carpizo se formó en las aulas universitarias de la Facultad de Derecho de la UNAM. Nueve años después obtendría el título de doctor en derecho, luego de haber cursado estudios de maestría en The London School of Economics and Political Science. Antes de concluir la carrera, su brillantez lo llevó a ingresar como secretario del Instituto de Investigaciones Jurídicas, casa académica a la que perteneció cerca de 45 años.
Carpizo entendía muy bien que la mejor forma de retribuir y engrandecer a la Universidad era servirla desde dentro; por ello, los primeros 22 años de su vida profesional los consagró a la UNAM, donde desempeñó desde modestos cargos administrativos hasta la más alta investidura universitaria, la de rector, entre 1985 y 1989.
Para Carpizo, la Universidad lo fue todo. Su casa y su proyecto de vida. Era común escucharlo decir que todo lo que era y tenía se lo debía a la UNAM. No debe extrañar, en consecuencia, que en un acto de generosidad se empeñara en devolver a su alma mater, en vida, y aun después de su muerte, todo aquello que había recibido de ella. Acaso por ello se empeñó en fortificar los pilares académicos sobre los que hoy se funda el prestigio nacional e internacional de la Universidad, en construir espacios académicos en torno a los cuales gira la investigación en humanidades y en levantar la emblemática zona cultural que vivifica el espíritu universitario. No es exagerado afirmar que se erigió en un gran arquitecto universitario que heredó a la máxima casa de estudios un patrimonio material e inmaterial de invaluables dimensiones.
Jorge Carpizo fue un universitario ejemplar, pero también un estadista. Probablemente fue uno de los personajes que mejor entendió la relación entre el pensamiento científico y el actuar político en el proceso de cambio democrático de nuestro país. Necesitado de transformar de raíz el andamiaje institucional vigente durante la hegemonía del partido gobernante, el sistema político dio cabida a personajes como Carpizo, de amplio bagaje académico, sin militancia partidista, con conocimientos sobre el funcionamiento del orden estatuido y con amplio sentido de Estado, en el preciso momento en el que el orden constitucional requería auténticos ingenieros—relojeros como él solía decir—constitucionales, la vida política demandaba interlocutores confiables y las instituciones públicas necesitaban servidores públicos de probada honorabilidad.
Carpizo logró conjugar magistralmente su pensamiento con su obra al servicio del Estado. Siempre que pudo llevó a la práctica las ideas que había plasmado en sus contribuciones académicas. Fue, en este sentido, un incansable estudioso de la forma y arquitectura del poder, y un decidido impulsor y reformador de instituciones.
Su comprensión integral del Estado desde la perspectiva más amplia y general que sólo le está permitida a los más conspicuos constitucionalistas o a los personajes con auténtica visión de estadistas, le llevó a dilucidar que el momento histórico en que se encontraba el país hacía inexorable la redefinición de sus instituciones a través de un conjunto de reformas que afianzaran el orden de libertades y racionalizaran el ejercicio del poder.
La vocación democrática, liberal, republicana y laica de Carpizo se manifiesta en la forma como concibió esos cambios y en las rutas que propuso para alcanzar un nuevo estadio de desarrollo de nuestra organización política. En efecto, imbuido en los influjos del pensamiento democrático, Carpizo pensó siempre en la forma de dotar de mayores ámbitos de derechos y libertades a la personas, convencido de que sólo a través de la incesante lucha por los derechos podían alcanzarse mejores condiciones de desarrollo personal y mayores capacidades para que los ciudadanos se convirtieran en los auténticos ejes articuladores de la legitimidad del Estado mediante su activa participación en la toma de las decisiones públicas, la definición de los asuntos de interés común y el seguimiento de los quehaceres de la clase política.
La dimensión liberal y republicana de Carpizo hizo que buena parte de sus reflexiones se encaminaran a dilucidar la forma de racionalizar el ejercicio del poder para impedir que éste se volviera el principal enemigo de la libertad. El edificio constitucional, en la concepción de Carpizo, debía democratizarse a partir de la inyección de legitimidad otorgada por el reconocimiento de que los ciudadanos tenían la capacidad de elegir a sus gobernantes a través del voto libre exteriorizado en elecciones competidas, en ejercicios periódicos convocados para la renovación de sus instituciones representativas; además, patentizó que ese edificio debía confeccionar un adecuado esquema de división y contrapeso de poderes para que la unidad del Estado reposara en un articulado conjunto de titulares, pero alcanzara su adecuada coronación mediante un sistema de limitaciones y controles provenientes del renovado papel asignado a la Suprema Corte de Justicia como garante último del orden constitucional, y del espacio institucional otorgado a las instituciones autónomas del Estado y a los órganos de relevancia constitucional.
La laicidad en Carpizo se demuestra en su inamovible convicción de distinguir y separar el ámbito del Estado y sus instituciones, de la esfera de las religiones y sus dogmas de fe. En este sentido, fue un convencido de que la convivencia democrática se logra mediante la garantía del ejercicio de las libertades ideológicas a través de las cuales cada persona asegure la libertad de modular su vida de conformidad con sus convicciones, sin que ninguna comunidad religiosa asuma la potestad de imponer sus creencias a la sociedad; asimismo, que la esencia del Estado constitucional radica en que la fuente de legitimidad de sus normas e instituciones proviene del principio democrático que reconoce la soberanía en el pueblo, y que el pluralismo democrático de nuestro tiempo demanda la promoción del valor de la tolerancia, como eje rector de la armónica convivencia colectiva en un entorno caracterizado por las diferencias.
Consciente del momento histórico por el que atravesaba el país en la década de los ochenta y noventa, y apoyado por la comprensión de la realidad política vigente, Carpizo no dudó en proponer la creación de nuevas instituciones moderadoras del poder estatal, ni en plantear la reforma de las existentes. Si se advierte con detenimiento se apreciará fácilmente que Carpizo puso especial atención en aquellas instituciones que contribuyen al fortalecimiento de la legitimidad democrática del Estado, la defensa de los ámbitos de libertad de las personas, así como la salvaguarda del orden, la racionalidad y el equilibrio entre los poderes públicos.
Su huella está hondamente plasmada en la metamorfosis de nuestro máximo tribunal de justicia, convencido como estaba de que debía alejar-se de la tutela de la legalidad para convertirse en una institución a favor de la libertad y la democracia; en su concepción, la Suprema Corte de Justicia requería erigirse en el principal garante del orden constitucional, con atribuciones suficientes para tutelar los derechos y libertades fundamentales de las personas, garantizar la salud del orden jurídico, resguardar la división de poderes, arbitrar las diferencias políticas y corregir las deficiencias y los excesos del poder. Ni qué decir tiene que las ideas de Carpizo fueron determinantes en los procesos de reforma constitucional que dieron la anatomía actual al sistema de justicia constitucional mexicano entre 1988 y 1994.
Su mano está presente en la transformación de la organización electoral del país, cuya contribución fue esencial para el proceso de ciudadanización, persuadido por su convicción de que la legitimidad constitucional del Estado depende de la salud democrática de su gobierno, y que la estabilidad y paz sociales se nutren de la participación ciudadana y la confianza en los comicios. Carpizo jugó un papel de primer orden en el salto democrático impulsado por la reforma electoral de 1994. Como secretario de Gobernación le correspondió conducir —en un lapso muy acotado, dentro de un contexto político y social de alta complejidad—las negociaciones para consolidar la reforma electoral; dar puntual seguimiento a los procesos de reforma constitucional y legal; proceder a la implementación de los cambios introducidos y garantizar su aplicación en la organización de los comicios presidenciales de 1994. Esa reforma, en el ámbito institucional, dejó en manos de los ciudadanos —no de los políticos— la toma de las decisiones más relevantes del IFE; abrió las puertas a la observación nacional e internacional; ofreció garantías de certidumbre y confiabilidad a la organización de los procesos electorales; contribuyó a elevar la paridad de condiciones de la competencia política y coadyuvó a la salvaguarda de la libertad y la expresión genuina del sufragio mediante la creación de una instancia dirigida a perseguir los delitos electorales. En el ámbito político y social, ayudó a distender los ánimos, fomentó una participación ciudadana inusitada, coadyuvó al mantenimiento de la paz e inyectó confianza en la institucionalidad democrática.
Y qué decir de su contribución a la creación y posterior gestión del organismo protector de los derechos humanos, guiado por la convicción de que el reconocimiento, respeto, promoción y protección de los derechos humanos constituye el presupuesto esencial, la obligación y finalidad de cualquier Estado que enarbole la democracia constitucional. Al impulsar la reforma constitucional de 1992, Jorge Carpizo abrigaba la certeza de que la protección efectiva de los derechos en México requería urgentemente la edificación de un sistema no judicial que de manera sencilla, ágil y rápida reaccionara frente a los excesos del poder; asimismo, estaba convencido que la relajación de la ética pública reclamaba la existencia de un defensor público capaz de levantar su voz frente a las violaciones a la dignidad de las personas, con la autoridad suficiente para mitigarlas de inmediato. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos —y el sistema de protección de los derechos creado a su lado— no se entienden sin Jorge Carpizo. Fue su principal impulsor, su primer presidente, uno de sus estudiosos más representativos; su más férreo defensor y crítico.
Fiel a su vocación por los derechos, Carpizo integró y estuvo a la cabeza de instituciones íntimamente vinculadas con el ejercicio, la tutela y promoción de los derechos y libertades. En la Universidad Nacional fue rector, en la Suprema Corte fue ministro, en la Procuraduría General de la República fue procurador, en el Instituto Federal Electoral fue presidente del Consejo General, y en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos se desempeñó como presidente fundador. En dichas instituciones ha quedado patentizada su voluntad de reformarlas desde fuera, para armonizarlas con la evolución democrática del Estado, y transformarlas desde dentro, con el fin de hacerlas más eficaces y benéficas para la sociedad.
No es casual que las instituciones aludidas representen piezas claves sin las cuales no se comprende el proceso de transición democrática del país. En efecto, no fue producto de la casualidad que Carpizo haya estado tan cerca de ellas; por el contrario, siempre estuvo de lado de los arreglos institucionales que favorecían el equilibrio, la transparencia, la responsabilidad, la racionalidad y la rendición de cuentas de los poderes públicos, así como de cualquier reforma encaminada a suministrar al ciudadano mayores condiciones de libertad e igualdad para que su desempeño y participación política y social fuera más amplia, informada y crítica.
Es por ello que en sus escritos y posicionamientos públicos de los últimos años, Carpizo luchó de manera infatigable por el fortalecimiento de la transparencia y el acceso a la información, el perfeccionamiento de los mecanismos de rendición de cuentas y por la transformación de raíz de la procuración de justicia, a través del rediseño institucional y la elevación del Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, la Auditoría Superior de la Federación y la Procuraduría General de la República, a la categoría de órganos constitucionales autónomos.
Sus contribuciones doctrinales dejan ver, por su parte, otras de las grandes preocupaciones académicas de Carpizo. La búsqueda de mecanismos jurídicos idóneos para que los derechos de la justicia social, como él los denominaba, alcancen, más allá de su proclamación constitucional, su auténtica vigencia efectiva, y el diseño de estrategias políticas eficaces para remover las barreras económicas y sociales que impiden el pleno desarrollo de las personas y que obstaculizan la edificación de una sociedad más igualitaria.
En un ámbito más personal, es necesario afirmar que a Carpizo lo distinguieron su carácter y su personalidad. Fue una persona que hizo del trabajo su religión; del orden, la disciplina y la planeación su credo; de la verdad, honradez y la responsabilidad, sus reglas de conducta; de la eficacia y los resultados, sus exigencias personales y profesionales. Era directo, firme y en ocasiones vehemente al momento de exponer su opinión y puntos de vista, pero sabía escuchar, se dejaba persuadir, estaba abierto al diálogo constructivo y era tolerante frente a posturas o planteamientos distintos a los suyos. En la defensa de sus valores, principios y convicciones era inamovible. Fue una de esas personas que sometió su conducta y sus actuaciones, sin excepción, a la ética de los principios.
No fue acomodaticio ni autocomplaciente. Nunca se calló, no fue complaciente ni cómplice. Siempre dijo las cosas de frente, tal y como las sentía. Criticó a personas e instituciones cuando estimó que se habían apartado de los principios y las responsabilidades, y honró todo aquello que estimó correcto o bien hecho. Fue un hombre de palabra que respetó siempre el compromiso establecido sin mediar documento alguno de por medio.
Jorge Carpizo fue un estudioso infatigable. Estaba al tanto de las principales doctrinas de los autores más representativos de México y del extranjero; nunca detuvo su deseo por continuar aprendiendo. Tampoco creyó que lo sabía todo ni que era perfecto; por ende, abrazó constantemente la práctica de pedir a sus colegas sugerencias y comentarios a sus textos y recibía con gratitud y reconocimiento cualquier anotación que contribuyera a enriquecer sus ideas o a replantear sus posiciones.
Fue un escritor prolífico. De su pluma emanaron más de 20 libros, 17 ensayos en obras colectivas, 90 artículos especializados, 15 reseñas legislativas y jurisprudenciales, más de 110 reseñas bibliográficas, 89 prólogos y presentaciones, más de 40 comentarios y voces en diccionarios y alrededor de 289 discursos, palabras y mensajes escritos.
Más allá de sus escritos, recordamos a Jorge como un gran conversador. Literalmente podía pasarse horas platicando anécdotas de sus responsabilidades pasadas, externando sus preocupaciones por la pobreza y la marginación existente en el país, describiendo los lugares más representativos de cualquier ciudad del mundo o riéndose estruendosamente al revivir un episodio chusco del pasado. Ni qué decir de su exquisitez como anfitrión en la calidez de su casa, al sur de la ciudad, que convertida en embajada, veía desfilar a diario a infinidad de personajes; o de sus cualidades como acompañante de viaje y guía de turistas que hacían olvidar rápidamente el cansancio físico acumulado por la caminata al apreciar la calidad de los recorridos y la multiplicidad de lugares visitados.
Carpizo fue una persona que enalteció el valor de la amistad. Tenía una innata cualidad para hacer amistades, para ganarse con facilidad el afecto de las personas y prodigarse su respeto a través de la inmensidad de su cultura. Pero tenía también el extraño hábito de alimentar permanentemente la amistad. Después de cada uno de sus viajes era frecuente recibir un pequeño presente firmado por su puño y letra, a través del cual patentizaba su afecto.
Si algo destaca en el carácter de Jorge Carpizo fue su permanente vocación de apoyo a sus semejantes. Son incontables las generaciones de estudiantes, académicos y funcionarios públicos que fueron respaldados por él, a través de una sencilla carta de recomendación o mediante la exteriorización de una opinión favorable, prudente y sopesada cuando era consultado. Supo equilibrar el trabajo con el placer. Podía pasar días enteros terminando y revisando sus escritos a mano, y disponer semanas completas para escudriñar la pintura y escultura de un museo al otro lado del mundo.
Derivado de su vocación por la enseñanza, Jorge Carpizo se puso a la cabeza de una fecunda escuela de derecho constitucional en la que se desarrolló una pléyade de discípulos de distintas generaciones. No podía ser de otra manera; Jorge Carpizo es un gigante del derecho constitucional mexicano. El estudio, evolución y desarrollo de la disciplina encontró en Carpizo a un exponente de talla universal. En su obra escrita es posible encontrar contribuciones que se han erigido en verdaderos clásicos que hoy como hace 30 años se siguen leyendo en las distintas universidades del país como La Constitución mexicana de 1917 y El presidencialismo mexicano, que representan, sin duda, lo mejor de su testamento académico.
Sería un esfuerzo banal intentar citar aquí su prolífica obra; en ella, sin embargo, encontramos los rasgos distintivos de un académico maduro, informado, meticuloso, crítico y con un gran dominio de las herramientas metodológicas, capaz de clasificar temas, sistematizarlos y exponerlos, identificar problemas, crear categorías explicativas —cómo dejar de mencionar las facultades metaconstitucionales del presidente—, enunciar aspectos benéficos y perjudiciales, además de subrayar semejanzas y diferencias entre figuras jurídicas. Comprendida en su conjunto, la obra jurídica de Carpizo desvela a un científico social con la visión, la capacidad y el olfato necesarios para exponer los temas constitucionales a partir de la relación existente entre la estática del derecho y el dinamismo de la realidad política.
Lo robusto de su obra, la profundidad con la que abarcó las principales instituciones constitucionales de nuestro país, y la pulcritud con la que manejó la metodología del derecho han dejado un vasto material para continuar bregando en su pensamiento, comprender la técnica bajo la cual se aproximaba al estudio de los fenómenos jurídicos y, sobre todo, mantener el diálogo con él, para reflexionar, enriquecer o refutar sus ideas siempre que con ello se enriquezca el debate académico y se coadyuve al mejoramiento de nuestras instituciones.
A decir verdad, a Jorge le resultaba embarazoso que alguien le dijera maestro o que se reconociera como su discípulo. Fue así porque probablemente todos aquellos que estaban cerca de él gozaban de su confianza, de su afecto y los consideraba amigos antes que discípulos. Sin embargo, somos muchos los que nos reconocemos discípulos de su escuela, no sólo por el hecho de haber compartido su línea de pensamiento basada en una vocación democrática, liberal, republicana y laica, o porque nos hayamos beneficiado de su amplio bagaje como constitucionalista, sino fundamentalmente porque aprendimos de él y con él, el valor de la honestidad intelectual, el significado de la responsabilidad social del académico, la importancia de la constancia en el trabajo y lo trascendente que resulta pertenecer a nuestra, suya, Universidad Nacional.
Las distintas generaciones de discípulos que unió con su magisterio representan hoy el mejor testimonio de la fecundidad de su esfuerzo y la solidez de su empeño, y constata nuevamente el carácter visionario que siempre lo distinguió.
Seguro estoy que dentro de las actividades conmemorativas preparadas por nuestra, su alma mater, vendrán distintos homenajes que nos hagan recodar al universitario paradigmático, al jurista excepcional, al servidor público ejemplar, al mexicano comprometido con las grandes causas de su tiempo, al hombre de convicciones y a la persona íntegra y congruente con sus principios. Serán nuevas oportunidades para que sus amigos y discípulos testimoniemos nuevamente nuestro afecto y respeto hacia él por lo que significó para nuestras vidas, en lo personal, y por lo que representa y seguirá representando para la vida de nuestra nación.
Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.