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Vol. 48. Núm. 142.
Páginas 405-409 (enero - abril 2015)
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Ricardo Méndez-Silva
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Ha aparecido la última obra de Walter Astié-Burgos, diplomático de carrera formado en la más pura tradición de la política exterior mexicana, investigador riguroso y entusiasta y, además, un académico de altos vuelos que ha impartido cátedra en numerosas universidades mexicanas, señaladamente en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su importante producción bibliográfica se ha enfocado principalmente a la historia diplomática. Sobresalen entre sus obras Encuentros y desencuentros entre México y Estados Unidos en el siglo XXI y Europa y la Guerra de Estados Unidos contra México.

El presente libro, México y Europa, seis siglos de encuentros y desencuentros, posee una naturaleza enciclopédica al retrotraerse a 600 años atrás, antes de la conquista e internándose en los acontecimientos precursores de Europa. El trabajo exigió del autor el manejo de un material voluminoso, una fenomenal exploración bibliográfica y un ejercicio paciente para depurar la multitud de datos con el fin de ofrecer al lector la sustancia y el hilo de los acontecimientos históricos. Una de las conclusiones que deja la lectura es, precisamente, que la vida del país, iniciada con la conquista española, se nutrió con la cultura y el suceder europeo, de las rencillas y conflictos entre los reinos y los imperios de Europa.

Resulta tentador detenerse en numerosos puntos del devenir retratado en la obra pero, ante la imposibilidad de hacerlo, selecciono algunos episodios de mi personal predilección. Por ejemplo, el debut del Estado mexicano independiente en la arena internacional en 1821. Bien vistas las cosas, emerge sin experiencia alguna sobre la gestión gubernamental, privativa hasta ese momento de los peninsulares con arreglo a los dictados e intereses de la metrópoli. La Nueva España careció de una marina propia, actividad reservada a la Corona, estuvo prohibido el comercio internacional e impedida también la producción y el cultivo de determinados bienes y productos. En ese contorno se festeja de modo delirante la independencia pero al día siguiente habrían de encararse los problemas de la joven nación que surgía tras el desgaste de once años de contienda libertaria y con la pesadez de los rezagos de la época colonial. Iturbide proclamó: “Os he enseñado el camino para ser libres, a vosotros os toca aprender a ser felices” pero la felicidad, al menos la pública y la social, se le negó a México por decenios.

Es revelador el capítulo dedicado a las negociaciones con la Gran Bretaña para obtener su reconocimiento. Fue el primer Estado en concederlo tras regateos, presiones, malos entendidos y una buena dosis de inexperiencia de los representantes mexicanos en las artes y recovecos diplomáticos. El primer reconocimiento es más que una fecha, 11 de enero de 1825, que a lo más, se recuerda de memoria pero con el desconocimiento de los interesantísimos trasiegos diplomáticos.

Más adelante, en el suceder de la nación, es aleccionadora la etapa diplomática que sigue a la caída del Imperio de Fernando Maximiliano de Habsburgo, impuesto por Napoleón III y “las chusmas reaccionarias”, como llamó Ignacio Zaragoza a los conservadores entreguistas. La historia parece detenerse el 15 de julio de 1867, fecha en la que arriba Benito Juárez a la ciudad de México, enarbolando la bandera victoriosa de la República. Es de recordarse que las relaciones diplomáticas y los tratados que se habían suscrito con las potencias europeas se habían cancelado de golpe por el reconocimiento que hicieron del “así llamado Emperador”. ¿Pero qué pasó después? La reconstrucción material y política del país era un desafío inconmensurable. En lo externo, México estaba aislado, contaba sólo con los Estados Unidos pero no se crea que con los brazos totalmente abiertos en un gesto de fraternidad. El secretario de Estado William Seward acariciaba la idea de crear un dominio “que incluyera a Canadá, la mayor parte de México y que se extendiera hasta el Pacífico”. En esos tiempos —y todavía hoy, dirían los enterados— los gobernantes jugaban a la geopolítica con desenfado ofensivo. El mismo Maximiliano, en el crepúsculo de su utopía imperial, pensaba en ceder a los Estados Unidos parte de los estados norteños mexicanos, sobre todo de Sonora, a cambio de su reconocimiento y compensar esa cesión territorial con la expansión del “Imperio mexicano” a Centroamérica y, vía uniones personales de las casas reinantes en Europa, consolidar en Sudamérica el Imperio portugués en Brasil a fin de constituir tres grandes ejes de poder político en el continente. Sueños de opio, aunque Maximiliano nunca ha sido acusado de ningún tipo de adicción.

Lo cierto es que gradualmente se fueron dando los acercamientos con las potencias europeas sobre la base de la llamada Doctrina Juárez que contempló la verificación de “nuevos tratados bajo condiciones justas y convenientes” condicionada la reanudación diplomática a la iniciativa de los europeos y desconociendo los acuerdos que hubiera suscrito el gobierno usurpador. Son interesantes las gestiones tras bambalinas a la luz de casi siglo y medio de distancia. Privó la intermediación de Washington, una especie de corre ve y dile diplomático, que transmitió a la embajada de México en la capital estadounidense los afanes por aliviar las desavenencias. Prusia fue el primer país que logró el restablecimiento de relaciones y la suscripción de un nuevo tratado en 1869. En 1871 el nuevo representante español presentó sus cartas credenciales al presidente Juárez. Con Francia, el proceso de reconciliación llegó a término feliz en 1880, ya en tiempos porfirianos. Con la gran Bretaña en 1884 y Austria en 1901 se reanudaron las relaciones diplomáticas. Pero quedamos en que las fechas son sólo un indicador en tanto la trama histórica es apasionante. Astié-Burgos nos obsequia el suceder de esa etapa que ocurrió paso a paso bajo la premisa de la dignidad nacional.

En un salto de épocas entramos a 1914, año del inició de la Primera Guerra Mundial cuando las turbulencias de la Revolución Mexicana estaban en su clímax. Alemania, uno de los beligerantes, estuvo involucrada en el acontecer mexicano desde antes del movimiento armado y sus intereses se acrecentaron al triunfo de Francisco I. Madero. No fue ajena a los sucesos que terminaron con el asesinato de Madero, aunque, hay que reconocerlo, con escrúpulos se opuso a su sacrificio. Consumado el golpe de Estado inclinó sus preferencias a Victoriano Huerta pues identificaba en él sentimientos antiestadounidenses que favorecían sus pretensiones de influencia. A la caída de Huerta, Alemania facilitó un barco de su bandera para que el “chacal” abandonara el país y todavía lo siguió cortejando con la ilusión de que retomara el poder en medio de las contraposiciones de las facciones revolucionarias. Apuesta fallida. No obstante, su interés se agudizó con el estallamiento de la Gran Guerra. El sueño dorado de los alemanes fue que México se enfrascara en una guerra con los Estados Unidos para arraigarlo en su frontera sur y no cayera en la tentación de sumarse al conflicto europeo. Astié-Burgos menciona que existen, inclusive, sospechas de que el ataque de Francisco Villa a la población de Columbus fue azuzada por Alemania. El caso es que actualmente el poblado estadounidense luce una escultura del mítico guerrillero, el único extranjero que ha golpeado a los Estados Unidos en su territorio junto con Osama Bin Laden.

Sigue el autor contándonos: la colonia alemana estableció una oficina de propaganda en la famosa ferretería Boker, ubicada en una fascinante mansión en las calles hoy llamadas 16 de Septiembre e Isabel la Católica que tenía numerosas sucursales a lo largo del país. El gobierno alemán también desplegó campañas de apoyo y propaganda a su causa e invirtió dinero para financiar periódicos y promover la imagen de la potencia teutona e, inclusive, buscar apoyo entre oficiales de ascendencia alemana. El incidente más publicitado fue el del Telegrama Zimmerman, fechado el 16 de enero de 1917. La misiva lleva el apellido del ministro de Relaciones Exteriores alemán, Arthur Zimmerman, y fue dirigido a su embajador en Washington con la encomienda de entregarlo al representante alemán en México para que éste, a su vez, lo hiciera llegar a las autoridades mexicanas. Cabe decir que el famoso telegrama fue remitido en momentos en los que el imperio alemán decidió radicalizar la guerra con un ataque masivo de submarinos.

En pocas palabras, Alemania proponía a México que provocara una guerra a Estados Unidos a cambio de recuperar los territorios perdidos en 1848. En el ambiente mexicano estaban a flor de piel los sentimientos antiestadounidenses por el complot de la embajada orquestada por Henry Lane Wilson y avivados por la intervención de Estados Unidos en Veracruz en 1914. El caso es que el espionaje inglés interceptó el telegrama y lo hizo del conocimiento del gobierno y aunque montó en alarma y envió inmediatamente a un embajador a la ciudad de México, el señor Henry Pather Fletcher, con un ultimátum, la amenaza de una invasión militar fulminante en caso de que México prestara oídos al ofrecimiento y concluyera la alianza con Alemania. El enviado relata Walter Astié, se personó con el secretario de Relaciones Exteriores, Cándido Aguilar, que por fortuna no le hacía honor a su nombre de pila que alude a un carácter inocentón. De viva voz, el diplomático gringo no sólo explicitó la amenaza sino que le exigió a México que abandonara su política de neutralidad en la Gran Guerra, postura que había sido declarada en agosto de 1914, y rompiera relaciones diplomáticas con Alemania.

Una versión extendida es que el telegrama nunca llegó a su destino, contrariamente, el autor del libro sostiene que fue entregado al canciller mexicano e incluso da la fecha, el 20 febrero inmediato, pero Cándido Aguilar negó tener conocimiento del susodicho telegrama. Una definición del diplomático dice que es un hombre decente que se dedica a mentir en nombre de su gobierno. Lo que haya sido, tranquilizó por el momento a su huésped prometiéndole conseguir una audiencia con Venustiano Carranza quien, a su decir, andaba muy ocupado con la proclamación de la Constitución Política. Ésta había tenido lugar el 5 de febrero y la reunión tenía lugar a fines de mes o principios de marzo. Por complicadas que hubieran estado las comunicaciones en esos años, ya era hora de que el primer jefe estuviera de vuelta en la capital. Lo que hicieron los mexicanos fue darle largas a la presentación de las cartas credenciales del señor Fletcher, acto con el que se inicia oficialmente una misión diplomática, mientras era un ciudadano común, beneficiario únicamente de las cortesías del país receptor. La dilación seguramente permitió ponderar la gravedad de la situación aunque existen indicios de que a Carranza no le disgustaba la idea pero prevalecieron los argumentos de la realidad política. Carranza recibió finalmente al estadounidense y, con la credibilidad de su figura patriarcal, barba cana y larga, espejuelos pequeños, le expresó que México no tenía necesidad de romper relaciones diplomáticas con Alemania pues en el conflicto mundial era un Estado neutral con arreglo al derecho internacional, agregó claridoso que consideraba injusta la amenaza de una declaración de guerra por parte de su vecino y, lo mismo que Cándido Aguilar, negó enfáticamente haber recibido el telegrama de las discordias, aclarando que de haberlo conocido “lo hubiera rechazado como una absurda propuesta sin sentido común”. Brilla en este episodio el gran conocimiento del derecho internacional de esa generación y, fundamentalmente, el enorme sentido de la dignidad para no convertir al país en un protectorado, en una pieza servil de los designios caprichosos de los Estados Unidos.

El libro en comento es lectura obligada para los estudiantes, los internacionalistas de todas las vertientes, para los historiadores y, en general, para quienes le profesan devoción al México de nuestras dignidades. Nunca será vano recordar estos testimonios de la historia patria.

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