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Vol. 48. Núm. 144.
Páginas 1307-1315 (septiembre - diciembre 2015)
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Reseña del libro
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Elisa Speckman Guerra*
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“La reforma se halla en el umbral de la Revolución”, afirma Sergio García Ramírez en una de las primeras páginas del libro. No la equipara con cambios legislativos o con relecturas de la doctrina; en su opinión, la reforma conlleva transformaciones decisivas en ideas o en instituciones. Los reformadores son hombres que impulsaron estos virajes y a dos de ellos, Beccaria y Howard, dedica este libro.

En Los reformadores, García Ramírez reúne amplios estudios que escribió para introducir las obras de Cesare Bonesana marqués de Beccaria (De los delitos y de las penas, publicado en 1764) y de John Howard (El estado de las prisiones en Inglaterra y Gales, que por primera vez salió a la luz en 1777).1

Ambos vivieron en la Europa de la segunda mitad del siglo XVIII y recogieron ideas y expectativas de la época, las difundieron, las defendieron y las hicieron valer, logrando cambios importantes en el derecho penal, el sistema de justicia y las instituciones de castigo.

Con la inmejorable guía y pluma del doctor en derecho, el lector puede familiarizarse con estos reformadores y su trabajo. Siguiendo el camino trazado por Ortega y Gasset, el autor presenta a los libros y a sus circunstancias. Primero reconstruye el entorno político, social, económico y cultural, después examina hechos de la vida de cada reformador. Se propone dibujar cuatro “círculos concéntricos”, y los traza con gran nitidez:

  • 1

    El más amplio lo dedica a la política y la sociedad. Beccaria y Howard vivieron en una época ajena a principios como la división de poderes, la existencia de Constituciones escritas y rectoras de la vida social, o los derechos individuales. Una etapa previa, pero cercana, al triunfo de los movimientos que adoptarían esas premisas y, en general, el modelo político liberal: la independencia de Estados Unidos, la Revolución francesa, las independencias americanas o las revoluciones liberales europeas. Además, formaron parte de una sociedad corporativa, concebida como una suma de cuerpos con diferente lugar y misión dentro de un orden de origen divino.

  • 2

    En el segundo círculo presenta los anhelos que llevarían a las revoluciones y las nuevas ideas (liberalismo, contractualismo, iusnaturalismo). Los simpatizantes de estas corrientes —entre ellos Becca-ria— consideraron que los hombres acordaron crear instituciones políticas y sociales con el fin de ver sus derechos garantizados. Supusieron que dichos asociados expresan su voluntad por medio de la legislación, que debe ser observada por gobernantes y gobernados. Asimismo, los concibieron como iguales e iguales en derechos, viendo a la sociedad en tanto conjunto de individuos (ya no de cuerpos).

  • 3

    En el tercer nivel ubica Sergio García Ramírez “sucesos precipitantes, notorios, insoportables”, o hechos concretos que generaron inquietud y crearon conciencia en los reformadores. Entre ellos, errores y horrores de la justicia, como los procesos y ejecuciones de Robert Francois Damiens o de Jean Calas.

  • 4

    Las circunstancias y experiencias individuales conforman el último círculo. En el caso de Beccaria el autor considera importante su pertenencia a un grupo intelectual, la Accademia dei Pugni; en el de Howard su contacto con prisiones y otros espacios de encierro.

Después de presentar a los personajes y a su entorno, Sergio García Ramírez ofrece una inteligente y clara exposición de las propuestas de Beccaria y Howard.

El primero incidió en la reforma del derecho y la justicia penal y, por ende, en la sustitución de un orden jurídico tradicional o propio del Antiguo Régimen, por uno moderno o liberal. Le tocó vivir una época de pluralismo jurídico, que puede definirse como la coexistencia de diversos conjuntos normativos, con diferente contenido y sustento, en un mismo espacio social. Los jueces contaban con un amplio arbitrio y podían elegir, en diferentes derechos escritos y no escritos, la norma que más se ajustaba al caso juzgado. Esta situación, propia de una sociedad corporativa y de un Estado jurisdiccional, chocaba a quienes —como Beccaria— consideraban que los individuos debían poseer los mismos derechos y ser iguales ante un único derecho: la ley. Sostuvo que el legislador representa a toda la sociedad, unida por el contrato social. Por ello pugnó por que la legislación se convirtiera en el único derecho vigente y rigiera a todos los actores sociales. Pensó que los problemas de la justicia se solucionarían si se contaba con buenas leyes, que fueran puntualmente aplicadas por los jueces. Pensó que al legislador le corresponde determinar los actos que pueden ser considerados delitos y contemplar las penas correspondientes. Así, en aras de la igualdad ante la justicia y la certeza jurídica, consideró necesario reducir al mínimo el arbitrio judicial.

Además, clamó por dejar atrás el modelo inquisitivo y adoptar el sistema acusatorio. En términos más amplios —y retomo las caracterizaciones ofrecidas por el doctor García Ramírez— pugnó por dejar atrás un sistema definido por la reunión de las tareas de juzgar y acusar, el secreto procesal y la utilización del tormento para obtener la confesión (considerada la reina de las pruebas), y sustituirlo por un modelo de tipo acusatorio, con división de funciones, equilibrio entre las partes, publicidad y garantías procesales.2 Por último, defendió al juicio por jurado y lo presentó como garante de derechos, escuela de la democracia y expresión de la soberanía o de la participación directa de la ciudadanía en los asuntos públicos.

Con estas expectativas, Beccaria juzgó a la justicia del pasado y exigió cambios a la del futuro, pugnando por el tránsito del pluralismo normativo al monismo legal, de la pluralidad en los sujetos de derecho a la igualdad jurídica, y del amplio arbitrio judicial al apego de los jueces a la ley.

También se preocupó por el castigo, preocupación que compartió con Howard. En ese momento no se concebía un castigo sin suplicio. Tampoco se concebía un castigo privado, pues sanción y ejemplo también estaban estrechamente vinculados. La pena de muerte era aplicada con mayor publicidad y atrocidad cuando se trataba de delitos de lesa majestad. Los lectores de Foucault seguramente recuerdan la descripción de una de ellas, que abre la obra Vigilar y castigar. En 1757, Robert Francois Damiens fue condenado por el intento de asesinato de Luis XV. Tras retractarse en la puerta principal de la iglesia de París, el regicida fue conducido en carreta hasta la plaza en que se encontraba el cadalso. El suplicio duró horas: la mano con que portó el cuchillo le fue quemada con azufre, su cuerpo fue atenaceado y en las heridas se le vertió aceite hirviendo y plomo derretido, fue desmembrado por cuatro caballos.3

Como explica Sergio García Ramírez, Beccaria no sólo sostuvo que la pena de muerte era ilegítima, también la consideró innecesaria e inútil (no la consideró capaz de persuadir, creyó que incluso podía resultar contraproducente, pues las ejecuciones llegaron a despertar simpatía hacia el condenado y odio hacia las autoridades). Considera el autor de Los reformadores que una de las notas dominantes del italiano es, precisamente, su reflexión sobre la utilidad del castigo. Pugnó por la adopción de penas benévolas y proporcionales, pero siempre aplicadas poco después de la comisión del delito. Deseaba abolir la pena capital.

También Howard estaba convencido de la necesidad de sustituir la pena de muerte por la prisión reformada. Recorrió cárceles de varias naciones europeas y denunció los problemas que las aquejaban: falta de separación entre los reos (convivían procesados con sentenciados, hombres con mujeres, adultos con niños, condenados con sus familiares), hacinamiento, deficiencias de higiene y proliferación de enfermedades, venta de alcohol, exigencia de cuotas y violencia (era común utilizar cadenas para asegurar a los reos, propinarles azotes o confinarlos en celdas de castigo). Recomendó la supervisión de las prisiones y una mejor selección del personal carcelario, la exhibición de las reglas que debían regir la vida carcelaria, la separación de los reos, instrucción religiosa y educación, y edificios que contaran con espacios adecuados y talleres de trabajo. Por ende, demandó un cambio en la concepción y las experiencias del castigo.

Además de una impecable presentación de De los delitos y de las penas y de El estado de las prisiones en Inglaterra y Gales, Sergio García Ramírez ofrece al lector otros elementos de análisis y reflexión. Su amplio conocimiento del tema y su experiencia dentro del ámbito judicial y penitenciario le permitieron establecer dos diálogos. En la obra dialoga con los reformadores y expone sus puntos de vista, y pone a los reformadores a dialogar con el momento actual.

En general simpatiza con los puntos de partida de Beccaria y Howard. Comulga con un derecho y una justicia penales que, propios de un sistema democrático, presenten cuatro “datos esenciales: legalidad, mínima intervención, racionalidad y humanidad.4 En los reformadores encuentra los orígenes de estas demandas. Por ejemplo, en Beccaria localiza afirmaciones que “en nuestro tiempo se concentrarían en el principio de intervención mínima del Estado, la regla de oro de la justicia penal democrática”.5 En diferentes textos y foros ha sostenido que la hipertrofia del derecho penal constituye un rasgo del Estado totalitario, mientras que en un Estado democrático el derecho penal debe ser el último recurso. En relación con lo anterior, al igual que el italiano otorga mucha importancia a la prevención, afirma “primero justicia social, después justicia penal”.6 Un último ejemplo: también coincide con los reformadores en la urgencia de abolir la pena de muerte pues, citando a Antonio Beristáin, considera que quien admite esta sanción “introduce una gota de veneno en el vaso que contiene las normas de la convivencia”, una gota que “inficiona todo el líquido”.7

Así, el doctor García Ramírez expone sus puntos de vista sobre las ideas de los reformadores. También dialoga con el presente. Lo hace de dos formas. En primer lugar, examina la suerte de las propuestas de Beccaria y Howard, valorando logros, avances y retos. Como bien lo muestra, mucho lograron los reformadores, pero no todo, entre otras cosas:

Hay pena de muerte. Subsiste la tortura. La pena dista de ser, en todos los casos, inmediata, mínima, proporcionada y legal. Se castiga la intención. Existe desigualdad ante la justicia. Hay capturas sin razón. Los juicios son lentos e inciertos. Abundan leyes oscuras. Se acepta la delación. Se negocia la pena entre el Estado y el infractor. El daño social no es siempre la medida del delito. La impunidad campea. Hay demagogia y tiranía. La prevención se encomienda más a la justicia penal que a la social. Se ignora que la mejor prevención reside en la vigencia puntual de los derechos humanos.8

No hay mejor ejemplo de la persistencia de los males denunciados por los autores del siglo XVIII que la situación de las prisiones. Afirma García Ramírez: “el diagnóstico reciente de las cárceles no resulta menos pesimista —aunque se tengan a cuenta otras razones— que el que dos siglos atrás hiciera Howard”.9 Ni menos pesimista ni muy diferente. Resulta sorprendente observar, en los trabajos históricos sobre las cárceles mexicanas en los siglos XIX y XX, que las instituciones presentan más continuidades que cambios.

Hablé de dos formas de dialogar con el presente. Además de valorar el destino de las propuestas de los reformadores, Sergio García Ramírez reflexiona sobre su actualidad o vigencia. Algunos asuntos que se demandaban no tienen el mismo alcance o significado en las condiciones actuales. También, a más de dos siglos de distancia y considerando las experiencias vividas, algunas demandas han perdido su razón de ser o han cedido paso a nuevas expectativas.

Como ejemplo de lo primero, la exigencia de publicidad. Como señala García Ramírez, a finales del siglo XVIII publicidad implicaba permitir el acceso de la ciudadanía al juicio como miembros del jurado o como asistentes. Se buscaba terminar con el secreto procesal e impedir posibles abusos por parte de los jueces. Con el tiempo la publicidad logró mayores alcances e involucró otros aspectos. En este proceso existen varias fases. Tan sólo en una de ellas, la etapa en que en México funcionó el juicio por jurado, podemos marcar diferentes momentos: en las primeras décadas únicamente los asistentes que alcanzaban sitio en la sala podían seguir el desarrollo de la audiencia; a finales del siglo XIX, el número de espectadores se amplió, pues la prensa se había modernizado, daba amplia cabida al reportaje y a la nota roja, y en los casos célebres difundía los pormenores de las audiencias; pero nada de eso se compara con la publicidad que alcanzaría años después el juicio de María Teresa Landa, que se transmitió por radio y que podía ser escuchado en bocinas instaladas en la ciudad. En otra fase nos encontramos actualmente debido al desarrollo de la prensa, la radio y, sobre todo, la televisión. El público potencial se multiplicó y, en palabras del autor, “ingresa a la audiencia en torrente virtual por millones”. Con este alcance, advierte, “los medios de comunicación, enfilados por sus conductores, pueden ejercer sobre el juez una tiranía que éste trasladará al inculpado. No es correcto que el tribunal sea el amanuense del rey; tampoco del humor popular, que ni siquiera surge del pueblo”.10

Por otra parte, exigencias que respondieron a las condiciones de la época actualmente resultan cuestionables o deben matizarse. Beccaria conoció una etapa en que los jueces contaban con un amplio arbitrio y reaccionó a esta situación. ¿Cómo ceñir una magistratura acostumbrada al exceso?, pregunta García Ramírez, para contestar: prohibiendo a los jueces la interpretación (se consideró que nada más los propios legisladores podían desentrañar la ley) y exigiendo que la sentencia se formulara a manera de silogismo (premisa mayor la ley, al medio la acción y como consecuencia la pena o libertad). No obstante, considera que dichas soluciones, entonces indispensables, a 250 años de distancia se presentan como “im-posibles, irreales e impracticables”.11 Ahora se admite que “la operación del juzgador es infinitamente más compleja”.12 En su opinión, “la justicia se halla gobernada por la letra de la ley; pero la individualización, que exige un espacio para el arbitrio —no hablo por supuesto de arbitrariedad— devuelve poderes al juzgador, que sale de la sospecha y la tiniebla”.13 Para concluir: “Ni Beccaria ni nadie en su tiempo imaginarían que el signo característico del sistema penal del futuro sería la individualización en un sentido creador, aunque no de tipos ni de penas, claro está”.14 No sólo se ha relajado la obsesión decimonónica por reducir el margen de discrecionalidad de los jueces, a este relajamiento se pueden sumar otros, como la mitigación de la pretensión de una igualdad a raja tabla, que en el siglo XIX mexicano se tradujo en la lucha contra la autonomía de los pueblos, la propiedad comunal e incluso la diversidad cultural.

Por último, Sergio García Ramírez muestra cómo expectativas del momento han perdido actualidad. Por ejemplo sobre la prisión, a sus posibles mejoras; pero también a la posibilidad de sustituir la pena de privación de libertad por otras sanciones. El autor dedica originales y valiosas páginas. Enfatiza:

No se volvería la hoja del siglo XX sin que cundiera una noticia: la prisión fracasó. No ha sido ni ha producido lo que se esperaba. No mejora a los prisioneros: los excluye, los oprime, los aniquila, y a la postre pagan el precio tanto aquéllos como la sociedad, cuya moral no se halla satisfecha y cuya protección no se encuentra asegurada.15

Para después aventurar: “La prisión imperó en el siglo XIX, comenzó a declinar en el XX y no hay nada que pueda protegerla del descrédito y la completa eliminación en el XXI”.16

Para concluir, voy a retomar o referirme a la importancia de la obra, mencionando algunos de sus múltiples méritos y aportaciones.

El lector interesado en conocer las ideas de Beccaria y de Howard y, en general, del derecho penal ilustrado, no puede encontrar una mejor guía. Y acercarse a estos reformadores resulta importante por varias cuestiones. Conocer la cultura jurídica del pasado, sin duda. Pero hay otras. El autor habla de la vigencia de las obras y la utilidad que su lectura puede brindar a la comprensión y transformación del presente. Habría que agregar la importancia de reflexionar sobre el ámbito penal.

Empiezo por la actualidad de los libros y de las ideas de sus autores. “Se trata de clásicos que por momentos parecen contemporáneos”, escribe Sergio García Ramírez refiriéndose a Beccaria, la afirmación también resulta válida para Howard.17 No se trata de “remotos testimonios sobre sucesos muy distantes y distintos de los nuestros, de los que sólo existe huella en la historia y en el recuerdo”, advierte.18 Y escribe:

Se ha caminado hacia adelante en muchas de las propuestas que formularon el italiano y el inglés, ciudadanos universales. Y todas conservan vigencia, en la raíz de la que proceden y en el fin al que se dirigen. De ahí la pertinencia de volver de nuevo sobre los pasos de ambos y explorar; con mirada contemporánea, los anhelos que ellos suscribieron hace un par de siglos. De esta relectura, con ojos de hoy, provendrán sugerencias y nuevos progresos para los derechos humanos.19

La relectura de los autores, sostiene García Ramírez, puede sugerir nuevas rutas para el cambio. Coincido con él. El estudio de la historia de las instituciones de justicia y de castigo puede permitir una mirada más crítica de las instituciones actuales. Nada más ilustrativo que sus palabras para cerrar esta idea: “hay que mirar hacia atrás para entender el paisaje del presente y diseñar el rumbo del futuro”.20

Sobra decir que estudios sobre el ámbito penal resultan fundamentales hoy en día. En este ámbito, como sostiene el autor de Los reformadores, “que-dan frente a frente, en dramático encuentro, el ser humano, titulado como enemigo social, y el poder público, caracterizado como defensor de la sociedad. No podría existir contraste más violento ni resultado más predecible”. Por lo anterior, considera que se trata de un escenario crítico en el cual se ponen en juego los valores más caros del liberalismo, de la democracia, de la sociedad e incluso del hombre: “En ese espacio poblado de sombras —más que de luces—, los derechos corren el mayor peligro y sufren el máximo daño, y la democracia padece, con frecuencia, la erosión de los valores y principios que se hallan en su cimiento y en su destino”, afirma.21

Mea parece, por otra parte, que el libro de Sergio García Ramírez puede servir como ejemplo para otros trabajos sobre la historia de las ideas o de la cultura jurídica. García Ramírez no desvincula De los delitos y de las penas y El estado de las prisiones en Inglaterra y Gales de sus autores y de su entorno. Me parece que una obra sólo puede ser cabalmente comprendida si se sigue esta ruta, es decir, si se estudia el momento en que fue escrita (el contexto político, social y cultural) y al autor que la escribió (sus experiencias de vida y su bagaje cultural). Además, creo que sólo una lectura de este tipo puede permitir un acercamiento que —como sucede en este caso— rebasa el nivel de la descripción para resultar analítico y crítico.

Sólo me resta enfatizar un punto que ya he mencionado. El libro resulta relevante pues no sólo permite conocer las ideas de Beccaria y de Howard, sino que también permite acercarse a las ideas de Sergio García Ramírez, quien ha contribuido enormemente a la reforma —y doy a esa palabra el significado que él le concede— de la justicia y de las prisiones en México.

Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.

Las obras con sus estudios introductorios fueron publicadas por el Fondo de Cultura Económica, la de Beccaria en 2001 (reimpresa en 2006) y la de Howard en 2003.

García Ramírez, Sergio, Los reformadores…, cit., p. 115.

Foucault, Michel, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. de Aurelio Garzón del Camino, México, Siglo XXI, 1993, pp. 11-13.

García Ramírez, Sergio, Los reformadores…, cit., p. 48.

Ibidem, p. 74.

Ibidem, p. 132.

Ibidem, p. 86.

Ibidem, p. 133.

Ibidem, p. 317.

Ibidem, pp. 117 y 118.

Ibidem, p. 58.

Idem.

Ibidem, p. 57.

Ibidem, p. 59.

Ibidem, p. 316.

Ibidem, p. 332.

Ibidem, p. 49.

Ibidem, p. 20.

Ibidem, p. 21.

Ibidem, pp. 16 y17.

Ibidem, p. 15.

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